VIII

Bastante perturbada Saxon comenzó a hacer las tareas de la casa. Ya no siguió confeccionando más sus bonitas labores. Los materiales costaban bastante dinero y no se atrevía a hacerlo. El directo que Bert había lanzado había dado en el blanco. Persistía dentro de su conciencia temblorosa, como si fuese una hoja de acero que no terminara de dar vueltas y de retorcerse. Tanto ella como Billy eran responsables de esa débil existencia que estaba por nacer. ¿Estaban seguros de que sería bien alimentada, vestida y que podía ser bien preparada para enfrentarse con el mundo? ¿Qué garantía tenían? Lejanamente, como una bendición, recordaba los duros tiempos que ya habían pasado, y las quejas de los padres actuales volvían a su memoria y tenían un nuevo significado. Y casi podía comprender el lamento crónico de Sara.

Saxon ya sentía toda la acritud de la situación en el vecindario, que estaba habitado por familias de operarios de los talleres que se habían declarado en huelga. Durante las compras diarias podía respirar el aire del desaliento entre los dueños de los pequeños comercios. La ligereza y la alegría parecían haberse desvanecido. En vez, la tristeza se adueñaba de todo. Las madres de los niños que jugaban en la calle, mostraban bien a las claras el ánimo ensombrecido. Estaban de pie delante de sus puertas con los rostros ensombrecidos, sin sonrisas, con las voces apagadas.

Mary Donahue, que siempre consumía un litro y medio de leche, ahora sólo le compraba medio litro al lechero. Habían desaparecido los paseos familiares hasta los cinematógrafos de barrio. Y también resultaba más difícil obtener bofe en las carnicerías. Nora Dalaney, que vivía a tres puertas de Saxon, ya no compraba pescado los viernes. En su mesa ahora había bacalao, y no precisamente de la mejor calidad. Los muchachones que corrían por las calles durante las horas de la comida, llevando en sus manos enormes trozos de pan con manteca y espolvoreados con azúcar, ahora devoraban rebanadas más delgadas apenas untadas con manteca y sin azúcar arriba. Pero esa costumbre fue haciéndose más rara a medida que transcurría el tiempo, y algunos chicos no comían nada entre el almuerzo y la cena.

En todas partes se ahorraba más, se reducían y apretaban los gastos y, también, reinaba el descontento. Las mujeres, como los niños, se encolerizaban entre sí por cualquier motivo, y mucho más a menudo que antes. Saxon sabía que Mary y Bert chocaban continuamente.

—Si ella comprendiera que yo tengo mis propios rompederos de cabeza —se lamentó Bert delante de Saxon.

Ella le miró fijamente y sintió miedo por él, pero de una manera vaga y misteriosa. Sus ojos negros parecían arder enloquecidos. El rostro oscuro estaba más delgado, con la piel que le ceñía los pómulos. Había un leve retorcimiento en los labios, helados y amargados. También los movimientos de su cuerpo, y la manera cómo llevaba el sombrero, proclamaban una audacia que antes no tenía.

A veces, durante las tardes largas, mientras permanecía sentada frente a la ventana con las manos ociosas, reconstruía la imagen de la migración de su gente a través de las llanuras, de montañas y de desiertos, sobre aquella tierra en la que se ponía el sol hacia el lado del mar occidental. Y soñó que se encontraba en la Arcadia con sus gentes, cuando no vivían en las ciudades ni se encontraban abrumados por las uniones obreras o por las asociaciones patronales. Y recordó los relatos de las gentes antiguas que se bastaban a sí mismas, que cazaban la carne que consumían, que cultivaban las hortalizas, que eran sus propios herreros, carpinteros y zapateros, y que tejían ellos mismos las ropas que vestían. Y en algo indefinido de la mirada de Tom, cuando hablaba de pedir tierra de cultivo al Gobierno, también había el recuerdo de toda esa vida.

Pensaba que la vida de granjero debía ser hermosa. ¿Por qué razón la gente debía vivir en ciudades? ¿Y por qué cambiaban los tiempos? ¿Si antes había habido bastante de todo, por qué no sucedía lo mismo ahora? ¿Y por qué los hombres tenían que pelear, reñir, alterarse, golpear por conseguir trabajo? ¿Por qué no había trabajo para todos?… Justamente, esa misma mañana, y tembló al recordarlo, había vista a dos tiñosos[29] camino hacia el trabajo que habían sido agitados por huelguistas, por hombres que ella conocía de vista o por sus nombres, y que casi siempre vivían en las proximidades. Había ocurrido precisamente frente a su casa. Había sido cruel, terrible…, y fueron una docena, dos docenas de hombres. Y también los chicos comenzaron a tirar piedras sobre los «tiñosos», a injuriarlos como si fuesen verdaderos hombres y no niños. Pero policías con pistolas desenfundadas acudieron prestamente, y los huelguistas se desbandaron entrando en sus casas, o en los pasillos que había entre casa y casa. Uno de los «tiñosos» había sido conducido desfalleciente en una ambulancia, y el otro, ayudado por la policía ferroviaria, fue alejado en dirección a los talleres. Mary Donahue, con sus niños en brazos, le endilgó unos insultos tan envilecedores que el color afluyó al rostro de Saxon. En la entrada de su casa, contemplando cómo esos hombres eran corridos y azotados, estaba Mercedes, que tenía en el rostro una sonrisa muy extraña. Parecía ansiosa, tenía las aletas de la nariz muy dilatadas, como si sintiera cierto placer al ver de qué modo descargaban golpes sobre esos pobres infelices. Saxon pensó en este instante que esa mujer no estaba alarmada, que sólo sentía curiosidad.

Y fue en busca de Mercedes, que tanto sabía del amor, para tener alguna explicación de lo que estaba ocurriendo en el mundo.

Pero la sabiduría de la vieja en cuestiones industriales y económicas era confusa, difícil de digerir.

—Sí, querida, es muy simple. La mayoría de los hombres nacen estúpidos. Son verdaderos esclavos. Otros, unos pocos, nacen más inteligentes. Son los amos. Creo que es Dios quien hace así a los hombres.

—Entonces ¿qué hizo Dios ante ese terrible azotamiento que se produjo esta mañana frente a mi casa?

—Me temo que no se interese por eso —dijo Mercedes y sonrió—. También dudo que sepa algo de lo que ha ocurrido.

—Yo estaba mortalmente asustada —dijo Saxon—. Realmente, me enfermó. Y sin embargo usted, que también lo veía todo, parecía fría, complacida, como frente a algún espectáculo.

—Fue un espectáculo, querida.

—Oh, ¿cómo puede usted decir eso?

—Sí, sí, porque he visto matar hombres. No tiene nada de extraño. Todos los hombres mueren. Y los estúpidos mueren como bueyes y sin saber por qué. Y es bastante cómico comprobarlo. Se golpean con puños y garrotes y se rompen mutuamente la cabeza. Es algo grosero… Es como si fueran muchos animales, o como perros que se disputan huesos. Los empleos son como huesos, usted lo sabe. Pero si pelearan por mujeres, o ideas, o barras de oro, o diamantes fabulosos, sí que sería magnífico. Pero ocurre todo lo contrario: sólo son hambrientos que se disputan migajas para sus estómagos.

—¡Oh, si pudiera entender todo lo que ocurre! —murmuró Saxon con las manos fuertemente entrelazadas por la angustia de no saber y por la necesidad vital de comprenderlo todo.

—No hay que entender nada. Es tan claro como un estampado. Siempre existieron los estúpidos y los inteligentes, el esclavo y el amo, el príncipe y el campesino, y siempre existirán.

—Pero ¿por qué?

—¿Por qué un campesino es sólo un campesino, querida? Simplemente, porque es un campesino. Por ejemplo ¿por qué una mosca es una mosca?

Saxon agitó la cabeza haciendo una mueca.

—¡Oh, querida, ya te respondí! Las filosofías del mundo no tienen otra respuesta mejor. ¿Por qué te gusta más tu hombre que otro cualquiera por esposo? Porque te agrada, simplemente. ¿Y por qué te agrada? Porque te agrada. ¿Por qué arde el fuego y quema la helada? ¿Por qué hay hombres inteligentes y otros estúpidos, amos y esclavos, patrones y obreros? ¿Por qué lo negro es negro? Responde si tienes la respuesta.

—Pero no está bien que los hombres tengan hambre y estén sin trabajo, cuando en verdad desean trabajar si obtienen un trato correcto —protestó Saxon.

—¡Oh, sí, está bien! Es bueno que la piedra no arda como la madera, que la arena del mar no sea azúcar, que las espinas pinchen y que el agua moje, que se eleve el humo, que las cosas caigan hacia abajo y no hacia arriba…

Pero esas palabras, en realidad, no hacían ninguna impresión en Saxon. Francamente, ella no comprendía. Le parecía muy insensato todo eso.

—Entonces es que no tenemos libertad ni independencia —exclamó apasionada—. Entonces ¿un hombre no es igual a otro hombre, y mi criatura no tiene derecho a vivir como la criatura de una madre rica?

—Claro que no —respondió Mercedes.

—Sin embargo, mi gente peleó por esas cosas —insistió Saxon, que recordaba las lecciones que había aprendido en la escuela. De pronto se le apareció la imagen del sable de su padre.

—Democracia… es el sueño de la gente estúpida. ¡Oh sí, querida! La democracia es una mentira, un embrujo para mantener trabajando a los brutos, de la misma manera que la religión sirvió para mantenerlos alegres. Cuando se lamentaban por su miseria y por su esfuerzo, se les convencía de que se mantuvieran ahí mismo, se les contaba cuentos muy bonitos sobre una tierra que estaba más allá del cielo, donde vivirían fastuosa y opíparamente, mientras que los inteligentes se asarían en un fuego eterno. ¡Oh, de qué manera deben haberse divertido los inteligentes! Y cuando esta mentira ya fue muy gastada y usada, y entonces se comenzó a soñar con la democracia, los inteligentes se dieron cuenta de que debía ser nada más que un sueño. El mundo pertenece a los grandes e inteligentes.

—Pero usted pertenece a la gente que trabaja —la acusó Saxon.

—¿Yo, de la clase de gente que trabaja? Eso fue, querida, porque tuve poca fortuna al invertir dinero, porque soy vieja y ya no puedo conquistar más a los hombres jóvenes y valientes, porque sobreviví a los hombres de mi tiempo y no conozco uno a quien acudir, porque vivo en medio de la sordidez junto a Barry Higgins y me preparo para morir… Pero, querida, nací entre los amos y siempre pisoteé la garganta de los estúpidos. Bebí vinos muy raros y asistí a fiestas que costaban igual que la existencia misma de este vecindario entero durante toda la vida. Dick Golden y yo…, sí, era el dinero de Dick Golden, pero no pude tenerlo… Dick Golden y yo arrojamos cuatrocientos mil francos en Monte Carlo durante una semana de juego. Era despilfarrador. En la India usé joyas que hubieran salvado la existencia de muchas familias que perecían de hambre delante de mis propios ojos.

—¿Los vio morir… y no hizo nada para…? —preguntó Saxon anhelante.

—Me quedé con las joyas…, sí, y al año me las robó un oficial del ejército ruso, un bruto.

—¿Y usted los dejó morir? —le preguntó Saxon nueva y obstinadamente.

—Eran gentes vulgares, ordinarias. Se criaban y multiplicaban como gusanos. No tenían ninguna importancia…, ninguna, querida, ninguna…, de la misma manera que sus gentes de trabajo, aquí, y cuya máxima estupidez es producir más hijos estúpidos para que sean esclavizados por sus amos.

De esa manera Saxon consiguió aclarar en algo el sentido de todo aquello, con la ayuda de aquella vieja terrible que en verdad la había confundido más aún. Saxon no prestó credulidad ni se convenció de lo que consideraba novelerías de Mercedes. Después de varias semanas la huelga de los talleres del ferrocarril se hizo más amarga y enconada. Billy meneaba la cabeza con pesimismo y se declaraba incapaz de sacar nada en limpio de las dificultades que asomaban sobre el horizonte.

—Yo comprendo lo que hay detrás de esto —le dijo a Saxon—. Todo es muy confuso. Se parece a una casa revuelta con las luces apagadas. Por ejemplo, fíjate en nosotros, los camioneros. Comienza a hablarse de una huelga de solidaridad con los obreros de las fábricas. Han permanecido sin trabajar durante una semana, y la mayoría de sus puestos están ocupados, y si los que tenemos el cuidado de los caballos cargamos con el trabajo de la fábrica entonces la huelga está perdida.

—Sin embargo, ustedes mismos no consideraron una declaración de huelga cuando les rebajaron los salarios —dijo Saxon contrariada.

—¡Oh, no estábamos en condiciones de hacerlo! Pero ahora es probable que nos apoyen los camioneros de San Francisco y toda la confederación de la zona portuaria. De cualquier manera apenas hablamos de eso. Eso es todo lo que sucede. Pero si nos declaramos en huelga entonces haremos que nos devuelvan el diez por ciento.

Poco más tarde dijo:

—Es una política podrida. Todos están podridos. Si tan sólo despertáramos y nos pusiéramos de acuerdo para elegir hombres honrados…

—Pero si tú, Bert y Tom no pueden ponerse de acuerdo ¿cómo esperas que los demás lo hagan? —preguntó Saxon.

—Eso es lo que me parte el alma —reconoció él—. Un tipo puede enfermarse con sólo pensar en eso. Y, sin embargo, es sencillo como la nariz de tu rostro. Si ponen hombres decentes —todo quedará arreglado. Los hombres honrados hacen leyes honradas, y los honestos se llevan la parte que les corresponde. Pero Bert quiere echar abajo las cosas, y Tom fuma su pipa mientras sueña con castillos en el aire, con que todo el mundo vote y piense de la misma manera que él. Pero ésa no es la cuestión. Queremos que las cosas se realicen ahora. Tom dice que no podremos conseguirlas ahora, y Bert que no se hará nunca. ¿Y qué puede hacer uno solo cuando todo el mundo piensa de distinta manera? Mira a los mismos socialistas. Siempre están en desacuerdo, divididos y peleados los unos con los otros, y expulsándose mutuamente del partido. Todo hiede: eso es lo que siento al pensar en esto. Pero lo que no me puedo sacar de la cabeza es que necesitamos que las cosas se hagan ahora.

Bruscamente dejó de hablar y la contempló.

—¿Qué sucede? —le preguntó con la voz llena de ansiedad—. ¿Estás enferma…, o… sucede… otra cosa?

Saxon apretaba una mano contra su corazón, pero la sorpresa y el temor que en un comienzo había en sus ojos se estaban transformando en una mirada fija y complaciente, mientras que en su boca se dibujaba una sonrisa ligera y misteriosa. Parecía alejada de lo que Billy le había contado, como si estuviera escuchando algún mensaje lejano, pero con sus propios oídos. El asombro y la dicha rebosaban en su rostro, y al desviar sus ojos hacia Billy simultáneamente extendió su mano en dirección a él.

—Es la vida —murmuró—, siento la vida. Estoy contenta, tan contenta.

Durante el anochecer siguiente, cuando Billy regresó del trabajo, Saxon le hizo saber qué le pasaba, obligándole de hecho a que aceptara más las responsabilidades de la paternidad.

—Lo pensé nuevamente, Billy —comenzó a decir ella—, y como soy una mujer llena de salud, fuerte, no creo que sea muy difícil. Está Marta Skelton…, que es una buena partera.

Pero Billy meneó la cabeza.

—No hay nada que hacer en ese sentido, Saxon. Veremos al doctor Hentley. Es el médico de Billy Murphy, y Billy dice que es muy bueno. Es un viejo rezongón pero de los buenos.

—Ella atendió a Maggie Donahue —dijo Saxon—, y mírala, mira a su bebé.

—Bueno, pero no te atenderá a ti…, al menos ése es mi deseo.

—Pero el doctor cobrará veinte dólares —insistió Saxon—, y también será necesario una enfermera, porque no tengo ninguna parienta que pueda atenderme. Pero Marta Skelton se encargará de todo y resultará mucho más barato.

Pero Billy la acercó con ternura a sus brazos y le dijo:

—Escucha, pequeña. La familia Roberts no tiene predilección por lo barato, nunca lo olvides. Tú debes tener la criatura. Ésa es tu tarea, y es bastante. Yo me encargo de conseguir el dinero y de velar por ti. Y lo mejor nunca será demasiado bueno para ti. No correré el riesgo ni siquiera de un leve percance aunque tenga que gastar un millón de dólares. Tú eres la que me importa. Y el dinero es suciedad, en el fondo. Quizá supones que el bebé me gusta algo; sí, tampoco puedo dejar de pensar en él, y pienso durante todo el día. Tendrá la culpa si me despiden. Estoy completamente chocho. Pero por lo mismo, Saxon, sinceramente, antes de que nada te pueda ocurrir, y rómpete el dedo meñique si quieres, antes prefiero verle muerto y enterrado. Esto te hará pensar acerca de lo que tú significas para mí. Saxon, yo antes creía que la gente, una vez que se casa se instala y, después de un tiempo, lo que interesa es ir adelante, simplemente. Tal vez esto sea lo común entre otras personas, pero no es lo que sucede entre tú y yo. Cada día te quiero más. En este momento te quiero más que cuando empecé a hablar contigo, hace cinco minutos. Y no necesitarás una enfermera. El doctor Hentley vendrá todos los días, y también vendrá Mary, y efectuará todas las tareas de la casa y cuidará de ti y de todo lo demás que haga falta, de la misma manera que tú lo harías por ella si alguna vez llega a necesitarlo.

A medida que transcurrían los días y las semanas, se fue apoderando de Saxon un orgulloso sentimiento de maternidad que le desbordaba el alma. Era una mujer tan normal que la maternidad era una dicha llena de pasión y de satisfacciones. Es cierto que había instantes de aprensión, pero eran tan pasajeros que el único efecto que producían era consolidar la fuerza de su felicidad.

Había una sola cosa que la preocupaba: la situación enigmática y peligrosa que se presentaba a causa del trabajo y que nadie comprendía en absoluto, y ella menos que nadie.

—Siempre hablan de las ventajas de la maquinaria nueva sobre la antigua —le dijo a su hermano Tom—. Y entonces, con toda la maquinaria nueva que hay ahora, ¿por qué no tenemos más?

—Si hablas así —le respondió él—, entonces no tardarás mucho tiempo en comprender el socialismo.

Pero Saxon sólo pensaba en las cosas inmediatas que necesitaba.

—Tom ¿desde cuándo eres socialista? —Desde hace ocho años.

—Y no has conseguido nada con eso ¿verdad?

—Pero lo conseguiremos…, a su debido tiempo.

—Al paso que vamos, antes te morirás.

Tom suspiró.

—Sí, me temo que será así. Las cosas marchan despacio.

Suspiró nuevamente. Saxon observó la mirada cansada y paciente que había en su rostro, los hombros caídos, las manos curtidas por el trabajo, todo lo que había en su apariencia y que parecía proclamar la inutilidad de su credo social.