Cuando Billy consiguió un puesto de conductor de una yunta, en las excavaciones de los contratistas del gran puente que por aquel entonces se construía en Niles, fue como si apareciese un rayo de luz. Antes de aceptarlo se cercioró de que era un trabajo de acuerdo a las reglas de la unión obrera. Y este puesto duró dos días, hasta que los trabajadores del cemento arrojaron sus herramientas. Los contratistas, que evidentemente estaban preparados para cualquier contingencia, de inmediato llenaron los puestos con italianos que no se hallaban agremiados, y en seguida se unieron al paro los carpinteros, los obreros envarilladores de hierro y los conductores de vehículos. Y Billy, que carecía de dinero para pagarse el viaje de vuelta, pasó el resto del día caminando para llegar a su casa.
—No puedo trabajar como «tiñoso» —terminó diciendo al final de su relato.
—No —confirmó Saxon—, no puedes trabajar como «tiñoso».
Sin embargo estaba sorprendida porque a veces había trabajo y se pedían hombres, pero, no se podía trabajar porque la unión obrera negaba el permiso. ¿Para qué existían las uniones? Y si debían existir ¿por qué no estaban en aquéllas todos los trabajadores? De esa manera no habría «tiñosos» y él podría trabajar todos los días, ininterrumpidamente. También se preguntaba de dónde sacaría una bolsa de harina, pues hacía tiempo que habían terminado de consumir el pan que había comprado en la panadería. Y de la misma manera ocurría con las otras mujeres del vecindario, de tal modo que el pequeño panadero galense se vio en la necesidad de cerrar su negocio y se marchó del lugar, llevándose consigo a su mujer y a sus pequeñas niñas. En cierta medida a todos les tocaba en algo la tragedia de la falta de trabajo.
Cierta tarde llegó a su casa un visitante, y al anochecer Billy regresó con el rostro lleno de incertidumbre. Ese día había sido apalabrado. Le dijo a Saxon que todo lo que tenía que hacer era dar su palabra y entonces podría entrar en los establos en calidad de capataz, con un sueldo de cien dólares.
La posibilidad de que eso se produjera era casi un sueño asombroso para Saxon, sobre todo estando sentada frente a una cena de patatas hervidas, porotos recalentados y una pequeña cebolla seca que comía cruda. No tenían pan, café ni manteca. Billy había sacado la cebolla de su bolsillo después de haberla recogido en la calle. «¡Cien dólares al mes!». Ella se humedeció los labios y trató de dominarse.
—¿Por qué quieren ofrecerte eso? —le preguntó.
—La respuesta es fácil —respondió él—. Tienen unas cuantas razones. El tipo que estuvo manejando a Prince y a King es un torpe. King está delicado del lomo. Además, creo que sospechan que yo puse fuera de acción a unos cuantos «tiñosos». Macklin fue el capataz durante años y años, recuerdo que yo usaba pantalones cortos y en aquel entonces ya lo era. Bueno, resulta que ahora está enfermo y acabado. Necesitan alguien que lo reemplace. Además, también estuve trabajando para ellos durante bastante tiempo. Y, por sobre todas las cosas, soy el hombre indicado para el puesto. Saben que conozco los caballos como la palma de mi mano. ¡Diablos, soy bueno para todo menos para detener el trabajo!
—¡Piénsalo bien, Billy! —dijo ella ansiosa, conteniendo el aliento—. ¡Son cien dólares al mes! ¡Cien dólares al mes!
—¡Y dejar de lado a los compañeros! —respondió Billy.
No preguntaba ni afirmaba. Ella prefería que sucediese así, simplemente. Se miraron. Saxon aguardó a que hablara, pero la siguió mirando, simplemente. Se le ocurrió que ése era uno de los momentos más importantes de su existencia y trató de hacer un esfuerzo para encararlo con la más absoluta frialdad. Tampoco quería que Billy la ayudara en ese trance. Si tenía alguna opinión al respecto, Billy la ocultaba celosamente detrás de su cara inexpresiva. Sus ojos no dejaban entrever nada. Miró y aguardó la decisión de su esposo.
—Tú…, tú no puedes hacer eso, Billy —dijo ella por último—. No puedes dejar a tus compañeros.
El rostro de Billy se iluminó y extendió rápidamente la mano, radiante de alegría.
—¡Estréchala! —dijo mientras sus manos se entrecruzaban—. Tú eres la esposa más leal y angelical que jamás tuvo hombre alguno. Si los otros tuvieran compañeras como tú, podríamos vencer en cualquier huelga.
—Si no hubieses estado casado ¿qué hubieras hecho, Billy?
—Los habría mandado al infierno antes de aceptar eso.
—Entonces el hecho de estar casado no produce ninguna variante. Yo estaré de tu lado, siempre. Si no lo hiciera no sería una buena mujer.
Saxon recordó al visitante que había Venido durante la tarde y le pareció que era el momento más propicio para hablar de ese asunto.
—Esta tarde un hombre estuvo aquí, Billy. Desea alquilar un cuarto. Le dije que conversara contigo. Me dijo que pagaría hasta seis dólares al mes por la habitación del fondo. Serviría para abonar la mitad de la cuota de los muebles, y también para comprar una bolsa de harina, ya que estamos sin harina.
Inmediatamente observó que Billy se oponía como antes. Saxon le observaba llena de ansiedad.
—¿Supongo que será algún «tiñoso» de los talleres?
—No, es fogonero de los trenes de carga que corren a San José. Dijo que se llama Harmon, James Harmon. Acaban de transferirle desde la seccional de Truckee. Dice que casi siempre duerme de día, y por eso quiere vivir en una casa tranquila, sin chicos.
Finalmente, aunque lleno de aprehensión, y después que Saxon insistiera mucho que eso le demandaría poco trabajo, Billy consintió, aunque se mostró arrepentido y después siguió protestando.
—Pero no quiero que hagas la cama de ningún hombre. Eso no me gusta, Saxon. Yo debería encargarme de ti.
—Y lo harías —respondió ella inmediatamente— si aceptases el puesto de capataz. Pero no puedes consentir. No estaría bien. Y yo pienso de la misma manera que tú: que me dejes hacer lo que puedo, lo correcto.
James Harmon era menos fastidioso de lo que Saxon había pensado. Como era fogonero resultó ser un hombre muy aseado, y antes de regresar a la casa se lavaba en el depósito de máquinas. Usaba la llave de la puerta de la cocina, entrando en la casa por atrás. Sólo le dirigía la palabra a Saxon para preguntarle: «¿Cómo está usted?», o sino le daba los buenos días, y después se pasaba la vida durmiendo de día y trabajando por las noches. Llevaba una semana de pensionista cuando Billy le vio por primera vez.
Billy comenzó a llegar cada vez más tarde al hogar, y después de cenar salía nuevamente. Parecía que no quería decirle a Saxon dónde iba. Ella tampoco se lo preguntaba. Pero era necesaria muy poca imaginación para adivinarlo. Percibía claramente el aliento a whisky en sus labios. Sus maneras; naturalmente lentas y reflexivas, se habían acentuado más que nunca. La bebida no le afectaba las piernas, y caminaba derecho como cualquier hombre sereno. Tampoco había vacilación ni desfallecimiento en sus movimientos musculares. El licor se le subía a la cabeza, entornando sus párpados y haciendo más vacilantes sus pupilas ya naturalmente nebulosas de por sí. No era huidizo, precipitado ni irritable. Al contrario, la bebida daba a sus procesos una gravedad honda y una solemnidad meditativa. Hablaba poco, pero cuando lo hacía era de mal presagio, como un oráculo aciago. En esos casos era inútil apelar o discutir ante sus juicios. Era tan sabio como Dios. Y cuando se decidía a expresarse rudamente, lo hacía con una dureza diez veces mayor que de costumbre, aunque parecía que esa actitud surgía de cavilaciones muy profundas, como si fuese producto de algo surgido de su misma reflexión, de su misma formación mental.
Y lo que mostraba delante de Saxon no era nada agradable. Era como si fuera casi una persona extraña que apareciese para vivir junto con ella. Y a pesar de sí misma se encontró cohibida delante de él. Y no podía hallar consuelo al pensar que ese ser era el mismo que en el pasado se había mostrado amable y delicado. Ante esa situación realizó un verdadero esfuerzo para evitar que se produjesen choques y disputas. Y entonces, precisamente, Billy trató de crear una situación agresiva, lleno de gozo y de petulancia. Todo eso estaba escrito en su cara. Ya no era aquel muchacho sonriente de rostro placentero. Ahora sonreía raramente. Tenía la cara de un hombre. Los labios, los ojos, los rasgos denotaban dureza, de la misma manera que sus pensamientos.
No se mostraba desatento con Saxon, salvo en alguna ocasión muy rara. Pero tampoco era muy amable. Su actitud para con ella era cada vez más negativa. No se interesaba por su mujer. A pesar de la lucha en la unión obrera, Saxon había permanecido a su lado y padecido todo. Sin embargo, parecía que ocupaba muy poco lugar en los pensamientos de Billy. Cuando había suavidad en sus maneras podía adivinar que lo hacía de un modo mecánico, como si fuese consciente de que los términos cariñosos que empleaba, las caricias llenas de ternura que le hacía, fuesen solamente cosas impuestas por la costumbre. Todo lo que partía de él había perdido espontaneidad y calor. A menudo, cuando no había bebido, resurgía nuevamente el antiguo Billy, pero esos destellos eran mucho menos frecuentes. Billy mostraba una actitud cada vez más preocupada. Los tiempos duros y la intensidad amarga de los conflictos del trabajo lo habían convertido en una persona que estaba constantemente en tensión. Eso era más notorio durante el sueño, cuando tenía paroxismos llenos de terribles pesadillas, cuando gruñía y murmuraba, apretaba los puños, hacía crujir los dientes, se revolvía y distorsionaba sus músculos, empalidecía su rostro lleno de pasión y de violencia, y su garganta vomitaba maldiciones horribles que aparecían y luego se desvanecían de la superficie de sus labios. Y mientras tanto Saxon, que permanecía acostada a su lado, sentía miedo de ese visitante que no terminaba de reconocer, y recordaba lo que Mary le había contado de Bert. También éste había maldecido y apretado los puños durante aquellas noches de huelga en las que se vio envuelto.
Pero a pesar de todo Saxon veía con claridad una cosa. Billy no se convertía deliberadamente en ese otro ser desagradable. Si la huelga no hubiese existido, de la misma manera que la riña o la disputa por los puestos, ella poseería entonces al antiguo Billy que tanto había amado. Y aquel terror colmado de pesadillas sólo hubiese sido un sueño sencillo. Es que había algo que irrumpía en él, una imagen que emergía de las circunstancias exteriores, cruel, fea y tan malvada como esas mismas condiciones exteriores. Pero si la huelga continuaba, Saxon temía, y con razón, que este Billy siguiera creciendo lleno de vigor, y alcanzara una estatura mayor, más terrible. Y si eso se producía, Saxon sabía que significaría la ruina del más grande amor de su vida. A un Billy así no podría amarle; un Billy transformado de esa manera no merecería ser amado ni podría dar amor. Y entonces temblaba al pensar en lo que ocurriría si esas circunstancias se daban. Sería demasiado terrible. Y en esos momentos de íntima introspección se repetía incansable la eterna queja humana: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
También Billy se preguntaba y no encontraba respuestas.
—¿Por qué no daban un paso adelante las industrias de la construcción? —pedía iracundo en medio de las tinieblas que rodeaban a la vida y al mundo que habitaba—. Pero no: O’Brien no sería partidario de una huelga, y él tiene al Consejo de los Gremios de la Construcción debajo de su pulgar. Pero ¿por qué no lo apartan violentamente y acuden, de todos modos? Hubiéramos ganado en toda la línea desde el primer momento, y sin movernos para nada. Pero no, O’Brien los tiene bien sujetos de los pies, los tiene hundidos hasta su sucia garganta en medio de la coima[30] y de la politiquería. ¡Maldita sea la Federación del Trabajo! ¿Acaso no se hubiera ganado la huelga en los talleres y no hubiese quedado aniquilada si hubiesen avanzado todos los muchachos del ferrocarril?… ¡Señor!, hace mucho que no tengo una bocanada de humo de un tabaco decente, o una taza de café mediano… Ya le perdí el gusto a una comida de verdad. Ayer me pesé. Tengo quince libras menos que cuando empezó la huelga. Y si esto sigue durante mucho tiempo, podré pelear en la categoría de peso mediano. Y eso fue lo que conseguí por pagar cuotas a la unión obrera durante años. No puedo comer en forma y mi mujer se ve obligada a hacerle la cama a otros hombres. Esto me cansa y me duele. Algún día ya no aguantaré más y voy a expulsar a ese inquilino.
—Pero él no tiene la culpa —protestaba Saxon.
—¿Y acaso soy yo el culpable? —respondió agriamente—. ¿No puedo patalear si es que se me da la santa gana? El resultado es siempre el mismo: me enferma. ¿Qué objeto tiene la organización obrera si no puede mantenerse unida? Por el valor de dos centavos podría renunciar a todo y pasarme del lado de los patrones. Pero no lo haré. ¡Malditos sean! Y si creen que pueden hacernos arrodillar, déjenlos que sigan creyendo eso y veremos qué resulta. Pero así mismo me tiene mal, enfermo. Todo el mundo está hundido. No tienen el menor sentido de nada. ¿Qué objeto tiene sostener una unión obrera que no puede ganar la huelga? ¿Qué se gana con romper piedras sobre las cabezas de los «tiñosos» si siguen afluyendo en mayor cantidad que nunca? Todo eso huele muy mal, y creo que yo también hiedo.
Esos estallidos de Billy eran poco comunes, y Saxon sabía que era la primera vez que se producían en él. Siempre estaba malhumorado, se mostraba terco y caprichoso en todo, mientras que el whisky sólo servía para que sus veleidades aumentaran y se arrastraran en su mente como si fueran gusanos.
Cierta vez Billy llegó a su casa ya pasada la medianoche. La ansiedad que Saxon sintió crecía cada momento, porque se habían anunciado choques con la policía y luchas callejeras. Cuando Billy llegó, el aspecto que tenía no hizo otra cosa que confirmar las versiones que circulaban en la ciudad. Las mangas del saco estaban semidesgarradas. El moñito que usaba como corbata había desaparecido debajo del cuello blando de la camisa, de la cual habían desaparecido todos los botones de la pechera. Cuando se quitó el sombrero, Saxon se asustó por el tremendo moretón casi del tamaño de una manzana que tenía en la cabeza.
—¿Sabes quién me hizo eso?… Hermann, ese holandés baboso, y se sirvió del garrote que se usa en los disturbios. Y algún día le devolveré algo de lo que me dio, y con creces. Y hay otro sujeto que ya he marcado y que me alimentará cuando haya terminado la huelga y las cosas se tranquilicen. Se llama Blanchard, Roy Blanchard.
—¿No es Blanchard, el de Perkins y Cía.? —preguntó Saxon mientras seguía atareada lavando la herida de Billy y luchando por mantenerlo en calma.
—Sí, pero es el hijo del viejo. ¿Acaso él ha hecho algo durante toda su vida, salvo tirar el dinero del padre? Se dedica a hacer de rompehuelgas. Desarrolla un gran juego espectacular de escenario, creo que así hay que llamarlo. Se ingenia para que su nombre aparezca en los diarios, y consigue que todas las faldas con las que anda repitan: «¡Oh, ese Roy Blanchard es un oso!». Un oso… ¡Es un comilón de pasteles, eso es lo que es! Y algún día se convertirá en carne de oso para mí. Nunca sentí en mi vida tantos deseos de aniquilar a un hombre. Y me parece que me olvidaré del guardia holandés. Ya recibió lo que le corresponde. Alguien le rompió la cabeza con un trozo de carbón del tamaño de un balde. Sucedió cuando los carros doblaban en la calle Franklin, justamente en la esquina de la Ocho, cerca del Hotel Galindo. Allí tuvo lugar una lucha muy dura y algún muchacho del hotel le tiró un pedazo de carbón desde una ventana del segundo piso… Estaban peleando en cada cuadra del camino, se tiraban ladrillos, piedras, y la policía enarbolaba garrotes para atajarlos. No se atrevieron a llamar a las tropas. Y también temían disparar. Conseguimos hacer unos claros en las fuerzas de la policía, y las ambulancias y los carros de patrullaje tuvieron que trabajar fuera de horario. Pero interrumpimos el tránsito en la esquina de la calle Catorce y Broadway, justamente en las puertas del Palacio Municipal, y nos corrimos hacia el fondo, detrás de aquél, desatamos los caballos de cinco carros, y de paso les dimos algo a los muchachos de los colegios para que tuvieran un recuerdo nuestro. Las reservas policiales los salvaron de ir al hospital. Y sin embargo estuvieron merodeando por allí durante una hora. Hubieses visto también los tranvías bloqueados a lo largo de Broadway, de la Catorce, de San Pablo, hasta donde alcanzaba la vista.
—¿Pero Blanchard qué hizo? —le recordó Saxon.
—Encabezaba el desfile de los carros y manejaba mi yunta. Todas las yuntas pertenecían a mi establo. Consiguió reunir a un montón de escolares…, muchachos de las sociedades deportivas y estudiantiles, creo que así se los llama, cachorros que en realidad viven del dinero de sus padres. Llegaron hasta los establos en grandes automóviles de paseo y engancharon los carros siendo ayudados por la mitad de la policía de Oakland. Sí, puede decirse que hoy fue un día de mucho trabajo… Les llovían las piedras del cielo, y debieran oír el ruido de los garrotes al golpear sobre sus cabezas… ¡Ba, ra, ha, ra, ha! Y mientras el jefe de policía estaba sentado en su camión como si fuese un Dios Todopoderoso…, hasta que llegamos a la calle Peralta. Ellos estaban a una cuadra de distancia y en ese momento la policía cargaba contra nosotros. Una mujer vieja le arrojó al jefe de policía en plena cara un gato muerto. ¡Uff! Se pudo escuchar bien claramente cómo les gritaba a los guardias mientras sacaba su pañuelo: «¡Arresten a esa mujer!». Pero los muchachos azotaron a los guardias y entonces la vieja pudo seguir su camino. ¿Pero se hizo algo? Sí, creo que sí. El hospital de emergencia donde se los atendió bruscamente quedó repleto de gente, y los que sobraban fueron llevados al de Santa María, al Fabiola y a algún otro más. Fueron apresados ocho de nuestros hombres, y también doce conductores de San Francisco que llegaron para reforzarnos. Daba la impresión de que la mitad de los trabajadores de Oakland estaban de parte nuestra, y ahora debe haber en la cárcel un ejército entero. Nuestros abogados tendrán que atender sus casos. Pero juro que es la última vez que se los ve a Roy Blanchard y a babosos de semejante riñón entremetiéndose en nuestros asuntos. Creo que les enseñamos algo de fútbol. ¿Viste ese edificio de ladrillos que están haciendo en la calle Bay? Allí empezamos, y los pescantes de los carros quedaron ocultos por la cantidad de ladrillos que les arrojamos cuando salían de los camiones. Blanchard iba a la cabeza manejando el primer carro. En cierto momento fue despedido del pescante donde se sentaba, pero insistió en volver al mismo sitio.
—Debe ser un hombre bravo… —dijo Saxon.
—¿Bravo, te parece? —dijo Billy encendido—. Cualquiera puede serlo con la policía, el ejército y la armada detrás. Supongo que estarás de su parte en la próxima ocasión que se presente. ¿Bravo, uno que arranca-el pan de la boca de nuestras mujeres y niños…? ¿Acaso anoche no murió el pequeño Curley Jones? La leche de la madre no conseguía nutrirlo porque no comía lo suficiente. Y sé, y tú también estás enterada, de una docena de tías viejas y de cuñadas que tuvieron que montar a caballo para llegar hasta el asilo porque sus gentes no podían cargar con ellos en esos momentos.
En el diario de la mañana Saxon pudo leer la fútil tentativa que se hizo para romper la huelga de los conductores de carros. Roy Blanchard aparecía allí como un héroe, y era presentado como modelo de los ciudadanos acaudalados. Y, a pesar de sí misma, no pudo dejar de admirarlo por su valentía. Había algo de hermoso en su actitud de enfrentar a aquella manada que vociferaba. Se citaba la opinión de un brigadier general del ejército, que se lamentaba del hecho de que no se pudieran apelar a las tropas para atrapar a esa multitud de la garganta, para aplicarles la ley y el orden dentro de sus cuerpos. «Éste es el momento indicado para un saludable derramamiento de sangre», eran las palabras con que concluía sus declaraciones, después de lamentar los métodos pacíficos empleados por la policía, «ya que hasta que la turba no haya sido completamente vencida y acorralada, no habrá tranquilidad para el trabajo».
Ese atardecer Saxon y Billy llegaron hasta el centro de la ciudad. Al regresar a su casa, y como no encontraron nada para comer, él la tomó de un brazo, colgó su sobretodo del otro, y fue a lo del tío Sam para empeñarlo. Luego fueron a un restaurante japonés, donde comieron algo seco que, milagrosamente, satisfacía a medias el apetito por la módica suma de diez centavos. Y después se dirigieron a un cine, donde gastaron cinco centavos más cada uno.
En el edificio del Central Bank se encontraron con dos carreros en huelga que les hicieron seña y lo cargaron a él sólo. Saxon le esperó en la esquina durante tres cuartos de hora. Cuando regresó se dio cuenta de que él había estado bebiendo.
Media cuadra más lejos, al pasar cerca del café Forum, se detuvo bruscamente. En el recodo había una limousine y un hombre joven ayudaba a subir a varias mujeres maravillosamente vestidas. Un chófer estaba adelante, esperando solícito alguna orden. Billy rozó el brazo del joven. Como Billy, tenía hombros amplios, pero era ligeramente más alto. Tenía ojos azules y facciones firmes. A Saxon le pareció muy simpático.
—Quiero decirle una sola palabra, compañerito —le dijo Billy con una voz baja y lenta.
El joven los miró a Saxon y a Billy e, impaciente, preguntó:
—Bueno ¿de qué se trata?
—Usted es Blanchard —comenzó a decir Billy—. Ayer le vi encabezando el grupo de carros.
—¿Acaso no hice lo que debía? —preguntó Blanchard alegremente al mismo tiempo que miraba de una manera resplandeciente hacia Saxon.
—Seguramente, pero no quiero hablarle de esto.
—¿Y usted quién es? —le preguntó suspicaz, bruscamente.
—Un huelguista. Lo que ocurrió, simplemente, es que usted manejaba mi yunta de caballos, eso es todo… No, no haga nada para sacar su pistola —Blanchard ya había metido la mano en el bolsillo en busca del arma—. No deseo comenzar ningún lío aquí. Sólo quería decirle algo.
—Apúrese, entonces.
Blanchard dio un paso adelante como para entrar en el coche.
—Sucede —continuó Billy sin apuro, desesperadamente lento— que quiero decirle que lo tengo marcado. Pero ahora no va a suceder nada, sino después, cuando la huelga haya terminado. Entonces le voy a dar la paliza más grande de su vida.
Blanchard lo miró a Billy con una curiosidad renovada. Sus ojos lo medían con chispeante desprecio.
—Soy bastante grande, también —le dijo—. ¿Le parece que podría hacer eso?
—Claro. Su carne me pertenece.
—Perfectamente, amigo. Véame cuando haya terminado la huelga y le ofreceré una oportunidad.
—Recuérdalo —agregó Billy—, lo voy a tender a lo largo.
Blanchard hizo una inclinación de cabeza, les sonrió alegremente, saludó a Saxon con el sombrero y entró en el automóvil.