IX

Transcurrieron semanas en su viaje hacia el sur antes de que Saxon y Bill regresaron a Carmel. Vivieron en la casa de Hafler, el poeta de la residencia de mármol, que la había levantado con sus propias manos. Esa curiosa morada consistía en una sola habitación construida enteramente de mármol blanco. Hafler cocinaba como si estuviera en un campamento, sobre la enorme estufa de mármol. Había varias repisas con libros, pero los sólidos muebles que había hecho con madera roja se destacaban notablemente; y de la misma manera había confeccionado con idéntico material los tirantes del techo. Una frazada colgaba de un ángulo y formaba como una separación para Saxon. El poeta se disponía a partir para San Francisco y Nueva York, pero aún permaneció un día más con ellos para aleccionarlos acerca de la región y llegar con Billy hasta las tierras del Estado. Saxon esa mañana quiso ir con ellos, pero Hafler rechazó burlonamente el pedido diciéndole que sus piernas eran muy cortas para esa empresa. Esa noche, cuando los hombres regresaron, Billy se sentía exhausto. Reconocía francamente que Hafler lo había vencido en ese terreno, y que tuvo que sacar la lengua después de la primera hora de marcha. El poeta calculó que habían cubierto una distancia de cincuenta y cinco millas.

—¡Pero qué millas! —exclamó Billy—. Casi la mitad del trayecto ascendíamos o descendíamos sin encontrar ninguna huella de camino. ¡Y a qué paso! Tenía mucha razón cuando dijo que tus piernas serían muy cortas. No hubieras resistido ni una milla. ¡Y qué región! No hemos visto nada parecido hasta ahora. Hafler partió al día siguiente hacia Monterrey para tomar el tren allí. Les entregó la casa de mármol y les invitó a quedarse durante todo el invierno si es que así lo querían. Billy descansó durante ese día, dando vueltas y más vueltas. Se sentía entumecido y dolorido, y estupefacto ante la capacidad de resistencia del poeta.

—Cada cual es capaz de hacer algo extraordinario en su país —decía maravillado—. Toma por ejemplo a ese Hafler. Es más alto y pesado que yo. Y el peso del cuerpo hace la marcha muy difícil. Pero para él no hay ninguna traba. Me dijo que cubrió ochenta millas en veinticuatro horas, y ciento sesenta en tres días. Sí, me hizo una demostración real y estoy avergonzado como un chico.

—Recuerda, Billy —le dijo ella—, que cada hombre tiene su propio juego. Y eres extraordinario en tu juego, y nadie te puede vencer por aquí con los guantes en las manos.

—Supongo que eso es cierto —le respondió él—. Pero igualmente me molesta sólo de pensar que fui superado por un poeta…, por un poeta, ¿te das cuenta?

Dedicaron varios días para recorrer las tierras del gobierno, y después, a regañadientes, decidieron no instalarse en aquéllas. Las picadas entre los árboles de madera roja y las grandes rocas de las montañas de Santa Lucía fascinaron a Saxon, que recordó lo que Hafler les había dicho de las nieblas de verano, que a veces solían ocultar el sol durante una semana o dos, y que durante algunos años se habían prolongado durante meses. Y tampoco había manera de llegar hasta los mercados. Había muchas millas hasta el más cercano de los caminos de carretas, en Post, y desde allí, pasando por Punta Sur y hasta Carmel, había un camino agotador y peligroso. Billy, que sustentaba el criterio del conductor de caballos, manifestó que eso era un verdadero impedimento para el transporte de cargas pesadas. En la zona de Hafler había una cantera de mármol perfecto. Y él decía que si estuviera cerca de un ferrocarril valdría una fortuna. Pero tal cual estaban las cosas, la regalaría a sus visitantes si la deseaban.

Billy se imaginó las lomas verdeantes con los equinos que pastaban, con el ganado, y le resultaba difícil abandonar el lugar, pero escuchó bien dispuesto lo que Saxon decía en favor de una granja hogareña como la que habían visto en el cine de Oakland. Sí, querían una granja completa y la tendrían aunque tuviesen que luchar durante cuarenta años para conseguirlo.

—Pero deberá tener árboles de madera roja —se apresuró a decir Saxon—. Me enamoré de ellos. Y no tendremos las nieblas. Además, estará cerca de buenos caminos y el ferrocarril no deberá hallarse a más de mil millas de distancia.

Las fuertes lluvias invernales los mantuvieron encerrados en la casa de mármol durante dos semanas. Saxon pensaba sobre los libros de Hafler, mientras que Billy cazaba con las escopetas del poeta. Tenía mala puntería y era un pésimo cazador. Sólo conseguía algún éxito con los conejos, que lograba alcanzar con sus disparos cuando se quedaban quietos. No consiguió nada con el rifle, aunque le disparó a media docena de ciervos, y también una vez a un animal que tenía apariencias de gato y una larga cola, y que creyó que se trataba de una fiera. A pesar de que refunfuñaba contra sí mismo, Saxon estaba segura de que todo eso le era gozoso. El tardío despertar del instinto del cazador casi le convertía en otro hombre. Estaba fuera de la casa muy temprano y hasta tarde no regresaba, hacía prodigiosas ascensiones y vagabundeaba mucho…, y una vez llegó hasta las minas de oro de las que Tom le había hablado, permaneciendo ausente durante dos días.

—¡Y hablan de tener un puesto en la ciudad, de ir al cine y a los picnics para divertirse los domingos! —estallaba él—. No puedo darme cuenta qué fue lo que hizo que persistiera en esa clase de vida. Aquí, o en algún lugar como éste, es donde debí haber permanecido todo el tiempo.

Se sentía entusiasmado con esta vida nueva, y continuamente recordaba los antiguos relatos de caza que su padre le había contado, y se los trasmitía a Saxon.

—¿Sabes?, ahora, después de vagar todo el día, ya no me siento tan entumecido —declaró alegremente—. Ya estoy curtido por dentro, y si algún día me encuentro con ese Hafler le desafiaré a una marcha que le destrozará el corazón.

—Eres un muchacho, tonto porque siempre quieres hacer el juego de los demás y, a pesar de eso, vencer —rió Saxon gozosa.

—Creo que tienes razón —masculló Billy—. Hafler siempre me superará. Está hecho para eso. Pero, igualmente, si algún día le veo lo invitaré a cruzar guantes…, aunque no seré tan tonto para no aprovechar la oportunidad y dejarle tan apesadumbrado como él a mí.

Al dejar Post, ya de regreso hacia Carmel, el estado del camino los confirmó en el acierto que habían tenido al rechazar la tierra del Gobierno. Vieron una carreta de campesino volcada, y otra que tenía un eje roto; y también, en la parte baja de la montaña, cien yardas más allá, el sitio donde había caído y se había destrozado un vehículo junto con los caballos y los pasajeros que llevaba en su interior.

—Debe ser algo terrible utilizar un camino como éste durante todo el invierno —dijo Billy—. Termina con los caballos y los hombres, y no puedo comprender de qué manera despachan ese mármol que tienen ahí.

* * *

Establecerse en Carmel fue cosa fácil. El hombre de hierro ya había partido para el colegio católico, y la «choza» resultó una casita de tres habitaciones cómodamente amueblada que tenían que cuidar. Hall hizo que Billy trabajara en su cultivo de patatas, una extensión de tres acres que el poeta cultivaba a su capricho para diversión de la gente. Sembraba durante todas las estaciones, y la comunidad había aceptado que aquello qué no se pudría sobre el suelo debía ser repartido equitativamente entre las ardillas y las vacas que cruzaban el cerco. Consiguió un arado prestado, alquiló una yunta de caballos y entonces Billy tomó posesión del suelo. También levantó un nuevo cerco alrededor de la extensión cultivada, y después le dio una mano de pintura al tejado de la casita. Hall se trepó a una de las vigas que sobresalían en el frente de la pequeña casa, y desde esa altura le previno a Billy que debía permanecer apartado de su depósito de leña. Una mañana, mientras hachaba leña para Saxon, llegó Hall. El poeta miraba muy atentamente pero logró contenerse.

—Es bien evidente que usted no sabe manejar el hacha —se burló—. Deje que le haga ver cómo hay que hacerlo.

Trabajó cerca de una hora, y durante ese tiempo expuso sus ideas sobre el modo de cortar la leña.

—Y ahora me toca a mí —le dijo Billy por último, y se posesionó del hacha—. Creo que tendré que hachar una cuerda suya para que lo entienda.

Hall le entregó el hacha con muy pocos deseos.

—Tenga cuidado y no se acerque a mi depósito de leña, eso es todo —le amenazó—. La pila de leña es mi castillo y usted debe entenderlo de esa manera.

Saxon y Billy ahorraban mucho dinero. No pagaban alquiler, llevaban una vida simple que era barata, y él tenía todo el trabajo que quería. Los diversos miembros de aquella comunidad parecía que se habían confabulado para tenerlo siempre ocupado.

Eran tareas muy curiosas, pero las prefería así porque de esa manera podía amoldar su tiempo al de Jim Hazard. Hacían box todos los días y nadaban mucho en el mar. Cuando Hazard terminaba de escribir, por las mañanas, aparecía entre los pinos en busca de Billy, que entonces abandonaba cualquier trabajo que estuviera haciendo en ese instante. Después de nadar, Billy se daba una ducha fría en la casa de Hazard, se secaban como se hace en los campos de entrenamiento, y estaban listos para almorzar. Durante la tarde, Hazard volvía a su mesa de trabajo y Billy a sus tareas al aire libre, aunque solían reunirse más tarde para correr un par de millas por las colinas. El entrenamiento era una costumbre para ambos. Cuando Hazard terminó sus siete años de fútbol, comprendió inmediatamente la triste suerte que le espera al atleta de grandes músculos que de pronto no se adiestra más, y por eso se vio en la obligación de seguir practicando esa clase de vida. No sólo era una necesidad sino que lo hacía con placer. Y eso también le agradaba a Billy, que sentía enorme gozo al velar por su propio cuerpo.

A la mañana temprano muy frecuentemente salía, escopeta en mano, con Mark Hall, que le había enseñado a tirar y cazar. Hall había manejado la escopeta desde que tenía pantalones cortos, y su ojo atento, sus conocimientos, fueron una verdadera revelación para Billy. En esa región no había mucha caza grande, pero Billy abasteció bastante frecuentemente a Saxon de ardillas, codornices, conejos, martinetas y patos silvestres. Y aprendieron a asar patos silvestres en dieciséis minutos, al estilo californiano, sobre un horno que tenía un fuego enorme. Cuando se hizo experto con la escopeta y el rifle, comenzó a lamentarse de los ciervos y los animales montañeses que podía haber cazado por allá, en el sur. Y entonces sucedía que además de lo que recogían con el cultivo del suelo, y que consumían, también contaban con los productos abundantes de la caza.

Pero no todo era diversión en Carmel. Esa parte de la comunidad, que Saxon y Billy conocían con el nombre de «multitud», trabajaba duramente. Algunos lo hacían regularmente por las mañanas, o sino por la tarde hasta muy entrada la noche. Otros estaban ocupados por temporadas, como ese salvaje autor teatral irlandés, que se encerraba durante una semana entera, reaparecía luego pálido y desencajado y se entregaba a sus diversiones como si estuviera enloquecido, hasta que nuevamente se confinaba. También había un pálido padre de familia, con un rostro muy parecido al de Shelley, que para ganarse la vida escribía pasajes de vodevil, y también tragedias en verso libre y numerosos sonetos que eran la desesperación de los administradores de teatro y de los editores. Se ocultaba dentro de una celda de cemento armado con paredes de tres pies de espesor, y tan bien defendida que con sólo mover un gancho ese sólido conjunto comenzaba a arrojar agua sobre el intruso que amenazaba la tranquilidad del retiro. Pero en general todo el mundo se respetaba con respecto a las horas de trabajo. Entraban en la casa del vecino, pero si le veían ocupado seguían su camino. Eso rezaba para todos, salvo para Mark Hall, que no necesitaba trabajar para poder vivir, y entonces él se trepaba a los árboles para huir de la celebridad y escribir versos en paz.

Esa multitud era única por sus maneras democráticas y su espíritu de solidaridad, y tenía escasa vinculación con la clase más sobria y convencional que habitaba Carmel. Esa parte era considerada como la aristocracia del arte y de las letras, y era objeto de burla por sus costumbres burguesas. Y a su vez, estos últimos miraban de soslayo a la multitud que hacía gala de una bohemia rampante. Y el «tabú» se hacía extensivo a Saxon y a Billy. Billy adoptó la misma actitud de su clan con respecto de aquéllos, y no trató de obtener trabajo de los que vivían «del otro lado», ni tampoco se lo ofrecieron.

Hall mantenía abiertas las puertas de su casa. La gran sala era el centro de las cosas con su enorme fuego, divanes, repisas y mesas llenas de libros y de revistas. Saxon y Billy eran esperados en ese lugar, y en verdad se sentían tan cómodos como los demás. Cuando no se sumergían en discusiones interminables sobre todos los temas que había en el mundo, Billy jugaba fieras partidas a las cartas, y Saxon, que era la preferida entre las mujeres jóvenes, cosía junto con ellas y les enseñaba a hacer cosas bonitas, y a la vez era retribuida con otras enseñanzas.

Antes de transcurrir una semana, cuando regresaron a Carmel, Billy le dijo tímidamente a Saxon:

—No sabes cuánto extraño todas tus cosas bonitas. ¿Qué te parece si le escribes a Tom y le dices que te mande eso? Cuando comencemos a vagar nuevamente se las enviaremos.

Saxon escribió la carta y su corazón se sintió alegre durante todo el día. Su hombre seguía enamorado, y en sus ojos aparecían ahora aquellas antiguas luces que habían huido durante el período lleno de pesadillas de la huelga.

—Aquí hay algunas hermosas faldas, pero las vencerás o yo francamente no entiendo de nada —le dijo, y agregó—: Y de cualquier manera te quiero hasta la muerte. Pero si esas cosas no llegan todo esto permanecerá muy triste.

Hall y su mujer eran los dueños de un par de caballos de silla, que estaban alojados en un establo donde se alquilaban equinos, y en esta cuestión Billy ejercía una gravitación natural. El establo se encargaba de las diligencias y de la correspondencia entre Carmel y Monterrey. De la misma manera alquilaba carruajes y carros para trasladarse a las montañas, donde podían caber hasta nueve personas. A veces uno de éstos faltaba y Billy era llamado de inmediato. De esta manera se convirtió en el conductor extra del establo. Cuando se requerían sus servicios recibía hasta tres dólares por día y se encargaba de conducir a muchos grupos a lo largo del paseo de Seventeen Mile y hacia el valle de Carmel, y hacia abajo, sobre la costa, hasta varios sitios y playas.

—Pero esa gente es bastante engreída —le decía a su mujer refiriéndose a las personas que conducía—. Siempre con señor Roberts por aquí y señor Roberts por allá…, y son muy ceremoniosos, como si quisieran que no me olvide de ellos y para eso aparentan colocarse por encima de uno. ¿Te das cuenta? No soy precisamente un sirviente, pero sin embargo no valgo lo suficiente para ellos. Soy un conductor…, un hombre con un jornal y un chofer, mitad y mitad. ¡Uff!, por ejemplo, cuando comen me pasan la merienda y se alejan, o sigo me dan de comer después que ellos. No se trata de fiestas en familia, como sucede con Hall y su gente. Y la gente que llevé hoy no había traído merienda para mí. Después de eso, siempre me prepararé la merienda. No quiero depender de ellos en absoluto, son unos brujos del demonio. Y te hubieses muerto si vieses a uno de ellos cuando intentaba darme una… propina. No me dijo nada, y yo simplemente le miré y me volví como si no le hubiese visto, y me alejé como si tal cosa. Se quedó confundido como el mismo infierno.

Sin embargo a Billy le gustaba manejar esos vehículos, más aún que otros carromatos y caballos de arar, colocando el pie en una poderosa palanca, dando vuelta con violencia las curvas en las alturas que mareaban, para susto de las mujeres que estaban muertas de miedo. Y cuando se trataba de atender a los caballos enfermos o heridos, hasta el mismo dueño del establo cedía su lugar a Billy.

—Puedo obtener un puesto fijo en cualquier momento —le decía envanecido a Saxon—. El campo está lleno de empleos semejantes para cualquier muchacho de mi clase. Apuesto cualquier cosa que si le digo al patrón que consiento por sesenta dólares al mes para trabajar regularmente, daría un salto y aceptaría de inmediato. Ya me lo ha dado a entender… ¿Y te diste cuenta que en realidad tu hombre ya ha aprendido un nuevo oficio? Bueno, es así no más. En cualquier parte podría ocupar un puesto de conductor de diligencias. Hasta seis caballos se enganchan en las que se dirigen al condado de Lake. Si alguna vez me acerco allí, trataré qué uno de los conductores me permita ensayar con seis caballos. Y te llevaré a mi lado sobre el pescante. Eso será algo muy bueno, realmente.

Billy no se sentía muy interesado por las numerosas discusiones que había en la gran sala de la casa de Hall. Él decía que eso era «mascar viento». Se perdían momentos deliciosos que podrían haberse aprovechado en luchas cuerpo a cuerpo, o nadando, o jugando a las cartas. Pero por el contrario Saxon se deleitaba con aquello, y aunque no entendía mucho, seguía las discusiones instintivamente y aun algunas veces llegaba a penetrarlas.

Pero lo que de ninguna manera podía entender era el pesimismo que muy frecuentemente aparecía en el ambiente. El autor teatral irlandés era el que más influía en ese sentido. El «Shelley» que escribía piezas de vodevil en una celda de cemento armado era un pesimista crónico. St. John, un joven que redactaba artículos en revistas, era un discípulo anárquico de Nietzsche. Masson, un pintor, sostenía la teoría del eterno no retorno, y eso petrificaba. Y Hall, que por lo general era tan alegre, conseguía superarlos a todos cuando comenzaba a hablar de la emoción cósmica de la religión y de la pretensión ridícula de aquéllos que no querían morir. En esos instantes, Saxon se sentía muy deprimida ante los entristecidos hijos del arte. Y hasta le resultaba inconcebible que gente como aquélla tuviera un desamparo tan inmenso en el alma.

Cierta noche Hall se volvió de pronto hacia Billy, que apenas si había seguido lo que allí se hablaba, y que vagamente había sacado la conclusión de que en la vida todo era error y estaba mal.

—¡Oh, tú pagano, buey estólido recubierto de carnes, resurrecto monstruoso del sacrificio, hombre de eterna salud y alegría!, ¿qué piensas de todo esto?

—Oh, yo también tuve mis dificultades —le respondió Billy hablando de una manera desganada y lenta—. He tenido tiempos duros, luché por una huelga que se perdió, empeñé mi reloj para pagar el alquiler o comprar alimento, azoté a unos cuantos «tiñosos», y a mi vez fui azotado y fui a parar a la cárcel por portarme como un necio. Y si es que los comprendo a ustedes, parece que sería mucho mejor ser un cerdo al que se ceba para el mercado, y al que sólo le inquieta ser un individuo enfermo hasta el estómago, y eso por no entender de qué manera está hecho el mundo, o sino porque se pregunta para qué sirve todo eso.

—Eso del cerdo cebado está muy bien —rió el poeta—. La menor irritación, el menor esfuerzo…, un compromiso entre el nirvana y la vida. Sí, la menor irritación, el menor esfuerzo, la existencia ideal: una medusa que flota en medio de un mar denso, sin olas, de color indefinido.

—Pero ustedes se olvidan de las cosas buenas que existen —respondió Billy.

—Dígannos cuáles son —le pidieron.

Billy permaneció silencioso por un momento. La vida le parecía algo grande y generoso. Y hasta creía que sufría porque no podía colocarse al unísono con aquélla, y al principio comenzó a tartamudear, buscando las palabras que pudiesen expresar sus ideas.

—Si alguna vez se hubiesen encontrado sobre un cuadrado, enfrentando durante veinte vueltas a un hombre que es tan bueno como uno, y le hubiesen derrotado y superado, entonces comprenderían qué es lo que quiero decir. Jim Hazard y yo lo comprendemos cuando nos alejamos nadando en medio de las olas, y nos reímos en las barbas de las mismas que castigan constantemente la playa, y después, cuando estamos debajo de la ducha y nos masajeamos y vestimos, tenemos los músculos y la piel como una seda, y también el alma y el cuerpo que cruje como una seda…

Se detuvo y renunció a seguir hablando, como si se sintiese incapaz de expresar ideas que hasta para él mismo eran nebulosas, y que sólo en realidad eran el recuerdo de sensaciones que había experimentado.

—¿Ustedes pueden superar la seda del cuerpo? —terminó de decir tranquilamente comprendiendo que no había conseguido aclarar lo que quería, embarazado por aquellas personas que le escuchaban.

—Todo eso lo sabemos —respondió Hall—. Son las mentiras de la carne. Pero después vienen el reumatismo y la diabetes. El vino de la vida asciende, pero después se convierte en …

—Ácido úrico —agregó el autor teatral irlandés.

—Hay muchas cosas que también son buenas —dijo Billy ante una repentina afluencia de palabras—, sí, muchas cosas buenas, desde la chuleta jugosa y el buen café que prepara la señora Hall… —vaciló ante lo que iba a agregar, pero después prosiguió como si embistiese—, y una mujer a la que se puede amar, y que lo ame a uno. Mire, simplemente, a Saxon que ahora tiene el ukelele sobre el regazo. Ahí estoy yo como la medusa en el agua de lavar platos, o como el cerdo cebado y sacrificado.

Las mujeres aprobaron con un coro de exclamaciones y de aplausos, y Billy pareció que se encontraba en una situación bastante incómoda.

—¿Pero supongamos que su cuerpo pierde esa seda que usted dice, hasta que cruje como el eje herrumbrado de un carro? —prosiguió Hall—. Suponga sólo por un momento que Saxon se marcha con otro hombre. ¿Y entonces qué sucedería?

Billy se quedó pensativo durante un segundo.

—Entonces supongo que estaría con el agua de lavar platos y con la medusa —se irguió en la silla y después se recostó en el respaldo tan inconscientemente como si se acariciase los bíceps abultados. Luego la miró a Saxon—. Pero, a Dios gracias, tengo mucha fuerza en cada brazo y una esposa que los colma de amor. Las mujeres aplaudieron nuevamente y la señora Hall exclamó:

—¡Miren cómo se sonroja Saxon! ¿Y por su parte qué dice?

—Que ninguna mujer podría ser más dichosa —tartamudeó—, y que ninguna reina podría sentirse tan orgullosa como yo. Y eso…

Completó su pensamiento pulsando el ukelele y cantando:

«La ley sigue su malicioso curso

y realiza sus errores».

—Le demostraré lo contrario —le dijo Hall a Billy haciendo una mueca.

—Oh, tal vez sea así… —dijo Billy con modestia—, y es que usted ha leído tanto que supongo que sabe más que yo de todo.

—¡Oh, oh, traidor, se desdice! —exclamaron varias mujeres jóvenes.

Billy tomó aliento y las tranquilizó con una leve sonrisa.

—Pero lo mismo da. Prefiero ser yo, tener mis propias ideas antes que sufrir una indigestión de libros. Y en cuanto a Saxon les diré que un beso suyo vale más que todas las bibliotecas del mundo.