VI

Tomaron el camino directo del condado, que partía de Monterrey y atravesaba las colinas, en vez de seguir la ruta costera de Seventeen Mile. Por eso fue que la bahía de Carmel se les presentó súbitamente, sin estar prevenidos de su belleza. Descendieron entre pinos que tenían un aroma embalsamador, caminaron entre casitas extrañas y rústicas que estaban rodeadas de árboles y habitadas por artistas y escritores, y avanzaron sobre colinas arenosas azotadas por el viento y cubiertas de plantas gigantes, adornadas con geranios pálidos, californianos. Una exclamación de asombro y de deleite se escapó de los labios de Saxon, e inmediatamente contuvo la respiración y se quedó contemplando aquel maravilloso color azul de pavo real que se avistaba debajo del oro del sol casi en una milla de extensión, y finalmente se estrellaba en la blanca espuma de una playa en forma de media luna, sobre una arena quizá tan blanca.

Ella no supo cuánto tiempo permanecieron allí contemplando el espectáculo imponente de aquellas olas que se elevaban desde las profundidades de un mar agitado por el viento, que formaban espuma y que atronaban incesantemente a sus pies. Saxon volvió en sí cuando Billy, riendo, trató de librarla del peso de la cesta enfundada en el hule que aún cargaba sobre sus espaldas sin darse cuenta.

—Te quedas mirando como si quisieras permanecer un rato —dijo él—. Si es así podríamos acomodarnos.

—Nunca soñé con nada semejante —repetía al mismo tiempo que se apretaba las manos con pasión—. Yo… yo creía que la playa de Cliff House era magnífica, pero no sabía nada de esto.

—¡Oh mira, mira, mira! ¿Alguna vez viste un color tan hermoso e indescriptible? ¡Y la luz del sol reverbera sobre todo! ¡Oh!

Finalmente desvió la mirada de la playa y se fijó en el horizonte marino de un profundo color azul de pavo real, que estaba cargado de masas de nubes hacia el sur, hacia la curva de la playa, y que hacía un recodo donde sobresalían las rocas en punta. También se fijó en las montañas escarpadas y azuladas, que emergían por encima de las colinas suaves del Valle Carmel.

—Podríamos sentarnos y tener más calma —le dijo Billy—. Esto es demasiado bueno como para abandonarlo inmediatamente.

Saxon asintió en silencio, e inmediatamente comenzó a desatarse los cordones del calzado.

—¿No tienes apuro, eh? —le preguntó Billy sorprendido y deleitado, y en el acto comenzó a desanudarse los suyos.

Pero antes de estar listos para poder correr descalzos sobre el borde peligroso, que limitaba la arena humedecida de color crema junto al agua del océano, algo nuevo y maravilloso les llamó la atención. Hacia abajo, donde estaban los pinos oscuros, atravesando las colinas arenosas, corría un hombre que sólo vestía unos pantalones cortos. Era de piel suave y rosada, con un rostro infantil y un mechón de pelo rubio y ensortijado, pero su cuerpo era enorme, hercúleo, musculoso.

—¡Oh… debe ser Sandow! —le murmuró Billy a su mujer por lo bajo.

Pero ella pensaba en los grabados del libro de recortes de su madre, en los Vikings llegando a las arenas húmedas de Inglaterra.

El que corría pasó muy cerca de allí y se alejó unos diez pies, cruzó la arena sin detenerse hasta que la espuma de las olas le llegó hasta las rodillas, mientras que por encima de él, más o menos a unos diez pies, se elevaba un muro de contención formado por las aguas. A pesar de que su cuerpo parecía enorme y poderoso, ante la inminente bofetada del mar se asemejaba a algo pálido y frágil.

Saxon observaba la escena con ansiedad y después, por un instante, clavó sus ojos en Billy, que contemplaba todo enteramente tenso.

Pero el extraño individuo saltó para evitar el golpe de la ola, y cuando parecía que había quedado aplastado, reapareció nadando hacia adelante y desapareció. La acumulación enorme de las aguas se descargó como un trueno sobre la playa, pero más allá apareció una cabeza rubia, un brazo extendido y parte de un hombro. Consiguió dar algunas brazadas, pero inmediatamente se vio precisado a nadar en medio de otra ola. Ése era el combate que había que enfrentar: era necesario vencer la fuerza impetuosa del mar que avanzaba en dirección a la playa. Cada vez que se perdía nadando más allá, a Saxon se le cortaba la respiración e inconscientemente se apretaba la manos. A veces no podían avistarle ante la llegada de una nueva ola, y cuando lo hacían aquél ya se encontraba alejado, a una veintena de pies, y saltaba como una astilla, bamboleado por las olas. A veces parecía que sería vencido y arrojado por las aguas sobre la playa, pero después de haber transcurrido media hora se encontraba nadando firmemente en el otro extremo, elevándose por encima de las olas. Muy pronto estuvo tan lejos que sólo de a ratos podían ver su sombra. Y finalmente ésta también se desvaneció. Saxon y Billy se miraron admirados del coraje del nadador. Los ojos azules de él relucían.

—Sabe nadar algo ¿eh? —dijo Billy—. No tiene carne de gallina… Yo sólo sé nadar en el tanque y en la bahía, pero ahora se presenta la ocasión de hacerlo en el mar. Si lo consigo estaré tan orgulloso que sólo podrás permanecer a cuarenta pies de distancia de mí. Francamente, Saxon, prefiero hacer lo que él hizo antes de ser dueño de mil granjas. Oh, te digo que también puedo nadar como un pez… Un domingo nadé desde el muelle de Narrow Gauge hasta la dársena Sessions, a millas de distancia, pero nunca vi nada semejante en natación a lo que hizo ese muchacho. Y no me iré de esta playa hasta que él haya vuelto… Y solo, solo junto a esta montaña que está al pie del mar. ¡Realmente tiene temple!

Saxon y Billy corrieron descalzos sobre la playa y se persiguieron con ramas retorcidas de arbustos de la costa, y durante una hora jugaron como si fuesen niños. Cuando se estaban calzando avistaron a aquel hombre que regresaba hacia la playa. Billy se dirigió hacia el borde de las aguas para recibirle cuando apareciese, y no con la piel blanca como cuando se había arrojado al mar sino con el cuerpo enrojecido por los embates de las manos enormes del océano.

—Realmente usted es algo asombroso y quiero estrecharle la mano —le dijo Billy saludándole desbordante de admiración.

—Hoy hubo una gran marejada —respondió el joven inclinando la cabeza para agradecerle sus palabras.

—¿Acaso no será usted algún boxeador del que nunca oí hablar? —le preguntó Billy tratando de saber algo de ese prodigio.

El otro rió y agitó la cabeza, y Billy no pudo adivinar que se trataba del excapitán de un equipo atlético universitario, que era padre de familia y que había escrito muchos libros. Lo miró a Billy con ojos escrutadores, como acostumbrado a calificar a los deportistas aspirantes.

—Usted es poseedor de un buen cuerpo —le dijo el nadador—. Podría medirse con los mejores boxeadores. ¿Estoy acertado, verdad, pensando que sabe hacer cosas sobre el cuadrado? Billy asintió.

—Me llamo Billy Roberts —dijo.

El nadador hizo un esfuerzo como si quisiese recordar.

—Billy Roberts —repitió el expugilista.

—¿Oh, usted acaso no es el «Gran Billy». Roberts? Antes del terremoto le vi pelear en el Pabellón Mecánico. Hubo una preliminar entre Eddie Hanlon y algún otro muchacho. Recuerdo perfectamente que usted peleaba con las dos manos, y que tenía un golpe terrible por lento. Sí, recuerdo que esa noche fue bastante lento pero así y todo pudo vencer a su adversario —extendió su mano húmeda—. Me llamo Hazard… liras Hazard.

—Entonces usted es el entrenador de fútbol del cual, hace un par de años leí algo en los diarios. ¿Estoy acertado?

Se estrecharon alegremente las manos y Saxon fue presentada. Se sentía empequeñecida junto a esos jóvenes gigantes, pero a pesar de todo estaba orgullosa de pertenecer a la raza de la que provenían aquellos hombres. Y escuchaba en silencio lo que decían.

—Cualquier día me gustaría cruzar guantes con usted durante una media hora —dijo Hazard—. Podría enseñarme mucho. ¿Se quedarán por acá?

—No, andamos por la costa en busca de tierra. Pero puedo enseñarle igualmente, y usted podría adiestrarme para nadar en el mar.

—Cambiaría lecciones en cualquier momento —se ofreció Hazard. Se volvió hacia Saxon—. ¿Por qué no se quedan durante un tiempo en Carmel? Esto no es tan malo.

—Es maravilloso —reconoció ella con una sonrisa complaciente—, pero… —se volvió para señalar los bultos que llevaban consigo y que yacían al pie de los arbustos—. Estamos vagando en procura de tierra del gobierno para trabajarla.

—Si buscan más hacia el sur la encontrarán —rió él—. Bueno, tengo que correr para buscar alguna ropa. Si es que vuelven por aquí, búsquenme. Cualquiera podrá decirles dónde vivo. Adiós.

Billy le siguió con una mirada llena de admiración.

—Realmente, este muchacho tiene pasta —murmuró—. Es famoso. Una vez le vi fotografiado en los diarios. Le vi mil veces. Y no parece engreído. Me habló simplemente de hombre a hombre. Nuevamente comienzo a tener fe en la gente de la vieja raza.

Volvieron las espaldas al mar, y en una pequeña calle del pueblo compraron carne, verduras y media docena de huevos. Billy casi tuvo que arrastrar a Saxon, que se quedó ensimismada frente al escaparate de un negocio que exhibía perlas resplandecientes.

—Por aquí, en esta costa, hay muchas perlas —le aseguró Billy—, y tendrás las que quieras. Se encuentran dentro de las conchas que la marejada deja en la playa.

—Mi padre tenía un juego de gemelos adornados con perlas —dijo Saxon—. Y estaban incrustadas en un oro puro y pálido. No me acordaba de esto desde hacía mucho tiempo, y no sé quién los tendrá ahora.

Se volvieron hacia el sur. Entre los pinos se veían casitas bonitas y muy singulares habitadas por artistas, y se sorprendieron cuando se encontraron frente a un edificio raro, en el lugar en que el camino descendía hacia el río Carmel.

—Sé de qué se trata —casi murmuró Saxon—. Es una de las antiguas misiones españolas. Es la misión de Carmel, por supuesto.

Los españoles se establecieron de esta manera al llegar a Méjico, y levantaron misiones para convertir a los indios.

—Y después nosotros expulsamos a ambos con violín y caja =dijo Billy satisfecho y tranquilo.

—Pero de cualquier manera esto es magnífico —dijo Saxon mientras contemplaba la gran estructura de adobe casi en ruinas—. En San Francisco está la Misión Dolores, pero es más pequeña y menos antigua que ésta.

Oculta del mar por los cerros bajos, olvidada por los seres humanos en calidad de habitación y albergue, la iglesia de barro cocido, paja y greda rocosa permanecía erguida, como si le faltara aliento, en medio de las ruinas de adobe que en un tiempo habían alojado a miles de devotos. Saxon y Billy sintieron profundamente el espíritu del lugar, y avanzaron muy despacio, hablando en voz baja, casi temerosos de cruzar el portal que estaba abierto. No había sacerdotes ni fieles, aunque descubrieron que había sido utilizada por alguna congregación religiosa, que según Billy debía ser reducida a juzgar por el número de bancos que vieron. Luego subieron al campanario, agrietado por el reciente terremoto, y vieron las vigas cortadas a mano, descubriendo en la galería la pura calidad de sus voces. Saxon, temblando ante la temeridad de que hacía gala, cantó suavemente los primeros versos de «Jesús, amante de mi alma», y deleitada por los resultados que obtuviera, se inclinó sobre la balaustrada y fue aumentando gradualmente su voz hasta entonar con todo su volumen:

«Jesús, amante de mi alma.

Permite que acuda a tu pecho,

mientras circulan las aguas cercanas

y sigue rugiendo la tempestad.

Ocúltame, ¡oh, mi Salvador!, ocúltame

hasta que la tormenta de la vida pase;

guíame firmemente hacia el cielo

y finalmente recibe mi alma».

Billy se reclinó contra los muros antiguos y miró a Saxon con adoración, y al terminar murmuró de una manera casi inaudible:

—Esto es hermoso, sencillamente hermoso. Deberías verte el rostro cuando cantas. Es tan bello como tu voz. ¿Es curioso, verdad…? Sólo pienso en Dios cuando pienso en ti.

Acamparon al pie de un sauce, prepararon la cena y pasaron el resto de la tarde en una saliente de rocas bajas que se hallaba al norte de la boca del río. No pensaban pasar la tarde en esos lugares, pero el sitio era tan encantador que les fue imposible, alejarse de aquellas olas que se acercaban y estrellaban entre las rocas, de los elementos coloridos de la vida marina: estrellas marinas, cangrejos, mariscos y también, en el interior de una pileta natural formada entre las rocas, un pequeño pez-diablo que les congeló la sangre al ver que la red de su capucha rodeaba a unos cangrejos, encima de los cuales la arrojó. Cuando la marea descendió recogieron una enorme cantidad de almejas y de ostras enormes. Mientras Billy buscaba en vano las ostras que encerraban perlas, Saxon se introdujo en la pileta natural de aguas claras y transparentes y recogió puñados de piedrecitas y de conchas con colores resplandecientes, azules, rosas, verdes y violetas. Billy regresó y se extendió junto a ella, y permanecieron tendidos perezosamente debajo del brillo del sol, bañados por la brisa marina, contemplando el sol que se hundía en el horizonte en momentos en que el océano tenía un color aún más intensamente azul.

Saxon extendió su mano hacia Billy y suspiró: desbordaba de alegría. Tenía la sensación de que nunca había pasado un día tan maravilloso. Era como decir que todos sus antiguos ensueños se habían convertido en realidad. Ni aún en sus arrebatos más prodigiosos e imaginativos pudo adivinar que existiera tanta belleza en el mundo. Billy le apretó la mano con ternura.

—¿Qué piensas? —le preguntó mientras se levantaba para marchar otra vez.

—¡Oh, no sé, Billy! Quizás que es preferible un solo día como el de hoy, en vez de diez mil años en Oakland.