Entre San José y Oakland hay una distancia de cuarenta millas, que fueron cómodamente recorridas por Saxon y Billy en tres días. No tuvieron ocasión de encontrar a otros alambradores atentos y conversadores por el camino. Tropezaron con numerosos vagabundos que llevaban mantas e iban del norte al sur, en sentido contrario, sobre la ruta de la zona. A través de lo que conversaron con aquellos Saxon se dio cuenta que poco o nada sabían acerca del trabajo de la tierra. En su mayoría eran hombres viejos, débiles o atontados, y lo único que conocían era de trabajar en las ciudades…, donde decían que había buenos puestos. Los sitios que mencionaban eran siempre muy lejanos. Sólo consiguió saber de ellos que en el distrito en que se encontraban, en las extensiones cultivadas y no muy grandes, rara vez se tomaba un bracero, y si alguna vez ocurría por lo común se trataba de un portugués.
Los mismos granjeros no eran amables. Frecuentemente pasaban junto a Saxon y a Billy en carros vacíos pero no los invitaban a subir. Cuando se presentaba la oportunidad, por ejemplo cuando Saxon les hacía preguntas, los miraban llenos de curiosidad o de sospecha, ofreciendo sólo respuestas ambiguas o burlonas.
—Ésos, malditos sean, no son yanquis —le hizo una mueca al marido—. En los viejos tiempos todo el mundo era amigo de todo el mundo.
Pero Saxon recordó la última conversación que había tenido con su hermano.
—Es la época, Billy. Su espíritu ha cambiado. Además, esa gente está muy cerca. Verás que cuando nos alejemos más de las ciudades serán más atentas.
—Ésta es una raza confusa —murmuró él.
—Tal vez tengan razón en ser así —rió ella—. Por lo que has averiguado más de uno de los «tiñosos» a quien le pegaste es hijo de ellos.
—Quisiera creerlo —dijo cálidamente Billy—. Pero estoy seguro de que aun siendo dueño de diez mil acres cualquier hombre que arrastre su frazada por el camino sería igual a mí mismo, y tal vez mejor. Al menos le ofrecería la ventaja y el beneficio de que dude.
Billy preguntó por trabajo en cualquier parte, y después en las grandes granjas. La respuesta invariable era negativa. En algunos lugares le dijeron que después de las lluvias tal vez habría trabajo de arado. En alguno que otro sitio se araba la tierra seca, pero en pequeñas extensiones. Pero generalmente los granjeros esperaban.
—¿Pero tú sabes arar? —le preguntó Saxon.
—No, pero supongo que no hay que estudiar mucho para hacerlo. Además, al próximo que vea arando le pediré que me enseñe.
Al mediodía siguiente se le presentó una oportunidad. Por encima del cercado de una pequeña granja contempló a un anciano que araba una y otra vez la tierra.
—Oh, es lo más fácil que hay —dijo Billy desdeñosamente—. Si un viejo cascote como ese puede manejar un arado, yo puedo con dos.
—Prueba —dijo Saxon.
—¿Con que objeto?
—Te falta decisión —bromeó ella risueñamente—. Todo lo que tienes que hacer es pedírselo, y lo único que cabe esperar es que se niegue. ¿Y que sucederá si te dice que no? Tú ya enfrentaste al «Terror de Chicago» durante veinte vueltas sin ceder ni una pulgada.
—Oh, eso es distinto —dijo Billy algo cohibido, y en seguida saltó el cerco—. Te apuesto dos contra uno a que el viejo no me toma en serio para nada.
—No, no hará eso. Simplemente le dices que quieres aprender y te permitirá dar un par de vueltas con el arado. Dile que no le costará nada.
—Uff, y si es avaro le arrancare su maldito arado de las manos.
Desde el cerco, demasiado alejada para escuchar, Saxon los contemplaba mientras hablaban. En seguida tuvo las cuerdas en el cuello y tomó las manijas con sus manos. La yunta partió inmediatamente, y el anciano marchaba junto al joven haciéndole una serie de indicaciones. Una vez que Billy dio algunas vueltas, el anciano atravesó los surcos abiertos en dirección a Saxon y se detuvo delante del cerco.
—Antes aró algo ¿no es cierto?
Saxon movió la cabeza negando.
—Nunca en su vida, pero sabe manejar caballos.
—No me parece un principiante y aprende muy rápidamente —rió el granjero sacando de una cajita un poco de tabaco para masticar—. Reconozco que no me cansare si lo dejo trabajar.
La tierra que faltaba arar se hacía cada vez más escasa, pero Billy parecía que no mostraba el propósito de abandonar la tarea, y las personas que estaban junto al cerco se hallaban muy entretenidas en la conversación. Las preguntas de Saxon eran rápidas, enconadas, y no tardó mucho en llegar a la conclusión de que el anciano se parecía mucho a la persona que el alambrador había descripto como su padre.
Billy siguió en su trabajo hasta que todo el terreno quedó arado, y el anciano los invitó a pernoctar allí. Les dijo que tenía una construcción que no usaba, y allí encontrarían una pequeña estufa para cocinar. Además les daría leche fresca, y si Saxon quería probar sus aptitudes en la agricultura le permitiría ensayar la mano en el ordeñe.
El ordeñe de la vaca no fue tan exitoso como el trabajo de Billy con el arado. Pero como él se burlara bastante de ella, Saxon le desafió a que probase, y fracasó tan lamentablemente como ella; Saxon veía y preguntaba por todo, y en seguida se dio cuenta de que casi todas las cosas estaban fuera de sitio. Tanto la granja como el granjero eran anticuados. No se había desarrollado el cultivo intensivo. Había mucha tierra y estaba poco trabajada. Todo se hacía descuidadamente. La casa, el corral, las otras construcciones se estaban convirtiendo rápidamente en ruinas. En el frente de la casa crecían malezas y tampoco había huerta. El pequeño plantío de árboles era viejo, con ejemplares enfermos y poco cuidados, y estaban retorcidos, eran sarmentosos, cubiertos de una especie de moho grisáceo. Saxon supo que los hijos e hijas del granjero se hallaban lejos, en las ciudades. Una de las hijas se había casado con un medico, la otra era maestra en la escuela normal del Estado. Un hijo era maquinista de locomotoras, el segundo era arquitecto y decía que el tercero era cronista de policía en San Francisco. El anciano también le contó que en los momentos de apuro venían para ayudar a sus mayores.
—¿Qué te parece? —le preguntó Saxon a Billy mientras fumaba un cigarrillo después de la cena.
Los hombros de Billy se encogieron mucho.
—Oh, es muy fácil de entender. Al viejo cascote le gusta su plantío pero lleno de moho…, y es evidente, tan evidente como la nariz en tu cara, que no comprende nada de nada. Y fíjate en los caballos que tiene…, y hasta sería un acto de caridad y le ahorraría dinero, si se los sacara de aquí para meterles unos tiros de gracia. Podrías apostar con seguridad a que no verías a los portugueses con caballos como éstos. Y no es cosa de amor propio, ni de dejar de ver la realidad, eso de tener buenos caballos. Es algo que conviene de cualquier manera porque compensa. Así es la cosa. Cuesta más mantener en buenas condiciones a los caballos viejos que a los jóvenes, y además no pueden hacer el mismo trabajo, pero en cambio cuesta lo mismo herrarlos a los dos. Y por encima de todo está el rasqueteo. Cada minuto en la manutención de esos caballos se está perdiendo dinero. Deberías ver cómo se trabaja y se sacan las cuentas con los caballos de la ciudad.
Durmieron mucho y después de desayunarse temprano se dispusieron a partir.
—Me gustaría que trabajasen un par de días aquí —se lamentó el anciano cuando se despedían—, pero no se me ocurre en que. El campo apenas si da para mí y para la vieja, ahora que los muchachos se fueron. Aunque esto no sucede siempre, parece que los tiempos malos durarán mucho. Nunca sucedió lo mismo desde Grover Cleveland.
Era muy temprano, por la tarde, y estaban en las afueras de San José, cuando Saxon pidió que hicieran un alto.
—Voy a entrar aquí inmediatamente, a menos que me lo impidan los perros. Éste es el lugar más bonito que he visto.
Billy, que siempre se la pasaba imaginando colinas y amplias extensiones para sus caballos, asintió pero sin mucho entusiasmo.
—¡Y mira que hortalizas! ¡Y las flores que hay en el borde! Esto supera las plantas de tomates envueltas en papeles.
—No veo que sentido tiene —dijo él—. ¿Para que cultivarán flores si las hortalizas dejan buena ganancia?.
—Eso es lo que averiguare —dijo Saxon señalando en dirección a una mujer, de pie en medio del terreno, que trabajaba con la podadora frente a una casa pequeña—. No se cómo será ella pero en el peor de los casos se tratará de una mal educada. Mira, ahora dirige sus ojos hacia nosotros. Arroja tu carga al lado de la mía y ven.
Billy descargó el bulto de las frazadas pero prefirió aguardar. Mientras Saxon avanzaba por el angosto caminito bordeado de flores, se fijó en dos hombres que había entre las plantas.
Uno era un viejo chino, y el otro, también anciano, era de ojos negros y de procedencia extranjera. Allí verdaderamente realizaban cultivos extensivos, eficaces, y casi trabajaban la tierra de una manera enconada. La mujer se incorporó y desvió la mirada de las flores, y Saxon pudo ver que se trataba de una mujer de edad mediana, delgada, simple pero agradablemente vestida. Llevaba lentes, tenía una expresión amable pero parecía nerviosa.
—Hoy no necesito nada —dijo sonriendo antes de que Saxon comenzara a hablar.
Saxon refunfuñó para sus adentros llevando siempre la cesta con la protección de hule.
—No somos vendedores ambulantes —le explicó con rapidez.
—Oh, perdóneme, me confundí.
La sonrisa de la mujer se hizo más agradable y se mantuvo a la expectativa de lo que la otra diría.
Con rapidez Saxon encontró el momento oportuno.
—Estamos buscando tierra. Queremos ser granjeros y antes deseamos saber que tierra nos conviene. Y como vi su bonito rincón, sentí curiosidad y quisiera hacerle algunas preguntas. Como usted puede darse cuenta, no entendemos nada de cultivos. Siempre vivimos en la ciudad y ahora la abandonamos para irnos al campo y ser más felices.
Hizo una pausa. El rostro de esa mujer parecía cada vez más perplejo, aunque no dejaba de ser amable.
—¿Pero cómo saben que serán felices en el campo? —le preguntó.
—No se, pero la única seguridad que tengo es que la gente pobre no puede ser dichosa en la ciudad, donde siempre hay conflictos obreros. Y si no puede ser feliz en el campo, la felicidad entonces no existe en ninguna parte. Y eso no estaría bien ¿no le parece?
—Eso que dice es bastante lógico, querida. Pero no olvide que en el campo también hay mucha gente pobre y desdichada.
—Al menos usted no lo parece —le dijo Saxon con franqueza.
—Usted es un encanto.
El rostro de la otra estaba sonrojado, demasiado confundida como para responderle. Por último dijo:
—Tal vez tenga condiciones muy especiales para vivir y tener éxito en el campo. Usted dijo que siempre vivió en la ciudad, y no sabe nada de la vida campesina. Eso podría destrozar su alma completamente.
El pensamiento de Saxon voló hacia aquellos terribles meses pasados en la casita de la calle Pine.
—Estoy segura de que es la ciudad la que me destroza completamente el alma. Quizás también eso ocurriera en el campo, pero de todas maneras es la única posibilidad que tenemos. Esto o nada. Además, todos nuestros antepasados fueron campesinos. Me parece que es la única manera natural de vivir. Y, más aún, aquí me tiene, como si hubiera una fuerza, una ocasión que me arrastrara. Si no lo sintiese no estaría aquí.
La otra mujer asentía y aprobaba con la cabeza, mirándola con creciente interés.
—Ese joven… —comenzó a decir:
—Es mi esposo. Era adiestrador de caballos hasta que se produjo la gran huelga. Mi apellido es Roberts, Saxon Roberts, y él se llama Guillermo Roberts.
—Y yo soy la señora Mortimer —dijo la otra inclinando la cabeza—. Soy viuda. Y si usted invita ahora a su marido para que se acerque, podría responder a algunas de las cosas que le interesan mucho. Dígale que deje los bultos detrás de la entrada… Bueno ¿qué es lo que querría saber?
—Oh, muchas cosas… ¿Nos convendría hacer lo mismo que usted hace? ¿Y de qué manera dirige esto? ¿Y cuánto cuesta la tierra? ¿Usted misma hizo construir esta casa? ¿Cuánto les paga a los hombres que trabajan para usted? ¿Cómo aprendió todas esas cosas diferentes, cuáles son las que se dan mejor y cuáles las que convienen más? ¿Y cómo las vende? —Saxon se detuvo y rió—. Oh, y aún no empecé a preguntarle. ¿Por qué cultiva por todos lados flores en los bordes del camino? En San Leandro vimos las huertas de los portugueses, y ellos nunca mezclan flores con hortalizas.
La señora Mortimer levantó la mano.
—Primero le responderé a esto último, Y allí encontrará la explicación de casi todo. Pero en ese momento llegó Billy y todo quedó diferido para un poco más tarde.
—Son las flores las que llamaron su atención ¿no es cierto? —dijo la dueña de casa—. Y eso fue lo que hizo que traspusiera la entrada y se acercase hasta mí. Y ésa es la razón verdadera por la cual son cultivadas entre las verduras. Usted no se puede imaginar cuántos se han sentido atraídos o fueron empujados a dejar atrás la verja. Este camino es muy bueno, bien transitado por los turistas de las ciudades. Pero nunca tuve suerte con los que viajan en autos, porque sólo ven polvo y más polvo. Pero empecé a hacer esto cuando casi todo el mundo andaba en vehículos tirados por caballos. Y la gente de las ciudades pasaba por aquí. Mis flores y mi casa les llamaban la atención. Entonces les decían a sus conductores que se detuvieran. Y… casi siempre, los mantenía a distancia y conversaba con ellos. Generalmente los invitaba a entrar para que viesen mis flores, y también las verduras… naturalmente. Todo era amable, limpio, bonito, llamaba la atención, y… —la señora Mortimer se encogió de hombros—. Es bien sabido que el estómago ve a través de los ojos. El hecho de cultivar flores entre hortalizas despertaba la curiosidad de ellos. Y entonces deseaban más verduras, y se las llevaban pagando el doble que en el mercado, y estaban muy contentos. Es verdad que las verduras eran tan buenas como las del mercado, y casi siempre más frescas. Además, mis clientes mataban dos pájaros de un solo tiro, porque también se sentían satisfechos por razones filantrópicas. No sólo llevaban las verduras más frescas, las mejores, sino que se sentían satisfechos de poder mudar a una viuda que trabajaba. Y se daban cierto tono diciendo que habían comprado las verduras en lo de la Mortimer. Esto ya es muy largo para que pueda ser analizado rápidamente. En resumen, mi pequeño rincón se convirtió en un sitio de visita… a donde había que ir cuando era necesario matar el tiempo, o algo semejante. Y se comentaba mucho sobre quien era yo, quien había sido mi marido, y que era anteriormente. De eso se encargaron algunas damas de la ciudad que yo había conocido anteriormente, en los viejos tiempos. Trabajaron para mi éxito. Entonces, también, acostumbraba a servir un té. En aquel tiempo mis clientes también eran visitas. Y sigo haciendo lo mismo cuando llegan acompañadas de sus amistades y quieren mostrarles este lugar. Como usted se da cuenta, las flores me sirvieron para tener éxito.
La mirada de Saxon brillaba de admiración, pero la dueña de casa observó que Billy sentía algo que no le gustaba del todo. Sus ojos azules estaban nublados.
—Vamos —le alentó la señora Mortimer—, ¿dígame que piensa?
Ante la sorpresa de Saxon él respondió directamente y sus observaciones fueron de un carácter que nunca se le hubiese ocurrido a ella.
—Creo que es un truco, simplemente —dijo Billy—, al menos me parece…
—Pero un truco muy conveniente —interrumpió la dueña de casa mientras le bailaban los ojos detrás de los lentes.
—Sí…, y no —dijo Billy obstinado, hablando de una manera deliberadamente lenta—. Si cada granjero mezclase las flores con las hortalizas obtendrían los mismos precios y en el mercado no se conseguiría ningún doble precio. Entonces todo estaría como antes.
—Usted supone más una teoría que un hecho —dijo la señora Mortimer—. El caso es que todos los granjeros no lo hacen y que yo cobro el doble precio. Eso no puede dejar de verlo.
Billy no estaba convencido aunque no respondió.
—Pero es lo mismo —murmuró moviendo lentamente la cabeza—. No doy con la clave de esto. No nos conviene, quiero decir, para mí y para mi mujer. Quizás lo entienda dentro de un tiempo.
—Mientras tanto vamos a mirar un poco por acá —les invitó la señora Mortimer—. Quiero mostrarles todo y decirles cómo hago para que marche. Después nos sentaremos y les explicaré cómo comencé. Como usted lo ve —se inclinó hacia Saxon quiero que ustedes lo comprendan todo para que tengan éxito, si es que van por buen camino. Cuando comencé no sabía nada de nada, y tampoco tenía a mi lado a un joven simpático como el suyo. Estaba sola. Pero ya se los contare.
Durante la hora siguiente anduvieron entre hortalizas, zarzamoras y árboles frutales, y Saxon se atiborró de un cúmulo de informaciones que se propuso digerir en los momentos de descanso. También Billy estaba interesado en todo, pero dejaba que su mujer mantuviera la conversación, y preguntó muy pocas cosas. En el fondo de la casita todo estaba limpio y ordenado como en el frente. Vieron el corral de las aves. En diferentes secciones se criaban allí cientos de gallinas pequeñas y blancas como nieve.
—Son las Leghorn blancas —dijo la señora Mortimer—. No se imaginan lo que produjeron este año. Nunca conservo una gallina después del período de la puesta de huevos…
—Lo mismo que yo te decía de los caballos, Saxon —dijo Billy.
—Y con un método muy simple, después de que empollan, en el momento propicio, cosa que ni en sueños se le ocurriría a un granjero entre diez mil, logre que produjeran durante el invierno, que es cuando las gallinas dejan de dar huevos y estos están más caros. Además, hay otra cosa: tengo mis clientes especiales. Me pagan diez centavos más por docena de lo que se acostumbra en el mercado, porque los que les, vendo son del día.
En ese momento le dirigió una mirada a Billy, sospechando que aquel aún seguía cavilando.
—¿Y esto también es lo mismo? —le preguntó.
Billy afirmó con una inclinación de cabeza.
—Sí, es lo mismo. Si cada granjero entregara los huevos del día, no los encarecería diez centavos por docena.
—Pero no debe olvidar que debe ser todos los días —le hizo notar la señora Mortimer.
—Pero en una cosa así nosotros no nos podríamos ganar el pan ni la manteca. Y eso es lo que queremos descubrir. Usted habla de teoría y práctica. Y diez centavos más que el precio habitual es teoría para Saxon y para mí. El hecho es que no tenemos aves de corral ni tierra donde puedan poner sus huevos.
La dueña de casa asentía, comprensiva.
—Y además hay otra cosa en esta instalación que no comprendo —continuó diciendo él—. No puedo comprenderlo a pesar de que lo tengo delante de mis propios ojos.
También les mostró los ejemplares vacunos, la porqueriza, la cremería[41], las casetas de los perros, es decir, lo que la señora Mortimer llamaba sus secciones de animales en pie. Y ninguna era muy grande. Y les aseguró que todas producían dinero y que de esa manera aumentaba sus ingresos cómodamente. Les quitó el aliento al citar los precios pagados y recibidos por unos perros persas de raza; por cerdo Chesters mejorados y de buena raza, procedente de Ohio; por perritos escoceses de raza y vacas Jersey. Para la leche producida por estas últimas también tenía compradores especiales, que pagaban cinco centavos más por litro comparándola con la mejor de cualquier tambo. Billy estaba ansioso por demostrar la diferencia que había entre ese plantío y los que habían visto la tarde anterior, y la señora Mortimer le mostró muchas otras cosas existentes entre lo suyo y lo de los demás, y que él se vio en la obligación de reconocer que eran mejores.
Después les habló de otra industria, de sus dulces y conservas caseros, que siempre vendía con anticipación y a precios muy superiores a los del mercado. Se sentaron en la terraza sobre cómodos sillones de bambú y les contó cómo había formado su comercio de dulces y conservas, tratando sólo con uno de los mejores restaurantes de San José y con el mejor club del mismo pueblo. Había presentado sus muestras al propietario del restaurante y al mayordomo del club, y después de largas discusiones consiguió vencer la oposición y habituarlos a sus «especialidades», y también agitar la opinión de los clientes en el sentido de que aumentaran el precio de los platos que se preparaban con sus productos.
Durante el relato los ojos de Billy demostraban bien claramente su insatisfacción. La señora Mortimer se dio cuenta pero aguardó.
—Bueno, y ahora relátenos cómo empezó —le rogó Saxon.
Pero la dueña de casa se negó a hacerlo si no le prometían que se quedarían a comer con ella. Saxon dejó de lado la reticencia de Billy y aceptó en nombre de los dos.
—Bueno, entonces —dijo la señora Mortimer—, en un comienzo yo no entendía nada, en absoluto, de eso, porque había nacido y fui criada en la ciudad. Todo lo que sabía del campo era que servía para pasar las vacaciones, y siempre iba a las termas, las montañas o a las playas marinas. Casi había pasado mi vida entera entre libros. Durante años fui la empleada principal de la Biblioteca Doncaster. Después me case con Mortimer. Él estaba habituado a los libros, y era profesor de la Universidad de San Miguel. Sufrió una larga dolencia y cuando falleció no me quedó nada. Hasta el seguro de vida fue devorado antes de que pudiera librarme de los acreedores. Y en cuanto a mi madre estaba agotada, casi enferma de los nervios, incapaz de hacer nada. Sin embargo me quedaban cinco mil dólares, y, sin entrar en detalles, resolví dedicarme a la industria de la granja. Una vez decidida a eso, busque un clima delicioso cerca de San José…, el punto terminal de la línea de tranvías eléctricos está apenas a un cuarto de milla… y compre este terreno. Pague dos mil dólares al contado y tome una hipoteca por otros dos mil. Cada acre costó doscientos dólares, como se dará cuenta.
—¡Veinte acres! —exclamó Saxon.
—¿Pero no era muy poco? —se aventuró a preguntar Billy.
—Demasiado grande, era un verdadero océano. Lo primero que hice fue arrendar diez acres. Y desde entonces siguen de la misma manera. Y hasta los diez acres que me quedaron eran demasiados. Recién ahora comienzo a sentirme en un lugar un poco estrecho.
—¿Y los diez acres la han mantenido a usted y a los dos peones? —preguntó asombrado Billy.
La señora Mortimer palmoteó encantada ante la sorpresa del joven.
—Escúcheme, fui bibliotecaria, y lo aprendí todo de los libros. Antes que nada leí todo lo que había sobre el tema, y me suscribí a algunas de las mejores revistas agrícolas. Y usted pregunta si mis diez acres pudieron mantenerme a mí y a los dos hombres. Permítame decirle que tengo cuatro peones. Los diez acres deben mantenerlos, de la misma manera que a Hanuah, una viuda sueca que maneja la casa y se convierte en una verdadera troyana cuando llega el tiempo de preparar los dulces y las conservas…, y a la hija de Hanuah, que va a la escuela y a veces ayuda…, y a mi sobrina, a quien tome a mi cargo para criar y educar. Y también los diez acres sirvieron para terminar de pagar los veinte, de la misma manera que lo que costó esta casa y las otras construcciones y los animales de raza.
Saxon recordaba lo que el joven alambrador le había dicho de los portugueses.
—Los diez acres no hicieron nada —dijo Saxon—. Fue su cabeza la que hizo todo, y usted sabe mejor que nadie que es así.
—Sí, ésa es la clave, querida. Eso demuestra que una persona con cierta disposición puede triunfar en el campo. Recuerde que la tierra es generosa, pero debe ser tratada como tal, y eso es algo que los granjeros yanquis a la antigua no comprenden. La cabeza es lo que tiene importancia en esto. Hasta en los casos que están convencidos que sus tierras agotadas necesitan de fertilizantes, no encuentran ninguna diferencia entre abonos baratos y de los buenos.
—Eso es algo que me gustaría saber —dijo Saxon.
—Les diré todo lo que se, pero ustedes estarán muy fatigados. He notado que se caen de cansancio. Déjenme que les haga entrar…, y no se preocupen por sus cosas. Mandare a Chang por ellas.
Para Saxon, que tenía un amor innato hacia lo bello y lo encantador, que se manifestaba en todas sus cosas personales, el interior de la casita fue una revelación. Nunca había estado antes en una casa de la clase media, y lo que veía ahora excedía con mucho lo que había imaginado, y también era muy diferente. La señora Mortimer se dio cuenta del brillo que tenía la mirada de Saxon al posarse sobre todas las cosas, y avanzó mostrándole todo ante los sorprendidos elogios de la joven, y le dijo el valor de lo que estaba viendo, y le explicó que mucho de lo que veía allí lo había hecho con sus propias manos, por ejemplo dar el color a los pisos, confeccionar las repisas de los libros, ensamblar las piezas de maderas con las cuales había hecho los sillones bajos de brazos. Billy caminaba muy tímidamente detrás de ellas, y aunque su manera de ser no era imitar simiescamente los modales de los otros, consiguió dominar su evidente timidez hasta cuando se sentaron a la mesa, donde Saxon por primera vez se sintió como servida por una criada en una casa particular.
—Si regresaran el año que viene —dijo con pesar la señora Mortimer— tendrían la habitación que he proyectado …
—Oh, todo esto está muy bien —dijo Billy—, y muchas gracias lo mismo, pero tomaremos el tranvía eléctrico para ir hasta San José, y allí alquilaremos un cuarto.
Sin embargo la señora Mortimer se sentía molesta por no poder alojarlos en un cuarto para pasar la noche, y Saxon cambió de tema tratando de saber más cosas de la granja.
—Ya les dije que sólo pague dos mil dólares al contado por la tierra —dijo la dueña de casa accediendo al pedido—. Me quedaban tres mil dólares para llevar a cabo el proyecto. Por supuesto que todas mis amistades y parientes me profetizaron un rotundo fracaso. Y cometí muchos errores, pero me salve de otros por el constante estudio que hice de la situación, y que seguí haciendo sin descanso. Estaba completamente resuelta a ponerme al día —dijo señalando con un gesto la repisa con las publicaciones agrícolas—, y mande pedir todas las revistas de las reparticiones agrícolas del Estado. Siempre partía de la idea de que los antiguos agricultores hacían mal las cosas, y ustedes saben que al pensar de esa manera no estaba tan equivocada. Es casi increíble la estupidez de los antiguos granjeros… Oh, también consulte y converse con ellos sobre distintos tópicos, discutí acerca de sus rutinas, les pedí pruebas sobre sus ideas dogmáticas y los prejuicios que tenían sobre la producción del campo, y conseguí convencerlos bastante de que yo era una loca y que estaba condenada a lamentar más tarde todas mis ocurrencias.
—¡Pero no resultó así!
La señora Mortimer sonrió evidentemente agradecida ante esa opinión.
—A veces, hasta ahora mismo, me asombro de no haber fracasado. Pero desciendo de gente terca que estuvo mucho tiempo alejada de la tierra, fue que conseguí ver las cosas desde otro punto de vista. Si algo satisfacía mi criterio no me detenía ante nada, aunque pareciera muy extravagante. Por ejemplo, miren el viejo plantío de árboles. Carecía de valor, ¡de todo valor! El viejo Calkins casi se muere de un ataque al corazón al ver la devastación que hice allí. Y fíjense en que se ha convertido. Y esto era una ratonera en ruinas cuando ocupaba el lugar que tiene ahora la casita. Me instale en la ruina pero inmediatamente proyecte el corral de las vacas, la orqueriza[42], los gallineros, todo lo demás…, e hice una limpieza general. Y la gente meneaba la cabeza y murmuraba cuando asistían al desenfreno de una viuda que luchaba para subsistir. Sin embargo todavía no había llegado lo peor. Se quedaron como paralizados cuando les comuniqué el precio que había pagado por tres cerdos reproductores, tres Chesters que compre por sesenta dólares, y recién acaba de ser sacrificado uno de ellos porque está muy viejo. Después vendí en el mercado la mezcla de gallinas que había, y las suplante por las Leghorn blancas Las dos vacas que había en el campo cuando lo compre, se las vendí al carnicero a treinta dólares cada una, y pague doscientos cincuenta por dos vaquillonas Jersey de sangre azul…, y además gane platita con el cambio, mientras que Calkins y los otros seguían utilizando sus ruinas, que jamás dieron leche suficiente para costear el forraje que ellas mismas se comían.
Billy asentía con la cabeza.
—Recuerdas lo que te dije de los caballos —le dijo a Saxon, y alentado por la dueña de casa comenzó a hablar amenamente sobre los caballos y su explotación.
Cuando él salió un momento para fumar un cigarrillo, la señora Mortimer llevó la conversación hacia la vida que llevaban ellos dos, y no se mostró nada impresionada cuando supo que Billy había sido pugilista y había castigado duramente a muchos «tiñosos».
—Es un hombre magnífico. Y es bueno —le aseguró a Saxon—. Eso se le ve en la cara. Y de cualquier manera la quiere y está orgulloso de usted. No se imagina cuánto me encantó ver la manera cómo se fija en usted, especialmente cuando habla. Respeta sus ideas. Y debe hacerlo ya que se encuentra haciendo esta peregrinación, que es una idea enteramente suya —suspiró la señora Mortimer—. Usted es muy afortunada, querida, muy afortunada. Y todavía no sabe bien que es la mente de un hombre. Espere a que se encienda de entusiasmo por su proyecto. Se asombrará al ver de que manera toma cuerpo en él. Y tendrá que esforzarse por contenerle. Pero mientras tanto usted deberá encargarse de guiarle. Recuerde que se crió en la ciudad. Será una verdadera lucha matar en él lo único de la vida que conoció.
—¡Oh, pero él también está disgustado con la ciudad! —comenzó diciendo Saxon.
—Pero no tanto como le sucede a usted. En el hombre el amor no lo es todo, a la inversa de la mujer. La ciudad le produce más daño a usted que a él. Y usted fue quien perdió la criatura. El interés de él es casual, incidental, comparado con el que usted tuvo en la criatura.
En ese momento Billy penetraba nuevamente en la habitación, y la señora Mortimer volvió su mirada en dirección a él.
—¿Ya encontró la explicación de lo que le preocupaba? —le preguntó ella.
—Casi —dijo acercándose al sillón bajo de brazos—. Es…
—Un momento… —le interrumpió la dueña de casa—. Ese sillón es muy hermoso y sólido, y su esposa está cansada, muy cansada…, no, no, siéntese. Lo que ella necesita es su fuerza. Sí, abra los brazos, le digo…
Y la llevó a Saxon hasta Billy, que la tomó entre sus brazos.
—Señores, ustedes dos son encantadores… Y, ahora, dígame que piensa de mi manera de ganarme la vida.
—No se trata de su manera —se excusó rápidamente Billy—. Eso está muy bien y es magnífico. Lo que quiero hacerle comprender es precisamente que su manera no se adapta a nosotros. No podemos comenzar de la misma manera que usted lo hizo. Usted tenía recursos…, y amistades de buena posición que la conocieron como bibliotecaria y después como esposa de un profesor. Y usted también tenía… —vaciló un instante como si tratara de hallar la palabra exacta para decir lo que quería—. Bueno, usted poseía los medios y nosotros no. Usted es culta y… y yo no se… Supongo que usted conocería las cosas de la sociedad, las comerciales, que nosotros no hemos podido conocer.
—¡Pero, muchacho, usted puede aprender todo lo que sea necesario! —le respondió.
Billy movió la cabeza agitándola.
—No, no es eso lo que quiero decir. Hay que mirarlo de esta manera: supongan que soy yo el que tiene que entrar en ese restaurante de lujo con las conservas y los dulces, de la misma manera que lo hizo usted, y habla con el encargado principal. Yo me sentiría fuera de lugar desde el primer instante que me hallara dentro de su despacho. Peor aún, me sentiría cohibido antes de llegar allí. Esa manera de ser me hace sentir algo en la espalda, una sensación de dificultad, y ése es un mal modo de hacer negocios. Entonces se me ocurriría pensar que el otro tiene en la cabeza las mismas ideas que tengo yo, es decir que soy bastante grandote para andar ofreciendo conservas y dulces. ¿Y que ocurriría entonces? Todo quedaría empantanado desde el primer momento en que me quito el sombrero. Pensaría que el cree que le estorbo el paso, y me esforzaría por convencerle que es el quien me lo estorba. ¿Se da cuenta? Es que fui hecho de esa manera y no de otra. Hay que tomar el asunto tal como es, y así no se vendería ni una conserva.
—Lo que usted dice es verdad —aceptó alegremente la señora Mortimer—. Pero aquí tiene usted a su mujer. Impresionará a cualquier hombre de negocios y mostrarán mucho interés por escucharla.
El rostro de Billy se endureció. Había una mirada negativa en sus ojos.
—¿Dije algo malo? .—rió la dueña de casa.
—Aún no quiero explotar la apariencia de mi mujer —dijo él malhumorado.
—Tiene razón. La dificultad estriba en que ustedes están atrasados casi en cincuenta años. Son yanquis de viejo cuño. Y es un milagro que sobrevivan en medio de la confusión de las costumbres modernas. Son como Rip Van Winkle ¿Cuándo se ha escuchado en estos tiempos de descomposición que dos muchachos jóvenes carguen sobre sus espaldas con las frazadas y viajen en busca de tierra? Ése es el antiguo espíritu de los argonautas. Son iguales, como porotos dentro de un envase, a aquéllos que uncieron los bueyes y se encaminaron hacia el Oeste, hacia las tierras que estaban más allá de donde se pone el sol. Y apostaría que vuestros antepasados, vuestros padres eran de la misma pasta.
Los ojos de Saxon brillaron y Bill se sintió nuevamente amable.
—Yo misma pertenezco a la vieja estirpe —continuó orgullosa la señora Mortimer—. Mi abuela fue una de las sobrevivientes de la expedición Donner. Y mi abuelo, Jason Withney, dio la vuelta al Cabo de Hornos y tomó parte activa en el levantamiento de la Bear Flag, en Sonoma. Y se encontraba en Monterrey cuando John Marshall descubrió oro, e hizo la carrera de Sutter para encontrarlo. Una de las cales de San Francisco lleva su nombre.
—Sí, lo se —dijo Billy—, la calle Withney. Está cerca de Russian Hill. La madre de Saxon atravesó a pie las llanuras.
—Y los abuelos de Billy fueron masacrados por los indios —agregó Saxon—. Su padre era un niño de aorta edad cuando fue capturado por los indios, y luego fue rescatado por los blancos. No sabía su nombre y fue adoptado por el señor Roberts.
—Oh, somos casi parientes —sonrió la señora Mortimer—. Esto es como recibir una brisa de los tiempos viejos, completamente olvidados en estos días vertiginosos. Esto me interesa de una manera especial, ya que he catalogado y leído todo lo referente a aquella época. Usted —señaló en dirección a Billy casi es algo histórico, o al menos su padre lo fue. Lo recuerdo perfectamente porque está relatado en la historia que escribió Bancroft. Eso ocurrió con los indios modoc. Ustedes iban en dieciocho carretas. Y su padre fue el único sobreviviente, una simple criatura que fue adoptada por el jefe de los blancos.
—Exacto —dijo Billy—, fue con los modoc. La caravana se dirigía hacia Oregón y fue completamente destrozada. Tal vez usted conozca algo de la madre de Saxon. Acostumbraba a escribir versos cuando era joven.
—¿Publicó algo?
—Sí —respondió Saxon.
—¿Recuerda alguno?
—Sí, uno comenzaba así: «Dulce como laúdes al viento…».
—Me suena como algo familiar —dijo la dueña de casa pensando.
—Y hay otro que comienza de esta manera: «Me he ocultado de la multitud en los boscajes», o algo por el estilo, pero no lo comprendo muy bien, fue dedicado a mi padre…
—Un poema de amor —la interrumpió la señora Mortimer—. Creo que lo recuerdo. Espere un segundo… ¡Oh, oh, ya lo tengo! «En el chisporroteo de la fuente…». Nunca me olvide del murmullo de la fuente, aunque no recuerdo el nombre de su madre.
—Margarita… —comenzó a decir Saxon.
—… Dayelle —agregó sin demora la dueña de casa.
—Oh, pero nadie la llamaba de esa manera.
—Pero firmaba así ¿Cómo la llamaban los otros?
—Margarita Willey Brown.
La señora Mortimer se levantó y se dirigió hacia las repisas cargadas de libros, y extrajo con rapidez un volumen grande sobriamente encuadernado.
—Esto es la «Historia en Recortes» —dijo explicando—. Entre las cosas que tengo están los buenos versos recortados de los diarios —sus ojos recorrían el índice y de pronto se detuvieron—. Exacto. Dayelle Willey Brown. Sí, aquí está. Y también diez de sus poemas: «La busca del Wikingo», «Días de Oro», «Constancia», «El Caballero», «Tumba de Little Meadow»…
—Allí luchamos contra los indios —la interrumpió Saxon muy emocionada—. Y mamá, que por aquel entonces era una niña pequeña, salió en busca de agua para los heridos. Y los indios no dispararon contra ella. Todo el mundo dijo que fue un milagro —se apartó de los brazos de Billy para ir en busca del volumen, y exclamó—: ¡Oh, déjeme verlo, déjeme verlo! Nunca los vi, no conozco todos esos poemas. ¡Y pensar que son de mi madre!
La señora Mortimer tuvo que limpiar con su pañuelito los anteojos que se habían empañado, y durante media hora, junto con Billy, permanecieron en silencio observando cómo Saxon devoraba las líneas escritas por su madre. Por último, sin dejar de mirar el libro que había cerrado y, colocando un dedo entre sus páginas, repetía con un asombro casi supersticioso:
—Y yo no lo supe nunca, nunca.
Pero durante esa media hora la mente de la señora Mortimer no permaneció ociosa. En seguida les contó su plan: Creía en la explotación intensiva del tambo como en la de la agricultura, y tenía la intención, ni bien terminara el plazo del arrendamiento de los otros diez acres, de establecer un tambo de vacas Jersey en ese terreno. Pero como todo lo que hacía sería llevado a la práctica de una manera modelo, necesitaría la ayuda de gente. Billy y Saxon eran precisamente las personas que le convenían, y para el verano entrante los podría instalar en la casita que iba a construir. Mientras tanto, de alguna manera conseguiría que Billy tuviera trabajo durante el invierno. Le garantizaba esa ocupación, y sabía de una casita que podían alquilar y que estaba al final de la línea de los tranvías eléctricos. Y bajo su control, Billy se haría cargo desde el comienzo de la construcción de la casita destinada para ellos. De esa manera ganarían dinero y se prepararían para una vida campesina independiente, y también tendrían la oportunidad de ver por sí mismos el ambiente.
Pero sus consejos fueron vanos. Al final, Saxon resumió el punto de vista de ellos.
—En primer lugar no podemos detenernos, a pesar de lo magnífica que es usted y lo agradable de este valle. Tampoco sabemos lo que queremos. Debemos marchar más lejos para conocer toda clase de lugares y entonces saber a que atenernos, —vaciló durante un instante—, además no nos gusta la tierra llana. Billy quiere que sea montañosa, y si es posible con una colina en el medio. Y yo también deseo lo mismo.
Cuando estuvieron listos para partir, la señora Mortimer le ofreció a Saxon, a manera de obsequio, la «Historia de Recortes», pero Saxon se negó con un movimiento de cabeza y le pidió dinero a Billy.
—Dice que cuesta dos dólares —le dijo—. ¿Me lo comprará y guardará hasta que estemos instalados? Cuando esto se produzca le escribiremos y nos lo enviará.
—¡Oh, yanquis! —rió la dueña de casa aceptando el dinero—. Pero deben escribirme de tanto en tanto hasta que consigan instalarse. —Y les acompañó hasta el camino del condado.
—Ustedes dos son bravos —les dijo al despedirse—. Quisiera marchar junto con ustedes, con mi bulto a cuestas. Si alguna vez puede ayudarles, háganmelo saber. Están predestinados a triunfar y quiero tener que ver algo en esto. Comuníquenme cómo se consiguen las tierras del Estado, aunque no tengo mucha confianza en eso. Es casi seguro que deben estar muy lejos de los mercados. —Estrechó la mano de Billy. Saxon la atrajo hacia sí y la besó.
—Sea valiente —le dijo la mujer al oído—. Ustedes triunfarán porque parten de principios acertados, y también estuvieron bien al no aceptar mi proposición. Pero recuerden que siempre estaré al servicio de ustedes. Aún son jóvenes y no tienen ningún apuro. Cada vez que se detengan en alguna parte por un tiempo, comuníquenme la nueva, y les haré llegar montones de publicaciones con informes oficiales y revistas agrícolas. Adiós, y mucha, pero mucha suerte.