VII

Dejaron atrás el río y el valle de Carmel y marcharon hacia el sur con el sol naciente, atravesando los cerros entre las montañas y el mar. El camino estaba lleno de barrancos y mostraba escasas señales de tránsito.

—La carretera se esfuma en ese punto, —dijo el marido—. De ahora en adelante sólo se verán huellas de cascos de caballos. Pero no veo indicaciones de árboles por aquí, y este suelo no me parece nada bueno. Sólo lo utilizan para pastar. Es como si dijéramos que no hay agricultura.

Las colinas estaban desnudas o cubiertas de hierba, pero sólo había árboles entre los desfiladeros mientras que las montañas, más altas y distantes estaban tapizadas por espesuras de arbustos. En cierta ocasión vieron deslizarse un coyote, y Billy se lamentaba de no tener una escopeta a mano cuando, de pronto, un gato montés le clavó su maligna mirada, como si estuviera resuelto a no huir, y entonces una masa de tierra se deshizo sobre sus rejas como una granada.

Saxon se quejó de la sed a lo largo de varias millas. Billy buscó agua en un punto del camino en que éste se hundía casi hasta el nivel del mar, cruzado por un arroyuelo. El pecho del mismo estaba lleno de pedruscos arrastrados desde las colinas, y dejó que su mujer descansara allí mientras trataba de hallar el manantial.

—¡Oh! —le gritó pocos instantes más tarde—. Vamos, baja, tienes que ver esto. Te quitará la respiración.

Saxon avanzó con el paso desmayado y descendió entre la espesura. En la mitad del camino había un cerco de alambre de púas que se dirigía hacia lo alto desde la boca del arroyuelo, que se afirmaba sobre grandes rocas, y en ese sitio tuvo la primera imagen de la reducida playa. Sólo mirando desde el mar se podía sospechar su existencia, porque estaba completamente replegada sobre los tres lados empinados de la tierra, oculta por la vegetación. Más lejos de la playa servía de entrada a una estrecha cueva rocosa, que tenía un cuarto de milla de largo, y sobre cuya parte exterior el mar se estrellaba con verdadero estruendo, dominado finalmente cuando las aguas se extendían sobre la arena suave. Detrás de la boca del arroyuelo había muchas rocas aisladas contra las cuales chocaban las olas con toda su fuerza, rompiéndose hacia lo alto, en el aire. Y al pie de esas rocas, cuando las olas retrocedían podían verse las almejas pegadas a la piedra, ennegreciéndola. Encima de aquéllas había focas enormes de color oscuro que chorreaban agua y que bramaban debajo del sol, mientras que una multitud de aves marinas volaban por encima y chillaban agudamente.

Lo último que quedaba por atravesar desde el alambrado de púas era una pendiente de doce pies, y Saxon se acercó a la arena suave y seca y, luego de dejarse caer, se sentó.

—Te digo que esto es grandioso —murmuró Billy—. ¿Qué te parece como lugar para acampar? Y allí, entre los árboles, existe el más bonito de los manantiales que jamás hayas visto. Y mira la cantidad de leña buena y… —miró hacia el mar como si quisiese decir que ningún apresuramiento para, describirlo podría estar a la altura de lo que veían—. Podemos vivir aquí. Y mira las almejas que hay allí. Apostaría que sería posible la pesca. ¿Qué te parece si nos detenemos un par de días? De todos modos se trata de una temporada de vacaciones, y podría regresar a Carmel para buscar anzuelos y líneas.

Con la mirada penetrante y el rostro resplandeciente, Saxon se dio cuenta que Billy ya se había curado de la ciudad.

—Y no hay nada de viento —comenzó a decir otra vez—, ni un hálito. Y mira qué natural es todo. Es como si nos encontrásemos a mil millas de cualquier parte.

El viento soplaba ligeramente y no penetraba en la cueva. La playa era cálida y balsámica. La atmósfera era endulzada por el aroma de los arbustos. Y en la espesura, por aquí y por allá, había pequeños robles y otros árboles de poco desarrollo cuyos nombres Saxon ignoraba. Su entusiasmo alcanzaba ahora el nivel del de Billy, y tomados de las manos comenzaron a explorar.

—Aquí realmente podemos jugar a ser Robinson Crusoe —dijo él mientras pisaban la arena dura y se acercaban al borde del mar—. Vamos, Robinson, soy tu Viernes y se hará lo que tú digas.

—¿Pero qué haremos con Sábado? —dijo ella fingiendo consternación, y señaló la huella de una pisada en la arena. Tal vez sea de un caníbal.

—No hay tal cosa. No se trata de un pie descalzo sino de una zapatilla de tenis.

—¿Pero acaso no podría ser que un caníbal haya robado una zapatilla de tenis a algún ahogado o a un marino al que se haya devorado? —respondió ella.

—Los marinos no usan zapatillas de tenis −le refutó Billy rápidamente.

—Sabes demasiado para ser Viernes —bromeó ella—, pero estableceremos igualmente el campamento aquí si abres los bultos. Además, sino es un marino lo que el salvaje ha devorado, tal vez sea un pasajero de barco.

Al cabo de una hora el campamento improvisado quedó instalado. Extendieron las mantas, partieron cierta cantidad de leña con las ramas caídas que recogieron y la cafetera comenzó a cantar sobre el fuego. Saxon llamó a Billy, que estableció la mesa sobre una tabla arrancada a la plataforma de la playa y que había sido humedecida por las aguas del mar. Ella señaló hacia el océano. En el sitio más alejado, sobre las rocas; casi desnudo, sólo vestido con un pantalón de baño, se hallaba de pie un hombre. Los miraba y podían ver cómo su larga cabellera negra era agitada por el viento. Cuando comenzó a descender por las rocas para dirigirse a tierra, Billy le hizo notar a su mujer que el extraño personaje usaba zapatillas de tenis. En seguida saltaba desde las rocas y caminaba hacia tierra.

—¡Uff! —exclamó Billy—. Es muy flaco pero mira qué músculos tiene. Parece que todos los de este lugar son aficionados a la cultura física.

Cuando el recién llegado se acercó, Saxon se fijó con atención en su cara, que le hizo recordar la de los antiguos pioneers, cierto tipo de rostro muy frecuente, entre los viejos soldados. Ese hombre era joven, y Saxon pensó que no tendría más que treinta años, y tenía el rostro largo, angosto, los pómulos y la frente altos, la nariz grande y delgada, casi en forma de pico. Los labios eran finos, sensibles, pero los ojos eran distintos a los que ella había visto en pioneers, veteranos o cualquier otra clase de hombres. Tenían un color gris muy oscuro que casi era castaño, y su mirada parecía lejana y alerta.

—¡Hola! —exclamó el recién llegado—. Ustedes se sentirán cómodos aquí —agregó arrojando al suelo una bolsa medio llena—. Son almejas, y es todo lo que pude conseguir. La corriente todavía no es lo suficientemente baja.

Saxon vio que Billy sofocaba una exclamación y que en su cara se pintaba con gran asombro.

—¡Oh!, sinceramente me siento muy orgulloso de encontrarme con usted —dijo dominado por su emoción—. Estrechemos las manos. Siempre me dije que si alguna vez le veía se la estrecharía… ¡Oh!

Pero era evidente que los sentimientos le dominaban, porque Billy comenzó a reírse con una risita muy breve para terminar en: una gran carcajada.

—Debe perdonarme —siguió riéndose Billy mientras sacudía la mano del otro—. Pero no puedo hacer otra cosa que reírme. Sinceramente, a veces me despertaba durante la noche y me reía antes de poder dormir nuevamente. ¿No lo reconoces, Saxon? Es aquel elegante…, aquel amigo diremos, que hizo que alguien saltara cien yardas en aquella carrera, ¿no es así?

Entonces le reconoció rápidamente. Era el que había permanecido junto a Roy Blanchard, cerca del automóvil, aquel día que ella había vagado enferma y desmemoriada por las calles de unos barrios desconocidos. Además, ésa no había sido la primera vez que le había visto.

—¿Recuerda la fiesta campestre de los albañiles en el Weasel Park? —le dijo Billy—. ¿Y la carrera pedestre? Podría distinguir su nariz entre un millón. Usted fue quien arrojó un bastoncillo entre las piernas de Timothy McManus, y fue el causante de la gresca más grande que haya ocurrido en el Weasel Park o en cualquier otro parque. Nunca se vio algo semejante. Ahora el visitante se estaba riendo. Se apoyaba sobre una pierna, luego en otra y continuaba riéndose con más fuerza. Por último se sentó sobre el tronco de un árbol caído.

—Usted estaba allí —pudo decir por último—. Usted lo vio, lo vio —se volvió hacia Saxon—. ¿Y usted…?

Ella afirmó con un movimiento de cabeza.

—Dígame —insistió Billy cuando el otro dejó de reír—. Lo que realmente me interesa es saber por qué lo hizo. ¿Qué fue lo que le llevó a hacer eso? Siempre me he preguntado lo mismo.

—Yo también… —respondió el otro.

—Usted conocía a Timothy McManus ¿eh?

—Nunca le había visto antes, ni le vi después.

—¿Y por qué lo hizo? —insistió Billy.

El joven rió pero en seguida se dominó.

—En verdad no lo sé. Tengo un amigo inteligente que escribe sobrios libros de ciencia y que siempre se le ocurre arrojar un huevo contra una pantalla de luz eléctrica para ver qué sucede. Tal vez me ocurre lo mismo a mí, a pesar de que no estoy enfermo de nada. Simplemente le arrojé el bastoncillo cuando vi que esas piernas volaban delante de mí. Timothy McManus no pudo sorprenderse más que yo ante ese hecho.

—¿Esa gente lo agarró? —preguntó Billy.

—¿Le parece que hay algún indicio que le haga creer eso? Nunca me sentí más asustado. El mismo Timothy McManus pudo haberme atrapado ese día. ¿Pero después qué pasó? Oí decir que allí hubo una gresca terrible, y no pude quedarme para verla.

Sólo después de un cuarto de hora, tiempo que Billy empleó en describir lo que había pasado, se hicieron las presentaciones. El hombre se llamaba Mark Hall, y vivía en una casita cerca de los pinares de Carmel.

—¿Pero de qué manera descubrieron el camino que llevaba a la Cueva Bierce? —preguntó curioso—. Ninguno de los que cruzan el camino adivinan ni en sueños la existencia de ese lugar.

—¿Así se llama? —preguntó Saxon.

—Ese nombre se lo dimos nosotros. Durante el verano pasado uno de nuestro grupo acampó aquí, y lo bautizamos de esa manera en su honor. Si no tienen inconvenientes tomaré una taza de ese café —le dijo a Saxon—. Después le mostraré a su esposo los alrededores. Estamos bastante orgullosos de esta cueva. Fuera de nosotros nadie viene por aquí.

—¿Logró formar esos músculos huyendo de McManus? —dijo Billy echando una mirada por encima de la cafetera.

—Masaje con tensión —fue la respuesta sintética.

—Sí —dijo Billy abstraído, meditando—. ¿Eso se come con cuchara?

Hall rió.

—Se lo demostraré. Tome cualquier músculo, lo pone tenso y lo masajea con los dedos, así, de esta manera.

—¿Y de ese modo lo consigue? —preguntó Billy escépticamente.

—Completamente —se burló el otro envanecido—. Con un solo músculo se pliegan cinco en la misma dirección. Coloque un dedo en cualquier parte de mi cuerpo y se dará cuenta.

Billy le hizo caso y colocó su mano en la parte derecha del pecho del joven.

—Veo que algo sabe de anatomía. Eligió un lugar sin músculos —protestó Hall.

Billy hizo una mueca triunfal, pero en seguida sintió asombrado que un músculo se formaba debajo de su dedo. Hundió el dedo y descubrió que de verdad estaba duro.

—¡Masaje con tensión! —exclamó Hall envanecido—. Siga adelante. Toque la parte que quiera.

Y en cualquier parte que tocaba Billy se levantaban músculos grandes y pequeños, que temblaban y se abatían hasta que todo el cuerpo se convertía en algo que cobraba relieve a voluntad.

—Nunca vi nada semejante —dijo finalmente Billy muy sorprendido—. Y he visto en condiciones a más de un hombre. Usted es una verdadera seda viviente.

—Masaje bajo tensión, amigo mío. Los médicos habían renunciado a tratarme. Mis amigos me llamaban rata enferma, poeta escuálido y muchas cosas más. Entonces me fui de la ciudad y me vine a Carmel para vivir al aire libre… con masajes bajo tensión.

—Jim Hazard no logró hacer sus músculos de esa manera —declaró Billy.

—Ciertamente que no, porque tuvo suerte y nació con ellos. Los míos los hice yo. Ahí está la diferencia. Trabajo en cosas de arte, mientras que él es un oso de las cavernas. Vamos. Le mostraré todo lo que haya por aquí. Haría mejor si se quitase la ropa y si se quedara sólo con los zapatos y los pantalones, salvo que tenga pantaloncitos de baño.

—Mi madre escribió versos —dijo Saxon mientras Billy se preparaba para alejarse entre los arbustos. Había escuchado lo que Hall había dicho de sí mismo.

No parecía curioso, y entonces ella se aventuró más.

—Algo de lo que escribió está impreso.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó el otro sin ningún interés.

—Dayelle Willey Brown. Escribió «El vikingo», «Días de oro», «Constancia», «El Caballero», «Tumbas en Little Meadow» y muchos poemas más. Diez de ellos están en «La Historia en Recortes».

—Tengo el libro en casa —dijo interesado por primera vez—. Pertenecía a los pioneers, ciertamente, era anterior a mi tiempo. Cuando vuelva a casa lo veré. Mi gente también fue pioneer. Por el año cincuenta llegaron desde Long Island por la ruta de Panamá. Mi padre era médico, pero en San Francisco robó lo suficiente para mantenernos durante mucho tiempo. Dígame ¿hacia dónde se dirigen ustedes?

Saxon le contó lo que intentaban hacer. Querían alejarse de Oakland y andaban en busca de tierra. El joven simpatizó con la primera idea pero meneó la cabeza ante la segunda empresa.

—Más allá, hacia el sur, es más hermoso —le dijo—. Anduve entre todas esas picadas de árboles de madera roja, y el lugar está lleno de piezas de caza. Allí también hay tierra del Gobierno. Pero cometerían un disparate si se instalan en ese lugar. Es demasiado lejos. Y no es buena tierra para trabajar, salvo la que se encuentra cerca de las picadas. Conozco a un mejicano que está loco por vender sus quinientos acres en mil quinientos dólares. Sí, a tres dólares el acre. Y eso significa que no valen más, y no lo valen ya que no puede encontrar compradores. Usted sabe que la tierra vale lo que se paga al comprarla y venderla.

Billy, que apareció desde la espesura sólo vestido con el pantalón arremangado y los zapatos, puso fin a esa conversación, y mientras ascendían por las rocas hacia el lado sur de la cueva, Saxon contempló a ambos hombres tan diferentes físicamente. En un comienzo había pereza en su mirada, pero súbitamente se sintió preocupada e interesada. Hall conducía a Billy hacia algo que parecía un muro perpendicular, con el fin de alcanzar el centro de la roca. Billy caminaba muy lentamente y parecía tener la cautela más extremada, pero a pesar de todo le vio resbalar dos veces y rodar sobre la roca desgastada, que por debajo de él llegaba hasta la cueva. Cuando Hall llegó hasta lo alto, a unos cien pies sobre el nivel del mar, vio que permanecía erguido y que se movía sobre el borde filoso, y Saxon se dio cuenta de que se inclinaba mucho hacia el otro lado. Cuando Billy llegó a lo alto se contuvo con las manos y los pies. El otro siguió hacia adelante tan fácilmente como si caminara sobre un suelo liso. Billy dejó de gatear pero sin embargo se inclinaba mucho y frecuentemente se ayudaba con las manos.

El borde filoso era muy dentado, y los hombres desaparecieron por una de las esquinas, mientras que el fuerte viento ponía a prueba sus nervios. En seguida se colocó del lado opuesto a ambos hombres. Habían saltado por encima de un estrecho abismo y llegaron hasta otro sitio dentado sobre las rocas. Billy parecía avanzar más cansado, pero el que le precedía se detenía y le aguardaba. El camino cada vez se hacía más difícil y las salientes, que trataron de salvar en varias ocasiones, se extendían hacia abajo, hacia el nivel del mar, y se prolongaban más allá de las olas ruidosas que se estrellaban contra aquéllas. En otras ocasiones, ya erectas, saltaban por encima de espacios pequeños o grandes, hasta que alcanzaban el lado contrario con las palmas. Entonces forcejeaban, escalaban las rocas y reaparecían.

Hacia el final Hall y Billy desaparecieron completamente de la vista, y cuando Saxon los vio nuevamente daban vuelta por el extremo de la sucesión de rocas, regresando hacia el lado de la cueva. Pero en ese sitio el camino parecía cerrado. Una grieta ancha, cuyos lados verticales no permitían abrigar ninguna esperanza, bostezaba hacia el cielo su extremidad llena de espuma blanca, y en ese lugar las aguas enloquecidas saltaban hasta una docena de pies por encima de su nivel, hacia lo alto para caer luego bruscamente hacia las profundidades negras de la roca batida y de las hierbas agitadas.

Los dos hombres se agarraron precariamente de las rocas y descendieron por ese lado hasta que la espuma casi los alcanzaba. Se detuvieron allí. Saxon se dio cuenta de que Hall le señalaba la grieta e imaginó que le hacía ver algo curioso. Y no se encontró preparada para lo que siguió a continuación. La superficie de la playa era lamida por el agua que aparecía y se retraía, y Hall saltó por encima de aquélla, hacia abajo, hasta caer sobre una pequeña base que había sido barrida por yardas de agua momentos antes. Y sin ninguna pausa, ya que las aguas volvían nueva y violentamente, se encontró en lo alto de la roca, aferrándose hacia arriba con manos y pies para escapar del peligro. Billy se había quedado solo. No podía ver dónde estaba Hall, y tampoco ser aconsejado por éste, y Saxon estaba tan ansiosa que comenzó a dolerle una mano mientras apretaba una piedra. Billy esperó una oportunidad, por dos veces consecutivas se preparó para retroceder y saltar, después lo hizo hacia abajo, sobre la base que durante un instante quedó libre de las aguas, y dobló por el extremo de la misma y se agarró de la parte alta, y se unió a Hall que estaba empapado hasta la cintura pero de ninguna manera desalentado.

Saxon sólo respiró con tranquilidad cuando regresaron a su lado, junto al fuego. Al mirar a Billy se dio cuenta de que él estaba muy disgustado consigo mismo.

—Usted lo hizo muy bien a pesar de ser un novicio —le dijo Hall palmeándole alegremente la espalda desnuda—. Esta subida es una proeza que me corresponde. Muchos de los muchachos más bravos que salieron conmigo quedaban desarticulados antes de llegar a la mitad del camino. Ya he gritado más de una docena de veces acerca de este gran salto. Sólo los atletas lo hacen.

—No siento vergüenza de reconocer que estoy rendido —dijo Billy—. Usted es un verdadero cabrito y casi me hace salir las entrañas media docena de veces. Quedé como enloquecido. Sólo hace falta entrenarse, y acamparé aquí y me prepararé hasta que le pueda desafiar a correr ida y vuelta desde allí hasta la playa.

—De acuerdo —le dijo Hall mientras extendía la mano para ratificar el convenio—. Y alguna vez, cuando esté en San Francisco, le llevaré hasta lo de Bierce…, cuyo nombre lleva la cueva. Es su proeza favorita, cuando no colecciona víboras. Y si el viento tiene una velocidad de cuarenta millas por hora, entonces se pone de pie y camina por la cornisa de un rascacielos…, casi sobre el borde, de manera que la más mínima sacudida impide cualquier contención, salvo la de la calzada. En una ocasión me desafió a hacerlo.

—¿Y usted lo hizo? —le preguntó Billy con ansiedad.

—No lo hubiera hecho si no hubiese estado en esto. Durante una semana lo practiqué en secreto. Y le gané veinte dólares en la apuesta.

La marea estaba baja y se podían recolectar las almejas, y Saxon los acompañó hacia el muro del lado norte. Hall tenía varias bolsas para llenar. Le dijo que por la tarde vendría un hombre para cargar las almejas hasta Carmel. Cuando los sacos estuvieron repletos, avanzaron todavía más allá entre las rocas y tuvieron la recompensa de tres ostras, una de las cuales tenía una perla. También Hall los inició en los misterios de la preparación del conocimiento de las ostras.

En esos momentos a Saxon le pareció que se conocían desde hacía largo tiempo. Aquello le recordaba los días en que Bert había estado junto a ellos, entonando sus canciones o charlando sobre los últimos mohicanos.

—Ahora escuchen una cosa, les voy a enseñar algo —dijo Hall mientras se erguía sobre una roca—. Nadie debe recoger ostras si no canta esta canción. Pero tampoco debe ser cantada en cualquier momento. Sería el más incalificable de los sacrilegios. Las ostras son el alimento de los dioses, y su preparación es como un rito religioso. Ahora bien, escuchen y repitan, y recuerden que ésta es una ocasión muy solemne.

Cuando arrojó la ostra contra la piedra, que se deshizo y mostró la blancura de su carne, el poeta comenzó a decir:

Oh!, algunas gentes al brindar se jactan porque se inclinan,

pues creen que es de muy buen tono;

pero yo me contento con deber el alquiler

y vivir de las ostras.

¡Oh! Punta Misión, amable juntura,

donde cada cangrejo es un amigo

leal y amable, y siempre hallaréis allí

a la ostra aferrada.

Vaga libre junto al mar

donde la costa es de piedra,

abre las alas y canta locamente…

la quejumbrosa ostra.

Alguien insiste en un bis, alguien flirtea con lis,

allí en las arenas de Coney,

pero nosotros, ¡diablos!, seguimos en Carmel

y enarbolamos la ostra».

Hizo una pausa con la boca abierta, sosteniendo una piedra con la mano en alió. Se escuchó un ruido de ruedas y una voz que llamaba desde arriba, donde habían sido transportados los sacos llenos de almejas. Finalmente arrojó la piedra y dijo:

—Hay mil versos más como éste, pero siento no tener tiempo para enseñárselos —y extendió la mano con la palma vuelta hacia abajo—. Y ahora, niños, ya estáis bendecidos y sois miembros perpetuos del clan de comedores de ostras, y os conjuro para que nunca, jamás, cualesquiera que puedan ser la circunstancias, dejéis de entonar estas palabras que os revelé cada vez que toquéis carne de ostra.

—Pero no recordaremos las palabras con una sola lección —dijo Saxon.

—También debe tenerse en cuenta eso. El próximo domingo la tribu de los comedores de ostras descenderá hasta vosotros y la Cueva Bierce, y tendréis la oportunidad de asistir a los ritos, y conoceréis a los escribas y, entre los escribas, al hombre que tiene ojos basiliscos y que desde la edad de hierro es conocido como el Lagarto Sacerdotal.

—¿Y Jim Hazard vendrá? —gritó Billy mientras se alejaba entre la espesura de los arbustos.

—Sí, vendrá, ciertamente. ¿Acaso no es el Sacudidor de Ollas y el Asador de la Cueva de Oro, el más temible y exaltado de todos los devoradores de ostras después de mí?

Saxon y Billy quedaron mirándose hasta que oyeron el ruido producido por el vehículo que se alejaba.

—Bueno, quedaré condenado —confesó Billy—. Eso es lo que se llama un muchacho. No es engreído. Es exactamente igual a Jim Hazard. Sencillamente, uno llega solo y se siente como en su casa, y uno vale tanto como él, o recíprocamente, y todos somos amigos.

—Pertenece a la antigua raza —dijo Saxon—. Me lo dijo mientras tú te cambiabas. Sus antepasados dieron la vuelta por Panamá antes de que se construyera el ferrocarril, y por lo que declaró creo que tiene bastante dinero.

—Pero no se conduce como si lo tuviera.

—¿Y no parece la encarnación misma de la alegría? —exclamó Saxon.

—Sí, es un verdadero humorista. ¡Es un poeta!…, si uno fuese como él…

—Oh, no sé, Billy… He oído que muchos poetas son gente muy curiosa.

—Es cierto. Uno llega a pensar de esa manera. Por ejemplo, allí está Joaquín Miller, que vive en las montañas detrás de Fruitvale. Es un hombre raro, ciertamente. Vive muy cerca del lugar donde me declaré a ti. También creía que los poetas llevaban barbas y gafas, pero nunca que acostumbraban a usar tan poca ropa que casi se hallan fuera de la ley, o que recogiesen almejas y treparan a las rocas como si fueran cabritos.

Cuando esa noche se acostaron debajo de las frazadas, Saxon permaneció despierta contemplando las estrellas y escuchando el sordo rumor que llegaba desde la playa, el murmullo de las burbujas cuando las olas se deshacían.

—¿Estás contento de haber abandonado Oakland, Billy? —le preguntó ella en voz baja.

—¡Uff! —le respondió él—. ¿Acaso una ostra puede ser feliz?