Tres días después, el lunes, a una hora muy temprana, Saxon y Billy subieron a un coche del tranvía eléctrico en el extremo de la línea y partieron por segunda vez en dirección hacia San Juan. El camino estaba cubierto de charcos pero el sol brillaba en medio de un cielo muy azul, y sobre el terreno, en todas partes, había el indicio leve de una germinación de color verde. Saxon esperó en lo de Benson hasta que a Billy le pagaron los seis dólares por tres días de trabajo con el arado.
—Está furioso como un cabrito porque le planto —dijo cuando volvió—. En un principio no me quería escuchar, me dijo que dentro de pocos días me pondría a manejar y que no había muchos conductores buenos para dejarme marchar tan fácilmente.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Oh, que nos marchábamos, simplemente. Y cuando trató de discutir le dije que mi mujer estaba conmigo y que estaba muy ansiosa por marcharse.
—¿Siempre eres así, Billy?
—Seguro, pequeña. Pero de todos modos no soy tan atento como tú. Con este trabajo que terminé me parece que ahora me agradará el trabajo con el arado. Y nunca más tendré miedo de solicitar esa clase de trabajo. Resistí como un burro y puedes jurar que sé arar mejor que muchos de ellos.
Una hora después habían recorrido tres millas por el camino que llevaban, y se sentaron al borde de la carretera, y vieron que un automóvil venía detrás. Pero el vehículo no pasó de largo. Benson era la única persona que iba en su interior y se detuvo unto a ellos.
—¿A dónde van? —le preguntó a Billy al tiempo que le echaba a Saxon una mirada rápida y escrutadora.
—A Monterrey…, y si usted va tan lejos… —respondió Billy un poco burlonamente.
—Puedo llevarlos hasta Watsonville. Ese trayecto les llevaría varios días a lomo de caballo con las cargas que soportan. Suban —se dirigió a Saxon—. ¿Quiere ir adelante?
Saxon miró a su esposo.
—Ve adelante —dijo él—. Ir al frente es lindo… Es mi esposa, señor Benson…, la señora Roberts.
—Ah, ¿es usted la que arrebata a su marido de mi lado? —le dijo con buen humor el dueño del vehículo, mientras arreglaba la funda del asiento que quedaría debajo de ella.
Saxon se decidió a hacerse cargo de toda la responsabilidad pero se quedó mirando atentamente cómo ponía en marcha el automóvil.
—Sería un granjero terriblemente pobre si no tuviera más tierra que la aró antes de llegar a mi campo —dijo Benson al mismo tiempo que guiñaba el ojo y volvía la cabeza para hablarle a Billy.
—Salvo una sola vez, nunca tomé un arado entre mis manos —confesó Billy—. Pero tenía que aprenderlo.
—¿A dos dólares por día?
—Si es que puedo encontrar a algún romántico de la alfalfa que acepte —le respondió Billy risueñamente.
Benson rió complacido.
—Usted es rápido para darse cuenta de las cosas —le dijo cumplimentándolo—. Noté que usted y el arado no son amigos desde hace mucho tiempo. Pero de cualquier manera lo hizo muy bien. No hay uno solo de cada diez que se elija por los caminos que pueda desempeñarse tan bien como lo hizo usted al tercer día. Pero su especialidad son los caballos. Lo que le, dije esa mañana de tomar las riendas, fue medio en broma. Usted es realmente un caballerizo y un jinete nato.
—Es muy aficionado a los caballos —dijo Saxon.
—Pero hay aún algo más que eso —le respondió Benson—. Su marido tiene adentro de sí mismo el modo de hacer las cosas. Eso es difícil de explicar, pero es así no más…, el modo… la manera… Casi se trata de un instinto. La bondad es necesaria pero el dominio hace más falta. Y su marido domina a los caballos. Por ejemplo, ahí está la prueba a que lo sometí con el carro de cuatro caballos, cargado de maquinaria. Era muy difícil y complicado. La bondad solamente no serviría, también se requería dominio. Me di cuenta cuando comenzó, porque no tuvo la menor vacilación. Los caballos tenían la sensación de que era él quien los manejaba. Los animales, simplemente, sabían qué se haría y qué era lo que les correspondía hacer. No sentían ningún temor, porque sabían, como algo natural, que el que mandaba estaba en su puesto. Ni bien tomó las riendas dominó a los animales. Los dominó completamente ¿entiende eso? Los guió llevándolos hacia donde él quería, hacia atrás y hacia adelante, a la derecha y a la izquierda, los hizo tirar, aflojar y retroceder…, y los animales sabían instintivamente que todo iba a salir bien. ¡Oh, los caballos! Serán estúpidos pero no locos. Se dan cuenta cuando los maneja el hombre apropiado, aunque ciertamente no me doy cuenta cómo pueden saberlo.
Benson se detuvo algo molesto por el desborde de palabras que había hecho, y la contempló atentamente a Saxon para ver si le había escuchado bien durante todo el tiempo. Lo que adivinó en su rostro y en sus ojos le satisfizo, y agregó con una breve sonrisa:
—Mi debilidad es la carne de equino. No tiene por qué suponer otra cosa al ver que manejo una máquina maloliente. Preferiría andar manejando una buena yunta de animales rápidos. Pero perdería tiempo y, peor todavía, siempre pasaría malos momentos con ellos. Y en cuanto a este armatoste es algo que no tiene nervios, coyunturas delicadas ni tendones. Lo único que hay que hacer es dejarlo roncar.
Las millas volaron delante de ellos y Saxon rápidamente se encontró conversando con el dueño del vehículo. Inmediatamente ella se dio cuenta de que se trataba de un nuevo tipo de granjero. Los conocimientos que había recogido le permitían comprenderlo perfectamente, y cuando Benson habló se sorprendió de que estuviera al tanto de muchas cosas. En respuesta a las preguntas que él le hizo, le dio a conocer los planes de ella y de Billy, y esbozó muy vagamente la vida que habían llevado en Oakland pero más bien se ciñó a los proyectos que tenían para el futuro. Le pareció un sueño cuando, pasando frente a la maternidad de Morhan Hill, supo que habían recorrido veinte millas y que ellos se habían propuesto recorrer ese día una distancia mayor a pie. Y la máquina, mientras tanto, echaba humo y seguía devorando las distancias de la misma manera.
—Me preguntaba qué es lo que podía estar haciendo por los caminos un hombre tan excelente como su marido —dijo Benson.
—Sí —sonrió ella—, me dijo que usted creyó que debía tener algo pendiente con la ley.
—Pero no conocía a su mujer. Y ahora lo entiendo todo. Pero sin embargo debo decirle que es algo extraordinario en estos días ver a una pareja como ustedes, con sus bultos al hombro, yendo en busca de tierra para cultivar. Y antes de que me olvide quiero decirles una cosa —se volvió hacia Billy—. Le estaba diciendo a su mujer, que en mi campo hay trabajo para usted para todo el año, y que siempre lo estará esperando. Y también tengo una pequeña casa de tres habitaciones que podrían habitar y cuidar, no lo olvide.
Saxon supo entre otras cosas que Benson había seguido los cursos de la Escuela de Agricultura de la Universidad de California, una rama de la enseñanza que ella ignoraba que existiera. Les dijo que no tuvieran muchas esperanzas de conseguir tierras del Estado.
—La única tierra del Gobierno que aún queda libre —agregó— no conviene por una u otra causa. Si la tierra es buena, el mercado es inaccesible. No conozco la existencia de vía férrea por ese lado.
—Deje que lleguemos hasta Pájaro Valle —dijo cuando pasaron por Gilroy y se dirigían velozmente hacia Sargent—. Eso le demostrará qué es lo que se puede hacer con el suelo…, y no es una obra de graduados de la Universidad sino de extranjeros sin ninguna dedicación, de los que siempre se rieron los yanquis más poderosos y encumbrados. Se los mostraré. Es uno de los ejemplos más asombrosos de ese Estado.
En Sargent abandonó el auto por unos instantes para arreglar unas cuantas cosas pendientes.
—Uff, esto le gana lejos a los caballos. Apenas si comienza el día y cuando bajemos todavía estaremos en condiciones de hacer unas pocas millas por nuestra propia cuenta —dijo Billy—. Pero lo mismo da. Si nos establecemos, asimismo insistiré en los caballos. Siempre me servirán a mí.
—Un auto sirve para andar de un lado a otro en caso de apuro —estuvo de acuerdo Saxon—. Aunque si llegamos a ser muy, pero muy ricos…
—Dime, Saxon —le interrumpió Billy. Se le había ocurrido una idea.
—¿Acaso no aprendí algo? Ya no siento miedo al pedir trabajo en el campo. Al principio sucedió, pero no te dije nada. Y no por eso me sentía menos confuso cuando pasamos frente al mojón de San Leandro. Y ahora ya tenemos dos puertas abiertas: la de la señora Mortimer y la de Benson, y con ocupaciones fijas. Sí, un hombre puede encontrar trabajo en el campo.
—Oh —le corrigió Saxon con una ligera sonrisa que tenía algo de envanecimiento—, no lo has dicho con exactitud. Cualquier hombre apto puede encontrar trabajo en el campo. Los grandes granjeros no son filántropos.
—Seguramente que no se pasan el tiempo velando por la salud de los otros —dijo él haciendo una mueca.
—Y si se aferran a ti es porque consideran que eres un hombre apto. Hasta lo pueden ver con los ojos medio cerrados. Por ejemplo, fíjate en los que andan por los caminos y con quienes nos hemos encontrado. Ninguno de ellos puede compararse contigo. Los he observado bien…, son débiles, débiles de cuerpo, débiles mentales, débiles en todo.
—Sí, forman un conjunto bastante raro —reconoció Billy con modestia.
—Éste es el peor momento del año para echar una mirada a Pájaro Valle —dijo Benson cuando se sentó nuevamente junto a Saxon. Sargent ya se perdía a la distancia—. De todos modos es interesante verlo en cualquier época. ¡Imagínense! ¡Doce mil acres de manzanos! ¿Sabe cómo se le llama ahora a Pájaro Valle? La Nueva Dalmacia. Nos comienzan a exprimir. Los yanquis creíamos que éramos muy eficaces, y bueno, llegaron los dalmantinos y demostraron que eran más eficaces que nosotros. Eran inmigrantes que estaban en la miseria y más pobres, que ratas. Primeramente trabajaron como jornaleros en la recolección de la fruta. Luego, en pequeña escala, comenzaron a comprar las manzanas ya en el árbol. Y a medida que hacían más dinero sus transacciones eran más y más grandes. En seguida arrendaron los plantíos a largos plazos. Y ahora comienzan a comprar la tierra. No pasará mucho tiempo y serán dueños del valle y entonces habrá desaparecido de allí hasta el último yanqui. ¡Oh, nuestros yanquis eficaces! Bah…, esos primeros eslavos harapientos, en sus operaciones iniciales y pequeñas con los nuestros, obtuvieron ganancias que oscilaron alrededor del doscientos o el trescientos por ciento. Si las ganancias descienden al veinticinco o al cincuenta por ciento, entonces les resulta una catástrofe.
—Lo mismo que en San Leandro —dijo Saxon—. Los primeros propietarios de la tierra casi han desaparecido completamente. Es el cultivo intensivo —la frase le agradaba mucho—. No se trata de tener muchos acres, sino de lo que se puede sacar de uno solo.
—Sí, y más aún —dijo Benson inclinando la cabeza con solemnidad—. Hay muchos como Lucas Scurich que trabajan en una escala muy grande. Varios son dueños ya de más de un cuarto de millón de dólares, y sé de diez que tienen cada uno entre cien y ciento cincuenta mil dólares. Poseen algún instinto especial con las manzanas, es casi un don. Conocen de árboles casi tanto como su marido de caballos. Cada árbol es tan definido para ellos como un caballo para mí. Conocen la historia de cada árbol, todo lo que pudo haberle ocurrido, y hasta su misma idiosincrasia. Saben cómo tomarle el pulso, y pueden afirmar de qué manera se sienten cada día. Y si hay alguna falla, saben por qué se produce y se afanan por remediarlo. Ven un árbol en flor, y sólo con ese dato pueden afirmar cuántos cajones de manzana producirán, y además saben cuál será la cantidad de las manzanas una vez que las recojan. Conocen manzana por manzana, las escogen con ternura, no las dañan jamás, las empaquetan y las despachan con delicadeza, y cuando llegan al mercado no están machucadas o descompuestas y alcanzan los precios más altos. Es algo más que cultivo intensivo. Esos eslavos del Adriático son unas águilas para los negocios. Y no sólo saben producir la fruta sino que también las venden muy bien. Si no hay mercado se lo crea, por ejemplo. Así proceden, mientras que los nuestros dejan que la producción se pudra al pie del árbol hasta llegar a la altura de la rodilla. Miren por ejemplo a Pedro Mengol. Todos los años se va para Inglaterra y se lleva cien vagones de manzana tipo Newton. Esos dalmantinos están mostrando en estos momentos la fruta de Pájaro Valle hasta en el mercado sudafricano, y de paso acumulan dinero hasta los codos.
—¿Y qué hacen con todo ese dinero? —preguntó Saxon.
—Compran la tierra de los yanquis de Pájaro Valle, y hace a tiempo que lo vienen haciendo.
—¿Y después?
Benson la miró con agudeza.
—Después comprarán la tierra de los yanquis en algún otro valle. Y los yanquis se gastarán la plata, y la segunda generación e pudrirá en las ciudades de la misma manera que lo hubiesen hecho ustedes de no haber salido al campo.
Saxon no pudo evitar de sentirse estremecida al pensar cómo se había podrido Mary, cómo se habían perdido Bert y otros muchos, y cómo se estaban perdiendo Tom y todos los demás.
—¡Oh, éste es un gran país! —continuó diciendo Benson—, pero no somos un gran pueblo. Kipling tiene razón. Estamos aglomerados, detenidos en el principio. Y lo peor de todo el asunto es que no hay ninguna razón para que no entendamos las cosas de mejor manera. Impartimos demostraciones en todas nuestras escuelas agrícolas. Y estaciones experimentales, y también por medio de trenes. Pero la gente no lleva el apunte a esas cosas, y los inmigrantes los superan porque todo lo aprendieron en la escuela de la penuria y del sufrimiento. Ni bien me gradué y antes de que falleciera mi padre, que era de la vieja escuela, él se reía de lo que llamaba mis «teorías»…, porque yo viajé durante un par de años para saber cómo se trabajaba el suelo en los países antiguos. ¡Y claro que lo vi!… Pronto entraremos en el valle. Se quedarán asombrados de lo que vi. En el Japón, por ejemplo, las laderas de las montañas están cubiertas de terrazas, donde no se podría ascender montado a caballo. Pero eso no es ningún inconveniente para ellos porque igual construyen terrazas…, un muro de piedra y buena mampostería de seis pies de alto, y una terraza a nivel de seis pies de ancho. Y arriba, siempre arriba, muros y terrazas, siempre, sin interrupción, y hasta se da el caso de ver muros de diez pies levantados para sostener terrazas de tres pies, y otros de veinticinco pies para cuatro o cinco pies de suelo donde es posible el cultivo. Y de las laderas de esas montañas descienden con las cestas cargadas a la espalda. Y lo mismo ocurre en todas las partes donde estuve, en Grecia, en Irlanda, en Dinamarca, porque también estuve allí. Marchan hacia cualquier pañuelo de tierra que encuentran y lo hacen útil con la pala en la mano, y a veces sin ninguna herramienta de trabajo, con las mismas manos, y trepan las montañas para establecer huertas, y las construyen, las hacen hasta sobre la roca desnuda. En Francia he visto campesinos de las montañas cavando en las corrientes de agua para sacar tierra, de la misma manera que lo hicieron nuestros antepasados para extraer el oro de California. Con la diferencia que nuestro oro desapareció pero la tierra de los campesinos permanece y es roturada una y otra vez y siempre está produciendo algo. Creo que hablé bastante.
—¡Cielos! —dijo Billy con una voz llena de espanto—. Nuestra gente nunca hizo eso. Y no es de extrañar que de esa manera sean vencidas.
—¡Aquí está el valle! —exclamó Benson—. ¡Miren esos árboles! Eso es la nueva Dalmacia. ¡Miren, es el paraíso de las manzanas! ¡Miren ese suelo y vean cómo trabajan!
Saxon vio que no se trataba de un valle muy grande. Pero hacia todos los costados, tanto a través de la tierra llana como hacia arriba, en las sierras bajas que se elevaban a poca altura, se hacía bien evidente la laboriosidad de aquellos extranjeros. Y mientras miraba seguía escuchando a Benson.
—¿Saben ustedes qué hacían los que estuvieron antiguamente establecidos sobre este suelo magnífico? Plantaban cereales en la llanura y echaban a pastar el ganado en las laderas de las montañas. Y en la actualidad doce mil acres de estas tierras están cubiertas de manzanos. Habitualmente es un lugar pintoresco para la gente que vive en el Este del país, en Del Monte, y en general se llegan en sus automóviles para ver los árboles en flor o ya con sus frutos. Tomemos, por ejemplo, a Mateo Lettunich, que fue uno de los primeros. Llegó a Castle Garden y comenzó de lavaplatos. Puso la mirada en este valle y comprendió al instante que era su mina de oro. Hoy en día arrienda setecientos acres y es dueño de ciento cincuenta, y es el plantío más admirable de la zona, y cada año llena de cuarenta a cincuenta mil cajones de manzanas y las exporta. Y no permitirá que nadie, salvo que sea un dalmantino, recoja sus manzanas. Bromeando le pregunté un día en cuánto vendería sus ciento treinta acres. Me respondió seriamente y me dijo la ganancia que le producía año tras año, e hizo el promedio. Me dijo que yo le dijera el interés del valor total al seis por ciento. Lo hice. Y sacamos la conclusión de que cada acre valía tres mil dólares.
—¿Y los chinos qué hacen en el valle? —preguntó Billy—. ¿También cultivan manzanas?
Benson agitó la cabeza.
—Ésa es otra cuestión en la que los yanquis nos quedamos a la zaga. En este valle nada se pierde, ni una semilla, ni una cáscara. Pero los yanquis no se ocupan de esto. Aquí hay cincuenta y siete hornos para preparar las manzanas, sin contar los establecimientos de envasado y los que producen sidra y vinagre. Y el propietario de todo eso es Don Juan Chino. Despachan por año cerca de quince mil barriles de sidra y de vinagre.
—Pero fue nuestra gente la que hizo este país —dijo Billy pensativo—, pelearon por él, abrieron los caminos, lo hicieron todo …
—Pero no lo desarrollaron —le cortó Benson—. Hicimos todo lo posible por destruirlo, de la misma manera que destruimos el suelo de Nueva Inglaterra —agitó la mano como si quisiera indicar algún lugar que estaba situado más allá de las colinas. Salinas queda hacia aquel lado. Si pesan por allí creerán que están en el Japón. Y más de un valle pequeño y suculento de California ha pasado a manos de los japoneses. El método que emplean es un poco distinto al de los dalmantinos. Comienzan siendo jornaleros en la recolección de fruta, y cobran a tanto por día. También resultan más eficaces que el recolector del país, y el productor está satisfecho con ellos. Más tarde, cuando se hacen fuertes, forman uniones exclusivas de japoneses y apartan a los trabajadores yanquis. Los productores aún siguen satisfechos con la situación. Pero el paso siguiente consiste en que los japoneses se rehúsan a recoger la fruta. La mano de obra yanqui ya desapareció y entonces el productor se encuentra indefenso. Y se pierde la cosecha. Después empiezan a actuar los jerarcas japoneses de la mano de obra. Ya son los amos de la situación y contratan la recolección. Como se dan cuenta los productores están atados de manos y pies, y a su merced. En seguida los japoneses son los que realmente dominan el valle. Los productores yanquis pasan a ser terratenientes ausentes, y están muy ocupados en las ciudades disfrutando regiamente de la vida o sino haciendo viajes a Europa. Sólo es necesario un paso más, entonces. Los japoneses compran sus propiedades, y están obligados a vender porque aquéllos dominan la mano de obra y pueden llevarlos a la bancarrota si es que se empeñan.
—Pero si todo sigue de la misma manera ¿qué será de nosotros? —preguntó Saxon.
—Y… lo que está ocurriendo ahora. Aquellos yanquis que no tienen nada se pudren en las ciudades, y los que tienen tierra la venden y se van a las ciudades. Algunos se convierten en grandes capitalistas, otros entran en la vida profesional, y el resto gasta el dinero y comienza a pudrirse cuando se le acaba, y si llega a durarles toda la vida, entonces son sus hijos los que se pudren una vez que sus padres han desaparecido.
El largo viaje en automóvil estaba por terminar, y cuando se disponía a partir Benson le recordó a Billy acerca del trabajo fijo que tendrían disponible en cualquier momento, si sólo le hacía saber lo que quería.
—Me parece que primero echaremos una mirada sobre esas tierras del Gobierno —le respondió Billy—. Ya sabemos a ciencia cierta dónde nos estableceremos, pero hay algo que no intentaremos con toda seguridad.
—¿Y es…?
—El cultivo de manzanos en tierras que valen tres mil dólares el acre.
—Billy y Saxon cargaron con los bultos y avanzaron un trecho de cien yardas. Billy fue el primero que rompió el silencio.
—Te diré una cosa, Saxon. Nunca daremos vueltas olfateando pisadas que conducen a lugares pequeños, ni subiremos laderas cargados con canastas. Estados Unidos todavía es un país grande, y no me interesa lo que Benson o cualquiera pueda decirnos: este país no está agotado aún. Existen millones de acres que no fueron agotados y que están esperando quién los descubra.
—Y yo también te diré algo —dijo Saxon—. Nos estamos educando. Tom, que se crió en el campo, no conoce en estos momentos todo lo que sabemos nosotros. Pero cada vez que pienso en el asunto me parece que esas tierras del Estado serán una verdadera decepción.
—No tenemos por qué creer en lo que dice el mundo —protestó Billy.
—¡Oh, no se trata de eso! Es que lo temo. Si es que esa tierra vale tres mil dólares el acre, ¿por qué la del gobierno, si existe alguna que sea buena de verdad, espera apenas a un paso de aquí para ser ocupada con sólo pedirla?
Billy se quedó pensando en esas palabras durante un cuarto de milla, pero no podía llegar a nada definitivo. Finalmente se aclaró la garganta para hablar y dijo:
—Bueno, de cualquier manera podemos esperar hasta que la veamos ¿no te parece?
—Muy bien —estuvo de acuerdo ella—, esperaremos hasta verla.