VIII

Cada vez que la marea bajaba Billy corría hacia el lado del muro, arriesgándose en la ruta que él y Hall habían transitado, y cada tentativa la hacía más rápidamente.

—Espera al domingo —dijo a Saxon—. Le voy a apostar dinero a ese poeta en una corrida. Ya no me molestará. Me siento muy confiado. En cualquier lugar corro sobre manos y rodillas.

Y todo lo imaginé de esta manera: supongamos que uno tiene un pie a cada lado y que el sitio está lleno de pasto fresco. No habrá nada que le detenga, no caerá y se deslizará como por encanto. Y sucede lo mismo si a cada lado, hacia abajo, hay una milla. Eso no le interesa a uno. La cuestión está en mantenerse erguido y marchar como si fuese un sueño. Y sabes, Saxon, que cuando camino así nadie me molesta en absoluto. Espera a que el domingo llegue con su turba. Estoy listo para recibirlo.

—No me imagino a qué podrá parecerse esa turba —dijo Saxon pensativa.

—Se tratará de gente parecida a él, seguramente. Pájaros del mismo plumaje siempre andan juntos. Me parece que ninguno de ellos será engreído.

Hall ya había enviado líneas para la pesca y un traje para nadar por intermedio de un vaquero mejicano que se dirigía hacia su propiedad del sur, y por éste supieron muchas cosas acerca de tierras del Estado, y cómo obtenerlas. El tiempo transcurría rápidamente, y cada día que pasaba, Saxon suspiraba dichosa en dirección al sol, y cada mañana ambos saludaban al nuevo día que comenzaba con risas llenas de gozo. No hacían planes pero pescaban, recogían almejas, ostras, y escalaban las rocas si se les antojaba. La carne de ostra era saludada reverentemente con unas coplas que Saxon había improvisado. Billy estaba a sus anchas, y ella nunca le había visto con un aspecto tan saludable. Y en cuanto a sí misma sabía que sólo hacía falta el testigo del espejito para certificar que, desde que había sido una muchachita, nunca había tenido en el rostro unos colores semejantes ni un espíritu tan vivaz.

—Ésta es la primera vez en mi vida que jugué de verdad —declaró Billy—. Y nosotros verdaderamente nunca hemos jugado desde el tiempo que llevamos casados. Y esto que estamos haciendo realmente es algo de millonarios.

—Y el silbato de las siete de la mañana no existe —exclamó gozosa Saxon—. Sólo por ese hecho me quedo tendida en la cama y no me levanto, aunque todo lo que hay alrededor es demasiado maravilloso como para no levantarse y verlo. Y ahora anda y juega a hachar leña y a conseguir una buena pesca, mi querido Viernes, si es que deseas comer algo.

Billy, abandonando su cómoda posición horizontal, lo que no le había impedido cavar huecos en la arena con los pies desnudos se puso de pie hacha en mano.

—Pero esto no durará mucho —dijo suspirando hondamente—. En cualquier momento comenzarán las lluvias. El buen tiempo que tuvimos es realmente maravilloso.

El sábado por la mañana, cuando regresó de su carrera hasta el lado sur del muro, notó que Saxon no se hallaba allí. Después de llamarla en voz alta sin ningún resultado comenzó a escalar el camino. A media milla de distancia la vio montada sobre un caballo en pelo que marchaba de mala gana, lentamente, sobre el pastizal.

—Tienes suerte…, porque es una vieja yegua que antes fue utilizada para la equitación, y mira las marcas que las monturas le dejaron —murmuró Billy cuando ella detuvo al animal, y entonces la ayudó a apearse.

—¡Oh, Billy! —exclamó ella—. Nunca había estado hasta ahora sobre un caballo. Es algo magnífico. Me sentía valiente e indefensa a un mismo tiempo …

—De cualquier manera estoy orgulloso de ti —le dijo Billy en un tono aún más gruñón—. Cualquier mujer casada es incapaz de montar de esa manera sobre un caballo desconocido, y sobre todo si antes no lo ha hecho sobre algún otro. Y no olvides que algún día tendrás un caballo ensillado para ti sola…, un verdadero caballito de raza.

* * *

Los comedores de ostras llegaron en dos vehículos y descendieron en masa sobre la Cueva Bierce. Eran como veinte personas entre hombres y mujeres. Era gente joven, entre los veinticinco y los cuarenta años de edad, y todos parecían buenos amigos. La mayor parte de ellos estaban casados. Se acercaron en medio de una alegre jarana, empujándose sobre el camino resbaladizo y rodeando a Saxon y a Billy en la camaradería general, y todo esto sin ningún artificio, bajo el cálido brillo del sol. Saxon fue secuestrada por las muchachas… Ella no podía imaginar cómo se comportarían. La elogiaron mucho, de la misma manera que el campamento y el equipo que llevaban para vagar, en insistieron en escuchar su relato. Ellas también eran excursionistas experimentadas, y estaban acostumbradas a levantar campamento, conclusión a la que llegó al descubrir las ollas y las sartenes, así como también los recipientes que habían traído consigo para hervir las almejas.

Mientras tanto Billy y los demás hombres se despojaron de las ropas inútiles y salieron en busca de almejas y de ostras. Las muchachas encontraron el ukelele de Saxon y ésta se vio obligada a tocarlo y a cantar. Algunas habían estado en Honolulu y confirmaron la versión que le había dado Mercedes sobre el instrumento. También conocían las canciones hawaianas que le había enseñado aquella extraña mujer, y juntas cantaron «Alca oo», «Loca de Honolulu» y «Dulce Lei Leua». Saxon quedó muy sorprendida cuando algunas bailaron hulas[44] sobre la arena, hasta las que tenían aspecto de matronas.

Cuando los hombres regresaron con las bolsas repletas de ostras y mejillones, Mark Hall, en calidad de gran sacerdote, comenzó a cumplir los solemnes ritos de la tribu. Al hacer un gesto con la mano, numerosas piedras de color cayeron sobre la carne blanca y sabrosa, y todas las voces se elevaron cantando el himno dedicado a la ostra. Cantaron viejas canciones, a veces uno solo entonaba una canción nueva que después era coreada por todo el mundo. Billy le hizo traición a Saxon al pedirle muy por lo bajo que cantara el verso que había compuesto, y su hermosa voz se elevó tímidamente:

«Sentados alrededor y pensando alegremente

lo pasamos sin nada de acritud

porque nuestro placer

es apoderarnos de ostras».

—¡Es grande! —exclamó el poeta—. Realmente habla el idioma de la tribu. ¡Vamos, niños, ahora!

Y todos cantaron los versos de Saxon. Después Jim Hazard dio a conocer un nuevo verso, de la misma manera que una de las muchachas y aquel hombre de hierro con ojos de basilisco, verde-grises, al que Saxon reconoció por la descripción que había hecho Hall. Parecía tener el rostro de un cura.

Oh, a algunos les gusta el jamón y a otros el cordero,

mientras que a otros les agradan los macarrones;

pero traedme un cubo de ginebra

y una bañadera llena de ostras.

Oh, algunos beben lluvia y otros champaña,

o aguardiente en vasitos;

pero a mí traedme un poco de whisky de centeno

junto con un alud de ostras.

Algunos viven con esperanzas y otros con narcóticos,

y otros con una pensión,

pero nuestro gato gordo come grasa y vive de las ostras».

Un hombre de ojos y cabellos negros que tenía aspecto de canalla y de sátiro, y que, según le habían dicho a Saxon, era un pintor que vendía cada una de sus telas a quinientos dólares, se ganó el desprecio general cuando cantó:

«Cuando más bebemos, más hacen en el connubio, en el fondo del mar.

El suicidio de la especie no puede doblegar a la ostra fecunda».

Y de esa manera transcurrió el tiempo: versos nuevos y viejos que no tenían fin eran cantados en honor del suculento manjar de Carmel. La alegría que sentía Saxon era enorme, y casi llegaba al éxtasis, y hasta encontraba dificultad en convencerse de que aquello era cierto. A veces le parecía que se encontraba en el escenario de un teatro, y que ésos eran actores, y que tanto ella como Billy habían entrado como por error en el escenario. Muchas cosas las adivinaba pero no las comprendía, pero, a pesar dé todo, algo llegaba a entender. Y se daba cuenta de que en todo eso había un gran despliegue mental que nunca había conocido anteriormente. Los cimientos puritanos de su educación parecían conmoverse ante las exteriorizaciones que escuchaba allí y que no quería juzgar. Esos jóvenes alegres, de corazón ligero, parecían buenos. Es cierto que no eran rudos ni groseros, como mucha gente que había conocido en las fiestas campestres y domingueras. Ninguno de ellos se embriagó aunque se sirvieron cocktails en termos que habían traído consigo, además de beber vino tinto de una damajuana enorme.

Lo que más le impresionó a Saxon era su gran jovialidad; la alegría infantil que había en todo lo que hacían. Y ese efecto era producido porque se trataba de novelistas, pintores, poetas, críticos, escultores y músicos. Un hombre que tenía un rostro expresivo, refinado y delicado, y que ella supo que se trataba de un crítico teatral de un gran diario de San Francisco, inventó una prueba que todos los demás trataron de realizar, pero en la cual fracasaron escandalosamente. Sobre la playa, a trechos más o menos regulares, se colocaron tablones como si fuesen obstáculos. Después, ese crítico teatral, poniéndose sobre manos y rodillas, se precipitó a lo largo de la arena y, de la misma manera que un equino, comenzó a saltar vallas y salvó todos los obstáculos hasta llegar al final de la curiosa pista.

Los visitantes habían traído discos y durante un buen rato se dedicaron a lanzarlos. Después se entretuvieron en las pruebas de salto, y un juego era seguido de otro. Billy tomó parte de todos, pero no pudo vencer tan fácilmente en aquéllos como había supuesto en un comienzo. Por ejemplo, un escritor inglés le superó en el lanzamiento del disco en una docena de pies. Mark Hall le ganó el salto en alto y en largo. Pero Billy ganó el salto en alto hacia atrás. A pesar de la desventaja de su peso, pudo vencer gracias a su magnífica espalda y al desarrollo de sus músculos abdominales. Sin embargo, poco después se vio en apuros ante la hermana de Mark Hall, una amazona vivaracha y joven que llevaba una indumentaria femenina de equitación y que lo tumbó cabeza abajo ignominiosamente, tres veces seguidas durante un encuentro de lucha india.

—Usted es asunto fácil —se burló el hombre de hierro, y que según le dijo se llamaba Pete Bideaux—. Hasta yo mismo puedo tumbarlo al «catch-as-catch-can[45]».

Billy aceptó el desafío y se dio cuenta que el mote del otro era muy apropiado. En los campos de entrenamiento se había adiestrado con campeones gigantes de la talla de un Jim Jeffries o de un Jack Johnson, y se había enfrentado correctamente con la enorme magnitud de dichas fuerzas, pero nunca había luchado con una fortaleza semejante a la del hombre de hierro. Se sentía impotente a pesar de que hacía lo que podía, y en dos ocasiones se encontró vencido, de espaldas sobre el suelo.

—Pero usted tiene aún una posibilidad frente a él —le dijo por lo bajo Hazard—. Traje los guantes conmigo. Ciertamente que no tiene ninguna ventaja en el juego que él puede desarrollar. Luchó contra Hackenshmidt en teatros de Londres. Pero quédese tranquilo hasta que, como por casualidad, lleguemos a los guantes. No sabe quién es usted.

En seguida, el inglés que había arrojado el disco, se encontró haciendo fintas con el crítico teatral. Hazard y Hall hacían una fantástica pantomima de boxeo, y después, con los guantes en la mano, trataron de descubrir quienes serían los mejores adversarios en un encuentro de pugilismo. Era evidente que la elección recaería sobre Bidaux y Billy.

—Si es lesionado es capaz de perder el sentido —le advirtió Hazard mientras le colocaba los guantes—. Es de vieja ascendencia franco-yanqui, y tiene un temperamento del diablo. Pero esté atento, simplemente, y arrincónelo, y péguele seguido.

—Eh, juego suave, hombre de hierro, nada de cosas violentas, Bidaux. Juego flojo simplemente, Bidaux, ¿entiendes? —fueron las recomendaciones que se le dirigieron en el primer instante.

—Un momento —le dijo a Billy dejando caer las manos—. Si soy sacudido no me molesto por eso, pero usted tampoco se moleste por lo que yo haga. No puedo evitarlo. Se trata sólo de este instante, y no lleva ninguna otra intención.

En ese momento Saxon se sintió nerviosa porque reaparecían aquellas visiones de los sangrientos encuentros de Billy con los «tiñosos», pero nunca le había visto en un match de box[46], y sólo debía esperar unos pocos momentos para que la tranquilidad volviera a su ánimo. El hombre de hierro no tenía ninguna posibilidad. Billy dominaba la situación, estaba en guardia contra cualquier eventualidad, y siempre estuvo golpéandole continuamente a la cara y al cuerpo, casi a voluntad. Los golpes de Billy no tenían fuerza, apenas si lo rozaban al otro, pero la incesante repetición de los mismos sacó de sus casillas al hombre de hierro. Su rostro se tiñó de cólera, y arremetió ferozmente a pesar de las advertencias de los espectadores. Y se volvió salvaje, pero Billy seguía pausada e incesantemente repartiendo sus golpes de una manera suave. Por último el hombre de hierro perdió el dominio, y comenzó a despachar grandes golpes que se perdían en el vacío, «ganchos» capaces de matar a cualquiera. Billy lo bloqueaba, esquivaba, lo hacía trastabillar y escapaba completamente ileso. Durante los inevitables «clinches» le sujetó los brazos al hombre de hierro, y entonces éste se reía y pedía disculpas, pero inmediatamente perdía la cabeza al primer golpe, cuando se separaban, y se le veía más enfurecido que antes.

Cuando el combate terminó, y fue revelada la identidad de Billy, el otro aceptó la broma con muestras de muy buen humor. Había sido una magnífica demostración de la habilidad de Billy. Su dominio de la técnica y de sí mismo impresionó muy bien a los presentes, y Saxon se sintió orgullosa y admirada de su hombre-muchacho.

Y ella tampoco resultó un fracaso desde el punto de vista social. Cuando los boxeadores cansados y sudorosos se tiraron sobre la arena para refrescarse, fue persuadida para que pulsara el ukelele y los acompañara en sus incesantes cantos. Tampoco fue lenta para adivinar el espíritu de la letra de esas canciones, y en seguida cantaba para ellos extrañas canciones que había aprendido junto a Cady, el tabernero, pioneer y soldado de caballería, que había sido picaneador[47] de bueyes sobre la huella de Salt Lake.

City durante los días anteriores al ferrocarril. La canción que resultó inmediatamente favorita fue:

«¡Oh!, ¡tiempos de Arroyo Amargo!, nunca podrán ser vencidos;

criar cerdos o perecer a cada paso de carreta;

la arena en la garganta, el polvo en los ojos,

la espalda inclinada, y resistir: criar cerdos o morir».

Después de una docena de versos de aquel «Criar cerdos o morir», Mark Hall manifestó que se sentía especialmente inspirado con:

«Obadier, el que soñó un sueño;

soñó que guiaba diez mulas en un grupo,

pero al despertar echó un suspiro;

la mula delantera le dio una coz a otra en un ojo».

Fue Mark Hall quien recordó el desafío de Billy referente a la carrera, teniendo como punto de partida el lado sur de la cueva, aunque lo mencionó como algo impreciso que se efectuaría en el futuro. Billy le sorprendió al decir que estaba pronto en ese mismo momento. En el acto Hall apostó a su favor, y no hubo nadie que apostara en contra. Le ofreció dos contra uno a Jim Hazard, quien agitó la cabeza y dijo que sólo aceptaría tres contra uno. Billy oyó esto y apretó los dientes.

—Acepto por cinco dólares —le dijo a Hall—, pero de ninguna manera en esas condiciones. Debemos ir a la par.

—No quiero su dinero sino el de Hazard —dijo Hall—. Pero con usted jugaré en la proporción de tres contra uno.

—A la par o nada —dijo Billy con terquedad.

Finalmente Hall cerró ambas apuestas: a la par con Billy y tres contra uno con Hazard.

El paso a lo largo del borde filoso fue tan angosto que casi era imposible que los corredores se adelantaran entre sí, y entonces se convino en tomar el tiempo a los participantes de la prueba, y Hall partió primero seguido de Billy con medio minuto de intervalo.

Mark Hall se colocó en la raya de partida, y se lanzó adelante en tal forma que todos estuvieron de acuerdo en calificarlo como un «sprinter». Saxon sintió su corazón apretado. Sabía que Billy nunca había cruzado la arena a esa velocidad. Billy largó treinta segundos después y llegó al pie de la roca cuando Hall se encontraba en la mitad de la ascensión. Cuando llegaron arriba estaban muy cerca entre sí, y el hombre de hierro anunció que y los dos habían escalado el muro en el tiempo exacto de un segundo.

—Aún tengo esperanzas por mi dinero —dijo Hazard—, aunque confío que ninguno de ellos se romperá la cabeza. No me gustaría una carrera semejante ni por la cueva llena de oro.

—Pero te arriesgas más nadando en medio de la tormenta en la playa de Carmel —se burló su esposa.

—¡Oh, no sé! —le respondió—. Nadando no hay una altura tan grande para caerse.

Billy y Hall se habían perdido de vista y describían el círculo para el regreso. Los que se encontraban en la playa estaban seguros de que el poeta había sacado ventaja en los lugares vertiginosos y altos, y sobre todo en el borde filoso de la roca. Hazard también lo admitía.

—¿Qué será de mi dinero? —gritaba excitado mientras se movía de un sitio a otro.

Hall reapareció y saltó corriendo hacia la playa. No había ningún claro entre ambos. Billy le pisaba los talones y de esa manera atravesó la arena y se acercó al muro, sobre la misma raya que había en la playa. Billy había vencido por medio minuto.

—Pero eso es sólo por reloj —dijo con el aliento entrecortado—. Hall me llevaba más de medio minuto hasta que nos acercamos al final. No soy tan lento como creía, pero él es más rápido. Es un «sprinter», realmente. En diez pruebas me vencería diez veces, salvo en caso de accidente. En el borde del mar se demoró al dar el gran salto. Por eso fue que le alcancé. Después de él salté directamente hacia el mar, y no hice más que seguirle el ritmo de la carrera.

—Eso fue bueno —dijo Hall—. Usted hizo algo más que vencerme. Es la primera vez en la historia de la Cueva Bierce que un hombre salta directamente hacia el mar. Y como venía atrás todo el riesgo lo corría usted.

—Pero fue una casualidad —insistió Billy.

Saxon resolvió la discusión pulsando el ukelele, y eso provocó la carcajada general. Parodiaba una canción antigua de un negro menestral.

«La ley sigue su malicioso curso

y realiza sus errores».

Durante la tarde Jim Hazard y Hall nadaron hasta las rompientes, y llegaron hasta las rocas que estaban más alejadas en el interior del mar, sembrando la confusión entre las focas y tomando posesión del lugar batido por las olas donde se asentaban. Billy seguía a los nadadores con la mirada tan anhelante que la señora de Hazard le dijo:

—¿Por qué no se quedan este invierno en Carmel? Jim le enseñará todo lo que conoce de la costa. Está loco por boxear con usted. Trabaja durante muchas horas en el escritorio y realmente necesita hacer ejercicios.

* * *

Sólo cuando el sol se puso la alegre multitud cargó con sus ollas y sartenes y arrojó las almejas por el camino cuando partían. Saxon y Billy les vieron desaparecer a caballo y fueron detrás de ellos hasta llegar a la primera colina, luego descendieron unidos de la mano en medio de la espesura del lugar. Billy se arrojó sobre la arena y se desperezó.

—Nunca me sentí tan cansado —bostezó—. Y tampoco nunca tuve un día como éste. Vale la pena vivir veinte años para una cosa semejante.

Alcanzó la mano de Saxon que estaba extendida a su lado.

—¡Oh, estoy orgullosa de ti, Billy! —dijo ella—. Antes nunca te había visto boxear, y no sabía de qué se trataba. Durante todo el tiempo estuvo a tu merced y lo conseguiste sin ponerte violento o terrible. Todos lo veían y se divirtieron.

—También te diré que tú tienes personalidad. Quedaron encantados de ti, simplemente. Sinceramente, Saxon, con el ukelele lo eras todo. Todas las mujeres simpatizaron contigo, y eso es lo que cuenta.

Había sido el primer triunfo social, y el sabor que dejaba era muy agradable.

—El señor Hall me dijo que había ojeado «La Historia en Recortes» —le contó ella—. Y también me dijo que mamá fue una verdadera poetisa, y que realmente es asombrosa la cantidad de gente notable que cruzó las llanuras. Me contó muchas cosas de aquellos tiempos, y de las que realmente no estaba enterada. Ha leído algo sobre la lucha en Little Meadow de un libro que tiene en su casa, y si regresamos a Carmel me lo mostrará.

—Quiere que volvamos, ciertamente. ¿Sabes lo que me dijo? Me dio una carta para una persona que está instalada en tierras del Estado. Es un poeta que tiene a su cargo cierta extensión de terreno, y entonces podremos detenernos allí, lo que por otra parte nos vendría muy bien si nos agarra el período de las grandes lluvias. Y, ah, me olvidaba, me dijo que tiene una choza donde vivía mientras construía la casa. El hombre de hierro vive allí, pero se marchará a un colegio católico para ordenarse sacerdote, y Hall me dijo que la choza podrá ser nuestra durante el tiempo que lo queramos, y también que puedo hacer lo que hacía el hombre de hierro para ganarme-la vida. Hall se mostró un poco tímido al ofrecerme trabajo. Dijo que serían trabajos algo raros, pero que nos iría bien. Por ejemplo, podría ayudarle a plantar patatas. Y se enojó un poco cuando le manifesté que no sabía hachar leña. Me aseguró que ése era su trabajo y se veía que estaba orgulloso de eso.

—Y la señora de Hall me habló de algo semejante, Billy. Carmel no sería un lugar del todo malo para pasar la época de las lluvias. Y podrías nadar con el señor Hazard.

—Parece que podemos instalarnos donde nos da la gana —asintió Billy—. Carmel es el tercer lugar que nos ofrecen. Bueno, después de esta experiencia ningún hombre debe temer que le vaya mal fuera de la ciudad.

—Ningún hombre que realmente sea tal —le corrigió ella.

—Creo que-tienes razón —pensó Billy durante un momento—. Pero hasta a un individuo torpe se le presentan mejores oportunidades fuera de la ciudad.

—¿Acaso alguna vez supusimos que pudiera existir gente tan admirable? —dijo Saxon pensativa—. Es maravilloso encontrarse con algo así.

—Es todo lo que puede esperarse de un poeta rico que hace volar a un corredor en una fiesta campestre de irlandeses —sostuvo Billy—. Sólo la gente semejante puede marchar bien a su lado, o, sino, hará la multitud a su semejanza. No me sorprendería nada si fuese él quien creó el grupo. La verdad es que tiene una hermana que vale lo que pesa. Si alguien te lo pregunta, te diré que fue ella la que se metió con las focas. ¿Y la mujer que tiene no es una belleza?

Poco tiempo después descansaban sobre la cálida arena. Billy fue el primero en romper el silencio, y dijo algo que parecía resultado de una profunda meditación:

—Te diré una cosa, Saxon; ¿sabes que no me importaría nada si no volviera a ver nunca más un film?