XIII

Desde ese momento la vida no tenía ningún sentido para Saxon, ninguna razón de ser. Fue algo vacío, como una pesadilla. Todo lo que era irracional podía ser posible. No había nada estable en el fluir anárquico de los acontecimientos que la arrastraban, y sólo Dios podía vislumbrar el fin catastrófico que tendría todo. Si aún hubiese podido confiar en Billy, todo se habría desarrollado bien. Si él le servía de protección se habría enfrentado sin temor ante la realidad. Pero Billy se había alejado de ella hundido dentro de un vértigo, enajenado. El cambio que se había operado en él era tan notable que casi parecía un intruso en la casa. En sus ojos había otro hombre que la miraba lleno de violencia y de odio, alguien que no servía para hacer nada bueno y que se había convertido en un ardiente protagonista del mal universal. Aquel ser ya no condenaba la actitud que en un tiempo había adoptado Bert. Ahora él mismo hablaba vagamente de dinamita, sabotaje y revolución.

Saxon luchó por mantenerse dentro de aquella dulzura, de la aparente frialdad de temperamento que Billy había admirado en otros tiempos. Durante una sola ocasión llegó a perder el dominio de sí misma. Billy se hallaba en un estado de ánimo particularmente desagradable, y por último una acción ruda e incorrecta la sacó de sus casillas.

—¿Pero a quién le estás hablando así? —le gritó.

Billy quedó mudo, avergonzado, y la miraba lleno de estupefacción, con una cara pálida y colérica.

—Por favor, no vuelvas a hablarme de esa manera, Billy —le pidió ella.

—¿No puedes perdonar un acceso de malhumor? —dijo disculpándose pero sin dejar de ser desafiante—. Dios sabe perfectamente que tengo más de un motivo para volverme maniático.

Cuando Billy abandonó rápidamente la casa, ella corrió hacia el dormitorio y sollozó con el corazón destrozado. Conocía en toda su plenitud la humildad del amor pero al mismo tiempo estaba llena de orgullo. Sólo los orgullosos podían ser realmente humildes, los fuertes verdaderamente amables. Pero se preguntaba qué objeto tenía ser digna y considerada cuando la única persona en el mundo que le interesaba perdía su amor propio, su amabilidad y su corrección, y hacía que todo fuera más dificultoso.

Sola había enfrentado la honda lesión que le había producido la pérdida de la criatura, y ahora tenía que hacer frente a un contraste mayor e íntimo. No amaba menos a su Billy, pero quizás sucedía que su cariño era menos orgulloso, menos confiado, menos cierto, y en aquél se mezclaban la piedad y hasta el desdén. Su propia lealtad se veía amenazada por la debilidad, y temblaba y se cohibía ante el temor de ver crecer la indiferencia en sí misma.

Trató de afirmarse ante esa situación. El perdón se infiltró en su alma y se sintió aliviada, hasta que supo que en el amor más verdadero y alto el perdón tampoco debía inmiscuirse. Y nuevamente lloró presa de aquel combate que se libraba en su alma. Porque después de todo había una cosa que era muy cierta para ella: «este Billy no era el que ella había amado», era otro hombre, un individuo enfermo, y debía ser considerado tan responsable como alguien preso de una fiebre, de un delirio enloquecedor. Debía, por lo tanto, convertirse en su enfermera, sin ninguna vanidad ni desdén y sin nada que perdonar. Además, en verdad era el que cargaba con la parte más agobiadora de la lucha porque estaba en el centro de ella, anonadado por las series sucesivas de golpes que recibía. Si realmente había alguna culpa, ésta se encontraba en otra parte, en otro lugar, confundida con la maraña de los acontecimientos que hacían que los hombres riñesen por los puestos, de la misma manera que los perros por sus huesos.

Así fue que Saxon levantó su espíritu y se armó de un escudo para combatir en la pelea más dura que se desarrollaba en la arena del mundo: la lucha de la mujer. Desalojó de su alma cualquier duda o desconfianza, y no perdonó nada porque no había necesidad de conceder perdón. Se convenció y creyó absolutamente que su amor y el de Billy no había sido rozado ni perturbado, y se mantuvo serena como siempre lo había sido, como sería nuevamente cuando el mundo se pacificara sobre bases racionales.

Cuando esa noche Billy regresó a su casa, Saxon le propuso como medida de emergencia que podría reanudar el trabajo de aguja para mantener hirviendo el caldero, por lo menos hasta que la huelga terminara y pasara. Pero Billy no quería escuchar nada de eso.

—Está muy bien —le repitió—, pero no hay ninguna necesidad de que trabajes. Antes de fin de semana voy a conseguir algún dinero y te lo entregaré. El sábado por la noche asistiremos a un espectáculo, un verdadero espectáculo distinto del cinematógrafo. Están llegando los menestrales negros de Harvey. El sábado por la noche iremos a verlos. Y tendré el dinero antes, tan cierto como que los porotos son porotos.

El viernes por la noche Billy no vino a su casa a cenar. Saxon lo lamentó ya que Maggie Donahue le había devuelto una sartén con papas y medio kilo de harina, en reciprocidad de las facilidades que ella le había concedido la semana anterior, y una reconfortante cena le esperaba. Saxon mantuvo encendida la estufa hasta las nueve de la noche, y a pesar de que no quería hacerlo, poco después se marchó a la cama. Quería aguardarle despierta, pero no se atrevía a hacerlo porque podía suceder que él regresase bebido, como tantas otras veces, y eso producía efectos desastrosos.

El reloj acababa de dar la una de la madrugada cuando escuchó que la puerta de calle rechinaba. Escuchó cómo subía los escalones de la entrada lenta, pesada, siniestramente, y también el ruido que hacía con las llaves. Penetró en el dormitorio y le oyó suspirar cuando se sentaba. Permaneció tranquila, pues ya sabía lo quisquilloso que le volvía la bebida, y se preocupaba hasta el fastidio de no herirle ni dejarle entrever que había permanecido despierta esperándole. Eso no era fácil. Sus manos estaban apretadas y se clavaba las uñas en las palmas, y su cuerpo se mantenía rígido en un supremo esfuerzo por controlarse a sí misma. Nunca había sucedido que llegara a la casa en el estado en que lo hacía ahora.

Billy se desperezó y bostezó.

—Saxon —la llamó con una voz llena de cansancio—, Saxon.

—¿Qué hay? —le preguntó.

—¿No podrías encender un fósforo? Tengo los dedos deshechos.

Lo hizo sin mirarle. Pero sus manos temblaban tan nerviosa y violentamente que hizo ruido dentro del tubo de la lámpara y entonces el fósforo se le apagó.

—No estoy borracho, Saxon —le dijo él en medio de la oscuridad, con cierta entonación irónica a pesar de su voz cansada—. Sucede que sólo he recibido dos o tres golpes…

Cuando lo intentó por segunda vez, Saxon logró encender la lámpara. Se volvió para mirarle y gritó asustada. Aunque había escuchado su voz y sabía que era Billy quien le hablaba, no le reconoció al instante. Su cara estaba irreconocible: hinchada, desfigurada, llena de equimosis, descolorida, sin sus rasgos habituales. Tenía un ojo completamente cerrado, y el otro, apenas abierto, estaba congestionado por la sangre. Una de las orejas parecía despellejada. Todo el rostro era una masa deforme e hinchada. El lado derecho de su mandíbula era doble del de la izquierda. No había nada de sorpresivo en su manera cansada de hablar, pensó ella, y vio que sus labios abultados y partidos todavía estaban sangrando. Quedó aterrada ante el espectáculo que tenía delante, y se sintió invadida por una ola de ternura. Quería abrazarle y acariciar, aplacarle, pero su manera de ser práctica le aconsejó otro proceder.

—¡Oh pobre muchacho! —exclamó—. Dime qué quieres que haga primero. No sé nada de estas cosas.

—Si me pudieras ayudar a quitarme la ropa —sugirió con una voz débil y cansada—. Recibí el castigo antes de ponerme en guardia.

—Y luego te traeré agua caliente…, te hará bien —dijo ella mientras comenzaba a despojarle suavemente el saco a través de uno de los brazos, que tenía la mano endurecida e inútil.

—Ya te dije que están como muertas —hizo una mueca levantó el brazo y se contempló la mano con la escasa vista que le quedaba.

—Quédate aquí y espera —le dijo Saxon—. Encenderé e fuego y tendremos agua caliente. No tardará ni un minuto Después terminaré de quitarte la ropa.

Desde la cocina pudo escuchar cómo mascullaba, y cuando regresó Billy repetía continuamente:

—Necesitábamos el dinero, Saxon, lo necesitábamos…

Ella se daba cuenta de que él no estaba bebido, y por lo que decía comprendió que de a ratos deliraba.

—Fue una pelea sorpresiva —divagó él mientras procedía a desvestirle, y después, lentamente, pudo ensamblar las palabras hasta explicar lo ocurrido en su totalidad.

—Era un desconocido, de Chicago, y lo tiraron contra mí. El secretario del Acme Club me previno que debía tener las manos bien duras. Y de estar en condiciones hubiese vencido. Pero con quince libras de menos y sin entrenamiento fue imposible. Además, he bebido bastante a menudo y no me encontraba en mi verdadero punto.

Pero cuando Saxon le quitó la camisa ya no le escuchó más. Le era imposible reconocer sus espaldas magníficas y musculosas, de la misma manera que el rostro. La sedosidad blanca de su piel estaba desgarrada y ensangrentada. Las heridas eran numerosas, tanto horizontales como verticales, siendo más abundantes las primeras.

—¿Cómo te hiciste todo eso? —le preguntó ella.

—Con las cuerdas. Estuve pegado a ellas más tiempo del que quisiera recordar. Oh, por cierto que él me dio lo que me correspondía. Pero le escapé. No pudo dejarme knock-out. Pude resistir las veinte vueltas, y te puedo asegurar que le dejé algunas marcas que le harán recordar de mí. Y si no se rompió un par de nudillos de la mano izquierda, soy un verdadero ganso… Siento algo en la cabeza, aquí. Está hinchada ¿no? Seguramente. Me golpeó más de lo que quisiera recordar. Le llaman «El Terror de Chicago». Me descubro respetuosamente ante él. Verdaderamente es un oso. Pero si mi seda hubiese estado en condiciones podría haberle hecho besar la lona durante diez segundos. ¡Parece que tengo fuego! ¡Cuidado!

Saxon estaba temblando. A la altura de la cintura había tocado una superficie inflamada del tamaño de un plato de sopa. —Eso es consecuencia de los golpes que me dio en el riñón le explicó Billy—. Era un verdadero demonio por lo insistente. Golpeaba con regularidad, como un cronómetro, como un hacha que subiese y bajase constantemente…, hasta que quedé groggy y ya no tuve noción de nada. No me dejó knock-out, ¿sabes?, pero es terrible si hay que soportarlo durante todo el combate. Le arrancan el almidón que uno lleva adentro.

Cuando las piernas quedaron desnudas, Saxon observó que la piel, a la altura de sus rodillas, había desaparecido.

—Es que la piel no fue hecha para resistir a un muchacho pesado como yo e, inclinado sobre las rodillas —se adelantó a decirle—. Y cuando me levantaba, la lona cortaba como un verdadero infierno.

Los ojos de Saxon estaban llenos de lágrimas, y hubiese querido sollozar fuertemente ahí mismo, sobre el cuerpo zarandeado de su muchacho hermoso y malherido.

Cuando llevaba los pantalones para colgarlos, percibió el tintineo de plata en los bolsillos. La llamó y sacó del pantalón un puñado de monedas.

—Necesitábamos el dinero —agregó—, lo necesitábamos —repitió mientras trataba de contar las monedas inútilmente. Saxon se dio cuenta de que los pensamientos de Billy volvían a ser inconexos, vagos.

Todo eso le hacía doler el corazón, porque ahora recordaba los desagradables pensamientos que había tenido y amenazado la lealtad hacia su hombre durante la semana anterior. Después de todo, Billy, ese muchacho maravilloso, no era otra cosa que un niño, dotado físicamente de una manera espléndida, pero sólo un niño, su niño. Y había enfrentado y sufrido aquel castigo sólo por ella, por la casa y los muebles de Saxon, que al final eran de ambos. Eso era lo que quería explicar cuando decía: «Necesitábamos ese dinero». No era como ella había imaginado; sí, había estado bien en los pensamientos de Billy. Y allí dentro, en medio de su alma desnuda y triste, había seguido pensando en ella, en nosotros por encima de todo.

Las lágrimas le rodaban por las mejillas mientras se inclinaba sobre él, y creyó que nunca le había amado tanto como en ese instante.

—Toma, cuéntalo —dijo renunciando al esfuerzo y entregándole el dinero—. ¿Cuánto es?

—Diecinueve dólares con treinta y cinco centavos.

—Está bien…, es el pucho del perdedor… Veinte dólares. Tomé algunos tragos, invité a un par de muchachos y después pagué los boletos del tranvía. Si hubiese ganado tendría cien dólares. Por eso fue que peleé. Hubiéramos estado en situación cómoda durante algún tiempo. Tómalo, guárdalo, eso es mejor que no tener nada.

Cuando se acostó no logró dormir por el dolor que sufría, y a cada momento ella se encontraba a su lado para cambiarle las compresas calientes que tenía sobre las heridas, para suavizar los rasguños con agua de castañas y colocarle «cold cream[31]» en las yemas de los dedos más doloridos. Y mientras tanto gruñía a intervalos, tartamudeaba, hablaba de la pelea, trataba de aliviarse, refería sus percances, expresaba su tristeza porque no había ganado y en cambio había perdido dinero, y daba a entender que su amor propio estaba lesionado; y esto último era lo peor de todo, peor aún que su estado físico y el dinero que pudo haber ganado si hubiese vencido.

—Pero de todas maneras no consiguió voltearme. Sólo se descargó completamente en los instantes en que estaba tan maltrecho que ya levantaba los brazos en alto. La multitud estaba como enloquecida. Les mostré la fibra que tenía. A veces él me acunaba, pero le hice evaporar muchos de los humos que tenía en las primeras vueltas… No sé cuantas veces me hizo caer. De pronto todo se puso muy nebuloso… Hacia el final, hubo un momento en que lo veía repetido tres veces sobre el cuadrado, y no sabía a cuál de ellos golpear y de cuál defenderme… Pero lo burlaba, sin embargo. Cuando no veía ni sentía, cuando mis rodillas estaban deshechas y mi cabeza bailaba como una calesita, asimismo caía con seguridad entre sus tenazas. Apostaría algo a que las manos del árbitro estaban cansadas de tanto separarnos… ¡Pero qué manera de disparar golpes!…

Dime, Saxon, ¿dónde estás? Oh, aquí, ¿eh? Bueno, esto te puede servir de lección. No cumplí mi palabra y me puse a pelear para ver qué sacaba. Mírame. Tal vez puedas aprender algo y no caer en el mismo error, quiero decir, trabajando y vendiendo otra vez esos artículos de lujo… Pero lo burlé, y con todos sucedió lo mismo. Al principio las apuestas eran parejas. Pero a la sexta vuelta, ya hasta los más incrédulos ofrecían dos por uno en contra de mí. Estaba liquidado desde el principio…, era bien evidente. Pero no pudo tenderme y dejarme knock-out. Cuando estábamos en la décima vuelta ya apostaban que no resistiría hasta la decimoquinta. Y duré las veinte enteras. Pero recibí cierto castigo, verdaderamente, cierto castigo que… Porque hubo cuatro vueltas que me pareció que estaba soñando durante todo el tiempo…, sólo que me mantuve de pie, peleé, o me tiraba y me quedaba tendido hasta ocho, y me levantaba de nuevo y daba vueltas, y rehuía la pelea y me defendía. No sé lo que hice en realidad, sólo sentía que me encontraba allí y que debía seguir adelante. No recuerdo nada desde la vuelta trece, cuando me zambulló en la lona, hasta la décimo octava… ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Abrí los ojos, mejor dicho uno sólo, porque el otro lo tenía completamente cerrado. Y me encontré en mi rincón, con las toallas empapadas de amoníaco sobre la nariz, mientras que Billy sostenía un pedazo de hielo en la parte posterior de mi cuello: Y a través del cuadrado podía ver al «Terror de Chicago», y debía esforzarme para pensar que estaba peleando con él. Era como si hubiese estado en otra parte y recién regresase. «¿En qué vuelta estamos?», le pregunté a Billy «Va a empezar la decimoctava», me dijo. «¡Diablos!», le dije. «¿Y qué pasó en todas estas vueltas? La última que recuerdo es la trece». «Eres estupendo», me dijo Billy. «Estuviste afuera durante cuatro vueltas, y el único que lo sabe soy yo. Durante todo el tiempo traté de hacerte abandonar la lucha». Y en ese preciso momento sonó la campana y pude ver cómo el Terror avanzaba hacia mí. «¡Abandona!», me gritó Billy haciendo el gesto de tirar la toalla. «¡Jamás en mi vida!», le contesté. «¡Abandona, Billy!», siguió diciéndome. En ese instante «Terror» se había acercado a mi rincón y estaba con la guardia baja, y me miraba. El referee también me miraba, así como también el público entero, que estaba tan silencioso como todo el local. Si hubiese caído un alfiler se habría escuchado perfectamente. Entonces dentro de mi cabeza algo se aclaró, aunque no mucho. «No puedes vencer», me dijo Billy. «Mírame», le dije. Y entonces embestí a «Terror», tomándole de sorpresa. Estaba tan groggy que no podía sostenerme en pie, pero a pesar de todo aún no sé cómo me mantuve firme y le di duro a «Terror» en medio del cuadrado y lo llevé hasta su rincón, y resbaló y cayó, y yo encima de él. El público estaba verdaderamente enloquecido… ¿Dónde estaba?…, mi cabeza daba vueltas, creo… Zumbaba como si tuviera adentro un enjambre de abejas.

—Decías que caíste sobre él, en un rincón —dijo Saxon rápidamente.

—Ah, sí, bueno, antes de estar otra vez de pie lo embisto de la misma manera a través del cuadrado, a pesar de que no podía mantenerme de pie, y vamos en dirección a mi rincón y caigo sobre él, nuevamente. Eso fue suerte. Nos levantamos y yo caí en seguida, pero me apreté contra él y me sostuve de esa manera. «Me he apoderado de tu vida —le dije—, y ahora te voy a comer». No era dueño de su vida, pero me jugaba para quitarle aunque sólo fuera una parte, y lo conseguí embistiéndolo tan pronto como el referee nos apartó, y le descargué mi derecha justamente en el estómago, y eso lo calmó y lo volvió muy cauteloso, tal vez demasiado. Sentía miedo de trabarse conmigo. Pensaba que todavía yo era capaz de pelear. Como ves, de cualquier manera le atemoricé. Y no pudo doblegarme, no me venció. Y cuando empezamos el vigésimo nos hallábamos en medio del cuadrado y cambiamos golpes de igual a igual. Hice una buena exhibición, teniendo en cuenta que era hombre al agua, y él consiguió la decisión, que era lo que correspondía. Pero le burlé. No pudo voltearme definitivamente. Y también me burlé de los tontos que apostaron a que yo quedaría fuera de combate.

Finalmente, cuando el alba invadió el aire, Billy se durmió.

Gruñía y se quejaba en sueños, su rostro se retorcía por el dolor y el cuerpo buscaba en vano una posición cómoda para reposar.

«Así es el pugilismo», pensó Saxon. Era mucho peor de lo que había imaginado. No se le había ocurrido que unos guantes de box causaran tantos estragos. Billy no debería pelear nunca más. Hasta los tumultos callejeros eran preferibles a eso. Se preguntaba cuánto habría sufrido su seda, cuando él murmuró abriendo los ojos.

—¿Qué es esto? —le preguntó ella al instante, pensando que sus ojos no veían y que era prisionero de su propio delirio.

—¡Saxon, Saxon…! —la llamó Billy.

—Sí…, Billy. ¿Qué sucede?

Su mano hurgaba sobre la cama. En otra ocasión la hubiera encontrado.

La llamó nuevamente, y ella sollozó fuertemente en su presencia. Suspiró aliviado y murmuró entrecortadamente:

—Tuve que hacerlo. Necesitábamos dinero.

Los ojos se le cerraron y durmió profundamente, aunque no dejó de murmurar. Cierta vez Saxon había oído hablar de congestión cerebral y se hallaba asustada. Entonces recordó que le había escuchado decir que Billy Murphy le había colocado hielo detrás del cuello, cerca de la cabeza.

Se puso una pañoleta sobre la cabeza y corrió hasta la taberna «El Hogar de los Conductores de Pile», en la calle Siete. El tabernero acababa de abrir el negocio y barría la vereda. De la heladera sacó el hielo y lo rompió en trozos. De regreso se lo aplicó a Billy en la base del cráneo, después colocó compresas calientes sobre sus pies y roció su cabeza con agua de castañas, enfriada con lo que le quedaba del hielo.

De esa manera durmió en medio de la penumbra hasta muy avanzada la tarde, y entonces, ante la desesperación de Saxon, insistió en levantarse.

—Tengo que demostrarle algo —le dijo—. No quiero que se rían de mí.

Estaba atormentado. Le ayudó a vestirse y salió a la calle para que todo el mundo viera que el castigo que había recibido no le obligaba a permanecer en la cama.

Era otra clase de orgullo, ciertamente, y diferente al de las mujeres. Pero Saxon se preguntaba si por esa causa era menos digno de admiración.