XI

—El invierno pasado nos arrastramos a pie hasta Monterrey, pero hoy lo hacemos sobre ruedas, ¡gran Dios! —exclamó Billy cuando el tren se ponía en movimiento y ambos se reclinaban en los asientos.

Habían decidido no recorrer nuevamente el mismo camino y tomaron el tren que los llevaría hacia San Francisco. Mark Hall les había advertido la depresión de ánimo que producía el Sur, y se dirigían hacia el Norte, durante una estación en que se necesitaban frazadas para abrigarse. Tenían la intención de cruzar la bahía hasta llegar a Sausalito, y avanzar a través de los condados costeros. Hall les había dicho que allí encontrarían al verdadero árbol californiano de madera roja. Pero cuando Billy fue al coche fumador para encender un cigarrillo, se sentó junto a un hombre que después le desviaría de su itinerario. Era una persona de mirada alerta, de ojos oscuros, que indudablemente parecía de origen judío, y como recordara en ese momento los reproches que constantemente le había hecho Saxon con respecto a su timidez para hacer preguntas, se decidió a trabar conversación con el otro. No tardó mucho tiempo en saber que Gunston era comisionista, y comprendió que sus palabras eran demasiado valiosas como para pasarlas por alto, y que también Saxon se daría cuenta de eso. Cuando el otro terminó de fumar, le invitó a pasar al vagón próximo donde se encontraba su esposa. Billy hubiese sido incapaz de algo semejante antes de su estadía en Carmel. Por lo menos allí había adelantado bastante en materia de sociabilidad.

—Me acaba de hablar de los reyes de las patatas y quería que también te lo contará a ti —le explicó Saxon después de presentárselo—. Señor Gunston dígale algo sobre la sanguijuela de abanico que el año pasado obtuvo diecinueve mil dólares con el apio y los espárragos.

—Le contaba a su esposo como los chinos hacen las cosas allí arriba del río San Joaquín. Valdría la pena que ustedes se acercaran y dieran un vistazo al sitio. Ahora estamos en la buena estación, es muy temprano para los mosquitos. Pueden viajar en el Black Diamond o en el Antioch, y viajar alrededor de las granjas de las islas con vaporcitos y lanchas. Los pasajes son baratos y podrán disponer de una de las tantas gasolineras que hay por allí; por ejemplo la «Duchess» y la «Princesa».

—Háblele sobre Chow Lam —le pidió Billy.

El comisionista se reclinó sobre el asiento y rió.

—Hace varios años Chow Lam era un tahúr chino que estaba arruinado. No tenía un céntimo y estaba perdiendo la salud. Tenía la espalda completamente deshecha por haber trabajado durante veinte años en las minas de oro, lavando los restos de lo que habían dejado los mineros primitivos. Y todo lo que ganaba se le esfumaba en el juego. Además le debía a seis compañías más de trescientos dólares, cosas de chinos, ustedes se dan cuenta. Pero recuerde que esto era hace sólo siete años atrás: tenía la salud a la miseria, la espalda destrozada, debía trescientos dólares y estaba sin trabajo. Entonces Chow Lam se presentó a Stockton y consiguió un puesto en las tierras pantanosas, trabajando a tanto por día. Era una compañía china que cultivaba apio y espárragos sobre el río Middle. Tuvo buen tino en esa ocasión y adquirió algunas acciones. Ya llevaba más de un cuarto de siglo en los Estados Unidos, las espaldas pesaban cada día más y no tenía ni un céntimo ahorrado si quería regresar a China. Vio cómo hacían los chinos de esa empresa…, y ahorró algo sobre el salario y compró una acción. Durante dos años hizo lo mismo y compró una acción en una compañía con treinta de esos títulos. Eso fue apenas hace cinco años. Esa compañía arrendó trescientos acres de tierras pantanosas que eran de un hombre blanco que prefería viajar por Europa. Y con los beneficios que le produjo la acción durante el primer año, compró dos acciones de otra compañía. Y al cabo de un año, con lo que obtuvo de las transacciones, organizó una compañía por su cuenta. Al año casi se arruina, y sólo por tener mala suerte. De esto hace tres años. Al año siguiente las recolecciones fueron muy buenas y ganó cuatro mil dólares, y al otro ganó cinco mil. Durante el último año embolsó diecinueve mil dólares. ¿Bastante bien, no le parece, para el viejo Chow Lam que estaba en la ruina?

—¡Cielos! —fue todo lo que se le ocurrió decir a Saxon.

Pero ella tenía tanto interés que el comisionista prosiguió.

—Por ejemplo, fíjense en Sing Kee, el rey de las patatas de Stockton. Lo conozco bien. Hice muchos negocios con él y siempre he ganado menos dinero que con cualquier otro hombre. Era un simple «coolie[50]» y entró clandestinamente a los Estados Unidos, de esto hace veinte años. Comenzó trabajando a jornal, después vendió verduras dentro de dos cestas que colgaban a cada extremo de un palo, y más tarde abrió una verdulería en el barrio chino de San Francisco. Pero era inteligente y en seguida se encontró con los cultivadores chinos que abastecían su establecimiento. El negocio que tenía no le daba con rapidez todo el dinero que quería. Se fue a San Joaquín y durante dos años no hizo otra cosa que observar el ambiente con atención. Luego pegó el salto y arrendó mil doscientos acres a siete dólares cada acre…

—¡Gran Dios! —exclamó Billy lleno de asombro—. ¡Ocho mil cuatrocientos dólares sólo de arrendamiento durante el primer año! Conozco quinientos acres que puedo comprar a tres dólares cada uno.

—¿Es buena tierra para patatas? —le preguntó Gunston.

Billy meneó la cabeza en silencio.

—Supongo que no sirve para nada.

Los tres estallaron en una carcajada y el comisionista continuó.

—Esos siete dólares por acre eran sólo por la tierra, y posiblemente usted sepa lo que cuesta arar mil doscientos acres, ¿no es cierto?

Billy asintió solemnemente.

—Y durante ese año obtuvo ciento sesenta bolsas por acre —prosiguió Gunston—. Las patatas se vendieron a cincuenta centavos. Por aquel entonces mi padre se encontraba al frente del negocio, y es por eso que estoy al tanto de todo. Y Sink Kee vendió a cincuenta centavos y todavía ganó dinero.

—Pero acaso lo hizo. Puedo asegurarle que un chino sabe cómo anda el mercado. Saben cómo despellejar la ganancia de un comisionista. Y Sing Kee retuvo su producto. Cuando casi todos habían vendido su producción, comenzó a hacer subir el precio de las patatas. Se rió de nuestros compradores cuando le ofrecimos sesenta centavos, un dólar. ¿Y quieren saber a qué precio vendió finalmente? Un dólar setenta y cinco centavos por bolsa. Supongan que en realidad le costó cuarenta centavos cada una. Mil doscientos por ciento setenta, a ver, déjeme calcular…, ciento noventa y dos mil bolsas a dólar y cuarto, neto…, cuatro en ciento noventa y dos hacen cuarenta y ocho más, son doscientos cuarenta…, sí, doscientos cuarenta mil dólares de ganancia limpia en los negocios de ese año.

—¡Y es un chino! —dijo Billy desolado. Se volvió hacia Saxon—. Debería existir algún país a donde pudiéramos ir nosotros, la gente blanca. ¡Recórcholis!…, estamos completamente clavados en medio de esto.

—Ciertamente que esto es algo muy poco común —se apresuró a advertirles Gunston—. En otros lugares se perdió la recolección de la cosecha de patatas, y si los precios hubiesen caído más Sing Kee sería un cadáver. Jamás volvió a tener una ganancia semejante. Pero siempre marchaba hacia adelante. El año pasado tenía cuatro mil acres de patatas, mil de espárragos, quinientos de apio y quinientos de porotos. Y seiscientos los cultiva con semillas. Y no le importa lo que pueda ocurrirle con uno o dos cultivos, es imposible que pierda en todos.

—He visto doce mil acres de manzanos —dijo Saxon—, y me gustaría mucho ver cuatro mil acres sembrados de patatas.

—Y los veremos —afirmó Billy completamente seguro—. Iremos a San Joaquín. No sabemos nada de lo que ocurre en nuestro país, y de esa manera no es extraño que estemos empantanados en medio del camino.

—Encontrarán muchos reyes por allí —dijo Gunston—. Sí, a Hong Lee… le llaman el «Gran Jim», lo mismo que a Ah Pock y a Ah Wang, y también allí está Shima, el japonés que es otro rey de las patatas… Es dueño de varios millones y vive como un príncipe.

—¿Y por qué los yanquis no tiene lo mismos éxitos? —le preguntó ella.

—Supongo que porque no quieren. No hay nada que les detenga, salvo ellos mismos. Pero sin embargo le confesaré una cosa: prefiero tratar con los chinos. Su palabra es firme como una estaca. Si prometen que harán una cosa la hacen. Y de cualquier manera el hombre blanco no sabe cultivar el suelo. Hasta el granjero más adelantado se conforma con una recolección anual y la rotación de los cultivos, pero el señor Juan Chino le supera en un cien por ciento, porque consigue dos recolecciones sobre el mismo terreno. Yo mismo lo he visto: dos recolecciones de rábanos y zanahorias y una siembra simultánea.

—Pero eso es descabellado —dijo Billy—, así sólo lograrán media docena de cada especie.

—Pero la verdad es otra —rió Gunston—. Las zanahorias, de la misma manera que los rábanos, tienen que ser plantadas con mucho espacio de por medio. Las primeras crecen lentamente mientras los últimos lo hacen con mucha rapidez. Y las zanahorias de crecimiento lento mientras tanto le prestan el suelo a los rábanos, y cuando estos últimos son recogidos y están listos para ser transportados al mercado, entonces las zanahorias comienzan a crecer. Nadie es capaz de superar al chino.

—No veo por qué un blanco no puede hacer lo mismo que un chino —dijo Billy.

—Eso tal vez sea cierto —respondió Gunston—, pero la verdad es que no lo hace. El chino siempre está ocupado y mantiene el suelo de la misma manera, porque tiene organización, sistema. ¿Acaso usted oyó alguna vez de un agricultor blanco que lleve contabilidad? Y el chino lo hace. No se fía para nada en el azar.

Sabe en cualquier momento dónde se encuentra exactamente, y también está perfectamente al tanto del mercado. Es decir, que juega a ambas puntas. ¿De qué manera lo hace?, eso sí qué no lo sé, pero se conoce el mercado mejor que nosotros, los comisionistas. Además es un individuo paciente, pero no cabeza dura. Supongamos por un momento que comete algún error y se encuentra con su cultivo listo cuando el mercado está mal; en las mismas circunstancias, el blanco se empecina como una mula, se pone recalcitrante, se aferra a las cosas; pero eso no sucede con el chino. Trata de que las pérdidas producidas por su error sean reducidas al mínimo. La tierra debe trabajar y producir dinero y entonces, sin ninguna vacilación y sin lamentarse, en el preciso momento que se da cuenta del error cometido vuelve a arar el suelo que cultivó erróneamente, remueve la tierra y planta alguna otra cosa. Es un hombre íntegro. Sabe, al ver un brote que recién asoma a la tierra, cómo será la futura planta: si crecerá bien o mal, si será mediocre o buena. Eso desde un, punto de vista, y desde otro lado fíjese que se trata de un hombre que domina el mercado: se impone en el mercado, o se queda con sus cosas y mira fijamente los precios. Y, simplemente, cuando el mercado está otra vez en condiciones, presenta sus productos que siempre están listos para ser despachados en cualquier momento.

La charla de Gunston se prolongó durante horas, y cuanto más hablaba de los chinos crecía la insatisfacción de Saxon. No discutía los hechos, porque en verdad no eran seductores. Y es que no veía la manera de aprovechar esos datos en el valle de la luna. Sólo cuando el hebreo tan comunicativo dejó el tren, entonces Billy concretó de una manera bien distinta aquello que vagamente le desagradaba a Saxon.

—Uff, no somos chinos sino gente blanca. ¿Y acaso alguna vez quiere un chino montar un potro por su propia decisión hasta el infierno, y se complace en ello? ¿Viste alguna vez a un chino nadando contra la corriente de Carmel?…, ¿o sino boxeando, luchando cuerpo a cuerpo, corriendo o saltando sólo por el placer de hacerlo?, ¿o cargando la escopeta y recorrer seis millas a pie para-regresar con un conejo flaco? ¿Qué hace un chino? Trabaja con su maldita cabeza, y para eso sí que es bueno. Al diablo con el trabajo si para hacerlo sólo se necesitan esas condiciones. Ya hice mi parte de trabajo, y además puedo trabajar como cualquiera de ellos. ¿Pero qué objeto tiene vivir-de esa manera? Mira, Saxon, si hay algo que he aprendido desde que nos lanzamos al camino, es que el trabajo es la parte menos importante de la vida. Dios mío…, si eso es todo entonces podría cortarme la garganta en este mismo instante y desaparecer en el acto. Quiero escopetas y rifles y un caballo debajo de mis piernas, y no quiero sentir cansancio durante todo el tiempo y carecer de tiempo para querer a mi mujer. ¿Con qué objeto ser rico y ganar doscientos cuarenta mil dólares en un negocio de patatas? Mira a Rockefeller. Tiene que vivir sólo a leche. Yo, en vez, quiero una chuleta grande y un estómago que pueda digerir hasta la suela dura. Te quiero a ti, deseo tener mucho tiempo libre para estar junto a ti, y que todo sea sano y ameno. ¿De qué sirve la vida si no hay alegría?

—Oh, Billy —dijo ella— justamente era eso lo que estaba tratando de aclarar dentro de mi cabeza, y era lo que me inquietada desde hacía un tiempo. Y hasta temo que haya algo que ande mal dentro de mí, y que después de todo no este preparada o hecha para la vida del campo. Nunca sentí envidia por los portugueses de San Leandro, ni quiero ser como ellos, o como una dalmantina de Pájaro Valle, y ni siquiera parecerme a la señora Mortimer. Y creo que tú tampoco lo deseas. Lo que queremos sinceramente es un valle de la luna, que nos dé un poco trabajo y toda la diversión que sea posible. Y lo buscaremos hasta encontrarlo. Y si no lo encontramos, seguiremos amenamente en la misma forma que ahora, desde que partimos de Oakland. Nunca nos torturaremos la cabeza ¿no es cierto, Billy?

—Jamás en la vida —gruñó Billy con una expresión llena de fiereza.

* * *

Descendieron en Black Diamond con los bultos a cuesta. Era una aldea formada por casas pequeñas, sórdidas y desparramadas, que tenía una calle principal que se había convertido en una ciénaga de barro negro desde que había caído la última lluvia de primavera. La calzada era accidentada por los numerosos pasos y los descansos desiguales que había frente a los portales. Todo eso parecía no ser yanqui. Los nombres de los comercios sucios y extraños eran extranjeros, muy difíciles de pronunciar. El único hotel miserable que había estaba a cargo de un griego. Esos griegos aparecían por todas partes. Eran hombres de tez negruzca, calzados con botas de mar y que llevaban gorras con visera, y las mujeres iban sin sombrero, vestían ropas de colores vivos. También había montones de niños mal educados que hablaban en una lengua extranjera, que chillaban agudamente y hacían gestos procaces propios de una volubilidad mediterránea.

—Uff…, esto no son los Estados Unidos —dijo Billy.

Más lejos, frente al murallón, estaba el edificio donde se procedía al envase del pescado, como así también el establecimiento dedicado al empaque de los espárragos. En vano buscaron entre los que trabajaban a alguien que pudiese tener un rostro yanqui. Los tenedores de libros y los capataces eran hijos de esa tierra, pero el resto, mucho más numeroso, estaba compuesto por griegos, italianos y chinos.

En el muelle vieron los buques griegos pintados con colores muy llamativos, que descargaban el glorioso salmón y que después partían nuevamente. Un pesquero que se llamaba «New York Cut-Off» dio vuelta hacia el Oeste y el Norte, y enfiló hacia la vasta masa de agua que unía a los ríos Sacramento y San Joaquín.

Más allá de este muelle estaban los de los pescadores, encima de los cuales se veían redes que habían sido extendidas para que se secasen. Y allí, alejados del ruido y del rumor de aquella localidad tan extraña, Saxon y Billy descolgaron sus bultos y descansaron. Altas plantas se elevaban desde las aguas, cerca del apeadero de los botes. Frente al pueblo se veía una isla de forma alargada, de suelo llano, donde crecía una fila de álamos delgaduchos que parecía que pretendían alcanzar el cielo con sus copas.

—Eso es igual al cuadro holandés con el molino que tiene Mark Hall —dijo Saxon.

Billy señaló hacia la entrada del fangal, a través de la extensión amplia de las aguas, frente a la cual se extendían las colinas bajas de Montezuma, como si fueran producidas por un espejismo reverberante.

—Esas casas forman Collinsville —le dijo ella—. Hasta allí llega el río Sacramento, y en esa dirección se toca Río Vista, Isleton y Walnut Grove, lugares de los que nos habló el señor Gunston. Son islas y fangales que se comunican entre sí, a espaldas del San Joaquín.

—El sol no es bueno —bostezó Saxon—, pero qué bien se está aquí, alejado de esos extranjeros curiosos. ¡Y pensar que ahora mismo…, en la ciudad, se golpean y se matan por puestos de trabajo!

Varias veces escucharon el estrépito producido por los trenes de pasajeros que pasaban a la distancia, y el eco que producían se agigantaba al pie de las colinas de Monte Diablo, que a su vez se erguía hacia el cielo con sus dos picos verdosos. Después se formaba como una quietud adormecedora, que en seguida era destrozada por voces extranjeras o por el ronroneo de una gasolinera de pesca que se sofocaba al avanzar en medio de las aguas lodosas.

Sólo había cien pies de distancia hasta el sitio donde había anclado un yate hermoso y blanco. Era pequeño pero limpio, cómodo. El humo se elevaba emergiendo de la chimenea. En la popa, en letras doradas, leyeron «Roamer». Sobre la cabina, sentados, se balanceaban al sol un hombre y una mujer, que tenía una cinta encarnada que le sujetaba los cabellos. Mientras ella cosía el hombre leía un libro en voz alta. Delante de ambos estaba recostado un foxterrier.

—¡Diablos…!, esa gente no necesita dar vueltas por las ciudades para ser felices —dijo Billy.

Un japonés apareció desde el interior de la cabina, se sentó en la parte delantera de la embarcación y comenzó a desplumar una gallina. Las plumas arrojadas flotaban lejos, en dirección a la boca de entrada del lodazal.

—¡Mira! —exclamó Saxon con sorpresa—. Está pescando, y tiene la línea atada al dedo gordo del pie.

El hombre colocó el libro sobre la cubierta de la cabina y tomó la línea, mientras que la mujer dejaba de mirar a su costura y el foxterrier comenzaba a ladrar. Finalmente la línea fue recogida y entonces apareció un pescado de grandes dimensiones. Cuando el pez fue sacado la línea fue cebada nuevamente, luego la arrojaron por la borda después de que el hombre le dio una vuelta alrededor de su dedo, y continuó leyendo.

Un japonés llegó remando en un bote hasta la escalerilla de desembarco, cerca de Billy y de Saxon, y alcanzó el yate. Cargaba con paquetes de carne y hortalizas, en uno de los bolsillos traía cartas y en el otro periódicos. Para responder a su saludo, el japonés que estaba arriba se puso de pie con el ave parcialmente desplumada. El hombre le dijo algo después de dejar el libro por un momento, y en seguida se acercó hasta el esquife blanco y remó hacia el apeadero. Al llegar al descansillo recogió los remos y les dijo alegremente buenos días.

—¡Oh, yo le conozco a usted! —dijo Saxon impulsivamente, ante el asombro de Billy—. Usted es …

En ese momento Saxon quedó como confusa.

—Estoy segura de que usted es Jack Hastings. Durante la guerra ruso-japonesa acostumbraba a ver su retrato en los diarios. Y escribió montones de libros aunque no leí ninguno.

—Es cierto —dijo él—. ¿Y usted cómo se llama?

Saxon se presentó, lo mismo que Billy, y al ver que el escritor miraba de una manera curiosa los bultos que estaban junto a ellos, comenzó a contarle la peregrinación que habían hecho. Indudablemente que la granja del valle de la luna había suscitado su curiosidad, y aunque había otros envoltorios encima del esquife, Hastings estaba demorado. Cuando Saxon nombró a Carmel, el escritor dio la impresión de conocer a todos los miembros de la comunidad de Hall, y cuando escuchó que se proponían llegar hasta Río Vista de inmediato les invitó.

—Cuando crezcan las aguas seguiremos ese camino dentro de una hora —dijo—. No tienen que hacer otra cosa que subir a bordo. Si hoy tenemos algún viento a favor estaremos allí a las cuatro de la tarde. Vengan. Mi mujer está a bordo, y es una de las mejores amigas de la señora Hall. Nosotros estuvimos viajando por Sud América y recién regresamos. Si no, nos hubieran visto en Carmel. Hall nos lo contó todo acerca de ustedes.

Era la segunda vez en su vida que Saxon subía a una pequeña embarcación, y el «Roamer» era el primer yate que pisaban sus pies. La mujer del escritor, que éste llamaba Clara, los acogió muy cordialmente y en seguida Saxon se sintió atraída hacia ella. Ambas se parecían mucho entre sí, y Hastings bien pronto lo hizo notar. Las enfrentó y comparó cada uno de los rasgos de los rostros y las diversas partes de los cuerpos, y juró que acababa de deshacerse de uno de sus sueños más preciados, ya que cuando Clara había nacido quedó destrozado el molde que había servido para modelarla.

Clara sugirió que muy bien podía ser que el mismo molde hubiera sido utilizado para hacerlas a las dos, pues comparó sus historias. Las dos tenían ascendientes entre los pioneers. Las madres de ambas habían cruzado las planicies sobre carretas tiradas por bueyes, y habían pasado el invierno en Salt Lake City; y, en realidad, la madre de Clara, junto con dos hermanas, habían abierto la primera escuela laica en ese baluarte de los mormones. El padre de Saxon había ayudado en la rebelión de la Bear Flag, cerca de Sonoma, y fue allí mismo donde aquél organizó fuerzas para participar en la guerra contra los secesionistas, y después avanzó más lejos, hacia el Este, hasta llegar a Salt Lake City, donde fue preboste cuando estalló el conflicto con los mormones. Y para completar el cuadro, Clara sacó de su equipaje un ukelele parecido al que llevaba Saxon y juntas cantaron «Muchachas de Honolulu».

Hastings decidió que antes de partir era necesario comer algo, y Saxon quedó sorprendida ante las comodidades que podían ser posibles en una cabina de dimensiones tan reducidas. Había sólo el espacio suficiente como para que Billy permaneciera de pie.

Una mesa que estaba fijada al suelo dividía el compartimento longitudinalmente, y a aquélla se le agregaban tablas sujetas con visagras que se elevaban cada vez que comían. Bancos bajos en abundancia, tapizados de un, alegre color verde, servían de asiento. Una cortina, fácilmente sujeta con ganchos entre la mesa del centro y el techo, separaba al dormitorio del comedor del yate. Hacia el lado opuesto se alojaban los japoneses, y adelante, debajo de la cubierta, se encontraba la cocina. Era muy pequeña, y apenas si contaba con lugar para que entrara el cocinero, que por esa causa chocaba continuamente con los jamones que colgaban del techo. El japonés que había conducido los paquetes a bordo aguardaba junto a la mesa.

—Buscan un campo en el valle de la luna —dijo Hastings terminándole de contar a Clara la peregrinación que habían hecho sus huéspedes.

—¡Oh…, no hables de eso! —exclamó la esposa.

Pero su marido la interrumpió.

—¡Bah! —dijo con severidad y se volvió hacia sus invitados—. Escucha: hay algo…, en esa idea del valle de la luna, pero no te diré nada. Se trata de un secreto. Tenemos un campo en el valle de Sonoma, a unas ochenta millas del mismo pueblo de Sonoma, donde vuestros padres comenzaron esa vida de soldados. Y si alguna vez llegan hasta nuestro campo sabrán el secreto. Y créanme que se encuentra relacionado con vuestro valle de la luna…, ¿no es así, querida consorte? —así se llamaban mutuamente marido y mujer.

Clara primero sonrió, después rió y por fin hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Se darán cuenta que nuestro valle es el mismo, exactamente, que el que andan buscando.

Pero Hastings hizo un movimiento de cabeza en dirección a ella para que no siguiera hablando. La mujer entonces se volvió hacia el perrito y lo hizo correr detrás de un trozo de carne.

—Se llama Peggy —le dijo a Saxon—. En los mares del Sur teníamos dos «terriers» irlandeses que eran hermano y hermana, pero murieron. Los llamábamos Peggy y Possum. Y este animalito lleva el nombre de la anterior Peggy.

Billy se sentía impresionado ante la facilidad con que el yate era manejado. Cuando estaban sentados a la mesa, después de que Hastings pronunció una palabra, los dos japoneses subieron a cubierta. Billy podía escuchar cómo tiraban de las velas y subían el ancla con una pequeña cabria. En seguida uno de ellos avisó que todo estaba listo y se marcharon a cubierta. La elevación de la vela principal y de los aparejos se hizo en muy breve tiempo. Después el mozo del comedor y el cocinero se encargaron de acondicionar el ancla sobre la embarcación. En la rueda, Hastings enderezaba la lona. El «Roamer» partió con las velas hinchadas por la brisa, y se deslizó lentamente sobre las tranquilas aguas hasta salir de la boca del lodazal. Los japoneses fijaron bien las velas y descendieron para comer.

—Recién comienza la marea —dijo Hastings señalando hacia una boya flotante que oscilaba apenas sobre la corriente, hacia el límite del canal.

Las casas blancas y pequeñas de Collinsville, a las que se aproximaban, desaparecieron ocultas por una isla baja, aunque las colinas de Montezuma con sus largas líneas borrosas se avistaban hacia el horizonte, aparentemente tan lejanas como siempre.

Cuando el «Roamer» pasó frente a la desembocadura de acceso a Montezuma y penetró en Sacramento, se encontraron muy cerca de Collinsville. Saxon palmoteaba de contenta.

—Son como casitas de juguetes —dijo— recortadas en cartulinas. Y los campos de serranía que hay detrás parecen pintados.

Pasaron debajo de muchos arcos y de casas flotantes de pescadores, que estaban amarradas cerca de plantas acuáticas, y vieron que la gente que había a bordo, mujeres, niños y hombres, eran de piel oscura y de ojos negros, extranjeros. A medida que avanzaron en el río se encontraban con dragas en pleno trabajo, que mordían con la boca muy abierta el lecho del río y arrojaban lo extraído sobre grandes amontonamientos de troncos, que yacían en terrenos ganados a las aguas, tierra que era defendida por cables de acero y por miles de cubos de cemento que los sujetaban. Allí habían sido plantados sauces que muy pronto brotarían, como les dijo Hastings, y cuando los troncos desaparecieran la arena ya estaría firmemente fijada por las raíces de los árboles pintados.

—Es algo que debe costar mucho —dijo Billy.

—Pero la tierra ganada lo recompensa —le explicó Hastings—. Esta tierra insular es la más productiva del mundo. Esa parte de California es como Holanda. Usted no lo creerá, pero el agua sobre la que navegamos es más alta que la superficie de las islas. Se parecen a barcos que hacen agua, calafateados y remendados noche y día, siempre. Pero eso compensa, conviene.

No se veía otra cosa que las dragas, la arena recién amontonada, el conjunto de los sauces y Monte Diablo. A veces se enfrentaban con un vapor de río y se veían garzas azuladas que volaban hacia los árboles.

—Éste debe ser un lugar muy solitario —dijo Saxon.

Hastings rió y le dijo que más adelante sería de opinión diferente. Les dijo muchas cosas de las tierras que estaban alrededor del río, y después entró en el tema de las tierras arrendadas. Saxon le sorprendió cuando le habló del hambre de tierra que tenían los anglosajones.

—Hambre de cerdos —le respondió él—. Eso es lo que nos caracteriza. Como lo dijera un viejo Reuben al profesor de una estación de experimentación agrícola: «No tiene sentido que quieran enseñarme a cultivar. Lo sé todo. ¿Acaso ya no be agotado tres campos?». Ésos son los que han destruido a Nueva Inglaterra. Grandes zonas vuelven a ser desiertos nuevamente. Por lo menos en un Estado el ciervo ha aumentado de número otra vez y se ha convertido en una plaga. Hay decenas de miles de granjas abandonadas. Tengo una lista de ellas: están en Nueva York, Nueva Jersey, Massachussets y Connecticut. Y se ofrecen en venta en cuotas fáciles de pagar. Los precios que piden no compensan ni las mejoras que se han hecho allí, mientras que la tierra prácticamente es vendida gratis. Y de una u otra manera lo mismo está sucediendo en todo el resto del país: se despoja y se rebaja el suelo de la misma manera: en Tejas, Missouri y Kansas, y también aquí mismo, en California. Tomemos el caso de la agricultura bajo arrendamiento. Sé de una zona de mi condado donde la tierra valía a razón de ciento veinticinco dólares el acre. Y producía de acuerdo con ese precio. Cuando el viejo murió, el hijo lo arrendó a los portugueses y se marchó hacia la ciudad. En cinco años los portugueses la hicieron producir basta la última gota. El segundo arrendamiento, ya con otro portugués, sólo se hizo a una tercera parte del precio anterior, y rindió apenas una cuarta parte que anteriormente. No quedaba nada. Cuando murió el viejo el campo valía cincuenta mil dólares, y el hijo lo vendió en once mil. He visto campos que daban hasta el doce por ciento, y después de cinco años de arriendo apenas si producen el uno por ciento, y a veces basta un cuarto por ciento.

—Lo mismo sucede en nuestro valle —agregó la señora Hastings—. Todas las antiguas granjas se están arruinando. Tome el caso de la consorte de Ebell Place —el marido asintió, convencido—. Cuando la conocimos la granja era un paraíso perfecto. Tenía riego, lagos, praderas magníficas, pastizales maravillosos, pinares y robledales estupendos, una bodega de piedra, corrales también de piedra…, ¡oh, necesitaría horas para describirla! Cuando falleció la señora Bell, la familia se desparramó y comenzó el arrendamiento. Y hoy es una verdadera ruina. Los árboles han sido cortados y vendidos como leña. Queda muy poco del viñedo que no se baya perdido del todo…, y apenas si produce el vino que consumen los arrendatarios, unos italianos que se limitan a conservar algo de lo que aún puede dar el suelo. El año pasado pasé por allí y lloré. El hermoso plantío de árboles está convertido en un horror. El suelo se ha transformado nuevamente en un desierto. Porque os desagües no se limpiaron, las aguas de la lluvia se estancaron y se pudrieron los árboles, y el gran corral de piedra se hundió. Y, en parte, lo mismo ocurre con la bodega…, y lo que queda es utilizado para el corral de las vacas. ¡Y la casa…! ¡Casi es imposible describirla!

—Han creado otra profesión —dijo Hastings—, la de los que «se mudan». Arriendan, despojan y secan el suelo y se mudan nuevamente. No son como los extranjeros, chinos, japoneses o los otros. En general son haraganes vagabundos, gente blanca y pobre que no hace otra cosa que exprimir el suelo y que cambia de lugar después de empobrecerlo. Ahora bien, fíjense en los italianos o portugueses que hay en nuestro país. Son diferentes. Llegan al país sin un centavo y trabajan para alguno de sus paisanos hasta que saben el idioma y qué deben hacer. Bueno, y esa gente no es de la que se muda. Quieren tierra propia que aman y se afanan por conservar. Pero, mientras tanto, ¿de qué manera conseguirla? Ahorrando sobre los salarios se tarda mucho tiempo. Pero encuentran un medio más rápido para hacer lo que quieren. Arriendan tierra. En tres años extraen lo suficiente de la tierra de otro y se establecen en un campo propio durante toda su vida. Es un sacrilegio, un atraco a la tierra, pero ¿qué delito hay con eso? Es la manera como se trabaja en los Estados Unidos. Bruscamente se volvió hacia Billy.

—Escuche bien lo que le digo, Roberts. Usted y su mujer andan buscando un pedazo de tierra, y lo quieren con toda la pasión del alma. Bueno, siga mi consejo, un consejo tal vez duro, frío. Arriende tierra, algún campo cuyos antiguos dueños han muerto y que ya no es tan agradable para sus hijos. Después, dedíquese a exprimir el suelo. Retuérzalo y sáquele hasta el último dólar, y sin hacer ninguna reparación, y a los tres años tendrá su propio campo completamente pago. Y cuando lo tenga, dé vuelta la hoja y ame a su tierra, enriquézcala. Por cada dólar que invierta para nutrirla le devolverá dos. No posea nada de inferior calidad en su propiedad. Procure que todo sea de lo mejor: una vaca, un caballo, un cerdo, un ave de corral o una planta de frambuesa.

—Pero eso sería un delito —le interrumpió Saxon con una exclamación—. Es un consejo perverso.

—Vivimos en una época perversa —respondió, Hastings sonriéndole con una mueca—. Este agotamiento al por mayor del suelo en la actualidad es el crimen nacional de los Estados Unidos. No le daría ese consejo a su marido si no estuviera absolutamente seguro de que la tierra que él agote también será chupada por algún portugués o italiano. Ni bien llegan y se establecen, mandan traer a sus hermanas, primos y tías. ¿Si tienen sed, y una bodega de un precioso vino del Rhin está en llamas, retendrá su mano y no se permitirá a sí mismo tomar un sorbo? Bueno, la bodega nacional se está incendiando en muchas partes y se están perdiendo infinidad de cosas buenas. Hagan las cosas por su cuenta, y si ustedes no lo hacen lo harán los inmigrantes.

—¡Oh, usted no lo conoce! —se apresuró a decir la señora Hastings—. Cuando está en el campo se pasa todo el tiempo enriqueciendo el suelo. Hay más de mil acres plantados sólo con árboles, y aunque los corta y reforesta como si fuese un cirujano, no permitiría nunca que un árbol fuese volteado sin su permiso. Ha llegado a plantar hasta cien mil árboles, y siempre está desecando y haciendo zanjas para evitar la erosión del suelo, y realiza experimentos con plantas forrajeras, y muy frecuentemente compra algún campo próximo que esté exhausto y comienza a revivirlo.

—Por lo tanto sé de lo que hablo —él la interrumpió nuevamente—. Y mi consejo sigue firme. Amo el suelo, y, sin embargo, si mañana fuese pobre otra vez exprimiría quinientos acres de tierra con el objeto de ser dueño de veinticinco. Cuando vayan al valle de Sonoma búsquenme, y les haré conocer todos los secretos del juego. Les enseñaré cómo se destruye y construye. Si encuentran una granja que está condenada al agotamiento de cualquier manera; ¿por qué razón no se adueñarán de ella y lo hacen ustedes mismos?

—Sí, pero está hipotecado hasta el cuello —rió la señora Hastings— por el solo hecho de querer conservar quinientos acres de bosque fuera del alcance de los productores de carbón de leña.

Precisamente frente a ellos, sobre la margen izquierda del Sacramento, cerca del extremo esfumado de las colinas Montezuma, apareció el Río Vista. El «Roamer» se deslizó plácidamente sobre las aguas dejando atrás muelles, apeaderos y depósitos. Los dos japoneses se adelantaron sobre la cubierta. A una orden que dio Hastings los cabos de vela fueron corridos, y la embarcación perdió velocidad, hasta que se dio el grito de «¡el gancho!». Cayó el ancla y el yate quedó tan cerca de tierra que el bote de a bordo estaba debajo de las ramas de un sauce muy alto.

—Más arriba amarraremos a la costa —declaró la señora Hastings—, y por la mañana, cuando despertemos, tendremos las ramas de los árboles penetrando dentro de la cabina.

—¡Oh! —dijo Saxon señalando una roncha que tenía en su puño—. Vean, ha sido un mosquito.

—Aún es demasiado temprano para ellos —dijo el señor Hastings—, pero más adelante serán terribles. A veces formaban nubes tan densas que casi no podía mover las velas.

Saxon se dio cuenta de que la frase tenía algo de hiperbólico, aunque Billy se limitó a hacer una mueca.

—En el valle de la luna no hay mosquitos —dijo ella.

—No, jamás —dijo la señora Hastings. De inmediato su esposo comenzó a lamentarse de la pequeñez de la cabina, lo que impedía que les ofrecieran comodidades para dormir.

Un automóvil fue elevado por encima de la cubierta y descargado sobre el esquife junto con los niños y niñas que llevaba en su interior, y que exclamaron en dirección a Saxon, Billy y Hastings, que en ese momento remaban en dirección a tierra:

—¡Oh, qué criaturas que son ustedes!

—¡Criaturitas! —les respondió Hastings, y Saxon, complacida ante el aspecto de su rostro tostado por el sol, recordó la juvenil expresión de Mark Hall y aquella multitud de Carmel.