Saxon durmió durante toda la noche sin la más mínima interrupción, y tampoco soñó, y se despertó de la manera más natural del mundo, sintiéndose muy descansada por primera vez desde hacía mucho tiempo. Creyó que era la misma de antes, como si una opresión le fuera quitada de encima, o como si la sombra que se interponía siempre entre ella y el sol hubiera desaparecido enteramente. Sentía la mente clara, despejada. Aquella chapa de hierro imaginaria que la oprimiera antes ya no existía más. Se sintió contenta, y comenzó a canturrear mientras dividía el montón de pescados para repartirlos entre la señora Olsen, Maggie Donahue y ella misma. Le gustó quedarse charlando con las vecinas, y al regresar a su casita se entregó gozosamente a la tarea de arreglarla, ya que estaba bastante descuidada. Mientras trabajaba canturreaba algo muy por lo bajo y, constantemente, tenía ante sus ojos aquellas palabras mágicas y refulgentes que el muchacho había pronunciado: «Oakland es justamente un lugar para la partida, para…».
Y todo parecía muy claro, como si estuviese impreso. Su problema y el de Billy era, al fin de cuentas, tan simple como uno de aritmética de los que enseñaban en la escuela, o tanto como alfombrar una habitación de determinadas dimensiones, o como empapelar una habitación de tantos pies de alto y de largo. Reconocía que había estado mal de la cabeza, que había sufrido extraños lapsus; que había sido irresponsable, sí, eso era cierto; y todo se había producido por las dificultades que no trató de buscar sino que se presentaron contra su propia voluntad. Y el caso de Billy era precisamente el suyo. También él se había conducido de una manera extraña porque no era responsable. Y todas las dificultades se producían porque había trampa en el mundo. Sí, Oakland era un buen lugar para la partida …
De pronto pasó revista a todos los acontecimientos que se habían sucedido durante su vida matrimonial. Las huelgas y los tiempos difíciles eran los responsables de todo. Por ejemplo; si no hubiese sido por la huelga de los obreros del ferrocarril y por esa riña que hubo frente a su casa, no hubiese perdido a su bebe. Y Billy tampoco hubiese comenzado a beber si no hubiera caído en la desesperación producida por la desocupación y la huelga de los camioneros. Y si las apreturas no se hubiesen producido, tampoco hubieran tenido necesidad de un inquilino y Billy entonces no estaría en la cárcel.
De pronto tomó una resolución. Aquella ciudad no era un lugar para ellos, para que creciera el amor ni para tener niños. Y el camino que llevaba a la solución era simple. Se marcharían de Oakland. Sólo los estúpidos se quedaban e inclinaban la frente delante del destino. Pero ellos dos no eran estúpidos ni inclinarían la frente, sino que marcharían a enfrentarse con el destino. Pero aún no sabía hacia dónde marcharían… Pero ya verían. El mundo era grande. Más allá de las montañas que rodeaban a la ciudad, más allá de la Puerta de Oro, encontrarían lo que buscaban. El muchacho se había equivocado en algo, porque no estaba atada a pesar de ser casada. El mundo era un camino abierto tanto para ella como para Billy, de la misma manera que lo había sido para sus antepasados nómades. Sólo los estúpidos se quedaban atrás en la carrera de emigrar. Los fuertes ya se habían marchado. Bueno, ella y Billy eran bien fuertes. Se encaminarían hacia las pardas colinas de la Contra Costa, o sino más allá de la Puerta de Oro.
Durante el día anterior a la salida de Billy de la prisión, terminó de hacer los modestos preparativos para recibirle. No tenía dinero, pero Billy se ofendería si pidiese prestadas unas cuantas monedas para tomar el ferry-boat y dirigirse a San Francisco para vender algunas de sus chucherías. En su casa tenía pan, patatas y sardinas saladas, y entonces, al atardecer, durante la hora de la marea baja, salió de su casa para recoger algunas almejas y hacer una sopa con ellas. También llevó un montón de ramas, y cuando dejó las marismas ya eran las nueve de la noche: sobre sus hombros cargaba con un hato de pequeñas leñas, y en la mano llevaba un cubo lleno de almejas. Al llegar a la esquina avanzó por el lado más oscuro de la calle y cruzó rápidamente la parte iluminada para escapar a las miradas indiscretas de los vecinos. Pero una mujer se le acercó y la miró fijamente deteniéndose en frente de ella: era Mary.
—¡Dios mío, Saxon! —exclamó ella—, ¿estás tan mal que has tenido que llegar a esto?
Saxon contempló a su antigua amiga con curiosidad, y después de una rápida mirada se dio cuenta de toda la tragedia. Mary parecía más delgada, pero en sus mejillas había color…, aunque tenía cierta duda de la autenticidad del mismo. Los brillantes ojos de Mary parecían más simpáticos, más grandes, tal vez demasiado grandes y exaltados en su brillo, demasiado inquietos. Y estaba bien vestida…, demasiado bien vestida. Y parecía nerviosa. De pronto volvió la cabeza para mirar aprensivamente detrás suyo, hacia la oscuridad.
—¡Dios! —dijo Saxon respirando angustiada—, tú… —apretó los labios y en seguida dijo—: Ven conmigo a casa.
—Si tienes vergüenza de que te vean conmigo…
—Mary enrojeció. Estaba airada momentáneamente, como le sucedía con frecuencia.
—No, no —dijo Saxon—. Es por la leña y las almejas. No quiero que los vecinos se enteren. Vamos.
—No, no puedo ir, Saxon. Me agradaría pero no puedo hacerlo. Debo alcanzar el próximo tren que parte para San Francisco. Te estuve esperando aquí y golpee en la puerta del fondo. La casa estaba oscura. Billy sigue todavía encerrado ¿no es cierto?
—Sí, pero sale mañana.
—Lo leí en los diarios —siguió diciendo Mary con apresuramiento, al mismo tiempo que miraba repetidamente hacia atrás—. Cuando ocurrió eso estaba en Stockton —y se volvió hacia Saxon casi salvajemente—. No me lo reprocharás ¿eh? No podía trabajar otra vez después de haberme casado. Es muy simple. Estaba harta del trabajo. Creo que me he jugado mi suerte, supongo, y de todos modos no soy buena. Pero si pudieras comprender el hartazgo que tenía del lavadero, aún antes de casarme… Éste es un mundo sucio. No te imaginas, Saxon, la centésima parte de suciedad que encierra. ¡Oh, quisiera estar muerta, muerta y libre de todo esto! Escucha…, no, ahora no puedo. Ya oigo rezongar el tren en Adeline. Deberé correr para alcanzarlo. ¿Puedo venir…?
—Oh, ¿no puedes moverte, eh? —la interrumpió una voz masculina.
El que hablaba apareció parcialmente detrás de ella, entre las sombras. No era un obrero, pensó Saxon, sino algo más bajo que un trabajador, a pesar de la excelente ropa que llevaba puesta.
—Iré si sólo aguarda un segundo —trató de aplacarle Mary.
Por la manera de responder y el tono de su voz Saxon comprendió que Mary sentía miedo de ese hombre que se agazapaba lejos de la luz.
Mary se volvió hacia ella.
—Tengo que someterme a esto, adiós —dijo contrayendo su mano enguantada.
Mary apretó la mano libre de Saxon, y ésta sintió en su palma una pequeña moneda caliente. Trató de resistirse, de devolvérsela.
—No, no —le pidió Mary—. Que sea en recuerdo de los viejos tiempos…, tal vez puedas devolverme el favor algún día, adiós.
Bruscamente, se arrojó sollozando con los brazos extendidos alrededor del cuello de Saxon, y aplastó las plumas de su sombrero contra el bulto de ramas mientras hundía su cabeza en el pecho de su antigua compañera e hizo un esfuerzo para alejarse un poco, emocionada, temblorosa, contemplándola.
—¡Apúrate, apúrate! —se escuchó imperiosa la voz del hombre que estaba en la oscuridad.
—¡Oh, Saxon! —dijo Mary estallando. Y se marchó.
Ya dentro de su casa Saxon encendió la lámpara y miró la moneda. Eran cinco dólares, una verdadera fortuna. Y después pensó en Mary, y en el hombre del que sentía tanto miedo. Saxon pensó que ésa era otra mancha negra para la historia de Oakland. Mary estaba aniquilada. Por lo general, sólo duraban cinco años, según había escuchado decir en alguna parte. Miró la moneda otra vez y la arrojó dentro de la pileta de la cocina. Al limpiar las almejas oyó el retintín que hacía la moneda al deslizarse por la cañería.
Pero a la mañana siguiente pensó en Billy, y entonces se metió debajo de la pileta y destornilló la tapa de la cloaca para rescatar la moneda de cinco dólares. Le habían dicho que los presos estaban mal alimentados, y el hecho de ofrecerle sólo almejas y pan seco después de treinta días de encierro la afligió mucho. Sabía perfectamente cómo le gustaba a Billy untar el pan con mucha manteca, comer gruesas chuletas preparadas en una sartén seca y beber de un buen café en cantidad.
Recién a las nueve apareció Billy, y ya se encontraba arreglada con su mejor ropa de entre casa. Vio cómo ascendía los escalones de la entrada de la casa, y se hubiera lanzado a su encuentro si no fuese por los chicos que se agrupaban mirando desde la vereda de enfrente. Mientras él adelantaba la mano hacia el picaporte, la puerta de calle se abrió, y una vez adentro la cerró empujándola con la espalda, mientras sus manos la buscaban. No, todavía no había tomado el desayuno, pero no deseaba nada ahora que la tenía cerca. Se había demorado porque quiso afeitarse. Había quedado en deuda con el barbero, y caminó desde el Palacio Municipal, pues no le quedaba nada para el tranvía. Pero sobre todo quería bañarse y cambiarse de ropa, y le dijo a Saxon que no debía acercársele hasta que no se hubiese aseado.
Una vez que estuvo listo, se sentó en la cocina y se quedó contemplándola mientras cocinaba, y como viera las ramas que había colocado en la estufa le preguntó sobre eso. Mientras seguía atareada, Saxon le contó cómo había recogido la leña, cómo se había ingeniado para vivir sin depender de la unión obrera, y cuando se sentaron a la mesa se puso a contarle el encuentro que había tenido la noche anterior con Mary, pero se cuidó de mencionar los cinco dólares.
Billy dejó de masticar el primer bocado de la chuleta que se había llevado a la boca. La expresión que tenía en el rostro la asustó. Escupió la carne en el plato.
—Conseguiste de ella el dinero para comprar la carne —le dijo lentamente—. No tenías dinero ni cuenta con el carnicero, y sin embargo esto es carne. ¿Es cierto o no?
Saxon sólo pudo inclinar la frente. Esa terrible mirada que desmentía su edad había regresado a su cara, y la vidriosidad dura y ennegrecida volvía a sus ojos como aquel día del Weasel Park, cuando se enfrentó con los tres irlandeses.
—¿Qué más compraste? —le preguntó sin rudeza y sin cólera, pero lleno de una furia terrible y fría que no tenía palabras para expresarse.
Ante su propia sorpresa, ella se tranquilizó. ¿Qué importaba todo? Eso era lo que cabía esperar viviendo en Oakland, y había que dejarlo atrás porque era un punto de partida.
—El café —respondió ella—, y la mantequilla.
Limpió la carne de ambos platos, la echó en la sartén, así como la mantequilla y la rebanada de pan que había untado, y encima de esto vació el contenido de la cafetera. Llevó todo hasta el fondo y lo tiró al tacho de basura.
—¿Cuánto dinero te queda? —le preguntó inmediatamente.
Saxon fue en busca de su cartera y lo sacó.
—Tres dólares con ochenta centavos —los contó y se los entregó—. Pague cuarenta y cinco centavos por la carne.
Billy miró el dinero, lo contó nuevamente y se dirigió hacia la puerta de calle. Saxon oyó cómo la puerta se abría y se cerraba, y se dio cuenta que el dinero había sido arrojado en medio del arroyo. Cuando regresó a la cocina, Saxon ya le había servido patatas fritas en un plato limpio.
—Nada es demasiado bueno para los Roberts —dijo Billy—, pero ¡por la gracia de Dios!, esta clase de porquería es muy fuerte para mi estómago. Huele mucho y mal.
Después miró las patatas fritas, la rebanada de pan seco recién cortada y el vaso de agua que le había colocado junto al plato.
—Bueno está muy bien —sonrió Saxon vacilando. No queda nada que este contaminado.
La miró rápidamente al rostro, con cierto dejo de sarcasmo, y después suspiró y se sentó. Casi inmediatamente estaba de pie otra vez y extendía sus manos hacia ella.
—Comeré en seguida, pero antes quiero hablar contigo —le dijo sentándose nuevamente y estrechándola entre sus brazos—. Además, este agua no es café y si se enfría no sucederá nada. Escúchame. Tú eres lo único que tengo en el mundo. No te asustaste de mí ni de lo que hice, y por eso estoy muy contento. Y ahora olvidaremos todo lo que se refiera a Mary. Tengo bastante piedad, y siento por ella tanta pena como la que tú puedes sentir. Lo haría todo por ayudarla, y hasta le lavaría los pies, como lo hizo Cristo. También le permitiría comer en mi mesa y dormir debajo de mi techo. Pero todo eso no justifica que yo toque nada de lo que haya ganado. Y ahora olvídate de Mary. Sólo somos tú y yo, Saxon, sólo tú y yo, y el resto del mundo que se vaya al diablo. Nada debe importarnos fuera de eso. Nunca deberás temerme nuevamente. El whisky y yo no congeniamos y por eso voy a terminar con él. Se que me salí de la vaina y que no te trate bien, pero todo eso ya ha pasado y no volverá a ocurrir, y comenzaré de nuevo. Y ahora acepta esta explicación, si quieres: no debí proceder con tanta precipitación, pero lo hice. Debí haberlo aclarado antes y no lo hice. Mi maldito temperamento me manejó como en mis mejores tiempos, y tú ya sabes que era bravo. Si uno puede guardarse el temperamento en el box ¿por qué razón no hacerlo también en la vida de matrimonio? Sólo que todo ocurrió muy bruscamente. Era algo que no podía digerir, y nunca podría hacerlo. Y tú nunca pretenderás que lo haga, y no me darás ocasión para ello, y me comportare de la misma manera.
Ella se levantó de sus rodillas y le miró. Tenía la cara encendida por lo que estaba pensando.
—¿Lo dices en serio, Billy?
—Claro que sí.
—Bueno, entonces te diré algo que me es imposible guardar por más tiempo. Me moriría si no pudiera hacerlo.
—¿Qué…? —la interrogó después de una pausa llena de interrogaciones.
—Depende de ti.
—Dímelo entonces.
—No se que sucederá si te lo digo —le dijo ella—. Quizás sería mejor que te desdijeses antes de que sea demasiado tarde.
Billy agitó la cabeza. Estaba desconcertado.
—No debes guardarlo que no quieres. Dímelo.
—Antes que todo —comenzó a decir ella—, basta de perseguir a los «tiñosos».
El quiso abrir la boca pero dominó la protesta.
—Y en segundo lugar, basta de Oakland.
—No entiendo que quieres decir con eso.
—No quiero saber nada más, no quiero vivir más en Oakland. Me moriría si tuviera que hacerlo. Hay que recoger las estacas y salir de aquí.
Todo esto Billy lo rumiaba lentamente.
—¿Y a dónde iríamos?
—A cualquier parte, a todas partes. Fuma un cigarrillo y piénsalo despacio.
Él meneó la cabeza. La observaba fijamente.
—¿Hablas en serio? —le dijo por fin.
—Sí, me gustaría arrojarlo todo, de la misma manera que tú lo hiciste con la chuleta, con el café y la manteca.
Saxon se dio cuenta que Billy luchaba consigo mismo. Podía ver cómo se estremecía mientras le respondía:
—Muy bien, si tú lo quieres así, abandonaremos Oakland. Lo dejaremos con toda tranquilidad. Dios lo maldiga, de cualquier manera. Jamás me dio nada bueno, y creo tener la suficiente capacidad para rasguñar algo en cualquier parte. Y ahora que estamos de acuerdo, cuéntame que es lo que te hizo decidir.
Entonces ella le contó todo lo que había pensado, y le presentó todas las acusaciones que tenía contra Oakland sin omitir nada, ni siquiera su última visita al doctor Hentley, como tampoco sus borracheras. Billy la estrechó más fuertemente y se afirmó la resolución de Saxon. El tiempo transcurría. Las patatas fritas se enfriaban y el fuego de la estufa se apagó.
Después, Billy se levantó teniéndola siempre muy apretada. Miró las patatas fritas.
—Están frías como piedras —le dijo volviéndose hacia su mujer—. Vamos, engalánate. Vamos al centro y comeremos para celebrarlo. Supongo que debemos celebrar la mudanza de las estacas y de la carga del viejo barrio. Y no iremos a pie. Puedo pedirle prestados diez centavos al barbero, y tengo bastantes reservas como para pagar una celebración como ésta.
Sus reservas eran varias medallas de oro ganadas durante sus tiempos de aficionado al box, en los campeonatos. Cuando estuvieron en el centro se dirigieron a la casa de empeños del tío Sam, quien pareció valorar debidamente las medallas que Billy le mostró. Cuando salieron del establecimiento Billy hizo sonar en sus bolsillos un puñado de monedas de plata.
Billy estaba contento como un chico, y Saxon participaba de su alegría. También se detuvo en la cigarrería de la esquina para comprar tabaco, pero luego se decidió por cigarros.
—¡Oh, soy un verdadero diablo! —rió—. Hoy nada es demasiado bueno para mí, ni siquiera los cigarros. Y nada de frituras ni cosas baratas o japonesas. Iremos a lo de Barnum.
Se acercaron al restaurante de la calle Siete y Broadway, donde habían celebrado su cena de bodas.
—Hagamos como si no estuviésemos casados —le sugirió Saxon.
—Bueno —dijo él—, y tomaremos un compartimiento reservado para que el camarero tenga que golpear cada vez que quiera entrar.
Ella se mostró algo reticente ante esa proposición.
—Será demasiado caro, Billy. Hasta tendrás que darle propina por los golpes. Iremos al comedor común.
—Pide lo que quieras —dijo Billy una vez que se sentaron—. Aquí hay una chuleta de las grandes con guarniciones, y vale dólar y medio. ¿Qué te parece?
—Bueno, pero que este bien cocinada —asintió ella—, y después café extra, aunque antes quisiera comer algunas ostras…, quiero compararlas con las del murallón.
Billy aprobó con un movimiento de cabeza y después se fijó en la lista.
—Aquí tenemos almejas a la burdalesa. Prueba y verás si son mejores que las del murallón.
—No se porque siento que el mundo es nuestro —exclamó Saxon. Los ojos le bailaban—. Simplemente, sucede que somos viajeros de paso por esta ciudad.
—Sí, así debe ser —murmuró Billy abstraído, mientras contemplaba la columna de los espectáculos teatrales. Levantó los ojos del diario—. Matinée en el Bell. Podemos hacer reservar asientos por un cuarto de dólar… ¡De cualquier manera la suerte está echada!
Su exclamación fue tan violenta y dolorosa que Saxon se alarmó.
—Si se me hubiese ocurrido antes —se lamentó— podríamos haber ido al Forum por una bagatela. Ése es el sitio de lujo donde se reúnen los muchachos como Roy Blanchard, donde tiran el dinero que nosotros sudamos para ellos.
Compraron asientos reservados en el teatro Bell, pero como aún era demasiado temprano para la función se dirigieron por Broadway hacia el Electric, y para matar el tiempo vieron un film hasta que llegara la hora. Pasaban un film de vaqueros y una película cómica francesa. Después vieron un drama rural que transcurría en algún lugar del Medio Oeste. El film comenzaba con una escena de granja. El sol quemaba en un extremo del corral, que estaba cercado de postes y sombreado por altos árboles. Había gallinas, patos y pavos que rebuscaban sobre el suelo, que se zambullían y daban vueltas. Una marrana muy grande, seguida de siete lechones rechonchos, marchaba majestuosamente y ahuyentaba a los pollos. A su vez, las gallinas se encarnizaron con los chanchitos[36] y les dieron picotazos cuando se encontraban alejados de la madre. Y por encima del cerco había un caballo que miraba somnoliento, constante y regularmente, con intervalos casi matemáticos, y perezosamente agitaba la cola que relucía muy brillante debajo de la luz del sol.
—Es un día caluroso y hay moscas…, ¿no te parece que es así? —le murmuró Saxon.
—Sí. ¡Y la cola del caballo! Es el animal más noble y natural… Oh, apostaría que se sabe de memoria las mañas para tironear de las riendas, y que se llama Cola de Hierro.
Después, un perro apareció en la escena. La marrana movió la cola, dio saltos ridículos seguida de su prole, perseguida por el perro, y desapareció del cuadro. Luego una jovencita que llevaba un sombrero para protegerse del sol, echado hacia atrás, y un delantal recogido en un extremo y colmado de granos que echaba a las aves ansiosas. Desde lo alto descendieron palomas y participaron del festín. El perro volvió, y apenas si fue notado por las aves. Empezó a mover la cola y parecía contento delante de la muchacha. Detrás, el caballo inclinó el hocico sobre los postes y cambió de posición.
Luego apareció un joven, que fue inmediatamente reconocido por el público aficionado al cine. Pero Saxon no se fijaba en el festejo amoroso, en el ruego apasionado, en la tímida reticencia que mostraban tanto el hombre como la mujer. Su mirada estaba en los pollos, en las franjas de sombra que había en el corral, y en el somnoliento caballo que agitaba la cola acompasadamente.
Saxon se acercó más a Billy, y su mano le apretó el brazo buscando la de Billy.
—Oh, Billy —suspiró ella—, me moriría de dicha en un lugar como ése, —y al terminar la película agregó—. Nos sobra el tiempo para ir al Bell. Quedémonos para ver nuevamente ésta.
Se quedaron sentados para ver el film otra vez, y cuando comenzó la escena del corral Saxon se sentía cada vez más impresionada a medida que la miraba y remiraba. Pero también se dio cuenta de otros detalles que se le habían escapado antes.
Vio los campos que estaban a lo lejos, terca de las colinas, y el cielo donde se desplazaban las densas nubes blancas. Se fijó sobre todo en una gallina que parecía irritada por las pisadas insolentes de la marrana, y que con especial encono picoteaba a los pequeños chanchitos cuando les arrojaron el grano. Saxon miró nuevamente a través de los sembrados la amplitud de aquel cielo, la libertad, la alegría que había en todo aquello. Sus ojos quedaron velados por las lágrimas y sollozó dichosa, en silencio.
—Ahora ya se a dónde iremos cuando salgamos de Oakland —le dijo a él.
—¿A dónde?
—Hacia allí.
La miró y después siguió la mirada de ella que estaba dirigida a la pantalla.
—Oh —exclamó Billy pensativo—. ¿Y por qué no?
—Oh, Billy, ¿lo querrás?
Sus labios temblaban de ansiedad, murmurando entrecortadamente, en una forma casi inaudible.
—Seguramente —le respondió. Era un día magnífico, digno de un rey—. Lo que tú quieras será tuyo, y me romperé los dedos hasta conseguirlo. Yo siempre tuve debilidad por el campo. ¡Oh!, he visto caballos como ese vendidos a mitad de precio, y yo podría sacarle todos los vicios.