Después de unos días las inflamaciones y equimosis desaparecieron con sorprendente rapidez. La curación de sus heridas era un testimonio evidente de la calidad de su sangre. Sólo quedaban sus ojos ennegrecidos, detalle llamativo considerando que su rostro era muy blanco. El color de los moretones se fue perdiendo lentamente luego de medio mes, y en ese lapso se produjeron diversos acontecimientos de importancia.
El proceso de Otto Frank llegó a su fin, fue considerado culpable por un notable jurado formado por hombres de negocios y profesionales, y fue condenado a la pena de muerte. Se le condujo a San Quintín para llevar a cabo la ejecución.
El caso de Chester Johnson, así como los de los otros catorce, llevó más tiempo, pero de la misma manera también fue sentenciado. Chester fue condenado a la horca. Dos recibieron prisión perpetua, tres veinte años de cárcel y los otros entre dos y diez años de prisión.
Eso hundió a Saxon en la depresión más profunda. Billy se ensombreció pero su espíritu combativo no disminuyó.
—Siempre sucede que algunos hombres caen muertos en la batalla —dijo—. Eso podía darse por descontado. Pero el modo como los condenaron es lo que me subleva. Todos los culpables son responsables de la matanza, o sino ninguno tiene la culpa. Y si es así todos debieron recibir el mismo castigo. Deberían colgarlos como a Chester Johnson, o sino no deberían hacer nada con ninguno. Me gustaría saber simplemente de qué manera el juez forma sus ideas al respecto. Debe ser algo semejante a llenar los cartones con los números de la lotería. Se juega como a los codazos. Lo mira a un muchacho y espera a que se le ocurra un número. Si no fuera de ese modo ¿cómo se las arregló para meterle cuatro años a Johnny Black, y veinte a Carl Hutchins? Como juega a la lotería pudo ser tan justo precisamente al revés: Carl Hutchins hubiese podido ser condenado a cuatro años y Johnny Black a veinte. Conozco bien a los dos muchachos. Siempre andaban con el grupo de la calle Diez y Kirkham, aunque a veces se juntaban con nosotros. Siempre íbamos a nadar después de terminar las clases hasta las marismas de Sandy Beach, en Transit Slip, donde se dice que las aguas tienen sesenta pies de profundidad, sólo que no es así. Y cierta vez, un jueves, pescamos una cantidad de almejas y jugamos al hockey con ellas, y después las llevamos a la ciudad. Y también solíamos ir hasta Rock Wall para pescar. Cierto día, recuerdo que había eclipse, Carl sacó una perca grande como media puerta. Jamás había visto un pez así. Y ahora deberá vestir a rayas durante veinte años. Pero tiene la suerte de ser soltero. Si no se muere antes, cuando salga de la cárcel será un hombre viejo. La madre de Carl no quería que fuera a nadar, y cada vez que sospechaba que eso había ocurrido le lamía los pelos con la lengua. Si tenían un gusto salado recibía unos cuantos cintazos[32]. Pero él se dio cuenta. Antes de entrar en su casa saltaba la verja de otra y metía la cabeza debajo de la canilla.
—Yo acostumbraba bailar con Chester Johnson —dijo Saxon—, y conozco a su mujer, a Kittie Brady, desde hace mucho tiempo. Trabajaba conmigo en la fábrica de cajas de cartón. Se marchó a San Francisco con sus hermanas casadas. Creo que también va a tener un bebé. Era muy bonita y siempre tenía un montón de muchachos que la querían.
La declaración de culpabilidad y las condenas severas produjeron el peor de los efectos entre los hombres de la unión obrera. No hubo desaliento, sino que se intensificó la amargura reinante. El arrepentimiento que demostró Billy por haber peleado, el afecto y la dulzura que sintió mientras Saxon le curaba las heridas, todo eso quedó olvidado. Meditaba y refunfuñaba mientras estaba en casa, y al mismo tiempo sus palabras tenían el mismo tono que las de Bert cuando aquel mohicano fue muerto. Así mismo, permanecía alejado de la casa más tiempo y nuevamente bebía en abundancia.
Saxon creyó que perdía todas las esperanzas. Estaba a punto de creer inevitable la tragedia que su fantasía enferma le pintaba de mil maneras diversas. Muy frecuentemente se le había ocurrido pensar que Billy era traído hasta su casa sobre una camilla. A veces se imaginaba que la llamaban del almacén de la esquina: era una comunicación telefónica, entonces escuchaba distintamente una voz de hombre que le decía que su marido estaba muerto en el hospital o en la morgue. Y cuando se produjeron los misteriosos envenenamientos de caballos y la residencia de uno de los dueños de carros fue semidestrozada por la dinamita, ya imaginaba que Billy estaba en prisión, que usaba el traje a rayas, o que ascendía al cadalso de San Quintín y, al mismo tiempo, veía su casita de la calle Pine asediada por reporteros y fotógrafos.
Sin embargo, su imaginación vivaz no logró intuir la verdadera catástrofe. Harmon, el fogonero que se hospedaba en su casa, al ir a su trabajo y pasar frente a la cocina, se detuvo para contarle a Saxon el descarrilamiento de un tren del día anterior en los pantanos de Alviso, y de qué manera el maquinista, aplastado debajo de la máquina pero que había resultado ileso, fue arrastrado y ahogado por una ola que se lo llevó. Billy llegó cuando el hombre terminaba de contarle lo sucedido, y Saxon se dio cuenta por el sombrío reflejo que había en sus ojos que había bebido nuevamente. Billy miró a Harmon con descaro, no lo saludó, tampoco lo hizo con Saxon, y se apoyó contra una pared.
Harmon sintió que la escena era desagradable e hizo lo imposible por aparentar despreocupación.
—Le estaba contando a su esposa… —comenzó diciendo, pero fue bruscamente interrumpido.
—No me interesa lo que le estaba contando. Pero tengo algo que decirle, señor. Mi esposa le hizo demasiadas veces la cama para que sea de mi agrado.
—¡Billy! —exclamó Saxon con el rostro enrojecido por el resentimiento, la ofensa y la vergüenza.
Billy no le hizo caso. Harmon decía:
—No comprendo…
—Bueno, usted no me agrada —le dijo Billy—. Usted me obstruye el camino. Salga del paso. Salga, ¡diablos! ¿No entiende lo que le digo?
—No sé lo que le pasa —le dijo Saxon apresuradamente al fogonero—. No es el mismo de antes. ¡Estoy avergonzada, tan avergonzada!
Billy se volvió hacia ella.
—Cierra la boca y no te metas en esto.
—Pero Billy… —protestó ella.
—¡Sal de aquí! Dirígete a la otra habitación.
—Yo… —intervino— debo decirle que… ¡ésa no es la manera de comportarse de un hombre! …
—¡Ya he perdido bastante tiempo con usted! —le respondió Billy.
—Pagué regularmente mi alquiler ¿no es cierto?
—Debería hacerle saltar la cabeza. No veo ninguna razón para dejarlo de hacer.
—Si llegas a hacer eso…, Billy —comenzó diciendo Saxon.
—¿Todavía sigues aquí? Bueno, si no te vas a la otra habitación te obligaré a que lo hagas.
Con la mano le apretó el brazo. Por un instante ella se resistió. Pero la carne quedó como aplastada debajo de sus dedos, y entonces comprendió la enorme fuerza que tenía.
Se encaminó a la sala y se recostó en el sillón bajo, y comenzó a sollozar pero prestando atención a lo que se desarrollaba en la cocina.
—Me quedaré hasta fin de semana —decía el fogonero—. Pagué por adelantado.
—Creo que se equivoca —escuchó que decía en un tono apagado la voz de Billy. Las palabras parecían un susurro pero sin embargo podía adivinarse que temblaban coléricamente—. No podrá marcharse muy rápidamente si es que quiere salir sano y salvo…, usted o los individuos como usted. En cualquier momento me siento dispuesto a hacer algo.
—Sé qué usted es un gran pegador… —empezó a decir el fogonero.
De pronto se oyó el impacto inconfundible de un golpe, el choque de copas que se rompían, el bochinche de una pelea que se desarrollaba en el porche de atrás. Por último se escuchó la caída de un cuerpo sobre los peldaños. También se dio cuenta que Billy volvía a la cocina, que andaba de un lado a otro y que barría los vidrios rotos de la puerta. Después, se lavó en la pileta y silbaba mientras se secaba la cara y las manos hasta que por fin se dirigió hacia la sala. Saxon le miró. Estaba aplastada, muy triste. Billy se detuvo indeciso, como si estuviera pensando algo.
—Me voy al centro —dijo—. Tengo una asamblea en la unión. Si no regreso es porque ese marmota me hizo arrestar.
Abrió la puerta y se detuvo. Saxon sabía que la estaba mirando. Luego cerró la puerta y escuchó cómo sus pisadas se alejaban después de descender los escalones.
Saxon estaba estupefacta. No podía pensar, no sabía qué pensar. Todo era incomprensible, increíble. Siguió recostada en el sillón con los ojos cerrados. Se sentía vacía, como aplastada por un peso de plomo, ligo así como si sintiera que había llegado hasta el final de los sucesos y de las cosas.
Oyó voces de niños jugando en la calle y entonces salió de su ensimismamiento. Ya la noche había descendido sobre las cosas. Avanzó hacia la lámpara y la encendió, fue a la cocina y contempló asombrada, con los labios temblorosos, la escasa comida qué había quedado a medio hacer. El fuego se había extinguido y el agua se había evaporado de la ollita que contenía las patatas. Cuando levantó la tapa sintió el olor a quemado. Restregó y limpió la ollita meticulosamente, ordenó las cosas y peló y cortó las patatas para freírlas al día siguiente. Y de la misma manera se marchó inmediatamente a la cama. No sentía nerviosidad sino algo plácido pero que era anormal, tan anormal que cuando cerró los ojos se quedó profundamente dormida, y no despertó hasta que los rayos de sol penetraron en la habitación.
Fue la primera noche que Saxon y Billy durmieron separados. Se sentía asombrada de no haber permanecido despierta e inquieta por él. Se mantuvo acostada con los ojos muy abiertos, sin pensar en nada, hasta que le llamó la atención el dolor que sentía en el brazo, en el lugar donde Billy la había apretado. Lo examinó y percibió que la carne tenía un color negro y azulado en ese sitio. Realmente estaba perpleja, y no porque esa lesión fuera producida por el ser a quien amaba en el mundo, sino por el simple hecho de que una presión tan instantánea produjera un efecto semejante. La fuerza de un hombre es, algo terrible, y de pronto se encontró interrogándose a sí misma si Charley Long sería tan fuerte como Billy.
Recién cuando terminó de vestirse y encendió el fuego comenzó a preocuparse de cosas más inmediatas. Billy no había regresado, y ella pensó que había sido arrestado. ¿Qué haría?…, ¿dejarle en la prisión, alejarse y comenzar nuevamente otra vida distinta? Ciertamente que era imposible vivir con un hombre que se había comportado de esa manera, pero, inmediatamente, acudió a su mente otro pensamiento: ¿es posible que sea así? Porque después de todo era su esposo, para bien o para mal, y la frase se repetía continuamente dentro de ella, como si fuese un sonsonete que acompañara a otros pensamientos que surgían en su conciencia. Abandonarle era confesarse derrotada. De pronto apeló al recuerdo de su madre. No, Margarita no se hubiese rendido jamás. Había luchado, y ella, Saxon, también debía hacer lo mismo. Y además, aunque lo reconoció fríamente, Billy era mejor que la mayoría de los maridos, mejor aún que cualquier marido de que ella tuviese noticia, volvió a decirse a sí misma, recordando muchas de sus delicadezas y atenciones y sobre todo aquella frase que él solía repetir: «Nada es demasiado bueno para nosotros. Los Roberts no sirven para lo barato».
A las once recibió una visita. Era Bud Strothers, compañero de Billy en los trabajos de la huelga. Le contó que Billy se negó a aceptar lana fianza o un abogado, y solicitó ser juzgado por el tribunal, habiéndose declarado culpable previamente y hallándose dispuesto a sufrir una multa de sesenta dólares o sino treinta días de prisión. También se había negado a aceptar que los muchachos le pagaran la multa.
—Está completamente loco —le dijo Strothers—. No quiere saber nada de razones. Dice que cumplirá su condena en la cárcel. Creo que bebió mucho últimamente, supongo. Las ruedas se le escapaban. Aquí tiene una nota que me entregó para usted. Si le hace falta algo en cualquier momento, no tiene nada más que mandarme llamar. Los muchachos siempre estarán junto a la esposa de Billy. Usted es de las nuestras, ya lo sabe. ¿Qué tal se encuentra de fondos?
Orgullosamente rechazó la idea de que le hacía falta dinero, y sólo cuando el hombre se fue decidió leer la nota de Billy.
Querida Saxon:
Bub Strothers te va a entregar esto. No te inquietes por mí. Voy a tomar mi remedio. Ya sabes que me lo merezco. Creo que me volví loco. Me apena lo que hice, de cualquier modo. No quiero que vengas a verme, no deseo que lo hagas. Si necesitas dinero la unión te entregará algo. El agente del negocio está bien. Saldré dentro de un mes.
Saxon, sabes bien que te amo, y por esta vez perdóname, ya que nunca deberás perdonarme nuevamente.
Billy.
Después de Bud Strothers vinieron Maggie Donahue y Maggie Olsen, que se le acercaron para reanimarla, y se mostraron cautamente tímidas en sus ofrecimientos de ayuda, y también evitaron cuidadosamente cualquier alusión sobre la conducta de Billy.
Durante la tarde la visitó James Harmon. Cojeaba un poco y trataba de mostrarse bien, evitando de que ella viera los efectos que la gresca habían causado en su cuerpo. Trató de decirle algo a modo de disculpa pero él no quiso escuchar.
—No la culpo a usted, señora Roberts —dijo—. Sé que no fue cosa suya. Pero sospecho que su marido se hallaba algo excitado. En general estaba un poco desvariado y tuve mala suerte de que me enfrentara encontrándose en tan mal momento. Eso fue todo.
—Pero, aún así …
El fogonero meneó la cabeza.
—Lo sé todo. También yo acostumbraba a castigarme con la bebida, y por eso hice algunas cosas bastante cómicas durante esos días. Y siento haberle denunciado y prestado declaración. Pero sentía calor en el cuello. Ahora estoy más fresco y me pesa de verdad haber hecho eso.
—Usted es muy bueno y muy amable —dijo ella, y en seguida comenzó a balbucear las cosas que le preocupaban—. Usted…, ahora… no podrá quedarse… aquí, estando él afuera…
—Sí, no quedaría bien, ¿eso es lo que quiere decirme? Bueno, en seguida empaquetaré y ataré mis cosas, y a las seis de la tarde vendrá un carro para buscarlas. Aquí tiene la llave de la puerta de la cocina.
A pesar de que se resistió, Saxon insistió en devolverle parte del dinero que había pagado por adelantado, pues el tiempo aún no se había cumplido. Cuando se dispuso a partir le estrechó la mano cordialmente y le hizo prometer que si llegaba a necesitar algo acudiría en su busca.
—Bueno —dijo—. Estoy casado y tengo dos muchachos. Uno de ellos está afectado de los pulmones y mi mujer los acompaña viviendo al aire libre, en Arizona. A mí las cosas se me facilitaron por los traslados que conseguí en el ferrocarril.
Cuando terminó de bajar los peldaños, Saxon se preguntó cómo podía ser que un hombre tan atento y bueno viviera en un mundo loco y cruel como éste.
El muchacho de los Donahue arrojó ante su puerta un ejemplar del diario de la noche que le sobraba, y Saxon se encontró con que allí había media columna dedicada a Billy. Eso no era muy lindo, que digamos. El hecho de haber sido conducido ante el tribunal con los ojos ennegrecidos a golpes había sido bien notado. Se le trataba como un canalla, como un haragán, un pegador rudo, cuya presencia en las filas obreras constituía una verdadera vergüenza para el movimiento de los trabajadores organizados. Él había confesado que el ataque de que era culpable había sido hecho sin ninguna provocación, algo realmente atroz, y si ése era un representante genuino de los huelguistas de los camioneros, lo único que quedaba por hacer era acabar sin ningún miramiento con la unión a que pertenecían, y expulsar, inmediatamente de Oakland a todos sus componentes. Finalmente el diario se lamentaba de la benevolencia de la condena. Decía que por lo menos le correspondían seis meses de prisión, y se citaba la declaración del juez en el sentido de que también lamentaba una sanción tan suave, lo que se hizo teniendo en cuenta las condiciones de la prisión, que ya estaba atestada más allá de su capacidad de alojamiento por las numerosas detenciones ocurridas en las distintas huelgas.
Esa noche, recostada en el lecho, Saxon se sintió por primera vez muy sola en su vida. Dentro de su alma tenía un verdadero torbellino de cosas, y su descanso fue repetidamente interrumpido por las apariciones de Billy al lado suyo. Finalmente encendió la lámpara y se quedó mirando fijamente hacia el cielo raso con los ojos muy abiertos, mientras pasaba revista a los detalles del desastre que había caído sobre ella. Podía perdonar y también podía negarse a hacerlo. Ese golpe contra el amor de su vida había sido demasiado salvaje, brutal. Su orgullo estaba muy herido como para volver al recuerdo de aquel Billy que había amado antes. La comprensión desaparecía como si fuera un vino dentro del cuerpo: se evaporaba, se dijo para sí misma. Pero la frase no era suficiente para absolver al hombre que había dormido a su lado y a quien se había consagrado por entero. En la soledad de su lecho lloró mucho tratando de olvidar la crueldad incomprensible de Billy, y hasta apoyó la mejilla en la parte del brazo que le había herido, pero sin embargo el resentimiento la seguía quemando por dentro, y era como una llama constante de protesta contra Billy y contra todo lo que él había hecho. Tenía la garganta reseca y dentro de su pecho la oprimía un dolor incesante ante lo que había perdido. ¿Por qué, por qué sucedía todo eso…? Pero no obtuvo ninguna respuesta en aquel enigma.
Durante la mañana recibió la visita de Sara, la segunda desde que se había casado, y en seguida supuso cuál era el motivo diabólico que la movía a hacerlo. No se requería mucho esfuerzo para sacar a flor de piel todas las reservas de amor propio que Saxon guardaba aún dentro de sí misma. Se negó completamente a defenderse. No había nada que defender ni explicar. Todo estaba bien, y aquello no debía interesarle a nadie, de cualquier manera. Eso no hizo otra cosa que ofender más a Sara.
—Ya te lo había advertido, y no podrás negar que procedió de esa manera —estalló Sara—. Siempre estuve convencida de que no era bueno, sólo un pájaro de cárcel, un canalla haragán. Mi alma se me fue al suelo cuando me enteré de que andabas con un boxeador. Siempre te lo dije. Pero nunca quisiste escucharme con tus manías de grandeza y tu apetencia por esos tres pares de zapatos, que están más allá de toda decencia. Creías saber más que yo. Y entonces le dije a Tom: «Todo se terminó con Saxon». Aquéllas fueron las palabras que dije. Y quien juega con el alquitrán termina por ensuciarse ¡Si al menos te hubieses casado con Charley Long! Entonces la familia no se hubiese avergonzado. Y esto es sólo el comienzo, escucha bien lo que te digo. Y sólo Dios sabe cómo terminará este asunto. Todavía ese bravucón será capaz de matar a alguien e irá a la horca. Espera y lo verás, y entonces te acordarás bien de mis palabras. Así como te hagas la cama, de la misma manera te acotarás…
—Ésta es la mejor cama que jamás tuve le dijo Saxon.
—¡Y todavía tienes el valor de hablar así! —se mofó Sara.
—No la cambiaría ni por la cama de una reina —le dijo Saxon.
—Es la cama de un pájaro de la cárcel —le contestó Sara palideciendo.
—Oh, depende del punto de vista —respondió Saxon moleste—. Todo el mundo termina por tomarle el sabor a la cárcel. ¿Acaso Tom no fue arrestado en una reunión callejera de socialistas? En estos tiempos casi nadie se salva de la cárcel.
La flecha dio en el blanco.
—Pero Tom fue absuelto —se apresuró a decir Sara.
—Pero estuvo una noche entera encerrado y sin fianza.
Era imposible responder a eso, y entonces Sara optó por su táctica favorita de atacar por el flanco.
—Es una linda salida de tu parte, pero seguramente tiene algo que ver con los líos que tuviste con el inquilino.
—¿Quién es el que anda diciendo eso? —le dijo Saxon encendida y no pudiendo disimular la indignación.
—¡Oh, hasta un ciego sería capaz de leerlo entre líneas! Todo está bien claro: un inquilino…, una mujer que no se respeta a sí misma…, y el marido que es boxeador… ¿Acaso pudo haber otro motivo para la riña?
—¿Cómo si fuese una riña de familia, no es así? —dijo Saxon dejando caer las palabras con cierto placer.
Sara enmudeció bruscamente, asombrada.
—Y deseo que lo entiendas de una vez por todas —siguió diciendo la más joven—. Las mujeres se ponen orgullosas cuando los hombres pelean por ellas. Y yo soy orgullosa ¿lo oyes? Deseo que se lo cuentes a todas tus vecinas, a todos. No soy una vaca, agrado a los hombres, y éstos se pelean por mí. ¿Y qué valor tiene una mujer en el mundo si no agrada a los hombres? Bueno, ahora márchate, Sara, márchate inmediatamente y cuéntale a todos qué es lo que has leído entre líneas. Diles que Billy es un pájaro de cárcel y yo una mala mujer que es deseada por todos los hombres. Grítalo a los cuatro vientos, y que te vaya bien. Y sal de mi casa y nunca vuelvas a poner los pies aquí. Eres demasiado decente para venir aquí, y podrías perder tu reputación. Y además piensa en tus chicos. Y ahora vete, andando.
Sólo después que Sara se marchó asombrada y horrorizada al mismo tiempo, Saxon se arrojó sobre el lecho con los ojos inundados de lágrimas. Siempre se había sentido avergonzada por la conducta de Billy, pero ahora veía claramente el sentido que los demás le daban a lo que había ocurrido, porque antes en ningún momento se le había cruzado la idea de pensarlo de esa manera. También permaneció confiada en que todo eso no había invadido la mente de Billy. Desde un comienzo había conocido su opinión al respecto, su oposición a una situación de tal naturaleza, pero porque pensaba que su mujer no debía trabajar. Y sólo consintió en ello por la dureza de las circunstancias, pero ahora, al mirar hacia atrás, casi le recriminaba que hubiese consentido.
Pero aquello no modificaba el punto de vista del vecindario, que pesaba cada uno de los hechos que habían conocido. Y en ese sentido él era el culpable, y era más terrible que todas las cosas juntas que había hecho. Ya no podría mirar a nadie a la cara, de frente. Maggie Donahue y la señora de Olsen se habían mostrado muy atentas, pero ¿qué habían pensado durante todo el tiempo que habían estado conversando con ella? ¿Y qué se habrían dicho entre sí? ¿Y qué era todo lo que los otros decían, tanto en las puertas de calle como en las ventanas? ¿Y los hombres que conversaban detenidos en las esquinas, y los de las tabernas?
Después, agobiada por el dolor y con los ojos secos a causa de verter tantas lágrimas, de una manera más fría e impersonal comenzó a pensar en lo que les había ocurrido a muchas mujeres durante los acontecimientos turbulentos: la esposa de Otto Frank, la hermosa Kittie Brady que ahora era viuda de Handerson, y Mary, y todas las mujeres de los trabajadores cuyos hombres estaban vistiendo trajes a rayas en San Quintín. El mundo crujía a sus oídos. Nadie le escapaba a los acontecimientos. Y ella tampoco se había zafado, ya que además sufría la peor de las desdichas. Desesperadamente trató de creer que había estado dormida, que todo había sido como una pesadilla, y que inmediatamente de sonar el despertador se levantaría y le prepararía el desayuno a Billy para que pudiera ir al trabajo.
Durante todo ese día no dejó la cama. Tampoco pudo dormir. Sus pensamientos giraban vertiginosamente mientras consideraba sus desgracias, las fantásticas derivaciones de su desventura, hasta que al fin retrocedía hasta su infancia y se perdía en detalles interminables y triviales. En su imaginación se veía trabajando en todas las tareas en que en algún momento había estado ocupada, haciendo los miles de movimientos particulares de cada trabajo, por ejemplo, dando forma y pegando el cartón en la fábrica de cajas, planchando en el lavadero, tejiendo en la fábrica de yute, pelando frutas y un gran número de tomates cocidos en el establecimiento de envasado. Y también, en su imaginación, volvía a asistir a todos sus bailes y a las fiestas campestres, revivía sus días escolares, recordaba el nombre y el rostro de cada uno de sus compañeros de clase y padecía la amargura gris del orfelinato, cada uno de los recuerdos de su madre, reviviéndolos como cada relato que le había contado, como la existencia que había transcurrido junto a Billy. Pero siempre sufría porque era arrancada y alejada de esas divagaciones por las dificultades actuales que le resecaban la garganta, le hacían doler el pecho al sentar esa sensación de que todo estaba irremediablemente perdido.