XVIII

Ya estaba el anochecer en el cielo pero aún era temprano cuando descendieron del tranvía en la calle Siete y Pine, regresando de la función del teatro Bell. Saxon y Billy hicieron juntos unas cuantas compras pequeñas, y después se separaron en la esquina. Saxon se fue a su casa para preparar la cena, en cambio Billy se encaminó al encuentro de los muchachos…, los compañeros de los establos que habían sostenido la huelga durante el tiempo que él estuvo en la cárcel.

—Cuídate, Billy —le recomendó ella cuando se alejaba.

—Ciertamente —le respondió volviendo la cabeza, sonriendo. Su corazón brincó al verle sonreír. Era aquella sonrisa antigua, sin pizca de malhumor, que siempre hubiese deseado ver en su rostro, y decidió, gracias a los consejos de Mercedes, que con su inteligencia y su sabiduría femeninas haría lo posible para conseguirlo. Al pensar en eso algo se iluminó dentro suyo, y entonces recordó con una leve sonrisa de orgullo todas las cosas bonitas que guardaba en el armario y en la cómoda.

Tres cuartos de hora más tarde no le quedaba nada por hacer, ya que la cena estaba casi lista, y decidió comenzar el asado de las costillas de cordero cuando escuchaba el ruido de los pasos que se acercaban. Saxon aguardó un instante. Oyó el ruido de la puerta, pero en vez de los pasos conocidos percibió como un tropel de pisadas raras. Rápidamente abrió la puerta. Allí estaba Billy, pero ahora era un hombre muy distinto al que había dejado hacía sólo unos instantes. Un muchacho pequeño, que estaba a su lado, le llevaba el sombrero en la mano. Su rostro acababa de ser lavado o, mejor dicho, humedecido, ya que la camisa y los hombros estaban mojados. Los pálidos cabellos estaban mojados y aplastados contra la frente oscura por la sangre que manaba. Los brazos le colgaban blandamente a los costados. Pero la cara no estaba descompuesta, ya que hasta fruncía el entrecejo.

—Todo está en orden —la tranquilizó—. Tengo el triunfo conmigo. Estoy algo dañado, pero el otro todavía está en el cuadrado —avanzó tímidamente—. Entren muchachos, así estaremos juntos…

Fue seguido por el muchacho que le llevaba el sombrero, por Bud Strothers y por otro hombre de los establos que ella también conocía, pero además había dos extraños. Eran altos, de facciones duras, pero mansas, y que la miraban como si estuvieran atemorizados.

—Está muy bien, Saxon —la tranquilizó Billy, pero sus palabras fueron interrumpidas por Bud.

—Lo que hay que hacer en primer lugar es acostarle en la cama y desvestirlo. Tiene los dos brazos rotos y se ve bien claramente lo que le han hecho.

Les hizo una seña a los individuos que arrastraban los pies como avergonzados, y que parecían más mansos que nunca.

Billy se había sentado en la cama. Saxon levantó la lámpara y los dos desconocidos comenzaron a quitarle el saco, la camisa y la camiseta.

—No quiso ir al hospital de emergencia —le dijo Bud a Saxon.

—Jamás en la vida —asintió Billy—. Hice que llamaran al doctor Hentley. Dentro de un minuto estará aquí. Y me lastimaron en los brazos, en lo único que tengo. Y no quiero que ningún practicante de medicina ensaye con ellos.

—¿Pero cómo ocurrió? —preguntó Saxon, desviando la mirada de los dos extraños para dirigirla hacia su marido, perpleja por la amistad que evidentemente tenía con aquéllos.

—¡Oh, todo está bien! —exclamó Billy—. Lo hicieron por equivocación. Son hombres de los establos de San Francisco y llegaron para ayudarnos…, algunos de ellos.

Los desconocidos parecieron sentir alegría por estas palabras e inclinaron las cabezas.

—Sí, señora —dijo uno con una voz que parecía un rugido. Todo fue una confusión, y nosotros tenemos la culpa.

—O en el peor de los casos, las bebidas —dijo Billy haciendo una mueca.

Saxon no estaba nerviosa, sino apenas perturbada. Eso que ocurría era lo que debía esperarse. Estaba de acuerdo con todo lo que Oakland le había hecho a ella o a los suyos, pero por suerte Billy no estaba gravemente herido. Los brazos y la cabeza se curarían con el tiempo. Trajo unas sillas y todos se sentaron.

—Ahora, díganme lo que sucedió —les rogó ella—. Estoy completamente en el aire. Traen a mi marido con los brazos lastimados, y aquí lo tengo delante de mí, y parece muy amigo de los que le hirieron.

—Sí, tiene derecho a no entenderlo —le dijo Bud Strothers—. Se produjo, usted comprende…

Saxon clavó la mirada en los carreteros de San Francisco.

—Vinimos para darle una manito a los muchachos de Oakland —dijo uno de ellos—, ya que se nos dijo que algunos «tiñosos» de aquí andaban manejando el asunto. Bueno, Jackson y yo andábamos mirando por los alrededores para ver que pasaba, cuando en ese momento llegó su marido mirando hacia todos lados. Y cuando el…

—A ver si hablas menos —le dijo Jackson—. Habla directamente, todo quedará aclarado. Creíamos que podíamos reconocer a los muchachos sólo con verlos. Pero nunca habíamos visto a su marido por allí.

—Déjame que le cuente —intervino el otro continuando con el relato que había interrumpido—. Así sucede que cuando vemos a algún sospechoso, que nos parece un «tiñoso», y que trata de escabullirse tomando el camino de la cortada…

—Se refiere a la cortada que está detrás del almacén Campbell —dijo Billy, aclarando.

—Sí, la que está al fondo del almacén —dijo el primer individuo retomando el hilo de la narración—. Estábamos seguros de que él era un «tiñoso» de cabeza cuadrada, de esos que toma a sueldo Murray y Ready, y que trataba de espiar en los establos por la parte de atrás.

—Allí Billy y yo atrapamos a uno —dijo Bud.

—Por eso no perdimos el tiempo —dijo Jackson dirigiéndose a Saxon—. Ya antes lo habíamos hecho y sabíamos de que manera ponerlo negro y fajarlo como a una criatura de pocos meses. Y fue justamente de esa manera que detuvimos a su esposo, precisamente en la cortada.

—Yo lo estaba buscando a Bud —dijo Billy—. Los muchachos me habían dicho que lo encontraría en un rincón, por allí, en el fondo de la cortada. Y lo primero que recuerdo es que Jackson me pidió un fósforo. Y entonces, en ese momento, comencé a portarme bien —dijo el primero de los atacantes.

—¿Cómo? —exclamó Saxon.

—Sí —el carretero señaló la herida de la cabeza de Billy—, lo puse fuera de combate. Quedó aplastado como un ternero, y se dobló sobre sus rodillas como si le molestara algo debajo de los pies. No sabía dónde estaba, pero, como comprenderá, lo que sucedía era que estaba bien mareado. Y entonces lo rematamos.

Una vez que contaron ese suceso, el que hablaba hizo una pausa.

—Le rompieron los dos brazos con la barra —dijo Bud completando la explicación.

—Eso sucedió cuando quise reaccionar —asintió Billy—. Entonces los dos me dieron el salvoconducto. «Esto te servirá por algún tiempo», me decía Jackson. «Y ahora algo más para que tenga suerte», agregó, y me descargó un golpe en el mentón…

—No —dijo Anson, el otro de los desconocidos—. Ese golpe se lo di yo.

—Es lo mismo. Volví a soñar nuevamente —suspiró Billy—. Y cuando me recobre, Bud Anson y Jackson estaban atareados para hacerme volver en mí. Entonces fue que tuvimos que esquivar a un reportero y regresamos juntos a casa.

Bud Strothers tenía el puño en alto, y con eso quería indicar que Billy no había sido el único que había sentido los golpes en ese lugar.

—Ese tipo, el reportero, insistió en armar escándalo con el asunto —dijo, y luego dirigiéndose a Bill, agregó—: Por eso fue que di un rodeo por la calle Nueve y me reuní con ustedes en la Seis.

Poco tiempo después llegó el doctor Hentley e hizo que todos los hombres salieran de la pieza. Aguardaron hasta que el médico terminó de examinar a Billy, para asegurarse por sí mismos de su estado, y después partieron. Ya en la cocina el doctor se lavó las manos y le dio a Saxon las instrucciones finales. Mientras se secaba, aspiró fuertemente con la nariz e hizo un gesto mirando hacia la estufa donde humeaba un pote.

—Almejas —dijo—. ¿Dónde las compró?

—No las compre. Las recogí yo misma.

—¿En las marismas? —preguntó súbitamente interesado.

—Sí.

—Arrójelas inmediatamente a la basura, arrójelas, porque son la peste y la muerte. Traen la tifoidea… Ya tengo tres casos, y parece que se deben a las almejas de las marismas.

Cuando el medico se marchó le obedeció. Sí, ése era otro motivo para tenerle odio a Oakland, pensó Saxon: Oakland era la trampa de los hombres, y a los que no hacía perecer de hambre los envenenaba.

—Es como para llevar a la bebida a cualquier hombre —gruñó Billy cuando su mujer volvió a su lado—. ¿Soñaste alguna vez una muerte semejante? Y pensar que en todos mis matches[37] nunca me rompí un brazo, y ahora, aquí, y en un abrir y cerrar los ojos, me quedo con los dos brazos completamente deshechos.

—¡Oh, pudo haber sido peor! —le dijo Saxon llena de aliento.

—Desearía saber cuánto peor.

—Pudo ser el fin de todo, por ejemplo.

—Pero fue un lindo trabajo. Saxon, insisto en que debes decirme de que manera pudo ser peor.

—Bueno, lo haré —respondió ella segura de sí misma.

—¿Entonces?

—Sería peor si tuvieses la intención de quedarte en Oakland, donde esto podría repetirse.

—Puedo imaginarme convertido en un agricultor y arando con un par de animales como esos dos —dijo él.

—El doctor Hentley aseguró que los brazos van a quedar más fuertes que antes. Y sabe perfectamente que eso es cierto con los huesos que se fracturan completamente. Y ahora tienes que cerrar los ojos y dormir. Estás agotado y tienes que descansar de la cabeza, dejar de pensar.

Billy cerró los ojos obediente. Saxon colocó su mano fresca en la nuca del herido y la mantuvo en ese sitio.

—Esto me hace bien —murmuró Billy—. Estás llena de frescura, Saxon, tú, y tu mano, y todo. Estar contigo es como salir a la brisa de una noche templada después de estar bailando en una sala cargada de calor.

Después de varios minutos de quedarse tranquilo, él comenzó a sonreír.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Oh, nada, estaba pensando, simplemente, en esos animalotes que me pegaron, y justamente a mí, que hice lo mismo con muchos «tiñosos», y son tantos que no los puedo recordar.

Billy despertó a la mañana siguiente sin ninguna señal en la cabeza. Desde la cocina Saxon le escuchó cantar algo de una manera bastante extraña.

—Tengo una canción que no conoces —le dijo a su mujer cuando ella entró con una taza de café en las manos—. Sin embargo, sólo recuerdo lo que repite el coro. Se trata de un hombre viejo que conversa con un vagabundo y que cuenta de un peón que quiere casarse con su hija. Billy Murphy la cantaba antes de casarse. Es una especie de canción llorosa. Y eso le hacía poner pucheros a ella. El coro empieza así…, pero recuerda que habla el viejo:

«Oh, trate bien a mi hija

y júreme que no le hará daño;

cuando muera le dejaré

mi granja y mi casita…,

mi caballo, mi arado, mi oveja y mi vaca

y todas las gallinas de mi corral».

—Son esas gallinas las que me llaman la atención —le explicó Billy—. Las recuerdo por las aves que vimos ayer en el cine. Y algún día tendremos gallinas en el corral, ¿no es cierto, muchacha?

—Y también una hija —dijo Saxon.

—Y yo me convertiré en el boyero que le dice esas mismas palabras a su peón —dijo el fantaseando—. ¡Y no lleva tiempo criar una hija aunque uno no se apure!

Saxon trajo el ukelele que tenía olvidado y acompañó con una melodía aquella canción.

—También yo tengo una canción que tú nunca oíste, Billy —le dijo—. Siempre la canta Tom. Está loco de deseo por conseguir uno de esos campos que otorga el gobierno, y quiere dedicarse a la agricultura, pero Sara no quiere saber nada de nada. Canta algo que se parece a esto:

«Tendremos una pequeña granja,

un lechón, un caballo y una vaca,

y tú guiarás la carreta,

y yo manejaré el arado».

—Pero supongo que en ese caso seré yo quien maneje el arado —dijo Billy—. Saxon, canta «Dios de la cosecha». Es una canción de campesinos.

Después, ella temió que el café se le enfriara y le obligó a beberlo. Como estaba inválido, con los dos brazos imposibilitados, tenía que ser alimentado como un bebe, y mientras conversaban ella le llevaba la taza a los labios.

—Te diré una cosa —le dijo Billy entre sorbo y sorbo—. Una vez que estemos en el campo tendrás ese caballo que tanto deseabas. Y será completamente tuyo, y podrás montarlo, manejarlo, venderlo o hacer lo que quieras con él —siguió diciendo—. En el campo, el entender de caballos me servirá de mucho. En eso siempre puedo conseguir algún trabajo, aunque no tenga el salario que fija la unión de aquí… Y las otras tareas de la granja las aprendería rápidamente. ¿Recuerdas ese día que me dijiste por primera vez que querías tener un caballo que fuera tuyo para toda la vida?

Saxon lo recordaba perfectamente, y sólo después de una lucha ruda logró contener el llanto que asomaba a sus ojos. Desbordaba de dicha al recordar muchas cosas…, toda aquella cálida promesa de felicidad que había tenido junto a Billy en los días anteriores a las penurias. Y ahora aquella promesa se renovaba. Pero como no se cumplía, se alejarían para realizarla y conseguir que ese film fuese una realidad concreta.

Llevada por un temor casi inconsciente se alejó hacia el dormitorio que estaba cerca de la cocina, donde Bert había fallecido, y se miró en el espejo que estaba sobre la mesa. Llegó a la conclusión que no estaba muy cambiada. Todavía se encontraba bien para las lides del amor. Sabía que no era precisamente hermosa pero ¿acaso Mercedes no le había dicho que las mujeres grandes de las historias, aquellas que habían dominado a los hombres, no habían sido bellas? Y, sin embargo, mirándose en el espejo, insistía en que podía ser todo, pero que aún así era encantadora. Se fijó en sus grandes ojos grises, animados siempre con una luz viva, y en cuya superficie y profundidad había siempre pensamientos inexpresados que se hundían y desaparecían para dejar paso a otros que aguardaban. Se dio cuenta que las cejas estaban bien modeladas, levemente dibujadas con un tono de lápiz algo más oscuro que sus cabellos castaño claros, pero que hacían un juego armónica con la irregularidad de su nariz, que era femenina pero no insignificante, ya que todo lo que era llamativo en el fondo resultaba insolente.

Se dio cuenta que su rostro estaba más delgado, que el rojo de los labios era más pálido y que había perdido algo de sus colores. Pero todo aquello volvería. Su boca no tenía la forma de pimpollo de aquellas que aparecían en las revistas. Se fijó atentamente en esto. Era una boca plácida pero capaz de expresar alegría, una boca para reír y contagiar la risa. Con intención movió sus labios, sonriendo hasta que los extremos de los mismos se hundieron más hacia adentro. Sabía que cuando sonreía los otros inmediatamente hacían lo mismo. Después rió sólo con los ojos e, inmediatamente, hizo uno de sus trucos: echó la cabeza hacia atrás y rió con la boca y los ojos a un tiempo, con los labios abiertos, mostrando las hileras de dientes uniformes, blancos y fuertes.

Y recordó el elogio que Billy había hecho de su dentadura aquella noche en el Germanía Hall, después que le dijo a Charley Long que dejara el paso libre. «No son grandes, pero tampoco pequeños como los dientes de un bebe», había dicho él, «simplemente son los que le corresponden». Y también dijo que al mirarlos sentía hambre, y que debían ser muy buenos para comer.

Recordaba, uno a uno, los cumplidos que le había hecho alguna vez. Ésos eran sus tesoros, por encima de todo: las frases de amor, de elogio y de admiración hacia ella. Había dicho que la piel era fresca, suave como el terciopelo y lisa como la seda. Se arremangó hasta el codo, se frotó la piel blanca de la mejilla y examinó muy interesada la fina textura de su granulado. Y Billy también le había dicho que era dulce, y que no supo hasta conocerla que era lo que se quería decir cuando se afirmaba que una muchacha era dulce. Y también le había dicho que su voz era como un bálsamo, y que le hacía tanto bien como cuando posaba la mano sobre su frente. Su voz le penetraba enteramente, bella y fresca, como un viento que sosegaba. Y al principio Billy la había comparado con la brisa del mar después de un día muy caluroso. También había afirmado que cuando hablaba en voz baja, tenía un acento rotundo pero dulce como el violoncello del teatro Macdonough.

Billy dijo que era su criatura saludable, que pertenecía a la masa verdadera, espiritual, llena de una sensibilidad nerviosa, delicada, bondadosa. Y también le agradaba la manera cómo ella vestía, como si fuese un sueño. Y eso formaba parte de ella, de la misma manera que la frescura de su voz, de la piel, como el perfume de sus cabellos.

¡Y sus líneas! Se trepó a una silla y se movió delante del espejo para poder verse enteramente desde las caderas hasta los pies. Se recogió la falda hacia atrás y hacia adelante. El tobillo era fino, sencillamente. El nacimiento del pie no había perdido nada de su morbidez delicada y madura. Contempló sus caderas, el busto, la garganta, la agitación de la cabeza, y suspiró llena de alegría. Billy debía tener razón, ya que su cuerpo tenía las formas de una mujer francesa, y agregó que en cuanto a formas podía desafiarla a Anita Kellerman.

Pero fueron tantas cosas que ahora recordaba al mismo tiempo. ¡Y sus labios! Aquel domingo cuando se le declaró, le dijo: «Me gusta mirarla mientras habla. Parece cómico, pero cada movimiento de sus labios es como una cosquilla, un beso…». Y luego, aquel mismo día, agregó: «Desde el primer día que te vi me encantaste». Y también la había elogiado como dueña de casa. Y le dijo que comía mejor, que vivía cómodamente, que seguía viéndose con los amigos y que ahorraba dinero. Y recordó aquel día que la apretó entre sus brazos y expresó que era lo más grande que viera en el mundo entre todas las mujeres.

Otra vez se contempló ante el espejo, enteramente. Se dijo que aquello era algo delicioso, que podía mirarse. Sí, lograría hacerlo. Billy era el hombre de su destino, y ella sería digna de él, porque se había conducido bien con Billy. Y merecía todo lo que él pudiera ofrecerle y darle. Pero no se sentía erróneamente egoísta. Se valoraba francamente y sabía lo que valía su esposo. Cuando Billy era realmente él, el verdadero, y no el perturbado y enloquecido por los tropiezos, por la necesidad y por el alcohol, entonces Saxon sentía que era digno de todo lo que hacía por él, de todo lo que pudiese concederle.

Saxon se despidió del espejo con una mirada. No, no estaba muerta, y tampoco sucedía eso con el amor de Billy, el amor de toda su vida. Todo lo que necesitaba era un terreno apropiado, y entonces su amor crecería y florecería. Si eso sucedía volverían la espalda a Oakland y buscarían el terreno verdadero, el apropiado.

—¡Oh, Billy! —le gritó fuertemente aún de pie sobre la silla. Adelantó la mano para sostenerse, volverse y contemplar más cómodamente sus tobillos y el nacimiento de las piernas. Tenía la cara encendida de colores, llena de vida.

—Sí… —oyó que le respondía.

—Estoy enamorada de mí misma —le contestó gritando.

—¿Qué quieres decir? —el tono de la voz era perplejo—. ¿Qué es lo que has visto de pronto en ti misma?

—No, no se trata precisamente de eso, sino que es porque tú me quieres —dijo elevando nuevamente la voz—. Amo todas mis pequeñas partes…, porque, bueno…, porque tú las amas.