IX

Aquello comenzó lleno de quietud, pero después las cosas se produjeron inesperadamente, como si estuvieran señaladas de antemano por el destino. Mientras niños de distinta edad jugaban en la calle, Saxon, a través de la ventana abierta, los contemplaba y soñaba con ese ser suyo que pronto llegaría a la vida. El brillo del sol se dulcificaba al caer la tarde, y el ligero viento de la bahía refrescaba el aire y le otorgaba un olor salino y fuerte. Uno de los niños señaló hacia la calle Pine, hacia la calle Siete. Todos dejaron de jugar y miraron asombrados en la misma dirección. Los muchachos mayores de diez o doce años se agrupaban, mientras que las niñas apretaban contra sí a las criaturas menores y las levantaban en brazos.

Saxon no sabía la causa de todo eso, pero lo suponía al ver que los muchachos más grandes corrían hacia los canalones y recogían piedras y penetraban en los espacios que había entre casa y casa. Los menores trataban de imitarlos. Las niñas, con las criaturas levantadas, corrieron hacia las puertas y llenaron con su rumor las entradas de las casas. Se oyeron los portazos y entonces la calle quedó desierta, aunque en las ventanas se veían sombras de rostros femeninos que atisbaban llenas de ansiedad. Saxon oyó como el tren resoplaba y rechinaba en la parte alta de la ciudad al salir de la calle Center. Después, desde la calle Siete, llegó un rugido estentóreo y gigantesco que salía de gargantas masculinas. Sin embargo, Saxon no podía ver qué pasaba, y justamente en ese instante recordaba las palabras de Mercedes Higgins: «Son como perros que se pelean por huesos. Y los puestos son como huesos, usted lo sabe».

El rumor se hacía cada vez más cercano y Saxon, inclinándose hacia afuera, vio a una docena de «tiñosos» escoltados por unos guardias de policía especial que caminaban por la acera. Formaban un grupo compacto, disciplinado, y detrás, en desorden, gritando confusamente y deteniéndose para recoger piedras, marchaba un grupo de aproximadamente cien obreros huelguistas. Saxon comenzó a temblar de miedo, pero luego se dio cuenta de que no debía sentir eso y se dominó. En cierto modo, imitaba la conducta de Mercedes Higgins. La vieja había salido a la puerta de calle y se había sentado en una silla, tranquilamente, cerca del último de los peldaños de la entrada.

Los policías especiales llevaban garrotes. Los otros guardias que iban con ellos no tenían ningún arma. Los huelguistas que marchaban detrás parecían conformarse con gritar desaforadamente, y fue por causa de los chicos que el conflicto se precipitó. Desde el otro lado de la calle, entre las casas de Olsen e Isham, llovió una descarga de piedras. La mayoría no dieron en el blanco, aunque una de ellas alcanzó la cabeza de un «tiñoso». Ese hombre se hallaba sólo a veinte pasos de Saxon. El individuo retrocedió hasta la verja de la casa de Saxon y extrajo un revólver. Mientras que con una mano se limpiaba la sangre que se deslizaba sobre sus ojos, con la otra hizo fuego contra la casa de Isham. Uno de los agentes uniformados le tomó de la mano para impedir un segundo disparo y le arrastró consigo. Al mismo tiempo un rugido más salvaje todavía surgió entre los huelguistas, y una lluvia de cascotes se precipitó desde un lugar situado entre las casas de Saxon y de Maggie Donahue. Los «tiñosos» y sus protectores se detuvieron y extrajeron sus pistolas. En sus rostros duros y resueltos eran peleadores de profesión. Saxon adivinó que sólo habría sangre y muerte. Un hombre de edad avanzada que parecía el jefe levantó un sombrero blando de fieltro y se enjugó el sudor de la cabeza calva. Era un individuo corpulento, de vientre prominente y mirada desesperada. La barba gris estaba manchada de nicotina y fumaba un cigarro. Tenía hombros imponentes. Saxon notó la suciedad de la caspa sobre la solapa del saco.

Uno de los hombres señaló hacia la calle y varios de sus compañeros rieron: el pequeño varón de los Olsen, de cuatro años de edad solamente, había huido de la madre y se acercaba a sus enemigos sociales. Llevaba en su mano derecha una piedra tan pesada que apenas si podía levantarla. Y con ésta en alto les amenazaba débilmente. Su carita pequeña y rosada estaba convulsionada por el rencor y gritaba repetidamente:

—¡Malditos «tiñosos», malditos «tiñosos»!

Las risas que escuchó solo sirvieron para aumentar su furia. Cerca de ellos se tambaleó y, en un supremo esfuerzo, les arrojó la piedra.

Saxon vio toda la escena, y también a la señora Olsen que corría por la calle detrás del niño. Los huelguistas efectuaron una descarga con sus armas, y Saxon se fijó en los que estaban casi debajo suyo. Uno de ellos blasfemaba fuertemente y se palpaba el brazo izquierdo, que le colgaba. Vio la sangre que chorreaba a la altura de la mano. Saxon sabía que no debía quedarse mirando ahí, pero recordó a sus abuelos belicosos y sólo sintió el temor normal y humano que producía la escena. Y en ese momento se olvidó, no supo cómo, de aquel niño que había participado en la gresca callejera, de los huelguistas y de todo lo demás. Estaba asombrada por lo que le había ocurrido al jefe del grupo, el que tenía un vientre prominente y el cigarro metido entre los labios. La cabeza de aquél estaba encajada de una manera muy curiosa en la parte alta de la verja de su propia casa. El cuerpo colgaba hacía afuera, y las rodillas no llegaban hasta el suelo. El sombrero se le había caído, y el sol se reflejaba extrañamente en la calva de su cabeza. El cigarro también había desaparecido. Saxon creyó que la miraba. Tenía una mano agarrada de la verja y parecía que se agitaba hacia ella, que le guiñaba jocosamente. Pero se dio cuenta que eran las contorsiones de un dolor mortal lo que le aquejaba. Unos segundos más tarde, mientras contemplaba aún ese espectáculo, fue conmovida por la voz de Bert. Corría por la vereda, frente a su propia casa, seguido de otros huelguistas. Gritaba:

—¡Vengan mohicanos, los clavaremos en la cruz!

En su mano derecha llevaba un mango en forma de pico, y en la izquierda un revólver que estaba descargado, ya que hacía girar inútilmente el tambor del arma. Bruscamente se detuvo, dejó caer el mango que llevaba, dio media vuelta y se enfrentó con la puerta de la casa de Saxon. Iba a penetrar en ella inclinándose, pero se enderezó de pronto para arrojar el revólver contra un «tiñoso», que en ese momento saltaba sobre él. Después se tambaleó mientras cedían sus rodillas y su cintura. Lenta y esforzadamente se a la manija de la puerta con la mano derecha y, más lentamente aún, como si descendiera dentro de sí mismo, se desplomó sobre el suelo mientras era pisoteado por la multitud de huelguistas que él mismo había encabezado.

Fue una batalla sin cuartel; una masacre. Tanto los «tiñosos» como sus guardianes fueron rodeados y acorralados contra la verja de la casa de Saxon. Lucharon como ratas atrapadas pero no pudieron resistir el empuje de aquellos cien hombres. Garrotes, mangos en forma de picos volaban contra ellos mientras los revólveres seguían disparando. Saxon vio cómo el joven Frank Davis, que era amigo de Bert y padre desde hacía pocos meses, hundía su revólver contra el vientre de un rompehuelga y disparaba el arma. Hubo insultos, rugidos coléricos, gritos salvajes de terror y de dolor. Mercedes estaba en lo cierto. Ésos no eran hombres, eran bestias que se disputaban huesos y que se destruían recíprocamente para hacerlo.

«Los puestos son como huesos, como huesos…». La frase bailaba constantemente dentro de la cabeza de Saxon. Y a pesar de que quiso hacerlo no pudo alejarse de la ventana. Era como si estuviera paralizada. Su cabeza ya no funcionaba. Quedó atontada, absorta, incapaz de otra cosa salvo quedarse ahí viendo cómo se desarrollaba el horror, como si fuera un film de enloquecidos. Vio cómo los guardianes del ferrocarril, la policía especial y los huelguistas entraban en la pelea. Un «tiñoso», que parecía terriblemente herido, se sostenía sobre las rodillas e imploraba piedad, pero fue pateado en pleno rostro. Al caer hacia atrás otro huelguista, que estaba de pie junto a él, le disparó su revolver directamente al pecho, rápida y deliberadamente una y otra vez hasta que no le quedaron más proyectiles. Otro «tiñoso» estaba arrinconado contra la verja por una mano que le apretaba la garganta, mientras que su cara era azotada por la culata de un revólver. Saxon conocía al hombre que empuñaba el arma y que la elevaba y bajaba rítmicamente: era Chester Johnson. Lo había conocido en los bailes, y pocos días antes de su casamiento inclusive había danzado con él. Siempre había sido amable y de buen carácter. Recordó la noche de aquel viernes, después que terminó el concierto de la banda de música en el Parque Municipal. Junto con otras dos jóvenes la condujo hasta la Tamale Grotto de Tony, en la calle Trece. Y después todos fueron al café Pabst y bebieron un vaso de cerveza antes de retirarse a sus casas. Casi era imposible que fuese el mismo Chester Johnson. Y mientras lo observaba vio al jefe de los «tiñosos», el de vientre pronunciado, que aún tenía la garganta metida en la verja, que extraía un revólver, se volvía de lado, horriblemente, .y martillaba el revólver apuntando contra Chester Johnson quiso gritar para advertirle. Y gritó. Chester levantó la vista para mirarla. En ese momento el revólver disparó y Chester se desplomó cayendo sobre el cuerpo del rompehuelga. Los cuerpos de tres hombres colgaban sobre la verja de su casa.

Y ahora podía ocurrir cualquier cosa. Sin ninguna sorpresa vio cómo los huelguistas saltaban la verja, pisoteaban sus escasos, pequeños geranios y pensamientos mientras se dirigían hacia su casa y la de Mercedes. Por la calle Pine, y desde las playas del ferrocarril, la policía especial del ferrocarril y los custodios de la empresa corrían disparando sus armas mientras avanzaban. Bajando por la calle Pine, con las campanas que aullaban y los caballos a todo escape, aparecieron tres carros de patrullaje llenos de policías. Los huelguistas estaban acorralados en una trampa. El único camino para la huida estaba en los espacios que había entre casa y casa, saltando por las verjas traseras de aquéllas. La aglomeración que se produjo en esos lugares fue un impedimento para que todos pudieran escapar. Cerca de una docena fueron arrinconados en un ángulo formado por el frente de la casa de Saxon y los peldaños de la entrada. Y ahora eran tratados de la misma manera como ellos habían procedido antes. No se hizo ningún esfuerzo por arrestarlos. Fueron acorralados y muertos a tiros por los guardianes, furiosos por lo que les había sucedido a los suyos.

Ya todo había pasado. Saxon se movió como en un sueño, apretando la balaustrada con fuerza, y apareció sobre los escalones del frente de su casa. El jefe de los rompehuelgas, el de vientre abultado, seguía inclinado, como si la mirara obstinadamente, y agitaba una mano, aunque ya los policías habían comenzado a extraerle de donde se encontraba. La puerta había saltado de las visagras. Eso le pareció raro, ya que no había advertido como había sucedido a pesar de que estuvo mirando durante todo el tiempo.

Los ojos de Bert estaban cerrados, los labios tintos en sangre, y se escuchaba un murmullo en su garganta, como si intentara decir algo. Se detuvo junto a él, con el pañuelo enjugó la sangre de su mejilla que alguien había pisoteado, y entonces sus ojos se abrieron. Tenían el antiguo brillo. No la reconoció. Los labios se movieron desmayados y, luego de un instante murmuró, como si la recordase:

—El último de los mohicanos, el último de los mohicanos, el último de los mohicanos

Después gruñó algo y los párpados se le cerraron nuevamente. Sabía que no estaba muerto. Su pecho subía y bajaba y el murmullo apagado aún se escuchaba emergiendo de su garganta.

Saxon miró a su alrededor. Mercedes se hallaba a su lado. Los ojos de la vieja parecían encendidos, y sus mejillas habitualmente pálidas estaban llenas de color.

—¿Me ayudaría a llevarlo hasta el interior de la casa? —le preguntó Saxon.

Mercedes asintió, se volvió hacia el sargento de policía y le solicitó ayuda. El hombre le echó una rápida mirada a Bert. Su mirada era dura y feroz. Por último, se negó.

—¡Al diablo con él! Nos preocupamos por los nuestros.

—Tal vez solas podríamos hacerlo —dijo Saxon.

—No seas tonta —Mercedes le hizo una señal con la cabeza a la señora de Olsen, que estaba enfrente—. Usted métase en su casa, madrecita futura. Esto es malo para usted. Lo llevaremos nosotras. Ahí viene la señora Olsen y le pediremos ayuda a Maggie Donahue.

Saxon encabezó la marcha hacia la habitación del fondo, que Billy había insistido tanto en amueblar. Al abrir la puerta, la alfombra le saltó a la cara con la fuerza de un golpe, y recordó que Bert la había colocado allí. Mientras las otras mujeres lo depositaban en la cama, también recordó que un domingo por la mañana junto con Bert habían instalado esa cama.

Y entonces sintió algo extraño. Se sorprendió al ver que Mercedes la miraba interrogante. Después, su extrañeza se transformó en el infierno de dolor que sólo las mujeres podían conocer. Fue sostenida y llevada hasta el dormitorio. Había muchos rostros alrededor suyo: Mercedes, Maggie Donahue, la señora Olsen. Quiso preguntarle a la señora Olsen si había salvado al pequeño Emilio de los líos de la calle, pero Mercedes la hizo salir para que atendiera a Bert, y Maggie Donahue se encaminó hacia la puerta para atender un llamado. Desde la calle llegaba un fuerte rumor de voces entrecortadas por los aullidos de las ambulancias y de los vehículos de la patrulla policial. Después apareció la cara redonda y agradable de Marta Skelton y, más tarde, el doctor Hentley. De pronto, durante un intervalo, Saxon escuchó a través de la pared delgada los gritos agudos y desesperados de Mary y, después, también, cómo aquélla repetía una y otra vez:

—¡Jamás volveré al lavadero, jamás, jamás!