XVI

Continuó viviendo en medio de ese estado vago, irreal. Le parecía que Billy había desaparecido durante el curso de otra vida anterior, y que era necesario vivir un nuevo período de vida para que retornara. Continuó sufriendo de insomnio, y durante muchas noches no pudo cerrar los ojos. Otras veces dormitaba pesadamente, llena de estupor, y deambulaba de un lado a otro con los ojos entrecerrados y sintiendo todo su cuerpo como si fuese de plomo. Esa presión, semejante a una chapa de hierro que le apretara la cabeza, nunca cesaba. Se alimentaba escasamente y casi no tenía dinero. Frecuentemente pasaba un largo día sin probar ningún bocado, y en cierta ocasión transcurrieron setenta y dos horas sin que llevase nada a la boca. Extraía almejas de las marismas, arrancaba pequeñas ostras de las rocas y también recogía mariscos.

Pero cuando Bud Strothers la visitó para ver cómo la trataba la vida, le comunicó que todo le iba perfectamente bien. Durante un anochecer, después de volver del trabajo, la visitó Tom, quien la forzó para que aceptara dos dólares. Tom estaba terriblemente preocupado, y le hubiera gustado poder ayudarla más, pero sucedía que Sara estaba esperando otro crío. Y su trabajo andaba algo flojo por las huelgas que afectaban a otros gremios. Y sin embargo todo tenía una solución tan simple, y lo que se necesitaba era una visión parecida a la suya con respecto a las cosas, y que además votaran de la misma manera que lo hacía él. Si sucedía de esa manera todos recibirían un trato correcto. Le dijo a Saxon que Cristo también había sido socialista.

—Pero Cristo murió hace dos mil años —respondió Saxon.

—¿Y qué dificultad hay en eso? —preguntó Tom sin penetrar el sentido de las palabras de su hermana.

—Piensa —le dijo Saxon—, piensa en todos los hombres y las mujeres que han muerto durante todo este tiempo y el socialismo aún no ha llegado. Y dentro de dos mil años estaremos en las mismas condiciones. Tom, tu socialismo nunca hizo ningún bien. Es un sueño.

—No sucedería eso… —comenzó a decir un poco resentido.

—Si los demás pensaran de la misma manera que tú. Pero no sucede así. Nunca lograremos convertirlos.

—Pero cada año somos más —argumentó él.

—Sí, pero dos mil años es un lapso terriblemente largo —declaró tranquilamente ella.

La cara cansada de su hermano se llenó de pesadumbre mientras asentía. Después suspiró:

—Bueno, Saxon, si es un sueño de cualquier manera es un buen sueño.

—Yo no quiero soñar —le respondió ella—. Deseo cosas reales, concretas, y las quiero ahora.

Y bruscamente, vio en su imaginación las legiones de aquella gente estúpida que en algo se parecía a los Billy, a ella misma, a Bert, a Mary, a Tom y a Sara. ¿Y todo para qué? El único fin eran los cubos de salmuera y la tumba. Tal vez Mercedes fuera una mujer dura y pervertida, pero indudablemente estaba en lo cierto. Y los estúpidos siempre estarían debajo de los talones de los inteligentes. Pero ella, Saxon, hija de Margarita, la mujer que había escrito maravillosos poemas, hija de un pobre soldado, ella, descendiente de generaciones fuertes que habían conquistado casi medio mundo en lucha contra la naturaleza salvaje y contra los indios…, no, ella no era una mujer estúpida. Se sentía prisionera, pero injustamente aprisionada. Sin embargo, debía de haber alguna equivocación. Sí, hallaría la puerta de salida.

Con aquellos dos dólares que le prestara Tom, se compró un saco de harina y medio de patatas. Eso hizo que saliera de la monotonía de las almejas y de los mariscos. Como las mujeres italianas y portuguesas, recogía ramas y las llevaba a su casa, aunque siempre lo hacía con su orgullo bastante herido, y siempre trataba de llegar a su hogar cuando ya había oscurecido bastante. Cierto día, mientras se hallaba sobre el costado liso y lleno de lodo de Rock Wall, un bote pesquero repleto de italianos llegó a la playa hasta ser arrastrado sobre la arena. Colocada en un alto lugar, Saxon vio a los hombres acomodados alrededor de un brasero de carbón de leña, que comían pan casero italiano, que cocían un guiso de hortalizas y carne y que rociaban la comida con un vino clarete. Y les envidió esa libertad que demostraban el género de vida que estaban haciendo, la comida, las voces, aquel bote que les pertenecía y que los llevaba a donde quisieran. Después, ellos mismos extendieron una red sobre el suelo lodoso y la arena y eligieron los peces más grandes y mejores. Una enorme cantidad de peces más chicos que parecían sardinas, fueron abandonados sobre la arena cuando partieron. Saxon llenó una bolsa con aquéllos, pero tuvo que hacer dos viajes para llevarlos hasta su casa, y allí los saló dentro de una tina.

Pero sus estados llenos de irrealidad aún continuaban. Hizo algo muy extraño una vez que se encontraba en Sandy Beach. Cierta tarde ventosa se sorprendió al sentirse dentro de un hoyo que ella misma había cavado, cubriéndose con arpilleras en lugar de mantas. Hasta había llegado a techar el hoyo con ramas y con la vegetación que crecía en la arena.

Otra vez volvió en sí mientras caminaba a través de las marismas, cargando sobre sus hombros un bulto de ramas con una soga. Charley Long caminaba junto a ella. Podía verle la cara a la luz de las estrellas, y se preguntó cuánto tiempo hacía que él le estaba hablando y qué habría dicho. Después sintió curiosidad por saber qué le decía en ese momento. No tenía miedo a pesar de su fuerza y de su naturaleza malvada, de la soledad y de la oscuridad de los pantanos.

—Es una vergüenza que una joven como tú deba hacer eso —le dijo repitiéndole aparentemente lo que ya había dicho—. Vamos, prométemelo, Saxon, vamos, empeña tu palabra.

Saxon se detuvo y lo miró tranquilamente.

—Escúcheme, Charley Long, Billy sólo está cumpliendo treinta días, y ya casi han pasado. Y cuando salga su vida no va a valer ni una pizca de sal si le digo que usted me ha estado fastidiando. Pero si se manda mudar de aquí y se aleja yo no le diré nada. Eso es todo.

El enorme herrero quedó perplejo e indeciso, y en su rostro había como un patético sentimiento de rencor, al mismo tiempo que se apretaba las manos involuntariamente.

—Tú, pequeña… —dijo con cierta desesperación—, podría deshacerte con una sola mano, podría… podría hacer lo que quisiera, pero sabes, Saxon, que no deseo hacerte daño, y basta con que tú me prometas…

—Ya le he dicho la única palabra que tengo.

—¡Dios! —dijo él lleno de admiración—. No sientes temor, ningún temor.

Se miraron cara a cara, en silencio, durante largos minutos.

—¿Por qué no sientes miedo? —le preguntó después de echar una mirada alrededor suyo, en medio de la oscuridad, como si buscara la complicidad de aliados ocultos.

—Porque estoy casada con un hombre —dijo Saxon con brevedad—. Y ahora creo que haría mejor si se marchara.

Cuando el otro se fue, cargó el fardo de ramas sobre el otro hombro, y avanzó nuevamente pero llena de un sentimiento de orgullo por Billy. Estaba encerrado en la prisión, pero aún desde allí su fuerza influía sobre aquel individuo, y el solo hecho de nombrarlo bastaba para detener y alejar a un bruto como Charley Long.

El día que Otto Frank fue colgado ella permaneció encerrada. Los diarios de la tarde publicaron la noticia con amplitud. No hubo conmutación de la pena. En Sacramento se encontraba un gobernador que era amigo de los patronos de los ferrocarriles y que estaba en condiciones de conmutar la pena, y hasta estaba facultado para perdonar a asaltantes de bancos y estafadores, pero que no se atrevía a levantar el dedo en favor de un obrero. De todo esto se hablaba en el vecindario. Y eso ya se lo habían dicho a ella tanto Billy como Bert.

Al día siguiente Saxon se dirigió hacia Rock Wall, pero no se sintió sola sino acompañada como por la misteriosa presencia de Otto Frank, y, también, aunque algo más apagada y nebulosa, por la de Billy. ¿Acaso también él estaba destinado a seguir las negras huellas de Otto? Sí, seguramente eso ocurriría si se continuaba con la lucha y el derramamiento de sangre. Billy era un peleador, y se sentía con derecho a luchar. Además, era muy fácil matar a un hombre, y aunque no se lo propusiera, podía suceder que en cualquier momento, cuando se enfrentara con un «tiñoso», le fracturaría el cráneo con el filo de una piedra o con una baldosa de la vereda. Y si eso sucedía Billy sería colgado. Por esa causa habían colgado a Otto Frank, ya que éste no se había propuesto matar a Henderson, y sólo fue por accidente que Henderson se fracturó el cráneo. Y sin embargo Frank había sido colgado.

Mientras caminaba y tropezaba con las piedras del suelo rocoso, se retorció las manos al mismo tiempo que lloraba. Las horas fueron pasando una después de otra y se encontró profundamente sumergida en su pena. Cuando volvió en sí se encontró en el otro extremo del muro, en la saliente que había entre Oakland y Alameda Moles. Pero no podía ver el muro. Como era una noche de luna llena, la marea alta cubría las rocas. Tenía el agua hasta las rodillas, y muy cerca de ella se agitaban una veintena de grandes ratas de roca, que chillaban, nadaban y chocaban entre sí para subirse a las rocas y escapar a la inundación. Les aplicó muchos puntapiés, pero estaba completamente aterrorizada. Algunas nadaron debajo de las aguas y se alejaron, otras comenzaron a describir círculos a su alrededor llenas de cautela, alejándose. Una se le acercó mucho y le mordió un zapato. La pisoteó con el pie que le quedaba libre. Temblaba en esos momentos, pero pudo guardar la suficiente serenidad como para considerar fríamente la situación. Avanzó por el agua hasta llegar a un bulto muy grande de ramas, y entonces despejó rápidamente el camino que se extendía delante.

Un muchacho sonriente, que iba sobre un bote que tenía una media vela pintada con brillantes colores, avanzaba pegado al muro dejando que la lona se hinchara al viento.

—¿Quiere subir? —le gritó.

—Sí —respondió ella—. Hay muchas ratas grandes por aquí. Me dan miedo.

Él asintió, apretó la vela y se acercó más, y el bote avanzó suavemente en su dirección.

—Suba por aquí —le dijo el muchacho—. Bueno, así, porque no quiero romper la tabla del medio…, y ahora salte hacia adelante, ¡rápido!, junto a mí.

Saxon obedeció llegando rápidamente hasta su lado. El muchacho sujetaba con el codo, hacia arriba, la caña del timón, y tironeó de la lona, y cuando la vela se hinchó de viento el bote fue empujado hacia adelante sobre las aguas espumosas.

—Veo que usted entiende de botes —le dijo el muchacho.

Era delgado, de doce a trece años, aparentemente débil aunque parecía tener bastante salud, con una cara pecosa quemada por el sol y grandes ojos grises, claros, vivaces. A pesar de poseer ese lindo bote, Saxon comprendió que aquel muchacho era uno de los suyos, que pertenecía al pueblo.

—Ésta es la primera embarcación que piso, salvo los ferry-boats —dijo ella riendo.

Él la miró atentamente.

—Bueno, puedo decirle que usted parece un pato en el agua, eso es todo. ¿Dónde quiere que la deje?

—En cualquier parte.

El muchacho abrió la boca como para hablar, le dirigió una larga mirada y después le preguntó súbitamente:

—¿Tiene bastante tiempo libre?

Saxon asintió con un movimiento de cabeza.

—Todo el día —le dijo.

El muchacho inclinó la cabeza nuevamente.

—Dígame —comenzó a decirle—, voy a seguir por esta corriente hasta la isla Goat, donde pescaré mucho y después regresaré con la marea de esta noche. Tengo muchos cebos y líneas. ¿Quiere venir conmigo? Podemos pescar juntos. Y tendrá los pescados que usted consiga sacar.

Saxon titubeó durante un instante. La libertad y el movimiento de este pequeño bote la seducían, de la misma manera que aquellos grandes navíos que había divisado cuando se alejaba de ese lugar.

—Quizás suceda algo peligroso —murmuró ella.

Con orgullo el muchacho echó la cabeza hacia atrás.

—He navegado más de una vez yo solo y nunca me ha pasado nada.

—Bueno —dijo ella—, pero recuerde que no entiendo nada de botes.

—Oh, perfectamente, yo me voy a encargar de todo. Cuando yo le grite «¡duro, inclínese!», o algo semejante, usted agacha la cabeza para que la ola no la alcance y pase hacia el otro lado.

El muchacho empezó a maniobrar, Saxon le obedeció y entonces se encontró sentada enfrente de él, en el lado opuesto, mientras que el bote enfilaba en dirección a Long Island, donde se encontraban las chatas carboneras. Estaba asombrada y admirada, sobre todo porque el mecanismo de la navegación a vela le parecía algo complicado y hasta misterioso.

—¿Y dónde aprendió todo eso? —le preguntó Saxon.

—Solo, fue la cosa más natural del mundo. Me gustaba, y lo que gusta se aprende a hacer solo. Es el segundo bote que tengo. El primero no tenía tabla en el centro. Lo compré por dos dólares y aprendí mucho navegando en él, aunque nunca dejó de filtrarse agua. ¿Y cuánto cree que pagué por éste? Ahora mismo vale veinticinco dólares. ¿Cuánto cree que pagué por él? —repitió.

—No puedo adivinarlo —dijo ella—. ¿Cuánto pagó?

—Seis dólares. ¡Imagínese! Un bote como éste. Por supuesto que trabajé mucho en él, y la vela me costó dos dólares y los remos cuarenta. La pintura me costó unos setenta y cinco. Pero aunque fuesen once dólares y quince centavos es una verdadera pichincha[35]. Tardé mucho tiempo para ahorrar el dinero. Vendo diarios por la mañana y por la tarde, esta tarde el recorrido lo hace un amigo, y le doy diez centavos además de todo lo que venda fuera de mi clientela. Y hubiera tenido mi bote antes sino hubiese sido por las lecciones de taquigrafía que pagué. Mi madre quiere que sea reportero en los tribunales. Llegan a ganar hasta veinte dólares por día. Pero no me gusta. Es una lástima tirar dinero en las lecciones.

—¿Y qué es lo que quieres hacer? —le preguntó Saxon sin saber que decir, pero también intensamente curiosa por ese muchacho de pantalones cortos tan confiado y tan vivaz.

—¿Qué es lo que quiero? —repitió el muchacho.

Volvió lentamente la cabeza, miró hacia los altos edificios, se detuvo con preferencia en las colinas pardas de la Contra Costa, y luego miró en dirección al mar, a través del Alcatraz, hacia la Puerta de Oro. La vivacidad que había en sus ojos la abrumaba y llegó hasta su corazón.

—Eso —dijo haciendo con el brazo un gesto que parecía abarcar todo el mundo.

—¿Eso? —le preguntó ella.

El muchacho la miró confuso, como si temiera no haberse expresado claramente.

—¿Nunca sintió usted algo así? —le preguntó como pidiendo cierta complacencia para su ensueño—. ¿No le parece a veces que se morirá si no llega a saber qué es lo que hay detrás de esas montañas, lo que existe detrás de aquéllas que están más allá, por detrás de las primeras? ¡Y detrás de la Puerta de Oro! Más allá está el océano Pacífico, y China, Japón y la India…, y todas las islas de Coral. Se puede ir a cualquier parte atravesando la Puerta de Oro…, a Austria, África, las islas de las morsas, al Polo Norte, al Cabo de Hornos. Y todos esos lugares están esperando para que uno los vea. He vivido toda mi vida en Oakland, pero no pasaré el resto de mis días en el mismo sitio, no, de ninguna manera. Me iré… lejos…

Y nuevamente, como las palabras no le alcanzaban para describir la amplitud de sus deseos, extendió el brazo con el gesto de abarcar el círculo del mundo entero.

Saxon se sentía emocionada. También ella, salvo en los primeros años de su vida, había vivido siempre en Oakland. Y hasta hacía poco tiempo había sido un buen lugar para vivir. Y ahora, en medio de la pesadilla, sentía la necesidad ineludible de abandonarlo, de la misma manera que su gente, tiempo antes, encontró que aquél era un lugar que había que dejar. ¿Y por qué no hacerlo? El mundo le pedía cosas y sintió que estaba de acuerdo con los deseos de aquel muchachito. Pensó que su gente no estaba acostumbrada a quedarse durante mucho tiempo en un mismo lugar. Siempre se habían trasladado de un sitio a otro. Nuevamente recordó los relatos de su madre y los grabados en madera de su álbum de recortes, donde estaban sus antepasados casi semidesnudos, armados con una espada, dispuestos a saltar encima de embarcaciones débiles y combatir sobre las arenas ensangrentadas de Inglaterra.

—¿Alguna vez oyó hablar de los anglosajones? —le preguntó al muchacho.

—¡Claro que sí! —sus ojos relucieron y nuevamente la miró muy interesado.

—Soy anglosajón en cada pulgada de mi cuerpo. Vea el color de mis ojos y de mi piel. Soy muy blanco en las partes del cuerpo en las que el sol no me quemó. Y cuando era pequeño mis cabellos eran muy amarillos. Y mi madre me dice que a medida que pase el tiempo serán más y más oscuros. ¡Mala suerte! Pero igualmente soy anglosajón. Pertenezco a una raza de peleadores. ¡No le tenemos miedo a nadie! Por ejemplo, esa bahía ¿usted cree que me da miedo? —miró hacia las aguas con los ojos llenos de burla—. Si la crucé cuando rugía, a pesar de que los marineros de los balandros de exploración me decían que mentía y que no lo había hecho nunca. Uff, son unas cabezas cuadradas. Bah, si hemos vencido a su raza hace mil años atrás. Nos llevamos por delante todo lo que se nos opuso. Derrotamos al mundo, lo vencimos enteramente. En el mar, en tierra, en cualquier parte. Fíjese en Lord Nelson, en Davy Crockett, en Pablo Jones, mire a Clice, y a Kitchner, y a Fremont y a Kit Carson, a todos ellos.

Saxon asentía mientras él continuaba hablando con los ojos encendidos, y entonces de pronto se le ocurrió pensar que sería una verdadera dicha, una gloria, tener por hijo a un muchacho como ése. Y su cuerpo ya le dolía pensando en la imaginaria carga que nacería. Sería una buena y nueva estirpe, se dijo, y después pensó en ella, en Billy, en los fuertes vástagos que podrían dar al mundo, pero, sin embargo, se hallaban condenados a vivir sin niños por esa trampa que los hombres habían hecho del mundo, por esa maldición de tener que vivir junto a seres estúpidos.

Se volvió hacia el muchacho.

—Mi padre fue soldado durante la guerra civil —siguió diciéndole el muchacho—, y actuaba tanto en la avanzada como de espía. Los rebeldes estuvieron a punto de colgarlo por espía en dos ocasiones. En la batalla de Arroyo Wilson corrió media milla con su capitán herido a cuestas. Entonces recibió una herida de bala en la pierna derecha, justamente encima de la rodilla. Estuvo allí durante tres años. Y me lo hizo sentir una vez. Antes de la guerra había sido cazador de búfalos y trampero. Cuando tenía veinte años fue «sheriff» de su condado, y después de la guerra, representando a la autoridad en Silver City, barrió con la gente mala y con los pistoleros. Estuvo en casi todos los Estados de la Unión. En su tiempo podía luchar contra cualquier hombre, y era un verdadero as entre los que manejaban las balsas del Susquehanna, cuando apenas era un muchacho. Su padre mató a un hombre, luchando a brazo partido, cuando tenía sesenta años de edad, y de un solo puñetazo. Y cuando tenía setenta y cuatro, su segunda mujer tuvo mellizos, y se murió mientras estaba arando el campo con bueyes cuando tenía noventa y nueve años. Acababa de desenganchar los bueyes, se sentó debajo de un árbol y murió así, sentado. Y mi padre se le parece mucho. Ahora es bastante viejo, pero no le teme a nada. Es un verdadero anglosajón ¿entiende? Trabaja de policía especial, pero no le hizo nada a los huelguistas durante algunas de las riñas. Tiene la cara completamente deshecha gracias a una piedra, pero antes le rompió la cabeza a una canalla con un garrote.

Hizo una pausa para tomar un poco de aliento y la miró.

—¡Oh! —dijo—, no me hubiera gustado estar dentro de la piel de ese tipo.

—¡Mi primer nombre es Saxon! —exclamó ella entusiasmada.

—¿Su nombre?

—Es mi primer nombre.

—¡Oh! —exclamó él—. Usted tiene suerte. Si el mío hubiese sido tan sólo Earling…, usted ya sabe…, Earling el Audaz…, o sino Lobo, o Swen…, o Jarl…

—¿Pero cuál es su nombre? —le preguntó ella.

—Sólo Juan —dijo tristemente—. Pero no permito que me llamen Juanito. ¿No la enfermaría que la llamaran de esa manera?… ¡Juanito!

En ese instante se encontraban lejos de los depósitos de carbón de Long Wharf y el muchacho colocó el barco a media vela, en dirección a San Francisco. Se encontraban bien adentro de la bahía. El viento Oeste era cada vez más fuerte y hacía espumear fuertemente las aguas de la marea que crecía a cada instante. El bote se deslizaba plácidamente sobre las aguas. Cuando las gotas de agua le salpicaron las ropas, Saxon rió abiertamente, y el muchacho la miraba complacido. Pasaron delante de un ferry-boat, y los pasajeros que iban en aquél se aglomeraron sobre la cubierta para observarlos. Ante la correntada producida por el paso de la embarcación, el fondo del bote se llenó de agua. Saxon levantó un recipiente de lata vacío y miró al muchacho.

—Está bien —le dijo éste—, puede sacar el agua.

Y cuando ella terminó de hacer esa tarea, agregó:

—Nos instalaremos en la isla Got, justamente fuera de Torpedo Station, donde pescaremos con quince pies de agua, mientras la correntada golpea en la banda. ¿Se halla muy empapada? ¡Oh, usted es como su nombre! Es Saxon, de pies a cabeza. ¿Es casada?

Asintió en silencio y el muchacho frunció el ceño.

—¡Qué se le va a hacer! Ahora ya no puede andar dando vueltas por el mundo como lo haré yo. Está atada, anclada para siempre.

—Sin embargo es bastante bueno estar casado —dijo ella sonriendo.

—Seguramente debe de ser así, porque todos se casan. Pero no hay ninguna razón para que yo me apure a hacerlo ¿y acaso usted no esperó algo, como yo? También me casaré pero no antes de que sea viejo y haya estado en todas partes.

La isla de Goat se hallaba a sotavento mientras ella seguía sentada, obediente. Recogió una media vela y el bote tomó la posición que al muchacho le agradaba, y poco después dejó caer un ancla pequeña. Extrajo las líneas de pesca y le enseñó a Saxon cómo debía colocar el cebo en los ganchos. Después arrojó las líneas al fondo y entonces quedaron vibrando y moviéndose por la fuerza de la rápida corriente, mientras esperaban que los peces picaran.

—Morderán muy pronto —le dijo alentándola—. Sólo en dos ocasiones no pude extraer mucho de este lugar. ¿Qué le parece si comemos algo mientras aguardamos?

Saxon protestó en vano diciendo que no tenía hambre. Pero él hizo que compartiera la merienda con esa estricta equidad que tienen los muchachos, y hasta partió en dos, exactamente, un huevo duro y una manzana roja que llevaba consigo.

Sin embargo, los peces no picaban. Extrajo de la proa un libro encuadernado en tela.

—La Biblioteca Pública los presta —le dijo comenzando a leer un poco después, sosteniendo el libro con una mano mientras que con la otra asía fuertemente la línea que le anunciaría la presencia de alguna pesca.

Saxon leyó el título. Se trataba de «A flote en medio de la selva».

—Escuche esto —le dijo después de varios minutos de leer algunas páginas, que describían las grandes selvas anegadas por las inundaciones, en las regiones tropicales, sitios que eran explorados por muchachos por medio de balsas.

—¡Imagínese esto! —decía—. Éste es el río Amazonas, en Sud América, cuando se está desbordando. Y en el mundo hay muchos lugares como ése, sí, en todas partes, menos en Oakland, probablemente, y creo que éste es tal vez uno de los sitios que sirven para partir hacia allí, supongo. Y sobre todo ahora que se habla de las aventuras… ¡Piense en la suerte de esos muchachos! Yo también algún día cruzaré los Andes y llegaré hasta la desembocadura del Amazonas, y pasaré por la zona de las caucheras en canoa, atravesando todo el Amazonas hasta llegar a su desembocadura, que es tan ancha que no se puede ver nada del otro lado …

Pero Saxon no escuchaba. Una frase se le había pegado, contagiándola: «Oakland es justamente un lugar para partir». Nunca había pensado en esa ciudad de una manera parecida. La había aceptado como un lugar constante para vivir y hasta como el fin en sí mismo de su existencia. Pero, como el sitio para comenzar algo, para partir hacia lo lejos… ¿Y por qué no? ¿Acaso no era igual a cualquier otra estación de ferrocarril o de ferry-boat? Sí, ciertamente, por lo menos tal cual se desarrollaban los hechos Oakland no servía para vivir permanentemente allí. El muchacho tenía razón. Era un punto de partida. Pero ¿para ir hacia dónde? Se detuvo bruscamente en la asociación de sus pensamientos ante los tirones del hilo que tenía sujeto de la mano. Comenzó a sacarla con ambas manos rápida, diestramente, alentada por el muchacho, hasta que el anzuelo, el flotador y un gran pescado fueron a parar al fondo del bote. El pescado ya estaba libre del gancho. El muchacho lo acomodó a su lado con vida, mientras cerraba el libro.

—Picarán tan rápidamente como los podamos extraer —dijo el muchacho.

Pero la pesca no fue tan inmediata como ellos creían.

—¿Leyó alguna vez al capitán Mayne Reid? —le preguntó—. ¿O al capitán Harryant? ¿O a Ballantyne?

Saxon meneó la cabeza.

—¡Y usted dice que es anglosajona! —exclamó con desdén—. ¿Por qué asegura eso? Hay repisas llenas de libros así en la Biblioteca Pública. Tengo dos tarjetas para retirar libros y llevarlos a casa. Una es de mi madre y la otra es mía. Continuamente me llevo alguno, ya sea dentro de la camisa, o sobre el pecho, o debajo de los tiradores. Éstos los sujetan bien. Cierta vez estaba repartiendo periódicos en Market y la calle Dos, y por allí se estaciona una banda de muchachos terribles, y entonces me trabé en una gresca con el cabecilla. Me golpeaba como si quisiera hacerme expulsar todo el aire que guardaba adentro, pero dio justo en un libro. Debía de haber visto la cara que puso. Entonces toda la banda ya se iba a abalanzar sobre mí, pero fue impedida por un grupo de fundidores que estaban cerca y que querían ver una pelea limpia.

—¿Y quién venció? —le preguntó Saxon.

—Nadie —respondió el muchacho con reticencia—. Creí que le ganaba, pero los fundidores dijeron que había empate, y de pronto apareció un policía cuando apenas llevábamos media hora de pelea. Pero usted debía de haber visto la multitud que nos rodeaba. Apostaría a que eran como quinientos …

Bruscamente interrumpió sus palabras para levantar la línea. Saxon también levantó la suya. Y durante las dos horas que siguieron, entre ambos pescaron un total de piezas que pesaban cerca de veinte libras.

Esa noche, mucho después de haber oscurecido completamente, el pequeño bote se encontraba de regreso hacia el estuario de Oakland. El viento era bueno pero no muy abundante, y el bote avanzaba con lentitud, arrastrando un montón de ramas que había recogido el muchacho, pues había dicho que todo eso valdría por lo menos tres dólares si se lo vendía como leña. La marea crecía suavemente bajo la luna llena, y Saxon se dio perfecta cuenta de los lugares ante los cuales pasaban: Tansit, Sandy Beach, los astilleros, la fábrica de clavos, los muelles de la calle Market. El muchacho dirigió la embarcación hacia un embarcadero semiderruído que estaba sobre la calle Castro, y lo amarró junto a los otros balandros colocados en fila, cerca de la piedra y de la arena. Después insistió en que se repartieran equitativamente el resultado de la pesca, ya que Saxon le había ayudado en la tarea, aunque en lo referente a la leña le explicó que ésta le pertenecía por entero, de acuerdo con las normas que se estilaban en esa clase de cosas.

En el cruce de la calle Siete y Poplar se separaron, y Saxon se dirigió sola, a pie, hasta Pine, cargando con su parte de los peces. A pesar de lo cansada que se sentía por las andanzas de todo el día, tenía una agradable sensación de bienestar. Después limpió el pescado y, más tarde, se durmió preguntándose si cuando volvieran los días felices sería capaz de convencerlo a Billy para que consiguiera un bote y salieran los domingos, de la misma manera que acababa de hacerlo.