VII

Billy pensaba con acierto. Sospechaba que le iba demasiado bien en comparación con el salario que ganaba. Era imposible que ella pudiera costear el pago de los materiales de fantasía que usaba para su labor, teniendo en cuenta que los depósitos ahorrados habían aumentado, que pagaban puntual y mensualmente los muebles y el alquiler de la casa, que gastaba abiertamente el dinero en la calle, y que comía excelentemente. Varias veces se mostró asombrado por lo que ella hacía, y a veces quedaba confundido ante la sonrisa misteriosa que le dispensaba.

—No puedo comprender cómo consigues hacerlo con ese dinero —insistió una noche.

Abrió la boca para seguir hablando pero la cerró en seguida durante bastante tiempo. Tenía la cara fruncida.

—Dime —le dijo— ¿qué le sucedió a ese precioso gorro para el desayuno que tanto trabajo te costó hacer? Nunca he visto que lo usaras, y creo que seguramente es demasiado grande para la criatura.

Saxon titubeó. Tenía los labios abiertos y le acariciaba con los ojos. Le era difícil no decir siempre la verdad. A Billy le resultaba imposible. Saxon ya podía ver que la nebulosidad de sus ojos comenzaba a hacerse más profunda, y que su cara se endurecía lentamente como acostumbraba hacerlo, sobre todo cuando se sentía inquieto.

—¿Dime, Saxon…, tú… no… vendes tu trabajo…?

Al escuchar esas palabras, ella le contó todo, sin omitir lo referente a Mercedes Higgins, a sus transacciones, al notable ajuar mortuorio de aquélla. Pero Billy no se quedó atrás en nada. Le dijo a Saxon en términos inequívocos que no quería que trabajase por dinero.

—Pero tengo mucho tiempo libre, Billy querido —le rogó ella.

Billy meneó la cabeza.

—No hay nada que hacer. No quiero ni oírlo. Me casé contigo y debo velar por ti. No quiero que alguien diga que la mujer de Billy Roberts tiene que trabajar. Y tampoco quiero pensarlo yo mismo. Además, no es necesario.

—Pero Billy… —empezó a decir ella.

—Nada. Eso es algo que no podría soportar, Saxon. No es que no me agrada que hagas ese trabajo de fantasía. Me gusta muchísimo todo lo que haces, pero siempre que sea para ti. Sigue adelante, y haz todo lo que quieras, pero para ti, y yo haré frente a los gastos. Me paso todo el día silbando alegremente cuando pienso en el chico y cuando te veo en la casa, aquí, trabajando para él en todas esas cosas lindas que haces. Es que sé bien que eres dichosa al hacerlas. Pero, sinceramente, Saxon, todo se echará a perder si sé que trabajas para venderlo. ¿Entiendes?, la mujer de Billy Roberts no debe trabajar. Comprendo que es un capricho, pero es así y debes respetarlo, ¿entiendes? Y, además, creo que eso no está bien.

—Eres un encanto —murmuró ella dichosa a pesar de estar algo decepcionada.

—Deseo que tengas todo lo que es necesario —prosiguió él—. Y lo tendrás mientras yo tenga estas dos manos en los extremos de los brazos. Supongo que las cosas que vistes son buenas, para mí por supuesto. Mis orejas están bien secas por detrás, y quizás antes de conocerte aprendí algunas cosas que no debí saber. Pero estoy muy seguro de lo que digo, y quiero decirte que, aparte de las ropas interiores y exteriores, nunca vi una mujer como tú. Oh… —extendió los brazos un poco impotente, como si le fuera imposible expresar lo que quería decir, pero en seguida trató de hacer una nueva tentativa—. No sólo se trata de la limpieza, aunque eso ya es bastante. Hay muchas mujeres limpias. No es esto. Hay algo más, algo diferente. Es…, bueno, es la apariencia, lo blanco, lo bonito que causa verdadero placer. Satisface la imaginación. Es algo que no puedo apartar cuando pienso en ti. Quiero decirte que muchos hombres, así como muchas mujeres no pueden llevarnos ninguna ventaja. Pero tú…, bueno, eres un portento, exactamente, y puedes hacer muchas cosas lindas que me satisfacen y que no conseguiría mejor… Sólo por eso, Saxon, podrías envanecerte. Alrededor de uno hay mucho dinero. Y yo tengo muchas posibilidades. La semana pasada Billy Murphy ganó setenta y cinco dólares, ni uno más ni uno menos, al tumbar al «Orgullo de la Playa Norte» fue por eso que nos devolvió los cincuenta.

Pero esta vez fue Saxon la que se rebeló.

—Aquí está Carl Hansen —dijo Billy—. Los cronistas alfalfados del deporte le llaman «El segundo Sharkey». Y él se llama a sí mismo el campeón de la Armada de los Estados Unidos. Bueno, le tengo puesto el ojo encima. Es un gran «duro», simplemente. Lo vi pelear y lo podría dormir fácilmente. La secretaría del Life Club me ha hecho el ofrecimiento para que lo enfrente. Y hay cien dólares de premio para el ganador. Y serán tuyos y podrás hacer con ellos lo que quieras. ¿Qué dices?

—Si yo no puedo trabajar para ganar dinero, tú tampoco debes pelear —fue el ultimatum que le dio Saxon, pero en seguida se arrepintió—. Pero entre tú y yo no caben los regateos. Y aunque tú me permitieses, yo no consentiría que tú peleases. Nunca podré olvidar lo que me dijiste sobre el modo cómo los boxeadores pierden su seda. Bueno, no quiero que eches a perder la que te pertenece. Ya sabes que la mitad de esa seda es mía. Si no peleas yo no trabajaré… Y nunca más haré nada que no te guste, Billy.

—De acuerdo —consintió él—. Sin embargo, me muero de ganas de alcanzar la cabeza cuadrada de Hansen —sonrió complacido ante la idea—. Bueno, olvidemos todo y cántame «Días de la cosecha», como tú sabes hacerlo.

Cuando Saxon terminó, le sugirió a Billy que entonara aquel lúgubre «Lamento de cowboy». Por algo inexplicable, tal vez fuera por el amor que existía entre ellos, había llegado a gustar de la única canción que sabía su esposo. Le agradaba su monotonía y su falta de expresividad porque era él quien la cantaba y, sobre todo, le parecía que amaba esa desesperanza y adorable mediocridad que había en cada nota. Hasta podía cantar junto con él, imitando esa chatura[26] y el encanto que Billy tenía cuando la cantaba. Porque tampoco la desengañaba de la sublime fe que le tenía.

—Me parece que Bert y los otros siempre se han reído de mí —dijo él.

—Los dos nos acompañamos bien —le alentó ella, ya que en esas cosas no se proponía deshacer entuertos.

La primavera ya estaba encima cuando se produjo la huelga en los talleres del ferrocarril fue declarada el domingo anterior, mientras Saxon y Billy comían en la casa de Bert. Llegó el hermano de Saxon, pero sin Sara, que se había negado a abandonar la rutina casera. Bert se sentía muy pesimista, mientras escuchaba cómo todos cantaban con una alegría sardónica:

«Nadie quiere al peón del molino,

nadie gusta de su apariencia,

nadie comparte cualquier preocupación suya,

cuando se confunde con guapos y rateros.

La economía se ha convertido en un crimen,

y se gasta todo lo que se gana.

Ahora vivimos un momento divertido

el dinero sirve para quemar».

Mary comenzó a preparar la comida dejando traslucir su rebeldía. Saxon, con la mangas levantadas y con delantal, lavaba los platos del desayuna. Bert consiguió una botella de cerveza espumante en la taberna de la esquina y los tres hombres conversaron y fumaron sobre la huelga que se avecinaba.

—Debió haberse producido años atrás —fue la opinión de Bert—. Debía haber llegado más rápidamente, pero ahora ya es demasiado tarde. Estamos agarrotados sobre el suelo. El último de los mohicanos recibe lo suyo en la garganta.

—¡Oh, no sé si eso es cierto! —Tom había estado fumando gravemente su pipa y ahora comenzaba a hablar—. Los trabajadores organizados cada día son más fuertes. ¿Y por qué sucede eso? Recuerdo cuando no había ninguna organización obrera en California. Y repasemos lo que nos sucede a nosotros ahora…, salarios, jornales de trabajo, y todo lo demás…

—Usted habla como si fuese un organizador obrero —se burló Bert—, y muestra al buey por atrás. Pero nosotros sabemos otra cosa. La organización no tiene ahora tanto valor como antes, cuando se conseguía algo sin nada. Nos han convertido en aserrín. Mire lo que sucede en San Francisco: los dirigentes obreros hacen una política más sucia que la de los viejos partidos, y se comprometen y se quedan con los sobornos como si fueran rehenes, y van a San Quintín y, mientras tanto…, ¿qué hacen los carpinteros de San Francisco? Permita que le diga una cosa, Tom Brown: si es que usted escucha todo lo que se dice, sabrá que los carpinteros de San Francisco que están en la unión obrera obtienen los salarios íntegros fijados por la unión. ¿Y usted lo cree? Es una maldita mentira. Todos los carpinteros rebajan sus salarios el sábado por la noche frente al contratista. Y así andan en San Francisco los trabajos de la construcción, mientras que los dirigentes hacen viajes a Europa con las ganancias que sacan…, o sino se las dejan a los abogados que les evitan el uso del traje a rayas…

—Es cierto —dijo Tom—, y nadie lo niega. La dificultad está en los trabajadores que no abren bastante los ojos. Debe hacerse política, pero política de verdad.

—Socialismo ¿eh? —dijo Bert apenas irónico—. ¿Acaso no —nos venderán ellos de la misma manera que lo hicieron los Ruef y los Schmidt?

—Se trata de conseguir gente honrada —dijo Billy—. En eso estriba toda la dificultad… No es que yo sea partidario del socialismo, no. Toda mi gente hace mucho tiempo que está en los Estados Unidos, y yo, por ejemplo, no voy a estar a favor de unos gordos alemanes para que me enseñen cómo hay que manejar al país, cuando ni siquiera saber hablar bien el inglés.

—Tu país —exclamó Bert—, pero, grandísimo cabeza dura, tú no tienes país. Ése es un cuento de hadas que inventan los coimeros[27] cada vez que quieren robar algo más.

—Bueno, entonces que no se vote por los coimeros —sostuvo Billy—. Si elegimos hombres honrados recibiremos el mismo trato.

—Desearía que viniera a alguna de nuestras asambleas. Billy —dijo Tom con vivacidad—. Si viene abrirá los ojos y entonces votaría por los socialistas en la próxima elección.

—Jamás —rechazó Billy—. Si me encuentra en un acto socialista será porque ellos hablan ya como hombres blancos.

Bert tarareaba:

«Ahora vivimos un momento divertido:

El dinero sirve para quemar».

Mary estaba muy encolerizada con su marido ante la inminencia de la huelga y por sus frases incendiarias, y no podía mantener la conversación con Saxon que, perpleja, escuchaba las encontradas opiniones de los hombres.

—¿Dónde estamos? —preguntó ella con una alegría que en realidad ocultaba la angustia de su corazón.

—Ya no estamos —se burló Bert—. Hemos estado.

—Pero la carne y el aceite subieron nuevamente —dijo irritada—. Y el año pasado el salario de Billy fue reducido. Hay que hacer algo.

—Lo único que queda por hacer es pelear hasta el infierno —respondió Bert—. Pelear y seguir peleando. Eso es todo. De cualquier manera estamos liquidados, pero aún podemos intentar alguna posibilidad en procura de nuestro dinero.

—Ésa no es la manera correcta de hablar —intervino Tom.

—El tiempo de hablar ya pasó, viejo gallo. Llegó el momento de pelear.

—No hay ninguna posibilidad frente a las tropas regulares y a las ametralladoras —declaró Billy.

—¡Oh, no de esa manera! Hay grasa que termina con los grandes ruidos y deja hoyos. Existen cosas como el polvo de esmeril, por ejemplo…

—¡Oh, oh! —gritó Mary enfrentándolo con los brazos en jarras—. Sé bien lo que significa eso, qué quiere significar el polvo de esmeril en el bolsillo de tu chaleco.

El marido no le prestó atención. Tom fumaba lleno de preocupación. Billy se sentía herido, lo que se transparentaba con toda claridad en su cara.

—Tú no vas a hacer eso, ¿verdad, Bert? —le preguntó demostrando que esperaba la negativa del amigo.

—Creo que hay una cosa segura, si es que desean saberlo. Si me fuera posible los vería a todos en el infierno antes de ir yo…

—Es un anarquista sanguinario —se lamentó Mary—. Hombres de esa clase mataron a McKinley y a Garfield…, y a todos los demás. Será colgado. Ya lo verán. Recuerden mis palabras. Estoy contenta de que no haya niños presentes, eso es todo.

—El aire está pesado —la consoló Billy.

—Bromea contigo, simplemente —dijo Saxon en un tono suave—. Siempre fue un bromista.

Pero Mary meneó la cabeza.

—Estoy segura de lo que digo. Lo escucho cuando habla en sueños. Jura y maldice contra —algo odiado, con los dientes apretados. Y ahora escúchenlo.

Bert había inclinado su silla hacia atrás y cantaba con un rostro simpático, amargado, y despreocupado al mismo tiempo:

«Nadie quiere al peón del molino,

nadie gusta de su apariencia,

nadie comparte cualquier preocupación suya,

cuando se confunde con guapos y rateros».

Tom decía algo acerca de lo razonable y de lo justo, y Bert dejó de cantar para escucharle.

—Lo justo ¿eh? Ése es otro sueño imposible. Le voy a mostrar de qué manera la clase trabajadora obtiene justicia. ¿Recuerda a Forbes, a J. Alliston Forbes, el que destruyó la Alta California Trust Company y se escapó con dos milloncitos? Ayer le vi en un automóvil del diablo. ¿Y qué le dieron? Una sentencia de ocho años. ¿Y cuánto tiempo estuvo? Menos de dos años. ¡Indultado por su mala salud! ¡Infierno del diablo! Estaremos muertos y podridos antes de que a él se le derrame el balde. Y ahora miren por la ventana. ¿Ven el fondo de esa casa con el porche deshecho? Allí vive la señora Danaker. Ella se dedica a lavar. Su marido fue muerto por el ferrocarril. Y no le dieron nada por daños y perjuicios…, ellos dicen que fue una negligencia casual o cualquier embuste parecido. Eso fue lo que le ofrecieron los tribunales. Su muchacho, Archie, tenía dieciséis años. Apareció en San Francisco y asaltó a un borracho. ¿Saben lo que le sacó? Dos dólares y ochenta centavos. ¿Entienden? Dos con ochenta. ¿Y qué le dieron los jueces de San Quintín? Cincuenta años. Ya cumplió ocho en San Quintín. Y seguirá encarcelado hasta que reviente. La señora Danaker dice que está mal, agotado…, contraído por dentro, y que no consigue ninguna influencia para que lo perdonen. El pibe[28] Archie roba dos dólares con ochenta centavos de un borracho y le encajan cincuenta años. J. Alliston Forbes se mete en la Alta California Trust Company y roba dos millones y le tocan menos de dos años. ¿De quién es el país, entonces? ¿Vuestro y del pibe Archie? Háganse la pregunta de nuevo. Es de J. Alliston Forbes…, oh…

«Nadie quiere al peón del molino,

nadie gusta de su apariencia,

nadie comparte cualquier preocupación suya,

cuando se confunde con guapos y rateros».

Mary estaba delante de la pileta. Saxon terminaba de secar el último plato. Aquélla le desató el delantal y la besó con la simpatía que solo sienten las mujeres entre sí, más aun si alguna se halla cobijada por la sombra de la maternidad.

—Y ahora te sientas, querida. No debes cansarte, y todavía tienes mucho que andar. Haré tu costura mientras escuchas a los hombres. Pero no le prestes atención a Bert. Está loco.

Saxon cosía y escuchaba al mismo tiempo, y la mirada de Bert se oscureció y se mostró amargado mientras contemplaba las ropitas del bebé que estaban sobre el regazo de Saxon.

—Y ustedes sólo saben hacer eso —estalló—, traen niños al mundo y no tienen la más mínima garantía de que podrán alimentarlos.

—Seguramente usted comió ayer algo con salmuera —dijo Tom frunciendo el ceño.

Bert meneó la cabeza.

—¡Oh! ¿Qué objeto tiene enojarse de esa manera? —dijo Billy suavemente—. Éste es un país bastante bueno.

—Era un país bastante bueno —respondió Bert— cuando todos eran mohicanos. Pero ahora no. Estamos bien esquilmados. Nos han hecho retroceder hasta dejarnos paralizados. Nos crucificaron para siempre. Mi gente peleó por este país, y lo mismo hizo vuestra gente, la gente de todos ustedes. Libertamos a los negros, matamos a los indios, padecimos hambre, frío y sudor, y luchamos. Esta tierra nos parecía buena. La despejamos, la roturamos, hicimos los caminos y levantamos las ciudades. Y había de todo para todos. Y peleamos por ella. Tengo dos tíos que murieron en Gettysburg. Todos estuvieron mezclados en esa guerra. Y sino escuchen a Saxon para saber lo que pasaron sus gentes hasta llegar aquí y conseguir los campos, los caballos, el ganado, todo. Y lo consiguieron. Y también mi gente, y la gente de Mary…

—Y si todo fuese como debería ser, aún serían dueños de todo eso —interrumpió ella.

—Claro, seguramente —respondió Bert—. Ésa es la cuestión, el punto crucial. Nosotros somos los que perdemos. Fuimos robados. No marcamos los naipes, ni traficamos ni golpeamos en las cubiertas como los otros. Somos la gente blanca que fracasó. Como ven, los tiempos ya han cambiado y ahora hay dos clases entre nosotros: los leones y los condenados. Éstos no hacen otra cosa que trabajar: los leones son los duendes. Se hicieron los fantasmas con las granjas, las minas, las fábricas, y ahora se la han tomado con el gobierno. Somos la gente blanca, los descendientes de aquélla que siempre estuvo muy ocupada en ser buena y correcta. Somos la gente blanca que lo perdió todo, los despellejados. ¿Entienden?

—Usted sería un buen orador de barricada —dijo Tom— si sólo enderezara su pensamiento y se librase de cosas raras.

—Cierto, suena muy bien, Bert —asintió Billy—, y sólo que… no está bien del todo. Cualquier hombre puede hacerse rico hoy…

—O sino ser presidente de los Estados Unidos —dijo Bert de pronto—. Sí, seguramente, si fuera posible. De todos modos no haces el mismo ruido que aquéllos que van a ser millonarios o presidentes. ¿Por qué? Porque no lo sientes, no está en ti. Eres un cabeza dura. Por eso es que… Pobre de ti…, pobres de todos nosotros…

Mientras comían en la mesa, Tom comenzó a hablar de los placeres de la vida en la granja que había conocido de adolescente, y confesó que tenía la esperanza de obtener tierra del Gobierno en alguna parte, de la misma manera que sus antepasados. Pero desgraciadamente, explicó, Sara no quería cambiar, y entonces quedaba en proyecto.

—Todo sucede como en el juego —suspiró Billy—. Se juega de acuerdo a las reglas, y supongo que alguien debe sufrir el knock-out.

Un poco más tarde, mientras Bert estaba discutiendo nuevamente, Billy advirtió con sorpresa que se hallaba entregado a las comparaciones. Esa casa no era su casa. Allí no había una atmósfera buena. Parecía que las cosas chocaban continuamente. Recordó que cuando llenaron todavía no estaban lavados los platos del desayuno. No había observado los detalles porque se sentía, como todo hombre, despreocupado por las cosas domésticas. Sin embargo eso se presentaba a cada momento delante de sus ojos, y entonces llegó a la conclusión de que Mary no se parecía en nada a Saxon, al menos a ser una buena ama de casa. Miró con orgullo en dirección hacia su mujer, y sintió el impulso irresistible de levantarse, avanzar hacia ella y abrazarla. Era su mujer, su esposa…, y entonces recordó las ropas interiores que Saxon usaba, y en su pensamiento aquella imagen apareció tan viva que sólo pudo salir de él cuando Bert le habló.

—Eh, Billy, parece que crees que yo tengo alguna pretensión.

Claro que la tengo. Tú no has tenido mis experiencias. Tú siempre te has entrenado y has ganado con facilidad dinero con el boxeo.

No has conocido otros tiempos más duros. No te has embrollado por las huelgas. No tuviste que cuidar de una madre anciana y tragar mugre a causa de eso. Sólo después que ella falleció, pude madurar libremente, quedarme o largarme, a mi antojo… Por ejemplo, toma mi caso, cuando entré en la Niles Electric y mira lo que recibe un animal de carga. El Cabeza de Queso me estudió, me hizo un montón de preguntas y me entregó un formulario en blanco para el ingreso. Lo llené, después le pagué un dólar a un médico, al que me mandaron para el certificado de buena salud. Luego me enviaron a un garage donde retrataban y tuve la foto de mi cara…, para la galería de delincuentes de la Niles Electric. Y tuve que pagar otro dólar por eso. El Camisa número uno estudia el formulario, mi certificado de buena salud, la foto, y por último me dispara más preguntas. «¿Pertenece a alguna unión obrera?…». ¿Quién, yo? Le dije la verdad, que no era así. Me hacía falta el empleo. El almacenero ya no nos fiaba más y, además, estaba mi madre. Oh, ya pueden imaginarme convertido en un verdadero carretero. Me hicieron ir detrás de la plataforma, donde me coloqué las camisas de fantasía. Y nada. Dos dólares, por favor… Yo…, mis dos dólares… Y todo por un distintivo de porquería… Y luego venía el uniforme: diecinueve con cincuenta, que en cualquier otra parte se podía conseguir por quince. Pero sucedía que eso sólo podía ser pagado con mi primer sueldo. Y, después, cinco dólares en mis bolsillos que me servían para el cambio, pero de mi propio dinero. Ésa era la regla… Le pedí prestado cinco dólares a Tom Donovan, el vigilante. ¿Y entonces qué sucedió? Me hicieron trabajar durante dos semanas sin pagarme, y recién después me admitieron.

—¿Por lo menos tuvo el buen gusto de elegir alguna blusa linda? —le preguntó Saxon sonriendo.

Bert meneó la cabeza muy seriamente.

—Solamente trabajé un mes. Después organizamos la unión obrera y nos hicieron saltar más alto que una pelota.

—Y a ustedes, los estúpidos del taller, los van a hacer volar de la misma manera si es que van a la huelga —dijo Mary.

—Eso es lo que siempre les digo —respondió Bert—. No tenemos ninguna posibilidad de ganar.

—¿Entonces por qué hacen la huelga? —preguntó Saxon.

Bert la miró durante un momento con los ojos brillantes, como si fuesen lacas, y después respondió:

—¿Para qué murieron mis dos tíos en Gettysburg?