I

El tranvía eléctrico llegaba hasta Haywards, pero Saxon propuso que descendieran en San Leandro.

—No importa si comenzamos a caminar desde aquí —dijo ella—, ya que debemos empezar en alguna parte. Y como buscamos tierra y estamos averiguando dónde se encuentra, será mejor si empezamos antes. Además, necesitamos saber de todo sobre cualquier clase de tierra, las que están cerca de las grandes ciudades como las alejadas, en las regiones montañosas.

—Oh…, debe ser el centro de los prochugueses —era la observación constante que hacía Billy mientras andaban por San Leandro.

—Sí, parecería que hubiesen desalojado a los nuestros —estuvo de acuerdo Saxon.

—Supongo que se trata de una aglomeración —refunfuñó Billy—. Parecería que los hombres libres nacidos en los Estados Unidos ya no encuentran lugar ni en su propia tierra.

—La culpa es sólo de ellos —dijo Saxon con cierta aspereza, molesta ante las cosas que comenzaba a entrever.

—Oh, no sé. Reconozco que los yanquis pueden hacer lo mismo que los prochugueses si es que lo desean. Pero sucede que no lo quieren hacer, gracias a Dios. No quieren vivir como los cerdos.

—Tal vez no en el campo —opuso ella—. Pero en las ciudades he visto a muchos yanquis viviendo como cerdos.

Billy asintió y gruñó contrariado.

—Supongo que habrán abandonado las granjas y marchado a las ciudades para conseguir algo mejor, y que se golpearon la cabeza contra el suelo.

—¡Fíjate en los chicos! —exclamó Saxon—. Están saliendo de las escuelas. Y casi todos son portugueses, Billy, y no prochugueses. Mercedes me enseñó a decirlo correctamente.

—Nunca vistieron bien en otro país —se burló Billy—. Tuvieron que llegar aquí para tener ropa decente y comer bien. Están gordos como bolas de sebo.

Saxon inclinaba la cabeza y asentía, y súbitamente sus ojos se iluminaron al comprender.

—Ahí está la explicación, Billy…, y es que también trabajan el campo. A ellos las huelgas no les fastidian.

—Espero que no llamarás agricultura a esos cultivos de azotea —dijo el señalando una granja de terreno de apenas un acre de extensión, delante de la cual pasaban.

—Oh, tus ideas siempre son a lo grande —rió ella—. Eres como tío Guillermo, que tenía miles de acres y quería tener un millón. Y terminó como sereno nocturno. Esto es lo malo que tenemos los yanquis. Lo quieren todo en gran escala. No quieren saber nada de cien o ciento sesenta acres. Es poco para ellos.

—Es lo mismo —dijo Billy obstinado—. Trabajar en gran escala es mejor que hacerlo en pequeña, como en esos jardines de azotea.

Saxon suspiró.

—Pero no es menos —declaró ella finalmente—: ser dueños de unos pocos acres y de la yunta que se guía es mejor que no tener ningún acre y conducir por un salario la yunta de algún otro.

Billy se dio por vencido.

—Adelante, Robinson Crusoe —murmuró de buen humor—. Insistes, y mucho. Y lo peor de todo es que tienes razón. Una cantidad infernal de yanquis libres hemos manejado los caballos de otros para vivir, azotar y obstaculizar a los «tiñosos», y ni siquiera hemos podido pagar las cuotas de unos pocos muebles. Sólo me apena una cosa. Lamente como el diablo ver cómo se llevaban ese sillón bajo de brazos…, que tanto te gustaba. Buena parte de nuestra luna de miel la pasamos sentados ahí.

Ya estaban bien en los afueras de San Leandro, y caminaban en medio de una zona formada por pequeñas propiedades agrícolas, que Billy llamaba «granjitas», mientras Saxon hacía oír su ukelele y alegraba la marcha con una canción. La primera que entonó fue «Trate bien a mi hija», y después cantó antiguas tonadas religiosas, comenzando con una que decía así:

«Oh, el día del Juicio se desliza alrededor

sí, se desliza, se desliza,

y oigo el terrible son de la trompeta

que se desliza, sí, que se desliza».

Un gran auto de excursión pasó rápidamente, trepidante, levantando una gran cantidad de polvo y obligándola a interrumpir su canto. Saxon se aferró a su última idea:

—Billy, recuerda que no debemos ocupar el primer terreno que veamos. Debemos tener los ojos bien abiertos…

—Sí, pero aún no están bien abiertos —dijo él.

—Pero debemos hacer que lo estén. Sólo el que busca encuentra. Hay tiempo para aprender cosas. No debemos preocuparnos si tardamos meses y meses para hacerlo. Somos gente de mucho aguante. Un buen comienzo vale más que una docena de malos. Debemos hablar y averiguar. Hablaremos con todos los que encontremos en el camino. Les preguntaremos. Es la única manera de enterarse de las cosas.

—No soy partidario de hacer preguntas —confesó Billy.

—Entonces yo me encargare. Debemos vencer en este asunto, y la única manera de conseguirlo es preguntando. Mira a todos esos portugueses. ¿Y dónde están los yanquis? ¿Y cómo consiguieron los portugueses que las cosas marcharan? ¿Ves? Tenemos millones de preguntas para hacer.

Saxon deslizó los dedos sobre las cuerdas de su ukelele y entonces se escuchó su voz clara y dulce que decía:

«La alegría le volvió a Dixie,

la alegría le volvió a Dixie,

y hay alegría donde florece el naranjo,

pues oigo las voces de los niños

y veo cómo caen las lágrimas de tristeza…

Mi corazón nuevamente se vuelve a Dixie

y tengo que andar».

Ella se detuvo para exclamar:

—¡Oh, que lugar más hermoso! ¡Mira ese parral…, está cubierto de uvas!

Constantemente le llamaba la atención la pequeña granja ante la cual desfilaban, y repetidamente exclamaba «¡Mira esas flores!», o sino «¡Qué huerta!», o, por ejemplo, «¡Mira cómo consiguieron esa vaca!».

Había hombres, seguramente yanquis, que viajaban en birloches[39] o en sulkys[40] y que contemplaban a Saxon y a Billy con verdadera curiosidad. Saxon sabía cómo abordar a las gentes, y lo hacía mucho más fácilmente que Billy, que sólo gruñía en el fondo de sí mismo.

Por el camino se encontraron con un obrero telefónico que masticaba su merienda.

—¡Hay que detenerlo para conversar! —le murmuró ella.

—¿Para que? Trabaja con los hilos telefónicos y seguramente no entiende nada de agricultura.

—Nunca se sabe. Al menos es de nuestra clase. Vamos, Billy, háblale simplemente. De cualquier manera ahora no trabaja y es más probable que hable en estos momentos y no cuando este ocupado. ¿Ves ese árbol que está ahí, detrás de las ramas, y cómo crecen las ramas pegadas? Es algo curioso. Pregúntale acerca de eso. Es una buena excusa para comenzar la charla.

Billy se detuvo cuando estuvieron muy cerca de él.

—¿Cómo le va? —le dijo con cierta rudeza.

El alambrador telefónico se detuvo bruscamente para contemplar a la pareja, como si hubiese estado a punto de romper la cáscara de un huevo duro que llevaba.

—¿Qué tal? —respondió.

Billy descolgó el saco que llevaba sobre el hombro y Saxon dejó la cesta sobre el suelo.

—¿Venden algo? —dijo el joven con discreción, como si no quisiera preguntarle directamente a Saxon, y sin embargo se dirigía a ambos a la vez y clavaba la mirada en la cesta que estaba dentro del bolso de hule.

—No —dijo ella con tranquilidad—, estamos buscando tierra. ¿Sabe de alguna por aquí?

Nuevamente el joven desistió en sus intentos de comer el huevo, y les observó con una mirada penetrante como si quisiese averiguar cuánto dinero tenían.

—¿Saben ustedes a cuánto se vende la tierra por acá? —les preguntó.

—No —respondió ella—. ¿Y usted lo sabe?

—Creo que debo saberlo porque nací por estos pagos. Tierras como éstas se venden a doscientos, trescientos, cuatrocientos y hasta quinientos dólares el acre.

—¡Uh! —silbó Billy—. Me parece que no necesitamos nada de esto.

—¿Pero por qué está tan cara? ¿Por el loteo? —le preguntó Saxon con interés.

—No, supongo que son los prochugueses que elevan los precios.

—Creía que podía alquilarse una tierra muy buena a cien pesos por acre —declaró Billy.

—Sí, pero eso era antes. En un tiempo se regalaba la tierra, y si era buena arrojaban el ganado en ella.

—¿Y se sabe algo de la tierra fiscal por estos lugares?

—No hay ninguna. Nunca la hubo. Eran antiguas concesiones mejicanas. Mi abuelo compró ciento sesenta de los mejores acres por mil quinientos dólares, con quinientos dólares al contado y el resto a cinco años y sin interés. Pero eso era antes, en los viejos tiempos. Llegó al Oeste en el cuarenta y ocho buscando una tierra que no resfriara y no produjera fiebres.

—Y la encontró —dijo Billy.

—Es cierto. Y si él y papá se hubiesen quedado con la tierra les hubiera valido más que una mina de oro, y entonces yo ahora no trabajaría para vivir. ¿Y ustedes de que se ocupan? —Soy entrenador de caballos.

—¿Estuvieron en la huelga de Oakland?

—Sí, entrene caballos casi durante toda mi vida.

Después, los dos hombres comenzaron a discutir sobre las cuestiones obreras y la situación que había creado la huelga. Pero Saxon se negó a ser llevada a otro asunto y volvió a hablar de la tierra.

—¿De que manera los portugueses elevan el precio de la tierra? —le preguntó.

Con esfuerzo el joven abandonó el tema de las uniones obreras, y por un instante la miró con ojos apagados, pero la pregunta de Saxon pareció que le volvía a la realidad.

—Porque trabajan la tierra fuera de hora, y porque trabajan durante la mañana, la tarde y la noche, todos, hasta las mujeres y los niños. Porque ellos sacan más con veinte acres de tierra que nosotros con sesenta. Por ejemplo, Silva, el viejo Antonio Silva. Le conozco desde que yo era pequeño. Cuando llegó por acá no tenía ni el dinero suficiente para pagarse una mala comida, y comenzó por arrendar tierra de mi gente… Y ahora véanlo…, tiene unos doscientos cincuenta mil dólares en firme, y dispone de crédito por un millón, y sin contar lo que tiene el resto de su familia.

—¿Y todo lo hizo con la tierra de sus gentes? —le preguntó Saxon.

El joven asintió con la cabeza, pesaroso.

—¿Y por qué su familia no hizo lo mismo? —insistió ella.

El alambrador se encogió de hombros.

—¡Que se yo! —exclamó.

—El dinero estaba en la tierra —continuó Saxon.

—Demasiado —respondió el otro con la voz velada por el remordimiento—. Nunca habíamos visto que la gente se apegara a ella, como usted lo puede ver ahora. Supongo que el dinero estaba constantemente en la cabeza de los prochugueses. Sabían más que nosotros, eso es todo.

Saxon se sentía insatisfecha con las explicaciones del joven, y el joven se vio obligado a explayarse más. Y algo irritado comenzó a caminar.

—Vengan conmigo y se los mostrare —dijo—. Les enseñare porque estoy trabajando por un salario cuando debería ser millonario si mis gentes no hubiesen sido cabezas duras. Eso es lo que somos los yanquis viejos: adoquines pero con A mayúscula.

Hizo que atravesaran el portón y que se acercaran al árbol que había llamado la atención de Saxon. Desde el centro del árbol se apartaban las cuatro ramas principales. A dos pies del centro las ramas estaban sujetas entre sí a ambos lados por medio de gajos de ramas vivas.

—Creían que crecía de esta manera ¿eh? Bueno, sí, pero de cualquier manera es el viejo Silva quien lo hizo, tomó dos vástagos cuando el árbol era joven y sujetó las ramas entre sí. Es bastante curioso ¿verdad? Usted tiene razón. Este árbol nunca se vendrá abajo. Vea todas las hileras que hay de los mismos. Todos los árboles están dispuestos de la misma manera. Y fue una idea que se le ocurrió a los prochugueses. Tienen millones dispuestos de este modo. Como se comprende fácilmente, esto hace innecesario colocar puntales debajo de las ramas cuando están cargados. Cuando teníamos una cosecha abundante había que colocar hasta cinco puntales por cada árbol. Eso costaba dinero y trabajo, y debía hacerse todos los años. ¡E imaginen el trabajo que había que hacer en diez acres completamente cubiertos de árboles! Pero así el trabajo se ahorra por entero. Los prochugueses nos sacaron una milla de ventaja. Vengan, les enseñare cómo es Billy, que estaba habituado a las costumbres de la ciudad en lo que se refería a la casa de otra persona, se mostró confundido por la libertad que se tomaban dentro de la granja.

—¡Oh, todo andará muy bien con tal de no aplastar nada con el pie! —le tranquilizó el alambrador—. Además, el propietario de todo esto fue mi abuelo. Y me conocen. El viejo Silva vino de las Azores hace cuarenta años. Se dedicó a apacentar ovejas en las montañas durante un par de años, y luego se vino para San Leandro. Y estos cinco acres fueron los primeros que alquiló. Y ése fue el comienzo. Después arrendó tierra por cientos de acres, y hasta ciento sesenta. Y entonces comenzaron a llegar de las Azores sus hermanas, tíos y tías… Todos están emparentados de alguna manera, ¿se da cuenta?, y en seguida San Leandro se convirtió en un verdadero pueblo de prochugueses. El viejo Silva se consolidó comprando estos cinco acres de mi abuelo. Y muy pronto-le compraron la tierra a mi padre, ya que éste estaba hundido hasta la garganta: le compraron ciento sesenta acres. Y el resto de sus parientes hacía lo mismo. Mi padre siempre buscaba de enriquecerse rápidamente, y se endeudaba hasta la coronilla. Pero el viejo Silva nunca dejaba de comprar un terreno, por chico que fuese. Y los demás también son como él. Mire allí, sobre el cerco, justo sobre el camino para los carros, esas plantas de porotos gigantes. Nos burlábamos de algo tan ridículo. Pero Silva no. Y ahora tiene una casa en el centro mismo de San Leandro. Y se pasea en un auto de cuatro mil dólares. Y a pesar de esto sigue plantando cebollas hasta en el borde mismo del caminito. Y saca trescientos dólares netos sólo de ese sitio. Se de diez acres que compró el año pasado. Tampoco hubiera pestañeado si le hubiesen pedido mil dólares. Sabía lo que valía, eso es todo. Y también sabía que podría hacerlos producir. Allí, en las colinas, compró un campo de quinientos ochenta acres, y también lo compró a un precio tirado. Y hasta les diría que podría pasear todos los días de la semana en un automóvil diferente con las ganancias que el obtiene de ese campo con toda clase de caballos, desde los de tiro pesado hasta los de silla.

—¿Pero de que manera… consiguió todo eso? —exclamó Saxon.

—Sabiendo cómo cultivar el suelo. Porque trabaja toda la familia entera. No tienen ninguna vergüenza y se arremangan para cavar y cavar, tanto hijas como hijos, viejos como viejas, y hasta criaturas. Tienen un refrán que dice que una criatura de cuatro años que puede hacer pastar a una vaca sobre el camino del campo y la mantiene gorda, vale la sal que come. Oh, toda la tribu de los Silva cultiva cien acres de lentejas, ochenta de tomates, treinta de espárragos, diez de ruibarbo, cuarenta de meloncitos…, y montones de otras cosas.

—¿Pero cómo lo hacen? —siguió preguntando Saxon—. Nosotros no nos avergonzaremos si tenemos que trabajar. Siempre trabajamos duramente. Yo podría superar el rendimiento de cualquier mujer portuguesa. Y lo hice en las fábricas de yute. Allí, alrededor de mí, había muchas muchachas portuguesas, y todos los días les ganaba. La explicación no está en trabajar más. Debe haber alguna otra cosa. ¿Qué es?

El alambrador la miró perturbado.

—Muchas veces me hice la pregunta a mí mismo. Me dije que valemos más que esos vulgares inmigrantes. Llegamos primero y fuimos los dueños de la tierra. Yo puedo vencer a cualquier gringo «llovido» de las Azores. Tengo una educación mejor, ¿entonces por qué diablos nos ganan, se quedan con nuestra tierra y tienen cuenta en los barcos? La única respuesta que tengo es que nosotros no hemos dado con la clave, no usamos la cabeza como es debido, y hay algo que debe de andar mal. De cualquier manera nosotros no nos ingeniábamos con los cultivos, jugábamos, más bien. ¿Acaso se necesita una demostración? Para eso les hice entrar aquí, para hacerles ver de que manera cultiva el viejo Silva y su familia. Miren ese lugar. Algún primo recién llegado de las Azores comenzó con esto y le paga un buen arrendamiento al viejo Silva. Muy pronto el recién llegado habrá hecho lo suyo, y le comprará tierra a algún granjero yanqui que esté por agonizar. Y miren esto, aunque deberían verlo durante el verano. No se ha desperdiciado ni una pulgada. Donde nosotros tendríamos una cosecha magra, ellos consiguen una abundante. Y fíjense cómo aprovechan el suelo: acequias entre las hileras de árboles, y una fila de plantas de porotos entre cada hilera de árboles, hasta el fin de las mismas. Silva no vendería estos acres ni a quinientos cada uno, ni aunque se le pagaran al contado. Le pagó a mi abuelo cincuenta por acre hace ya mucho tiempo, y aquí estoy yo trabajando para la compañía de teléfonos e instalando un aparato para el primo del viejo Silva, que recién llegó de las Azores y que todavía no sabe hablar nuestro idioma. Sí, porotos gigantes a lo largo del camino, y cuando al viejo Silva se le ocurrió hacerlo no lo hizo para engordar cerdos, como lo hacía mi abuelo con lo que cultivaba. Mi abuelo se tapaba las narices con los porotos gigantes. Y así murió con más hipotecas sobre la tierra que le pertenecía que los pelos que yo tengo en la cabeza… Protegen los tomates con papel de envolver… ¿Oyeron ustedes algo semejante? Mi padre se rió cuando los vio por primera vez haciendo eso. Y siguió riéndose. Pero de la misma manera obtuvieron unas cosechas soberbias, mientras que las plantas de mi padre fueron devoradas por los escarabajos. No teníamos la clave, o el empuje, o cualquier otra cosa que se le parezca. Miren ahí, en el suelo: cuatro recolecciones por año y trabajando en cada pulgada horas extras. Detrás de la ciudad hay acres que producen cada uno más de cincuenta veces que los nuestros, en los viejos tiempos. El prochugués es un cultivador instintivo del suelo, ésa es la explicación, y nosotros no sabemos nada ni nunca supimos nada de cultivos.

Saxon conversó con el alambrador hasta la una de la tarde, y entonces aquél sacó su reloj, miró la hora, se despidió y volvió a la tarea de instalar un teléfono para el más nuevo de los inmigrantes que había llegado de las Azores.

En la ciudad Saxon llevaba su cesta dentro del hule negro pero, como tenía orejas amplias, en el campo la llevaba atravesándolas, cargándola en el brazo. Entonces colocaba el pequeño ukelele debajo del brazo izquierdo.

A una milla de distancia de donde habían dejado al alambrador, se detuvieron delante de un arroyuelo bordeado de malezas y que atravesaba el camino del condado. Billy quería comer la merienda fría, que era la última que Saxon había cocinado en la casita de la calle Pine. Pero ella estaba resuelta a hacer fuego para calentar café. No es que lo deseara para sí misma, sino que estaba convencida que todo debía ser confortable para su Billy desde que habían comenzado aquel extraño vagabundeo, y quería entusiasmarle de la misma manera que lo estaba ella, y tampoco quería que el empuje amenguara con una comida fría.

—Quiero que te quites en seguida de la cabeza la idea de que estamos apurados. Tampoco nos preocupa la idea de si llegamos o no a tiempo para la clase. Estamos pasando un rato amable, es una aventura como esas que se cuentan en los libros… Oh, quisiera que ese muchacho que me llevó a la isla Goat me viera ahora. Oakland fue exactamente el lugar de partida. Y nosotros partimos ¿verdad? Y ahora nos detendremos aquí para calentar el café. Mantén el fuego encendido Billy, que yo buscare el agua y las cosas para que podamos descansar sobre el suelo.

—¿Sabes —dijo Billy mientras aguardaba a que el agua hirviera— lo que me recuerda esto?

Saxon sabía con certeza lo que iba a decir, pero meneó la cabeza. Quería que él lo dijese.

—Al segundo domingo de conocerte, cuando fuimos al valle de Moraga arrastrados por Prince y King, tú también hiciste los preparativos de la merienda.

—Sólo que aquélla fue más suntuosa —agregó ella dichosa.

—Pero no se porque causa ese día no tuvimos café —continuó diciendo él.

—Quizás porque sería demasiado casero —rió ella—. Mary lo hubiese llamado poco delicado …

—O sino ordinario —la interrumpió Billy—. Siempre estaba diciendo esa palabra.

—Y hay que ver en que acabó.

—Así terminan todas ellas —gruñó el sombríamente—. Siempre supe que las que tienen muchos melindres terminan por ser las peores. Son como los caballos que se encabritan por cosas que no tienen porque causar temor.

Saxon guardaba silencio. Estaba oprimida por una tristeza vaga y lejana, producida por la mención del nombre de la viuda de Bert.

—Se algo que ocurrió ese día y que nunca te imaginarás —recordó Billy—. Apuesto a que no lo sabes.

—Me sorprendería si fuese así —dijo ella tratando de adivinar que había detrás de su mirada.

Los ojos de Billy le respondieron bastante espontáneamente, y luego se le acercó, la tomó de la mano y la apretó al mismo tiempo que le acariciaba una mejilla.

—Es pequeña, pero… —le dijo mientras seguía aprisionando la mano. Luego la miró y Saxon pareció que se encendía al escuchar sus palabras—. ¿Quieres que comencemos otra vez a noviar?

Ambos comieron con apetito, y Billy bebió tres tazas de café.

—Este lugar da apetito —dijo Billy mientras hundía los dientes en el quinto emparedado de pan y carne—. Podría comerme un caballo y después ahogar la cabeza en el café.

Los pensamientos de Saxon volaban lejos, hacia el alambrador, e hizo como un resumen de las informaciones que les había proporcionado.

—¡Oh!, —exclamó—, realmente hemos aprendido mucho.

—Sí, que no hay lugar para nosotros costando mil dólares cada acre y teniendo sólo veinte en los bolsillos.

—No nos detendremos aquí —se apresuró a decir ella—. Pero lo mismo da, porque son los portugueses los que hacen que las cosas marchen, los que mandan a sus chicos a la escuela…, y los que los tienen. Y, como tú lo dijiste, son gordos como bolas de sebo.

—Me descubro ante ellos —respondió Billy—. Pero prefiero tener cuarenta acres a cien, cuatro a mil. Aunque en cierto modo me parece muy duro moverme en sólo cuarto…, me asustaría fracasar ¿sabes?

Saxon lo comprendía y simpatizaba con él. En el fondo de su corazón los cuarenta acres tenían mucha más fuerza. A diferencia de su generación, había en ella un deseo de espacio, de la misma manera que su tío Guillermo.

—Bueno, no nos detendremos aquí —le aseguró Saxon—. E iremos en busca no de cuarenta acres, sino de ciento sesenta de tierras libres que sean propiedad del Estado. Y creo que el gobierno nos las debe por lo que hicieron nuestros padres. Saxon, cuando una mujer cruza las llanuras de la manera que lo hizo tu madre, y cuando un hombre y su mujer caen masacrados por los indios como mi abuelo y mi madre, te digo que el gobierno les debe, algo.

—Bueno, entonces a nosotros nos toca cobrarlo.

—Y lo cobraremos en algún lugar de las montañas que tenga árboles de madera roja, al sur de Monterrey.