XI

Saxon se encontró muy sola, y esto, aun en las personas de mente bien sana, no podía sino producir un efecto enfermizo: Billy estaba en huelga, siempre lejos de la casa y haciendo tareas de proselitismo referente al movimiento. Mercedes se había alejado del lugar, Bert había muerto y Mary también se había marchado y le había hablado muy vagamente de hacerse cargo de tareas domésticas en una casa de Piedmont.

Poco podía hacer Billy para remediar la situación en que se hallaba Saxon. Comprendía vagamente lo que ella sufría, pero no llegaba a entender con profundidad la vastedad e intensidad de sus sentimientos. Billy era muy práctico y, además, era hombre, y por todo eso estaba bastante alejado de la tragedia íntima de ella. Cuanto más, era uno de afuera, un observador amistoso a quien veía muy poco en los últimos tiempos. Para Saxon la criatura perdida había sido fugaz pero real, y esa sensación persistía. Ése era el mal que la aquejaba. No podía llenar mediante ningún esfuerzo conciente el vacío que la aquejaba. Y a veces esa realidad se transformaba en algo alucinante. Aquel ser debía encontrarse aún en alguna parte, y ella debía comunicarse con ese mundo. A veces se sorprendía a sí misma aguzando el oído para escuchar el llanto que no había sido real, pero que creyó oír durante aquellos largos meses de espera. Dos veces dejó el lecho para buscarlo, durante el sueño, y cada vez se recobraba junto a la cómoda de la madre donde había guardado las ropitas de la criatura. En tales tía a sí misma: «Tuve una criatura», y lo hacía en voz alta mirando a los niños que jugaban en la calle.

Un día, viajando en un tranvía que recorría la calle Ocho, una joven madre con un soberbio niño en sus brazos se sentó a su lado, y Saxon le dijo:

—Yo tuve una criatura. Murió.

La madre la miró asombrada, luego hizo un movimiento para apretar más estrechamente a la criatura que llevaba en los brazos, como si tuviese miedo. Más tarde se dominó y le dijo:

—¡Oh, pobre!

—Sí —afirmó Saxon—. Murió.

Las lágrimas afluyeron a sus ojos, y la confesión de su pena pareció que la aliviaba. Pero durante el resto del día tuvo la necesidad abrumadora de transmitir su dolor a todo el mundo…, al pagador del Banco, al anciano empleado de Salinger, a la mujer ciega que era guiada por un niño que tocaba la flauta…, en fin, a todos, salvo al agente de policía. Ahora, los agentes de policía se habían convertido en seres terribles. Los había visto asesinando sin piedad a los huelguistas, y los consideraba verdaderos profesionales del crimen. No peleaban por puestos. Lo hacían porque era su oficio. Ese día, en el ángulo de su casa, podían haberlos detenido y encarcelado, pero no procedieron de esa manera. Al aproximarse a uno de ellos, inconscientemente doblaba en dirección contraria y se alejaba. No era algo racional, consciente, sino un sentimiento más profundo que le decía que aquéllos eran los enemigos de ella y de los suyos.

En la Octava y Broadway, mientras esperaba el tranvía que la llevaría de vuelta a su casa, el agente que estaba de facción en la esquina la reconoció y la saludó. Sus labios palidecieron y su corazón latió apresuradamente, dolorido. Era Ned Hermann, aquel obeso de cara ancha, que parecía estar más contento que nunca. Durante tres años, en la escuela, se había sentado frente a su rincón. Y ambos habían sido durante todo el año los monitores de los cuadernos de composición. Cuando voló la fábrica de pólvora de Pínole y deshizo todas las ventanas de la escuela, ninguno de los dos se dejó arrastrar por el pánico que se había apoderado de los otros. Ambos habían permanecido en el aula, y después, el director colérico los había presentado de aula en aula a los alumnos acobardados como ejemplo de comportamiento en aquella situación, y finalmente fueron recompensados con un mes de vacaciones. Y más tarde Ned se convirtió en agente de policía, se casó con Lena Highland, y Saxon había escuchado decir que tenían cinco chicos.

Sin embargo, a pesar de todo eso pertenecía a la policía, y Billy ahora era un huelguista. ¿Acaso no podía suceder que Ned acorralara y asesinara a Billy, de la misma manera que había pasado con los huelguistas, frente a los escalones de su propia casa?

—¿Qué sucede, Saxon? —le preguntó—. ¿Estás enferma?

Hizo una señal afirmativa con la cabeza, impedida de decir una sola palabra, y comenzó a avanzar hacia su tranvía que va se detenía.

—Te ayudaré a subir —se ofreció él.

Se encogió ante el ofrecimiento.

—No estoy bien —murmuró apresurada—. No lo tomaré. Me olvidé de algo.

Se alejó por Broadway como mareada, en dirección a la calle Nueve. Avanzó dos cuadras y dio vuelta en la calle Clay, y después regresó a la calle Ocho para esperar otro tranvía.

* * *

A medida que se deslizaban los meses del verano la situación del trabajo en Oakland se hacía cada vez peor. Parecía que en todas partes el capital había elegido a esa ciudad para la lucha contra los trabajadores organizados. Muchos hombres de Oakland se encontraban en huelga, o sino sucedía que las fábricas estaban clausuradas, o imposibilitadas de trabajar por la paralización de otras industrias vinculadas a aquéllas, y era bastante difícil encontrar basta ocupaciones de simples jornaleros. De vez en cuando Billy lograba trabajar durante un día entero, pero no lograba ganar lo suficiente, a pesar de los subsidios de huelga que recibió en un principio y de la rígida economía que tanto Saxon como él practicaban.

La mesa que ahora ponía ella apenas si tenía algo de semejante con la de su primer año de casados. Todo era de inferior calidad, y además faltaban muchas cosas. La carne, hasta la más barata, sólo la veían de vez en cuando. La leche fresca había sido reemplazada por la condensada, pero también ésta había sido suprimida. Cuando tenían un paquete de manteca duraba seis veces más que antes. Billy, que antes gustaba de tomar hasta tres tazas de café durante el desayuno, ahora se conformaba con una sola. Saxon hacía durar el café mucho, mucho tiempo, y lo compraba a veinte centavos la libra.

La dureza de los tiempos era sentida en todo el vecindario. Aun las familias cuyos hombres no estaban en huelga, eran tocadas por la situación general, porque a veces aquéllos trabajaban en establecimientos que habían paralizado sus actividades y que estaban vinculados, por su producción, a otros que se encontraban realmente en huelga. Muchos hombres solteros que vivían en pensión se habían marchado, y esto agravaba el problema del pago del alquiler para aquellas familias que los alojaban.

—Así es, no más —le dijo el carnicero a Saxon—. Nosotros, los trabajadores, siempre sufrimos juntos. Ahora mi mujer no puede arreglarse la dentadura. Y hasta quizás muy pronto yo mismo quedaré en la miseria.

Cierta vez que Billy se disponía a empeñar su reloj, Saxon le sugirió que le pidiera a Billy Murphy la devolución del préstamo.

—Tenía pensado hacer eso —le dijo—, pero sucede que ahora no puede ser. ¿No te dije lo que sucedió el martes por la noche en el Sporting Life Club? ¿Te acuerdas de ese cabeza cuadrada, del campeón de la Armada de los Estados Unidos? Billy estaba programado para pelear frente a él, y era dinero seguro. Ya lo tenía listo en la sexta vuelta, y pensaba que en la siguiente podría terminar con él. Y entonces…, bueno…, fue mala suerte…, se recalcó el brazo derecho. Por cierto que el cabeza cuadrada se rehízo en el acto…, y Billy pasó una linda noche, entonces… Oh, nosotros los mohicanos tenemos una suerte tan mala que ya es el colmo.

—¡Oh, no! —dijo Saxon sin querer, temblorosa.

—¿Qué sucede? —le preguntó Billy con la boca abierta, sorprendido.

—Por favor, no pronuncies más esa palabra. Bert la tenía siempre en la boca.

—Ah, mohicanos… ¡Muy bien, no la diré más! No eres supersticiosa, ¿verdad?

—No, pero hay mucho de cierto en la palabra para que cause agrado. A veces me da la impresión de que él tenía razón y que lo presintió todo. Los tiempos han cambiado, y siempre ha sucedido eso desde que era pequeña. Cruzamos las llanuras y levantamos este país, y ahora hasta estamos perdiendo la posibilidad de trabajar y de vivir aquí. Y la falta no es mía ni tuya. Parece que tenemos que vivir bien o mal, ayudados sólo por la suerte. No hay otra explicación posible.

—Es algo que me pone mal —estuvo de acuerdo Billy—. Por ejemplo, mira cómo trabajé durante el año pasado. Nunca perdí un día. Desearía no perder un solo día durante este año, y aquí estoy sin hacer nada durante semanas y semanas. ¿Dime una cosa, Saxon, quién manda en este país, de cualquier manera?

Saxon suspendió el diario de la mañana, pero frecuentemente el muchacho de Maggie Donahue, que tenía a su cargo el reparto del «Tribune», arrojaba la edición extra a la entrada de la casa. A través de los editoriales se enteró de que en esos instantes la organización obrera estaba tratando de obtener el control del país y por eso era la situación tan confusa. Todo sucedía por culpa de la dominación obrera…, eso es lo que decía día a día la columna editorial. Y Saxon parecía convencida, aunque no se entregaba del todo a la argumentación. En verdad, el enigma de vivir le resultaba demasiado intrincado.

La huelga de los obreros del transporte a sangre, que eran respaldados financieramente por los compañeros de San Francisco y por las uniones obreras portuarias y unidas de la misma ciudad, parecía que se prolongaría durante mucho tiempo, tuviera éxito o no. Tanto los lavadores de monturas como los hombres del establo, salvo pocas excepciones, abandonaron el trabajo junto con los entrenadores de caballos. Las firmas que debían entregar los caballos adiestrados no cumplían totalmente con sus contratos, pero la asociación patronal los ayudaba. En realidad, la mitad de las asociaciones patronales de la costa del Pacífico ayudaba a la asociación correspondiente de Oakland.

Saxon estaba atrasada en un mes en el arriendo y, teniendo en cuenta que siempre lo pagaba por adelantado, significaba un atraso de dos meses. Lo mismo sucedía con los muebles. Sin embargo, no se dejó sentir muy fuertemente la presión de la firma Salinger, que les había vendido los muebles a plazos.

—Le daremos todo el plazo que sea posible —dijo el cobrador—. Tengo la orden de cobrar lo que pueda, pero al mismo tiempo de no ser muy duro. Salinger trata de hacer lo que puede, pero a veces se ve precisado a cambiar sus decisiones por las circunstancias. Usted no tiene idea del número de cuentas semejantes a las suyas con las que debe cargar. Tarde o temprano tendrán que dar un salto, porque sino se romperán la cabeza ellos mismos. Y, mientras tanto, a ver si consigue rascar cinco dólares de alguna parte para la semana que viene, tan sólo para darles ánimo…

Uno de los peones de establo que no había abandonado el trabajo y que se llamaba Henderson, pertenecía a los establos de Billy. A pesar de la insistencia patronal para que se quedara a comer y dormir allí mismo como lo hacían los otros hombres, insistió en ir a su casita todas las mañanas. Estaba en la calle Cinco, cerca de la de Saxon. Varias veces le vio avanzar desafiante llevando la caja para la merienda, mientras que los muchachos de la vecindad le seguían vociferando a coro y le llamaban «tiñoso». Pero durante un anochecer, se le ocurrió entrar con aire desafiante en el Hogar de los Conductores de Pile, que era una taberna que quedaba en la esquina de la calle Siete y Pine. Tuvo la desgracia de encontrarse allí con Otto Frank, un huelguista que trabajaba en el mismo establo. Pocos minutos después de que se encontraron, una ambulancia llegó rápidamente al lugar para llevarse a Henderson al hospital con una fractura en el cráneo. Por su parte el vehículo de la patrulla policial condujo con la misma velocidad a Otto Frank a la prisión de la ciudad.

Con los ojos encendidos de satisfacción Maggie Donahue le contó a Saxon lo que había sucedido.

—Eso le vendrá bien por ser un sucio «tiñoso» —terminó diciendo Maggie.

—Pero ¿y su pobre mujer? —respondió Saxon—. Ella no es fuerte. Y también están los niños. Nunca podrá cargar con ellos si se le muere el marido.

—Y lo tendrá bien merecido, esa maldita mugrienta …

Saxon estaba asombrada y herida al mismo tiempo por la brutalidad que demostraba la irlandesa. Pero Maggie era implacable.

—Eso es lo que se merece por establecerse y vivir con un «tiñoso». ¿Los niños? Bueno, deje que se mueran como el padre, que arrancó el pan de la boca de otros chicos.

En cambio la actitud de la señora Olsen era diferente. Salvo un sentimentalismo pasivo y piadoso por la mujer y los hijos de Henderson, no se interesó más en el asunto pero, en cambio, su preocupación se dirigía hacia Otto Frank, hacia la esposa y los niños de ambos…, ya que era hermana de la mujer de Frank.

—Si se muere el otro lo colgarán a Otto —dijo—. ¿Y entonces qué hará la pobre Hilda? Tiene várices en las dos piernas, y nunca puede aguantar de pie un día entero de trabajo. Y yo no puedo ayudarla. ¿Acaso Carl no está sin trabajo?

Billy tenía otro punto de vista en esa cuestión.

—Eso será un manchón para la huelga, especialmente si Henderson se muere —dijo inquieto al regresar a su casa—. Colgarán a Frank en tiempo récord. Además, debemos nombrar a sus defensores y los abogados hoy cuestan como el diablo. Nos comerán más que todos los caballos de tiro de Oakland juntos. Y si Frank no hubiese bebido whisky nunca hubiera sucedido eso. Es un hombre sobrio, suave, de buen carácter. Nunca conocí a nadie semejante.

Por dos veces Billy dejó su casa esa noche para saber si Henderson había muerto o no. Por la mañana los diarios hablaban de muy pocas esperanzas, y los de la tarde dieron la noticia de su fallecimiento. Otto Frank estaba en la cárcel y no había ninguna posibilidad de sacarlo mediante una fianza. El «Tribune» pedía un procesamiento rápido y una ejecución sumaria, e incitaba al jurado a cumplir virilmente con su deber, urgiéndolo para que así lo hiciera y teniendo en cuenta, además, el efecto moral que tendría sobre la masa obrera que estaba fuera de la ley. Fue más lejos aún: puso de relieve la saludable influencia que se conseguiría usando las ametralladoras contra las multitudes que le apretaban la garganta a la hermosa ciudad de Oakland.

Todo eso conmovió íntimamente a Saxon. Estaba prácticamente sola en el mundo y, a excepción de Billy, no tenía a nadie con quien contar, y era su vida en común con aquel hombre lo que se hallaba prácticamente amenazada. Mientras él permanecía fuera de casa, Saxon no conocía la tranquilidad. Se desarrollaban cosas muy importantes de las que nada le comunicaba, sabiendo, por otra parte, que Billy desempeñaba un papel importante en todo el asunto. Más de una vez se fijó en las heridas recientes que había en sus nudillos. En esos momentos se mantenía completamente reservado, se sentaba en silencio sin comentar nada y, al rato, se dirigía al lecho. Saxon temía que esa reticencia creciera con el tiempo, y con valentía buscaba su confidencia. Se sentaba sobre sus rodillas, con un brazo le rodeaba el cuello, mientras que con la otra mano le alisaba los cabellos y las sienes.

—Escúchame, muchacho Billy —comenzaba con un tono que quería ser ligero y alegre—. Tú no juegas limpio y eso no me gusta nada. ¡No! —intentaba interrumpirla, pero Saxon apretaba sus labios con los dedos—. Ahora me toca hablar a mí, ya que tú lo hiciste durante un buen rato. Recuerda que desde un comienzo convinimos en aclarar todas las cosas. Yo fui la primera en no cumplir ese trato cuando le vendí cosas de lujo a la señora Higgins sin decirte nada. Y me sentí muy apenada, y aún lo siento mucho. Pero nunca lo volví a hacer. Ahora te toca a ti. Tú no me cuentas las cosas que suceden, y haces una vida de la que nada me dices. Billy, tú eres más importante para mí que cualquier otra cosa en el mundo. Compartimos nuestras vidas ¿verdad?, pero ahora, justamente, hay algo que no vivimos en común. Y si no puedes confiar en mí no lo puedes hacer con nadie. Y además te quiero tanto que no me importa nada de lo que hagas: siempre te querré.

Billy la contempló lleno de incredulidad, cariñosamente.

—No seas reservado —le mimó ella—. Recuerda que siempre estaré de tu lado cualquiera sea la cosa que hagas.

—¿Y no te molestarás, no te volverás contra mí, Saxon? —le preguntó.

—¿Cómo podría hacerlo? No soy tu patrón, Billy. No te amonestaría por nada en el mundo. Y si tú permitieras hacer eso te querría la mitad de lo que ahora te quiero.

Billy tragó lentamente algo y por fin asintió.

—¿No te enojarás?

—¿Contigo? Aún no me has visto enojada. Bueno, sé generoso y dime cómo te hiciste daño en los nudillos. Es reciente, de hoy. Cualquiera podría adivinarlo.

—Muy bien, te diré cómo ocurrió —se detuvo y sonrió con una expresión sinceramente juvenil, como si estuviera recordando algo—. Se trata de… ¿no te enojarás?… Debemos hacer esas cosas para mantener nuestras posiciones. Bueno, el espectáculo se parece a un verdadero film, menos las palabras. Llega un «pesado» muy grande que tiene manos como jamones y pies que se parecen a cañoneras del Mississipi. Tiene el doble de mi estatura y también es joven. Sólo que no busca camorra y es inocente…, bueno, es un «tiñoso» inocente que se encuentra frente a un par de los nuestros. No es un rompehuelgas vulgar, ¿comprendes?, sino que se trata simplemente de un gran papanatas que lee los avisos que publican los patrones, y que se viene por la ciudad boquiabierto, esperando ganar un gran salario. Y en eso llegamos Bud Strothers y yo. Siempre vamos juntos, y otras veces formamos un grupo más grande. Le digo al papanatas: «Hola, ¿anda en busca de un puerto; eh?». «Ha acertado», me dice él. «¿Sabe manejar?». «Sí». «¿Cuatro caballos?». «Muéstremelos», dice él. «Y ahora nada de bromas», le digo: «¿está seguro de que quiere trabajar?». «Para eso vine a la ciudad», me responde. «Usted es el hombre que andamos buscando», le digo. «Venga y le daremos ocupación en el acto». Comprenderás, Saxon, que no podíamos resolver nada allí, ya que en el lugar se encontraba Tom Scanlon, tú ya conoces a ese guardia de cabeza colorada…, y estaba a un par de cuadras, y nos observaba aunque sin reconocernos. Y así fue que comenzamos a caminar los tres, Bud y yo adelantándonos a ese bobo que venía a arrebatarnos los puestos y que nada sospechaba. Dimos vuelta por el fondo del almacén de Campbell. No había nadie a la vista. De pronto Bub se detiene en seco, y el papanatas y yo también lo hacemos. «No creo que él quiera conducir un carro», dijo Bud con toda consideración. «Puedo apostar la vida que no quiero otra cosa». «¿Está completamente seguro de que quiere el puesto?», le interroga él. Sí, estaba completamente seguro, y nada iba a detenerlo para conseguirlo. Había llegado a la ciudad para ese puesto, y no podíamos resolverlo tan rápidamente. «Bueno, amigo, mi triste obligación es decirle que usted ha sufrido un terrible error», le dije yo. «¿Cómo?», dice él. «Vamos», le digo. «Se le ve en los pies que miente». Y sinceramente, Saxon, ese torpe se miró los pies. «No comprendo», dice él. «Vamos a ver si se lo hacemos entender», le digo yo. Y, entonces…, ¡pim, pam, pum!, fue el Cuatro de Julio, fuegos artificiales, luces azules, disparos al cielo, fue un infierno de fuego…, exactamente. Y no se necesita mucho tiempo cuando uno está entrenado científicamente para ese trabajo del diablo. Por supuesto que resulta penoso para los nudillos. Pero, Saxon, si a ese papanatas lo hubieras visto antes y después hubieses creído que se trataba de un artista prestidigitador. ¿Te ríes? Realmente hubieras estallado.

Billy se detuvo para dejar escapar sus propias carcajadas. Saxon se contagió, pero por dentro estaba horrorizada. Mercedes tenía razón. Los trabajadores estúpidos se debatían y se peleaban por puestos. Los amos inteligentes viajaban en automóvil y no se debatían ni peleaban por nada. Alquilaban a otros hombres para que lo hicieran en su reemplazo. Eran hombres como Bert y Frank Davis, como Chester Johnson y Otto Frank, como Jelly Vientre y los guardias especiales de la policía, como Henderson y los otros «tiñosos», y todos ellos eran azotados, agarrotados, colgados. Oh, sí, los patrones eran muy inteligentes. A ellos nada les ocurría. Sólo andaban en automóviles.

—¡Eh, grandes «duros»!, grita el bobalicón mientras trastabillaba y se venía abajo —siguió diciendo Billy—. «¿Está seguro de que todavía quiere ese puesto?», le pregunté. Sacudió la cabeza. Y entonces lo enteré de todos los bochinches. «Solamente le queda una cosa que hacer, viejo carcamal, y debe hacerla, ¿me entiende?, debe hacerla, debe volver a la granja, ¿comprende?, y si se aparece nuevamente por la ciudad para hacerse el mono lo volveremos loco de verdad. Esta vez sólo hemos jugado. Pero la próxima, si lo encontramos, va a quedar de tal manera que ni su propia madre lo reconocería». Y… debías verle obedeciendo… Apostaría algo a que aún está corriendo. Y cuando llegue a Milpitas, o a Hoyo Dormido, o a cualquier lugar que sea, y cuente de qué manera los muchachos de Oakland acostumbran hacer las cosas, apostaría dólares contra buñuelos que no habrá un solo papanatas que venga a la ciudad para conducir un carro, aunque le ofrezcan diez dólares por hora.

—Es algo horrible —dijo Saxon riendo con aprecio, pero simulando en el fondo que estaba de acuerdo:

—Pero eso no fue nada —siguió diciendo Billy—. Un grupo de muchachos se encontró esta mañana con otro. No le hicieron nada, bendito sea el cielo, nada. En menos de dos minutos se convirtió en la ruina más lamentable que jamás fue descargada en la guardia de un hospital. Los diarios de la tarde publicaron los resultados: nariz rota, tres heridas profundas en el cuero cabelludo, un diente delantero desaparecido y fractura de un hueso del cuello, además de dos costillas rotas. Oh, por supuesto que recibió todo lo que se le dio. Pero eso no es nada aún. ¿Quieres saber qué hizo la gente de las caballerizas durante la gran huelga, antes del terremoto? Se apoderaron de todos los «tiñosos» que pudieron y les rompieron ambos brazos con una barra. Era para que no pudieran conducir ¿comprendes?

La verdad era que los hospitales estaban repletos de ellos. Y la gente de los establos ganó la huelga, naturalmente.

—Pero, Billy ¿es necesario llegar a cosas tan terribles? Sé que son «tiñosos» y que sacan el pan de la boca de los niños de los huelguistas para llevarlo a los suyos y que eso no está bien, y todo lo que quieras, es cierto, pero, aun así, ¿es necesario tanta violencia?

—Sin duda —respondió firmemente él—. Es necesario que le metamos miedo hasta a Dios…, si podemos hacerlo sin ser apresados.

—¿Y si son capturados?

—Entonces la unión obrera acude a los abogados para que nos defiendan, aunque eso ahora no nos sirve de mucho, ya que los jueces están en contra nuestro y los diarios siguen golpeando para que las sentencias sean cada vez más duras. De todos modos, antes de que termine esta huelga habrá un montón de individuos que se lamentarán de haber sido «tiñosos» alguna vez.

Media hora después, de una manera muy cauta, Saxon trató de adivinar el estado de ánimo de su marido, de saber si él dudaba o no de su propio y violento comportamiento. Pero las convicciones éticas de Billy eran profundas y tenían la solidez de la roca. Nunca se le ocurría pensar que no había estado completamente en lo cierto. El juego se presentaba de esa manera. Envuelto en toda aquella confusión, no veía otra manera de actuar que la que se presentaba. Sin embargo, no estaba por la dinamita ni por el asesinato. Además, por aquel entonces las uniones obreras no eran partidarias de esa conducta. La manera cómo explicaba la inconveniencia de estos últimos métodos resultaba candorosa: esa manera de actuar siempre traía la condenación por parte del público y además rompía con las huelgas. Pero el castigo saludable a un «tiñoso», sostenía, «infundir el miedo a Dios en un rompehuelgas», como decía textualmente…, era lo apropiado, lo que debía hacerse normalmente.

—Nuestras gentes nunca tuvieron que hacer estas cosas —dijo Saxon por último—. Nunca hubo huelgas ni «tiñosos» en aquellos tiempos.

—Puedes apostar con toda seguridad a que nunca lo hicieron —Billy estuvo de acuerdo—. Aquéllos fueron los buenos tiempos, que ya han pasado. Me hubiese gustado vivir en ese entonces —aspiró largamente y suspiró—: Pero esos tiempos ya no volverán.

—¿Te hubiese gustado vivir en el campo? —preguntó Saxon.

—Seguramente.

—Hay mucha gente que ahora vive en el campo —sugirió ella.

—Es lo mismo. Se acercan a la ciudad buscando nuestros puestos.