Durante toda esa noche Saxon permaneció desvelada, sin desvestirse, y cuando se levantó por la mañana se lavó la cara y se peinó, pero tenía la sensación de hallarse extrañamente embotada, como si tuviera la cabeza duramente apretada por una pesada chapa de hierro. Y aquello parecía ejercer una presión constante sobre su cerebro. No se daba cuenta de que era el comienzo de una dolencia. Lo único que percibía era que se sentía muy rara. No tenía fiebre ni frío. La salud de su cuerpo marchaba de la manera que debía ser, y atribuyó su malestar a los nervios, que estaban de acuerdo con sus pensamientos y creyendo, como toda la gente que la rodeaba, que los pensamientos no tenían ninguna relación con las enfermedades.
Tuvo la extraña sensación de sentirse perdida, extraña para sí misma, y el mundo entero en el que se movía le parecía vago; amortajado. Carecía de la agudeza para precisar todo. Había sido abandonada por su vivacidad habitual. Tenía frecuentes olvidos y a veces hacía cosas que no se había propuesto. Así fue que en una ocasión se sintió asombrada de estar colgando la ropa de una semana entera. Y no recordaba haberla lavado, aunque eso había sucedido. Había hervido las sábanas y las fundas de los manteles, así como la mantelería. La ropa interior de lana de Billy la lavó sólo con agua caliente y con jabón hecho en casa, siguiendo la receta que le había dado Mercedes. También se dio cuenta que había comido una costilla de cordero durante el desayuno, lo que quería decir que había estado en la carnicería, pero sin embargo no podía recordarlo. Llena de curiosidad se acercó al dormitorio. La cama estaba hecha y todo en orden.
Cuando oscureció volvió algo en sí. Estaba en la sala, sentada junto a la ventana, y sollozaba sumida en un éxtasis de gozo. Al principio no sabía a qué atribuir su alegría, pero después comprendió que era por la pérdida de la criatura: «Fue una bendición, una bendición», se decía en voz alta al mismo tiempo que se retorcía las manos, pero llena de gozo, como si se apretara los dedos con placer.
Los días pasaron. Tenía escasa noción del tiempo. A veces le parecía que ya habían transcurrido siglos desde que Billy había entrado en la cárcel, y otras creía que aquello había ocurrido la noche anterior, pero a pesar de todo había dos cosas que persistían: que no debía ver a Billy en la cárcel y que era una suerte que hubiese perdido a su criaturita.
Cierta vez vino a visitarla Bud Strothers. Se sentaron en la sala y se pusieron a conversar, y observó fascinada que sus pantalones tenían botamangas[33]. Al día siguiente fue visitada por el representante de la unión obrera. Le respondió de la misma manera que a Bud Strothers, que todo estaba bien, que no necesitaba nada y que podía seguir así, cómodamente, hasta el día en que Billy saliera del encerramiento.
De pronto, se sintió atemorizada. Cuando Billy saliera…, no, no debía ser…, no podía tener otra criatura porque podría vivir, y eso no debía ocurrir, no y mil veces no. Antes escaparía y no volvería a ver a Billy. Cualquier cosa antes que eso sucediera, cualquier cosa.
Pero su temor persistía. Durante una pesadilla aquello se convirtió en un hecho consumado, y despertó sobresaltada, temblando, empapada de sudor frío, gritando. Su sueño había sido muy angustioso. A veces creía no haber dormido en ningún momento, porque padecía de insomnio, que también había sido la causa de la muerte de la madre.
De buenas a primeras un día se encontró en el consultorio del doctor Hentley. Él la miró sorprendido.
—¿Come bien? —le preguntó.
Saxon asintió.
—¿Padece de algún mal serio?
Movió la cabeza negando.
—Todo está en orden, doctor…, sólo que…
—Sí, sí —la alentó el facultativo para que hablase.
Y entonces recordó por qué había venido. Se lo dijo simplemente, explícita. El médico meneó lentamente la cabeza.
—Eso no puede hacerse, pequeña mujer.
—¡Oh, sí que se puede! ¡Sé que se puede! —exclamó ella—. Lo sé, lo sé.
—No me refiero a eso —le respondió—. Quiero decirle que no se lo puedo decir, que no me atrevo. Es contrario a la ley. Actualmente en la cárcel de Leavenworth hay un médico por esa causa.
Ella le rogó en vano. El médico le dio el ejemplo de su propia mujer e hijos, cuyas vidas no tenía derecho a arriesgar.
—Además —agregó—, ahora no hay ninguna probabilidad.
—Pero debe haberla, es seguro que debe ser así —insistió ella.
Entonces Saxon le abrió su alma, le contó su primer año de dicha con Billy, los tiempos duros que habían llegado junto con las dificultades obreras, el cambio que se había producido en Billy, el amor que había cesado y el profundo horror que sentía. Concluyó diciendo que sería otra cosa bien distinta si la criatura muriese. Podría sufrirlo nuevamente. Pero, en vez, si el niño vivía… Billy saldría en seguida de la cárcel y el peligro recomenzaría. Sólo eran unas pocas palabras, pero no se lo diría a nadie, ni aun siendo arrastrada por el empuje de potros salvajes.
El médico terminó agitando la cabeza.
—No se lo puedo decir, pequeña mujer. Es una vergüenza pero no puedo arriesgarme. Tengo las manos sujetadas. Nuestras leyes están completamente equivocadas, pero debo tener en cuenta a los que me son queridos.
Cuando ella se levantó el médico pareció que desfallecía.
—Venga aquí —le dijo—. Siéntese más cerca.
Se disponía a hablarle al oído cuando, bruscamente, con súbita cautela, cruzó rápidamente la sala, abrió la puerta y miró hacia afuera. Se sentó nuevamente y acercó tanto su silla que casi le tocaba los brazos a Saxon. Cuando se aproximó para hablarle la barba casi le hacía cosquillas en la oreja.
—No, no… —la detuvo cuando Saxon quiso agradecerle—. No le he dicho nada. Usted vino para consultarme sobre su salud en general, y se encuentra mal, abatida…
Y al mismo tiempo que le hablaba la acompañó hasta la puerta. Cuando la abrió se encontró con un paciente para el dentista, que atendía en consultorio contiguo y que esperaba en el vestíbulo. El doctor Hentley levantó la voz:
Lo que usted necesita es el tónico que le receté. No lo olvide. Y no duerma mucho cuando tenga apetito otra vez. Coma muchos alimentos nutritivos, carne de vaca, mucha carne de vaca pero no asada. Buenos días.
A veces, cuando la casita silenciosa se le hacía insufrible, Saxon se echaba una pañoleta sobre la cabeza y caminaba hasta el muelle de Oakland, o sino cruzaba las playas del ferrocarril y las marismas hasta llegar a Sandy Beach, donde Billy le dijera que había nadado. También, saliendo de Transit, ascendía los escalones de una escalera precaria de hierro y cruzaba por encima de montones de tarugos y llegaba hasta Rock Wall, que se hundía profundamente en la bahía, y que era como una valla entre la parte llana, pantanosa, y el canal azotado por las correntadas[34] del estuario Oakland. Allí sentía las brisas frescas del mar y Oakland quedaba detrás en medio del humo, mientras que a través de la bahía se podía divisar la humareda que anunciaba la presencia de San Francisco. Grandes barcos iban y venían por el estuario, y buques con grandes mástiles eran arrastrados por remolcadores de chimeneas rojas.
Observó a los marineros de aquellos buques y se preguntó sobre los viajes largos y las tierras lejanas hacia las que se dirigían, y también qué libertad era la que aquéllos gozaban. ¿O acaso vivían dentro dé un mundo cruel, sin arrepentimientos, como los habitantes de Oakland? ¿Y eran tan incorrectos, injustos y brutales en su trato con sus compañeros como los habitantes de aquella ciudad? Parecía que no era así, y a veces deseó subir a bordo, viajar e ir a cualquier parte sin importarle el destino, sólo para alejarse del mundo al que le había entregado todo lo que tenía y que tan mal la había retribuido.
No siempre sabía exactamente cuándo dejaba la casa y hacia dónde la llevaban sus piernas. Cierta vez se encontró en una parte extraña de Oakland. La calle era ancha y a los costados había hileras de árboles que daban sombra. El césped era aterciopelado, interrumpido sólo por una acera de cemento, y llegaba hasta la acequia. Las casas estaban situadas más hacia adentro y eran grandes. Se decía que aquéllas eran mansiones. Algo se agitó dentro de ella al ver a un joven sentado en el asiento delantero de un automóvil de turismo que estaba detenido en un recodo. La miraba con curiosidad. Saxon lo reconoció: era Roy Blanchard, aquél a quien Billy había amenazado con zurrar frente al café Forum. Junto al vehículo, sin sombrero, había otro joven de pie. También lo recordaba. Era el que en la fiesta donde había conocido a Billy, había arrojado el bastoncillo a las piernas del corredor, lo que finalmente precipitó la gresca general. La miraba con curiosidad de la misma manera que Blanchard, y Saxon se dio cuenta de que ambos estaban hablando de ella. Los labios de los jóvenes aún se movían. Se sintió invadida por una violenta ola de rubor y apresuró el paso. Blanchard saltó del vehículo, se le acercó y se quitó el sombrero.
—¿Le sucede algo? —le preguntó.
Agitó la cabeza negando. Se detuvo pero manifestó el deseo de seguir adelante.
—Yo la conozco —dijo mientras observaba su rostro—. Usted estaba con el huelguista que prometió liquidarme.
—Es mi esposo —dijo ella.
—Oh, usted tiene suerte —la miró complacido, lleno de franqueza—. ¿Pero a usted no le puedo ser útil en algo? Le sucede algo…
—No, estoy muy bien —dijo Saxon—. Estuve enferma —mintió porque nunca se le había ocurrido pensar que su estado de ánimo se debía a una enfermedad.
—Pero parece enferma —insistió él—. Puedo llevarla en el auto hasta donde lo desee. No me producirá ninguna molestia. Me sobra tiempo.
Saxon negó con la cabeza.
—Sólo… quería saber… dónde tengo que tomar… el tranvía para la calle Ocho… No vengo con frecuencia hacia esta parte de la ciudad.
El joven le indicó dónde debía tomar el tranvía eléctrico y cómo tenía que hacer para trasbordar, y entonces Saxon se sorprendió de la distancia que había recorrido.
—Gracias —le respondió—. Adiós.
—¿Está segura de que no puedo servirla en algo?
—Completamente segura.
—Bueno, adiós —sonrió con buen humor—. Y dígale a su marido que se mantenga en buenas condiciones. Es posible que le exija mucho cuando se enfrente conmigo.
—Oh, pero no podrá pelear con él —le advirtió Saxon—. No debe hacerlo. No tendría fuerzas ni para empezar.
—Eso está muy bien de su parte —le respondió admirado—. Es lo que le corresponde hacer a una mujer por su hombre. La mayoría de las mujeres se asustarían de que él pudiera ser aniquilado.
—Pero no estoy asustada por él, sino por usted. Es un boxeador terrible. Usted no tendría ninguna esperanza, porque sería como…, como…
—¿Cómo robarle el caramelo a un chico? —terminó de decir Blanchard.
—Sí —asintió con un movimiento de cabeza—. Habría que llamarlo de esa manera. Y le digo que se ponga en guardia, que tenga cuidado con él. Ahora debo irme. Adiós, y gracias otra vez.
Saxon avanzó por la vereda, escuchando aún en sus oídos el alegre saludo con que la había despedido. Reconocía honradamente que era amable, pero sin embargo era de esos «diablos», uno de los patrones que según Billy eran los responsables de todas las crueldades sufridas por los trabajadores, de las penurias de las mujeres, del castigo soportado por los asalariados que llevaban los trajes rayados de San Quintín, o que se encontraban en la capilla aguardando la hora de la muerte. Sin embargo era amable, simpático, limpio, bueno. Hasta podía leer su interior en el rostro. Pero ¿cómo podía ser así si era responsable de tantas maldades? Agitó la cabeza, cansada. No había comprensión ni explicación en este mundo, en este maldito mundo que destruía a las pequeñas criaturas y que secaba los pechos de las mujeres.
No se sintió sorprendida por haberse encontrado en ese barrio de residencias hermosas. Eso formaba parte de sus rarezas, como muchas otras cosas que hacía sin darse cuenta. Pero debía tener cuidado. Era mejor caminar por las marismas y por Rock Wall.
Este último lugar le gustaba especialmente. Allí había como una libertad absoluta, una vastedad sin fin que la hacía respirar libremente y extender las manos hacia adelante para abrazarla e incorporarla a sí misma. Era un mundo más natural, racional. Podía comprender a los cangrejos verdes con garfios blancuzcos que se deslizaban frente a ella y que veía encima de las rocas cuando el mar se retiraba. Allí todo era sin esperanza, como la enorme muralla, pero nada parecía artificial. No había gente, leyes ni conflictos entre los hombres. La marea ascendía y descendía; el sol salía y se ponía; y cada tarde, con regularidad, el fuerte viento del Oeste llegaba e irrumpía a través de la Puerta de Oro, oscurecía y rizaba el agua, hacía marchar los veleros. En todo había orden sin rozamientos, todo era gratuito. La leña estaba al alcance de la mano y nadie la vendía en bolsas. Los niños pescaban con cañas sobre las rocas y nadie podía alejarlos por haber saltado el cerco, de la misma manera que había sucedido con Billy y Carlt Hutchins cuando fueron chicos. Billy le había contado de la perca grande pescada por Carl durante un día de eclipse, cuando ni siquiera podía imaginar que un día se vería encerrado, vistiendo el uniforme de presidiario.
Y allí también había alimento gratis. Un día que contemplaba a los chicos y que no había probado bocado, los imitó y recogió almejas debajo de las rocas cuando las aguas se retiraban, y las cocinó sobre un fuego que encendió entre las rocas. Tenían un sabor magnífico. Aprendió a arrancar las pequeñas ostras adheridas a las piedras, y cierta vez se encontró con un montón de peces recién sacados del agua que habían sido olvidados por los chicos.
Allí, a la distancia, en las ciudades, estaban las pruebas de la obra siniestra del hombre. La corriente le trajo meloncitos. Flotaban y eran arrastrados por el estuario en gran cantidad. Podía recogerlos al quedar enganchados sobre las rocas, y con paciencia recogió más de una veintena de ellos, pero habían quedado inutilizados mediante un corte muy agudo que permitía que el agua salada entrara en su interior. No podía comprender eso. Le preguntó a una mujer vieja y portuguesa que recogía ramas.
—Es la gente que tiene demasiado quien se encarga de hacer eso —le explicó la anciana, irguiéndose con tanto esfuerzo que casi creyó que la oía crujir. Sus ojos negros se encendieron de rabia, sus labios agrietados, cerrados y apretados sobre las encías, se retorcieron amargamente—. Es la gente que tiene demasiado. Lo hacen para mantener los precios. Los arrojan por la borda en San Francisco.
—¿Pero por qué no los regalan a las gentes pobres? —le preguntó Saxon.
—Porque deben mantener los precios.
—Pero la gente pobre no los puede comprar, de cualquier manera —dijo Saxon—. Eso no podría perjudicar los precios. La anciana se encogió de hombros.
—No sé. Así acostumbran a hacerlo. Calan los melones para que la gente no pueda recogerlos y comerlos de ninguna manera. Lo mismo sucede con las naranjas y las manzanas. Ah, y los pescadores… Existe el trust. Cuando recogen mucha pesca el trust la arroja por la borda en el Muelle de los Pescadores, y son botes enteros de hermosos pescados que se hunden y desaparecen, y nadie los recoge, nadie, y sin embargo están muertos y son muy buenos para comer.
Y Saxon no podía comprender un mundo así…, donde algunos hombres tenían tanto alimento que lo arrojaban y hasta pagaban a otros por el trabajo de inutilizarlo antes de ser arrojado. Y en ese mundo había gente que carecía del alimentó suficiente, y cuyas criaturas se morían precisamente porque la leche de las madres no servía para alimentarlas, y los hombres jóvenes se mataban entre sí para conseguir una posibilidad de trabajar, y los hombres y mujeres ancianos debían marchar y encerrarse en asilos porque no había alimentos para ellos en las pequeñas chozas que tuvieron que abandonar llorando. Se preguntaba si todo el mundo era así, y recordó lo que Mercedes le había contado. Sí, el mundo entero era así. ¿Acaso Mercedes no había visto a diez mil familias padeciendo de hambre en la India milenaria y lejana, y no le había dicho que sus propias joyas hubiesen servido para alimentar y salvarlos? Sí, el asilo y la cuba con salmuera para los estúpidos, las joyas y los automóviles para los inteligentes.
Y ella era uno de esos seres estúpidos. Debía ser así, porque todas las apariencias se lo demostraban. Sin embargo, tuvo resistencias a reconocerlo de esa manera. No era estúpida, como tampoco su madre y aquellos pioneers anteriores a ella. Y sin embargo no podía ser de otra manera. Allí permanecía sentada sin nada en la casa para comer, y su marido encerrado en la cárcel y convertido en una bestia bruta, y ella, también, con los brazos y el corazón vacíos, sin la criaturita que ahora viviría de no ser por aquellos estúpidos que armaron una batahola frente a su casa, cuando reñían por aquellos malditos puestos.
Permanecía sentada allí, y por detrás estaba el humo de Oakland y, hacia adelante, a través de la bahía que contemplaba, el humo de San Francisco. Y sin embargo el sol, el viento eran buenos, como el penetrante aire salino que podía oler. Y también el cielo azul, con sus nubes que se arremolinaban, era algo bueno. Toda la naturaleza era buena, sensible, beneficiosa. El mundo de los hombres era lo malo, lo terrible, lo enloquecido. ¿Por qué los estúpidos eran estúpidos? ¿Acaso ésa era una ley de Dios? No, no podía ser así. Dios había hecho el viento, el aire y el sol. En vez, el mundo del hombre había sido hecho por el hombre, y aquélla había sido una tarea nauseabunda. Y sin embargo, recordaba perfectamente que en el orfelinato le habían enseñado que Dios lo había hecho todo. También su madre había creído en eso, en aquel Dios. Y las cosas no podían ser diferentes porque todo estaba establecido.
Durante un instante Saxon quedó irremediablemente aplastada, pero después se rebeló, encendida por la protesta. Y en vano se preguntaba por qué Dios le había deparado eso. ¿Qué había hecho para merecer tal suerte? Rápidamente revisó su existencia tratando de hallar los pecados que podría haber cometido, pero no los encontró. Siempre había obedecido: a su madre, a Cady, el tabernero, a la esposa de Cady, a la superiora y a las otras mujeres cuando estuvo en el asilo de huérfanos, a Tom cuando vivió en su casa, y nunca se dedicó a dar vueltas por las caves porque él no lo quería. Y en la escuela siempre había ascendido por su propio esfuerzo, honorablemente, y jamás su conducta dejó de ser la mejor de todas. Y había trabajado desde que dejó la escuela hasta que se casó, y también había sido una buena obrera. El pequeño hebreo, encargado de la fábrica de cajas de cartón, casi lloró el día que abandonó el taller. Lo mismo sucedió en el establecimiento de envasado. Era una de las mejores de la fábrica de yute cuando ésta cerró sus puertas. Y siempre se mantuvo en el camino recto. Y no era fea y tampoco carecía de atractivos. Había conocido las tentaciones y los peligros. Algunos hasta habían enloquecido por ella. La habían perseguido y se habían peleado entre sí de una manera tal que cualquier muchacha hubiese perdido la cabeza. Y después había aparecido Billy, que fue como su recompensa. Y se había entregado a él, a su casa, a todo aquello que acrecentaría su amor. Pero ahora ambos se hundían profundamente en medio de la vorágine sin sentido, de la miseria y de la desolación de este mundo construído por el hombre.
No, Dios no era responsable. Ella misma hubiese podido hacer un mundo mejor…, más hermoso y correcto. Y como las cosas se desarrollaban de esa manera, Dios no tenía la culpa, no podía hacer ninguna chapucería. La superiora, su madre habían estado equivocadas. Entonces sucedía que la inmortalidad no existía, y Bert, desaforado y loco, Bert cayendo frente a su propia casa y gritando locamente su muerte, había tenido razón, sólo que ya estaba muerto.
Y ahora, contemplando la vida desde ese otro punto de vista, ya despojada de todo lo sobrenatural, Saxon se hundía en el pesimismo. No tenía ningún objeto mantener una conducta recta en el mundo y tampoco existía un trato correcto para ella que ya se había ganado una recompensa, ni para los millones de otros seres que trabajaban y morían como animales. Como muchos pensadores antes que ella, Saxon llegó a la conclusión de que el mundo era inmoral y que no tenía interés para el hombre.
Y ahora se encontraba sentada, pero más aplastada y desesperanzada que cuando incluyó a Dios en el universo de la injusticia. Mientras existiera Dios, había la posibilidad de un milagro, de alguna intervención sobrenatural, de alguna recompensa bendita e inefable. Pero si Dios faltaba el mundo era una trampa sin remedio. Se sentía como un pajarillo atrapado por los chicos y encerrado en una jaula. Y eso sucedía porque el pajarillo era estúpido. Pero se rebeló. Se había agitado y revoloteado y había estrellado su alma contra la dura realidad de las cosas, de la misma manera que la avecilla contra las varillas de alambre. Pero no se sentía estúpida, y asimismo la trampa no le pertenecía. Debía existir alguna puerta de salida. Si los muchachos que hacían el dragado de los canales y los que fabricaban los durmientes para el ferrocarril, que era como decir los seres más inferiores de la tierra, habían encontrado el camino de salida y podían llegar a ser presidentes de la nación, según le habían enseñado a ella en la escuela, gobernando por encima de aquéllos que se consideraban inteligentes, de la misma manera podría encontrar su puerta de escape y lograría la modesta recompensa que anhelaba: Billy, sólo un poco de amor y de felicidad. Y le importaría poco que el mundo fuera inmoral, que Dios o la inmortalidad existieran. Estaba dispuesta a encaminarse a la tumba, permanecer en sus tinieblas eternamente, caer en los cubos de salmuera y permitir que los jóvenes cortaran su carne muerta para…, estaba dispuesta a todo si obtenía solamente una pequeña recompensa de dicha en esta vida.
¡Y cómo trabajaría para ser feliz! ¡Y cómo valoraría la dicha, hasta en sus mínimas partículas! ¿Pero de qué manera conseguirla? ¿Cuál era el camino que conducía a ella? No lo podía adivinar. Sus ojos sólo veían el humo de San Francisco, el de Oakland, el lugar donde los hombres se rompían la cabeza y se mataban unos a otros, el sitio donde perecían las criaturas ya vivientes y aquellas otras que estaban por nacer, y donde las mujeres lloraban con los pechos lacerados.