VI

A medida que transcurría el tiempo el intercambio entre Saxon y Mercedes se intensificó. Esta última contaba con una clientela para cualquier labor fina, que Saxon podía abastecer y que estaba ansiosa por realizar. La criatura que esperaba y la reducción del salario de Billy la hacían pensar más seriamente que nunca en el aspecto económico de la existencia. Habían depositado poco dinero en el Banco, y tenía remordimientos por lo que había gastado para la casa y para sí misma. Además, por primera vez en su vida, gastaba dinero que ganaba otra persona. Desde que era muy joven sólo había gastado el suyo, y ahora, gracias a Mercedes, volvía a la antigua situación, y así pudo pensar en gastos dispendiosos y encantadores en materia de ropa interior.

Mercedes era la que sugería, y Saxon llevaba a la práctica perfeccionando las ideas de la otra sobre telas realmente hermosas. Hacía camisas con fruncidos sobre una tela de hilo, y además bordados a la altura del pecho y adornos en los bordes; y también juegos de ropa interior de hilo hechos a mano, ropas de dormir hermosas y bordadas con encajes de Irlanda. Mercedes la incitó a hacer un gorro muy audaz, algo realmente maravilloso, por el cual le entregó doce dólares después de deducir su comisión.

Se sentía feliz y estaba muy ocupada desde que se levantaba de la cama, sin descuidar los preparativos para la criatura que se hallaba en camino. Las únicas ropitas hechas que compró fueron unas camisitas tejidas a mano. Todo lo demás lo hizo por sus propios medios: acolchaditos con plumas, una blusita y un gorro tejidos, mitones[22], bonetitos[23] tejidos, escarpines[24] realmente principescos de dimensiones encantadoras, camisetitas con cuellos muy pequeños, polleritas[25] de franela blanca y festoneadas con seda, botitas de paño que ya se agitaban delante de sus ojos de una manera encantadora. Y, finalmente, aunque no fue lo último que realizó, muchos pañales muy suaves casi del tamaño de pañuelos. Más adelante realizó su obra cumbre: una capa de gala, de seda blanca, bordada. En todas las cosas que cosía y tejía estaba bien palpable su amor. Sí, el amor se presentaba a cada instante delante de ella, a medida que trabajaba, y advirtió que todos sus afanes se dirigían aún hacia Billy, y tal vez intensificados, en vez de desviarse hacia ese nebuloso e inasible hálito de vida que siempre eludía sus más entrañables tentativas y deseos por descubrirlo.

—Oh —dijo Billy deteniéndose delante del guardarropa atestado de ropitas—. ¡Casi lo veo andar con una camisa de hombre!

Saxon, inesperadamente, sintió sus ojos llenos de lágrimas. Acercó una camisita a los labios de Billy. La besó lleno de solemnidad mientras la miraba en los ojos.

—Parte de esto —le dijo— es para el muchacho, pero mucho para ti.

Pero la afluencia de dinero que ella ganaba estaba destinada a cesar de una manera trágica e ignominiosa, Un día, tratando de aprovechar la liquidación que hacía una gran tienda cruzó la bahía en dirección a San Francisco. Al pasar por la calle Sutter, su mirada fue atraída por lo que se exhibía en la vidriera de un negocio poco importante. Al principio no pudo creerlo y, sin embargo, en el lugar más visible del escaparate estaba aquel gorro para ser usado durante las horas del desayuno, y a cambio del cual Mercedes le había entregado doce dólares. Tenía el precio de veintiocho dólares. Saxon entró en el negocio y habló con la dueña de la tienda, una mujer de mirada aguda, de edad mediana y origen extranjero.

—No, no quiero comprar nada —le dijo Saxon—. Hago algunas cosas bonitas como las que exhibe en su escaparate, y quiero saber qué paga por ellas, por ejemplo…, por el gorro para el desayuno que tiene expuesto…

La mujer echó una penetrante mirada a su mano izquierda, observando en seguida los puntos pequeños y numerosos que tenía en los dos primeros dedos, y después se fijó en las ropas y en el rostro de Saxon.

—¿Usted puede hacer un trabajo así? Saxon asintió con la cabeza.

—Lo he pagado veinte dólares a la mujer que lo hizo. Saxon reprimió una expresión de estupor y pensó fríamente durante un rato. Mercedes le había entregado doce. En ese caso la otra se había quedado con ocho, haciendo ella misma todo el trabajo y poniendo además el material.

—¿Quisiera mostrarme otras cosas hechas a mano…, ropas de dormir, camisas o cosas semejantes? ¿Y puede decirme lo que paga?

—¿Usted puede hacer ese trabajo?

—Sí.

—¿Y me lo vendería?

—Claro —respondió Saxon—, para eso estoy aquí.

—Sólo encargamos algo cuando lo vendemos —continuó la mujer—. Usted comprende que la luz, el alquiler, otras cosas cuestan…, y hay que ganar algo. De otra manera no podríamos mantener el negocio.

—Creo que no es muy caro la joven estuvo de acuerdo. Entre las cosas hermosas que Saxon vio había un camisón y una combinación que, ella misma había confeccionado. Por el primero Mercedes le había pagado catorce; por la segunda prenda Saxon recibió seis y al público costaba catorce, y la mujer había pagado once.

—Gracias —dijo Saxon mientras se ponía los guantes—. Me gustaría traerle algo de lo que yo hago, siempre que me los pague de la misma manera.

—Y me agradaría comprarlo si es de la misma calidad… —la mujer la miró severamente—. Recuerde que tienen que ser tan buenas como éstas. Si realmente es así se los daré a usted, porque tengo mucho pedidos especiales.

Mercedes se mostró cínica, tenía una cándida expresión en su rostro, cuando la joven le reprochó su proceder.

—Usted me dijo que sólo se quedaba con una comisión —la acusó Saxon.

—Eso fue lo que hice, ni más ni menos.

—Pero yo compré todo el material e hice el trabajo entero y, en realidad, usted ha ganado más que yo. Se quedó con la parte del león.

—¿Y por qué no iba a ser así, querida? Yo era la intermediaria. Así son las cosas en este mundo: el intermediario es el que se queda con la parte del león.

—Eso me parece muy incorrecto —dijo Saxon más entristecida que encolerizada.

—Tu queja debe ser contra el mundo y no contra mí —respondió Mercedes ásperamente, pero en seguida, de pronto, suavizó su tono—. No debemos reñir, querida. Te quiero mucho. Y eso no debe importarte ya que eres joven y fuerte y tienes a tu lado a un muchacho también joven y fuerte. Escucha: soy una mujer vieja. Y el viejo Barry casi no puede hacer nada por mí. Se encuentra en las últimas. Tiene los riñones a la miseria. Y tienes que tener en cuenta que debo enterrarlo. Y tengo que rendirle honores, ya que junto a mí dormirá su último sueño, el más largo. Es un viejo tonto que no tiene nada de malo. Ya adquirió y pagó el terreno…, y la última cuota la liquidé en parte con las comisiones que me gané vendiendo tus trabajos. Además están los gastos de pompas fúnebres. Hay que hacerlo todo en forma bonita. Y aún tengo que ahorrar mucho ya que Barry puede estirar las piernas en cualquier momento.

Saxon inhaló el aire para investigar y se dio cuenta de que la vieja había estado bebiendo otra vez.

—Ven, querida, te mostraré algo —llevó a la joven frente a un gran baúl, de esos que se usan en el mar. Estaba en el dormitorio. Mercedes levantó la tapa del baúl. La atmósfera se llenó de un ligero perfume, como si fueran pétalos de rosas—. Mira mi ajuar para el entierro. De esta manera voy a desposarme con la tierra.

Ante lo que la otra le exhibía el asombro de Saxon iba en aumento. Eran objetos exquisitos, deliciosos, de esos que usan las novias. Mercedes tomó en su mano un abanico de marfil.

—Lo conseguí en Venecia, querida… Y mira esta peineta, es de caparazón de tortuga. Bruce Anstey la hizo fabricar para mí una semana antes de vaciar su última botella y de levantarse sus sesos con una Colt cuarenta y cuatro. Y esta faja es de seda blanca …

—¿Y todo eso será enterrado junto con usted? —murmuró Saxon—. ¡Oh, qué derroche!

Mercedes rió.

—¿Por qué no? Debo morir de la misma manera que he vivido. Ése será mi placer. Descenderé al polvo como una novia. No quiero un lecho angosto y frío. Desearía que fuese un canapé cubierto con cosas suaves de Oriente, lleno de almohadas, de almohadas sin fin.

—Pero esto le serviría para pagarse veinte funerales y sepulturas —dijo Saxon protestando, asombrada por toda esa blasfemia relacionada con una manera muy convencional de considerar a la muerte—. Esto es terriblemente perverso.

—Será de la misma manera que he vivido —dijo Mercedes complacida—. Y la novia que se acostara junto al viejo Barry será linda —erró el baúl suspirando—. Sin embargo, hubiese preferido que fuera Bruce Anstey, o cualquiera de mis preferidos de la juventud, el que reposara conmigo en la gran noche, confundiéndonos en medio del polvo, que así debe ser la verdadera muerte.

Echó una mirada sobre la joven.

—Sus ojos ardían por efectos del alcohol, pero se mantenían serenos, alegremente serenos.

—En los días antiguos, los grandes de la tierra eran enterrados junto con sus esclavos vivos. Pero yo, en vez, sólo me llevaré conmigo mis preciosidades, y ninguna otra cosa más. —¿Entonces, al final resulta que… no teme a la muerte?

Mercedes agitó la cabeza.

—La muerte es valiente, buena, atenta. No temo a la muerte. Temo a los hombres, y hasta cuando esté muerta. Por eso me preparo. Cuando esté muerta no me tendrán.

Saxon permanecía estupefacta.

—Entonces ellos ya no la querrán más —le respondió.

—Pero muchas son deseadas —dijo la dueña de casa—. ¿Sabes lo que les ocurre a los pobres ancianos que no tienen con qué pagarse el entierro? No son sepultados. Deja que te lo diga. Estábamos delante de los grandes portones. Él era un hombre extraño, un profesor que debió ser pirata. Daba clases en aulas y, en vez, debió dedicarse a saquear ciudades amuralladas o a asaltar Bancos. Era delgado como un Don Juan. Tenía las manos fuertes como el acero, y su espíritu también se le parecía. Y estaba loco, un poco loco como todos los hombres jóvenes. «Vamos, Mercedes», me dijo, «veremos a los nuestros y seremos humildes, y nos alegraremos de no encontrarnos todavía como ellos… Y más tarde, esa misma noche cenaremos placentera y diabólicamente y beberemos a su salud un vino dorado, que será mucho más dorado por haberlos visto. Vamos, Mercedes». Empujó hasta que los grandes portones se abrieron, y entonces me condujo de la mano. Vimos un cuadro muy triste. Había unas veinticuatro personas que se encontraban tendidas sobre lápidas, o sino sentadas, erectas a medias y que se apoyaban, mientras que otros muchos jóvenes de ojos brillantes, que tenían cuchillos relucientes y pequeños en las manos, me miraban con curiosidad desde el lugar donde se hallaban.

—¿Y estaban muertos? —le interrumpió Saxon horrorizada.

—Eran los muertos pobres, querida. «Vamos, Mercedes», me dijo él. «Por aquí hay más cosas para ver, y eso nos pondrá contentos porque vivimos». Y me condujo hacia abajo, hacia abajo, en el lugar donde estaban las cubas. Eran cubas de sal, querida. Yo no sentía temor. Pero eso se grabó bien en mi memoria, al pensar en lo que sería yo cuando muriese. Y era porque allí había cardos amontonados. Y se escuchó una voz que ordenaba: «Una mujer, una mujer vieja». Y el hombre que estaba allí rebuscó en el interior de las cubas. Vi que extraía un hombre. Buscó nuevamente agitando el agua, y otra vez más apareció la imagen de lo que había sido un hombre. Se volvió impaciente y gruñó por la suerte que tenía. Y finalmente extrajo de la cuba una mujer. Y como aparentemente se trataba de una mujer vieja, quedó satisfecho.

—¡Eso no es real! —exclamó Saxon.

—Lo he visto, querida, verdaderamente fue así. Y te aseguro que no hay que temer la maldición de Dios cuando una está muerta. Lo único que hay que temer son las cubas con sal. Mientras me hallaba de pie y observaba, y mientras él me conducía, me miraba fijamente, sonriente e interrogante, y yo quedaba como hechizada por esos ojos locos, negros y cansados de estudioso. Y entonces comprendí que no tenía ningún escape para mi arcilla querida. Mi arcilla, sí, mi arcilla que había sido querida para mí, y adorada y deseada por otros. La sal no era el lugar apropiado para mis labios enamorados, para mi cuerpo que se había prodigado en el amor —Mercedes volvió a levantar la tapa del baúl y echó una mirada enternecida hacia sus adornos póstumos—: Así es que me he preparado el lecho. Y de esta manera reposaré sobre él. Un viejo filósofo dijo: «Sabemos que moriremos —pero no lo creemos». Pero lo viejos lo creen, yo lo creo. Querida, recuerda las cubas de sal y no te encolerices conmigo porque mis comisiones hayan sido altas. Para escapar a las cubas sería capaz de arrostrarlo todo…, hasta robaría el abrigo de la viuda, las migajas del huérfano y las monedas de un ciego.

—¿Usted cree en Dios? —le preguntó Saxon con brusquedad, pero después se contuvo a pesar de sí misma, a pesar del frío horroroso que embargaba su alma.

Mercedes dejó caer la tapa del baúl y se encogió de hombros.

—¿Quién lo sabe? Tengo que reposar bien.

—¿Y en el castigo? —Saxon la sondeó recordando aquel horrible relato de una existencia en el más allá.

—Eso no es posible, querida. Ya lo dijo un viejo poeta: «Dios es un buen muchacho». Algún día te hablaré de Dios. No le temas nunca. Sólo debes tener miedo de las cubas de sal, de las cosas que los hombres le pueden hacer a tu linda carne una vez que ha dejado de serlo.