Esa noche, sentado al borde de la cama, en la pequeña habitación que tomaron en San José, Billy permanecía inmóvil, con una expresión abismada en el fondo de sus ojos.
—Bueno —declaró al fin, respirando profundamente—, después de todo se puede decir que en este mundo hay algunas personas admirables. Mira a la señora Mortimer, realmente es de las buenas…, una verdadera yanqui a la manera antigua.
—Es una dama delicada y culta —estuvo de acuerdo Saxon—, y no se avergüenza de trabajar la tierra por sí misma, e hizo marchar las cosas adelante.
—Y con veinte acres y no con diez… Y lo pagó todo consiguiendo mejorar las cosas al mismo tiempo, y se sostenía a sí misma y a cuatro personas más que estaban a su servicio, aparte de la mujer sueca y de su hija, y sin contar a su propia sobrina. Eso es lo que no puedo comprender. ¡Diez acres! Mi padre nunca hablaba de menos de ciento sesenta acres. Y hasta tu hermano Tom sigue hablando de grandes extensiones… Y ella no es más que una mujer. Tuvimos suerte al encontrarla.
—¿Acaso esto no es una aventura? —exclamó Saxon—. Y sólo se consigue viajando. Nunca se sabe lo que se hallará más tarde. Y la encontramos justamente delante de nosotros cuando ya estábamos cansados y nos preguntábamos cuánto faltaría para llegar hasta San José. No esperábamos eso para nada. Y no nos trató como si fuésemos vagabundos. Y esa casa que tiene…, tan linda y limpia. Hasta podría comerse en el suelo. Nunca soñé que hubiera algo tan amable y encantador dentro de una casa.
—Sí, tenía muy buen olor —corroboró Billy.
—Sí, exactamente eso. Es lo que las mujeres llaman «atmósfera», según decía la revista… No sabía lo que significaba. En esa casa reina una atmósfera dulce y hermosa…
—Como todas las cosas hermosas que tú sabes bordar —dijo Billy.
—Y es lo más importante después de mantener el cuerpo sano, limpio y con buen aspecto.
—Pero no podemos alquilar algo semejante, Saxon. Hay que ser propietario de algo así. Los que arriendan campos no construyen casas como ésas. También se ve claramente una cosa: que esa casa no es cara. Y lo más notable de todo es cómo la hizo. La madera es de clase común, y puede comprarse en cualquier corralón[43] de materiales. La casita que teníamos en la calle Pine en parte fue construida con la misma clase de madera, pero la forma es diferente. No sé si me explico, pero creo que te das cuenta a dónde quiero llegar.
Pero Saxon, que aún tenía en la mente la imagen de aquella casa que recién habían abandonado, repetía como abstraída:
—Ésa es… la manera.
A la mañana siguiente se levantaron bien temprano, y trataron de hallar, a través de los suburbios de San José, el camino que conducía a San Juan y Monterrey. La cojera de Saxon aumentó. Comenzó con la aparición de una ampolla y su talón se despellejaba rápidamente. Billy recordó los consejos de su padre para el cuidado de los pies, y entró en una carnicería para comprar cinco centavos de grasa de carnero.
—Hay que hacerlo así —le dijo a su mujer—: limpiar y engrasar bien el pie, para que su mecánica no se resienta. Te pondré un poco —de esto cuando hayamos salido del pueblo. Y podríamos marchar despacio por un par de días. Y si pudiera conseguir algún trabajo, mientras descansas unos días, sería mejor. Veremos y tendré el ojo bien abierto.
En las afueras del pueblo la dejó a Saxon reposando cerca del camino del condado, y se internó por un sendero lateral que llevaba hasta algo semejante a una granja. Volvió sonriente.
—¡Magnífico! —le dijo mientras se acercaba nuevamente—. No tenemos más que ir hasta ese grupo de árboles que está cerca del arroyo, y allí estableceremos nuestro campamento. Comienzo a trabajar por la mañana: dos dólares y el almuerzo incluido para mí. Sería dólar y medio contando con el cuarto. Le dije que prefería lo otro y que tenía mi campamento al lado. El tiempo se anuncia bueno y podremos permanecer aquí unos cuantos días hasta que el pie se mejore. Vamos, instalaremos un campamento decente, normal.
—¿Cómo conseguiste ese trabajo? —le preguntó Saxon cuando casi estaban por decidir el lugar de la instalación del campamento.
—Espera a que nos instalemos y te lo diré. Realmente ocurrió como en un sueño, fue algo sorpresivo.
Recién cuando estuvo tendida la cama, encendido el fuego hasta con la última rama seca que Billy encontró, y cuando ya estaba hirviendo la ollita con los porotos, entonces él comenzó a referirle todo.
—En primer lugar, Benson no es un brujo chapado a la antigua. Si le vieses no te darías cuenta de que es granjero. Está muy al día en todo, afilado como la punta de un clavo, y habla y se comporta como si fuera un hombre de negocios. Me di cuenta de eso sólo con echar una mirada sobre el lugar, aún antes de verle. Tardó como quince segundos en estudiarme. «¿Sabe arar?», me preguntó.
«Seguramente», le dije.
«¿Entiende de caballos?».
«Domé una caballeriza entera», le respondí.
Y justamente entonces aparecieron cuatro caballos que arrastraban una maquinaria que venía detrás nuestro, ¿no los viste? …
«¿Y que tal se siente usted para manejar cuatro caballos?», me pregunta como de casualidad.
«Ésa es mi especialidad, precisamente. Puedo manejarlos atados a un arado, a una máquina de coser o a un tiovivo».
«Salte y tome las riendas, entonces», me dijo rápidamente sin desperdiciar ni un instante. «¿Ve ese cobertizo? Vaya por la derecha para descargar, directamente hacia el corral». Pero te diré que lo que deseaba era algo realmente peliagudo. Por las huellas que habían dejado las carretas, me di cuenta de que siempre habían marchado por la izquierda. Quería un trabajo demasiado apretado y muy poco cómodo…, había qué dar una doble vuelta, una S, en un rincón, cerca de la pared del corral, y había que pasarla raspando. Y para colmo en el espacio pequeño había montones de forraje que no permitían hacer ningún movimiento. Pero decidí que no me dejaría vencer por ningún impedimento. El conductor me entregó las riendas e hizo una mueca, como queriendo decir que estaba seguro de que yo iba a hacer un tío con todo eso. Apostaría algo a que él mismo no lo podía hacer. Y no me intranquilicé, ni siquiera por el hecho de que desconocía los caballos… Y si hubieses visto de qué manera conduje a los animales sin el menor inconveniente hasta el tope del forraje, atravesando la entrada del corral con un espacio que apenas tenía seis pulgadas… Ésa era la única manera de hacerlo. Los caballos eran animales seguros. Los de adelante aflojaron como si quisiesen retroceder, y casi se echan sobre las patas traseras cuando eché el cuerpo hacia atrás para tirar de las riendas, y los detuve en el lugar preciso.
«Usted lo hizo», me dijo Benson, «fue un buen trabajo».
«Oh, tonterías», le dije fingiendo indiferencia.
«Déme algo que sea realmente duro».
Él sonrió como si comprendiese.
«Usted hizo muy bien eso», me dijo.
«Y soy muy exigente en lo que respecta a mis caballos. El camino no es lugar que le corresponde. Seguramente algo le anda mal a usted. Pero lo mismo me da. Puede arar con mis caballos, si quiere, y comenzar desde mañana por la mañana». Y eso demuestra que no era muy inteligente porque yo no demostré que sabía arar.
Saxon sirvió los porotos y Billy hizo lo mismo con el café. Durante un instante ella permaneció aún de pie, y contempló la comida que estaba servida sobre las mantas…: el tarro con el azúcar, la lata de leche condensada, las rajas de carne envasada, la ensalada de lechuga y los tomates cortados, las rebanadas frescas de pan francés, los platos humeantes con porotos, colocados frente a los recipientes para el café.
—¡Qué diferente a lo que teníamos anoche! —exclamó Saxon palmoteando apenas—. Es como si fuera una aventura de algún libro. Piensa en la hermosa mesa que teníamos anoche y en la casa tan linda, y después mira esto. Hubiéramos podido vivir mil años en Oakland y nunca hubiéramos conocido a una mujer como la señora Mortimer, nunca, ni en sueños hubiésemos sospechado la existencia de una casa semejante. Y piensa, Billy; que recién hemos partido.
Billy trabajó durante tres días en esa ocupación, y aunque insistía que le iba muy bien, llegó a admitir sin recato que eso de arar era algo más serio de lo que había supuesto. Saxon se sintió complacida al saber que le agradaba.
—Nunca creí que me gustaría arar… tanto —dijo él—. Es bueno para los músculos de las piernas. No hacen mucho ejercicio atando caballos. Si alguna vez vuelvo a hacer box, me entrenaré arando. ¿Y sabes que la tierra despide un lindo perfume mientras se la da vuelta? Es un aroma tan bueno que puede competir con el de las comidas. Y simplemente se da vueltas y se vuelve sobre la tierra densa, fresca y buena. Los caballos son una maravilla. Y saben su oficio como si fueran hombres. Te diré que Benson no tiene ni un solo caballo en malas condiciones.
Cuando al día siguiente terminó su trabajo, el cielo comenzó a nublarse, el aire se cargó de humedad y el viento sopló desde el sureste, presentando todo el aspecto de una lluvia de invierno. Billy regresó al anochecer con un pequeño envoltorio de lonas viejas que le prestaron, e inmediatamente procedió a colocarlas por encima de la cama para protegerse de la lluvia. Se lamentó varias veces por su dedo meñique de la mano izquierda. Dijo que le había molestado durante todo el día, aunque lo había sentido levemente días antes, y creía que estaba inflamado, o probablemente se tratara de una fractura, aunque en verdad no había podido localizarla.
Billy siguió en sus preparativos para enfrentar la tormenta, colocó la cama sobre tablas viejas que estaban en el corral y que se hallaban fuera de uso. Sobre los tablones, como si fuera un colchón, echó una cantidad de hojas secas. Por último reforzó la lona protectora con trozos adicionales de cuerda y alambres para enfardar pasto.
Cuando cayeron los primeros chubascos Saxon se sintió deleitada. Parecía que Billy no mostraba mucho interés en eso. Dijo que su dedo le dolía demasiado. Y ni él ni Saxon podían hacer nada para remediarlo, rechazando la idea de que fuera un panadizo.
—Debe ser una especie de «dado vuelta» —se aventuró a decir Saxon.
—¿Y eso qué es?
—No lo sé bien. Recuerdo que la señora Cady tuvo uno pero era muy pequeño, también en el meñique. Creo que se puso un fomento. Y creo que después le puso un emplasto y le dolió mucho, y terminó por perder la uña. Pero después se curó bien y la uña le creció nuevamente. ¿Qué te parece si te preparo un emplasto de pan caliente?
Billy se negó y le dijo que creía qué para el día siguiente estaría mejor. Saxon apenas si dormitaba, llena de preocupación, porque sabía que estaba muy nervioso y desvelado. Poco después, al despertarse por un golpe de viento y agua que azotó la lona, escuchó un leve quejido de Billy. Se incorporó acodándose en la cama, y en seguida le acarició la frente y los ojos como si quisiera adormecerle.
Saxon se durmió nuevamente, pero fue despertada otra vez, no por la tormenta sino por Billy. No podía verle, pero por el tacto se dio cuenta de la extraña posición en que se hallaba.
No estaba sobre las mantas, se apoyaba en las rodillas y su frente descansaba en los tablones, mientras que sus hombros se agitaban contenidos por una especie de angustia.
—Tira como si quisiese acabar con una banda entera —le dijo cuando ella le preguntó—. Es peor que mil dolores de muela juntos. Pero no es nada… si es que la lona no se vuela. Piensa en la resistencia que tuvieron nuestras gentes —murmuró entre quejidos intermitentes—. Mi padre fue maltratado por un oso pardo…, que le clavó las uñas hasta los huesos. Y en ese estado tuvieron que seguir viaje. Cuando mi padre subía al caballo se desmayaba a cada instante. Lo ataron para que no cayese. El viaje duró cinco semanas pero las resistió. Allí también estaba Jack Quigley. Tenía toda la mano derecha destrozada porque su escopeta estalló, y el perro de caza que llevaba le comió tres de los dedos. Y se hallaba completamente solo en la marisma, y…
Pero Saxon ya no pudo escuchar nada más de las aventuras de Jack Quigley, porque un viento terrible hizo saltar varias de las estacas y la instalación se desplomó, y por unos momentos quedaron sepultados debajo de la lona. En seguida la lona y las estacas, la instalación entera, fue barrida en medio de la oscuridad, y Saxon y Billy quedaron completamente empapados por la lluvia.
—Sólo tenemos una salida —le dijo gritándole al oído—. Recoger las cosas y guarecernos en el corral abandonado.
Hicieron todo esto en medio de la oscuridad cerrada, recorrieron dos veces ida y vuelta las piedritas del caminito, cruzaron el arroyuelo que a cada instante aumentaba su caudal y se mojaron hasta las rodillas. El agua se filtraba en el viejo corral como si fuese un colador, pero descubrieron un rincón seco sobre el que Billy extendió ropas que estaban muy mojadas. El dolor de Billy la dejaba completamente desolada. Durante una hora le acarició la frente para ayudarle a dormitar, y sólo de esa manera pudo dormirse. Tiritando, de buen grado aceptó esa noche de vigilia sabiendo que de esa manera hacía que olvidara su dolor.
En cierto momento, pensó que ya había pasado la medianoche, se produjo como una interrupción en su estado de ánimo. Por la puerta que había quedado abierta vieron rápidamente el foco de una luz eléctrica, como si fuese una pequeña linterna que quisiera localizar algo por allí, y que terminó por dirigirse sobre ella y Billy. Desde allí partió una voz áspera que dijo:
—¡Ja, ja! ¡Ya los tengo! ¡Salgan!
Billy se sentó con los ojos parpadeantes por la luz. Y la voz que estaba detrás de la linterna se hizo cada vez más cercana y repetía su demanda.
—¿Quién es? —preguntó Billy.
—Yo —fue la respuesta—, y estoy bastante despierto, ciertamente.
Ahora la voz se escuchaba a su lado, apenas a una yarda de distancia, y sin embargo no podía ver nada porque la luz, que aparecía de a intervalos, se apagaba al instante, como si el dedo del que manejaba la linterna estuviese ya cansado de apretar.
—Vamos, muévanse —siguió diciendo la voz—. Envuelvan sus frazadas y apúrense. Los andaba buscando.
—¿Pero quién diablos es usted? −le preguntó Billy.
—El condestable. Vamos.
—¿Y a quién busca?
—A los dos, a ustedes dos.
—¿Pero, por qué? .
—Por vagancia. Ahora muévanse. No me quedaré parado aquí la noche entera.
—¡Oh, mándese mudar! —le aconsejó Billy—. No soy un vagabundo sino un trabajador.
—Quizá lo sea y quizá no —dijo el condestable—. Pero eso se lo podrá decir por la mañana al juez Neusbaumer.
—Pero usted, perro roñoso, ¿cree que podrá arrastrarme? —comenzó a decir Billy—. Ilumínese. Quiero verle la cara mugrienta que tiene. ¿Llevarme a mí, eh, llevarme? En menos de un abrir y cerrar los ojos estoy de pie y lo hago papilla.
—No, no —le rogó Saxon—, no hagas nada. Significaría la cárcel.
—Eso es muy cuerdo —dijo el condestable—. Haría mejor si escuchara a su mujer.
—Es mi esposa y trate de hablarle como tal —le previno Billy—. Y ahora salga de aquí si es que sabe lo que le conviene.
—Ya he visto antes a gente de su clase —respondió el otro—. Y tome nota que llevo conmigo un elemento para persuadirlo.
La luz de la linterna apareció nuevamente iluminando una mano que apretaba el revólver. Esa mano parecía algo fantástico, como una cosa aparte que existiera por sí misma y que no estuviera vinculada a ningún cuerpo, que aparecía y desaparecía de la vista cuando el otro encendía o apagaba la luz. Por un instante contemplaron asombrados la mano y el revólver, e inmediatamente se encontraron sumidos dentro de una oscuridad impenetrable, y en seguida la mano y el revólver aparecieron nuevamente.
—Supongo que ahora vendrán —murmuró con jactancia el condestable.
—Creo que tendrá que suponer otra cosa distinta —comenzó a decir Billy.
Y en ese momento la luz se apagó. Escucharon al funcionario que hacía un rápido movimiento y también un golpe metálico sobre el suelo. Billy y el condestable titubearon ante eso, pero el joven iluminaba en ese momento el rostro del otro. El matrimonio vio entonces a un hombre de edad avanzada, que le recordaba a Saxon esa clase de gente que solía ver en las procesiones de veteranos del Gran Ejército, durante el Día de la Condecoración.
—Déme esa luz —le amenazó el otro.
Billy se negó murmurando.
—Le meteré una bala por criminal.
Con el revólver apuntó directamente hacia Billy sin que le temblase el dedo que tenía en el gatillo, y ambos jóvenes pudieron ver el brillo de las puntas de las balas en el interior del tambor.
—¡Eh, viejo barbudo! Usted no tiene pasta para tirar contra manzanas agrias —le respondió Billy—. Conozco a la gente que se le parece: bravos como leones cuando se trata de arrastrar a pobres de espíritu, a inválidos, pero mansos como perros amarillos cuando se enfrentan con un hombre de verdad. Apriete el gatillo, mugriento, ¡cobarde! Si digo ¡uuu!, empezará a correr con el rabo entre las patas.
Y haciendo lo que decía, Billy dejó escapar un fuerte ¡uuu!, mientras que Saxon sonrió involuntariamente ante la sorpresa que experimentó el condestable.
—Le di una última oportunidad —dijo el otro entre dientes—. Entrégueme esa linterna y venga conmigo pacíficamente, o de lo contrario lo pondré afuera.
Saxon sentía temor por Billy, aunque sólo a medias. Tenía la certeza de que ese hombre no se atrevería a disparar el arma, y experimentaba aquellas viejas sensaciones de su raza ante el valor que demostraba su esposo. En ese instante no le podía ver el rostro, pero sabía con toda seguridad que estaba ensombrecido, frío, de la misma manera aterradora que le había visto cuando luchaba contra los tres irlandeses.
—No sería el primer hombre que mato —le amenazó el condestable—. Soy un viejo soldado y no me desmayo ante la presencia de la sangre …
—Entonces debería tener vergüenza de sí mismo —le interrumpió Saxon— por tratar de amedrentar y dañar a gente pacífica que no han hecho mal alguno.
—Al dormir aquí incurrieron en delito —se justificó—. Esto no les pertenece y está en contra de la ley. Y la gente que va en contra de la ley tiene un solo destino: la cárcel, y allí irán ustedes dos. Ya mandé a muchos vagabundos treinta días a la sombra por hacer lo mismo que ustedes. Y ése es el lugar que les corresponde. Y ya les vi la cara y puedo darme cuenta que son gente de mala facha —se volvió hacia Billy—. Y ya perdí bastante tiempo con usted. ¿Se entregará y marchará tranquilamente?
—Ahora le diré un par de cosas, viejo calamitoso —le respondió Billy—. En primer lugar, usted no nos arrestará, y en segundo, esta noche seguiremos durmiendo aquí.
—Déme la linterna —exclamó autoritariamente el condestable.
—¡Cola… de barbas! Vamos, despeje que molesta, salga de aquí. Y en cuanto a su antorcha la irá a buscar dentro del barro.
Billy arrojó la linterna de la misma manera que una pelota de baseball, y la puerta se iluminó brevemente. Ahora se encontraban en la oscuridad más completa y podían escuchar perfectamente el crujido de la dentadura del colérico visitante.
—Y ahora empiece a disparar y veremos qué sucede —le dijo amenazándole Billy.
Saxon buscó la mano de su marido y la apretó con orgullo. El condestable profirió una amenaza.
—¿Pero qué sucede? —dijo Billy con energía—. ¿Todavía no se marchó? Escuche, señor de las barbas, no tendré ningún miramiento con usted. ¡Salga o si no lo echaré de aquí! Y tendrá lo que se merece si vuelve a fastidiar. ¡Largo de aquí!
El estrépito producido por la tempestad era tan grande que no podían escuchar nada. Billy lió un cigarrillo. Cuando lo encendió vio que no había nadie en el corral fuera de ellos dos. Rió.
—Estaba tan enloquecido que me olvidé de mi «dado vuelta». Y recién ahora comienza a hacerse escuchar nuevamente.
Saxon hizo que se acostara y le acarició otra vez para que se durmiera.
—No tiene ningún objeto marcharse antes de la mañana —le dijo ella—. Entonces, ni bien haya luz de día, tomaremos el tranvía para San José, comerás una chuleta caliente e irás a una farmacia para que te pongan un emplasto o cualquier cosa necesaria que te cure el dedo.
—Pero Benson… —murmuró Billy.
—Le hablaré por teléfono desde la ciudad. Costará sólo cinco centavos. Vi que la línea llega hasta su casa. Y no podrías arar por la lluvia aunque tu dedo estuviese bien. Además, yo también aprovecharé para curarme. Mi talón estará en condiciones cuando se componga el tiempo y entonces podremos seguir el viaje.