Cuatro hechos importantes ocurrieron durante el invierno. Bert y Mary se casaron y alquilaron una casita en la vecindad, a tres cuadras de ellos. El salario de Billy fue reducido al mismo tiempo que los jornales de todos los adiestradores de Oakland.
Billy comenzó a afeitarse con una maquinita y, por último, Saxon resultó una falsa profetisa y en vez Sara acertaba.
Saxon creyó que estaba en lo cierto, sin ninguna duda, y en seguida le transmitióla noticia a Billy. Al principio, dudando todavía, se sintió asustada, con el corazón oprimido, temerosa de lo desconocido y de aquello que no había experimentado. Luego vinieron las cavilaciones económicas por el aumento de los gastos que eso significaría. Pero cuando se sintió completamente segura, se dejó invadir por una oleada de alegría. Era de ella y de Billy. La frase bailaba continuamente en su cabeza, y cada vez que la repetía sentía una sensación de placer físico en su corazón.
Esa noche le comunicó a Billy la noticia, y éste, a su vez, no le dijo nada de sus novedades, de la reducción del salario, pero se unió a la alegría de Saxon por el pequeño que se hallaba en camino.
—¿Qué haremos? ¿Vamos al teatro a celebrar? —le dijo él, cediendo a la presión del abrazo para que Saxon pudiese hablar—. ¿O quieres que nos quedemos solos tú, yo u…, y así estaremos los tres juntos?
—Nos quedamos —sentenció ella—. Deseo simplemente tenerte conmigo, y que de esta manera tú me tengas.
—También yo quería eso, sólo que no estaba seguro de que lo quisieras después de estar todo el día metida en casa.
El aire era helado y Billy aproximó el sillón bajo a la estufa de la cocina. Ella se sentó y le abrazó, apoyando la cabeza sobre su hombro, la mejilla contra sus cabellos.
No nos equivocamos con nuestro casamiento —dijo él en voz alta—. Saxon, siempre nos hemos tratado como novios, recíprocamente, y ahora…, ¡Dios mío!, casi es demasiado maravilloso para que sea verdad. Piensa en eso, ¡es nuestro! ¡Nosotros tres! ¡Pequeño caballa! Apuesto a que será varón. Le enseñaré a apretar los puños, a ponerse en guardia y también a nadar, y si al cumplir los seis años no sabe nadar…
—¿Y si resulta niña?
—Ella va a ser niño —respondió Billy, riéndose de su consciente equivocación.
Rieron y se besaron. Suspiraban de contento y de a ratos se quedaban en silencio, pensativos.
—Ya no habrá más bebidas con los muchachos. Para mí, sólo el carro aguatero[20]. Y también fumaré menos. No veo por qué no puedo liar mis propios cigarrillos. Son diez veces más baratos que los armados. Y también puedo dejarme la barba. Con lo que anualmente se paga al barbero podría mantenerse un bebé.
—Si te dejas crecer la barba, señor Roberts, lo único que conseguirás es el divorcio —le amenazó Saxon—. Eres demasiado simpático con la cara limpia. Quiero mucho tu cara para verla cubierta… ¡Oh, querido, querido! Billy, nunca supe qué era la felicidad hasta que viví contigo.
—Lo mismo digo.
—¿Y siempre será de la misma manera?
—Puedes jugarte entera —le dijo él.
—Creía que sería feliz al casarme —continuó ella—, pero nunca imaginé que todo iba a ser de esta manera —apoyó la cabeza sobre su hombro y le besó en una mejilla—. Billy, esto es más que la felicidad, es el cielo.
Y Billy mantuvo resueltamente oculta la reducción de los salarios. No se lo dijo sino dos semanas después, cuando dejó caer la suma de dinero sobre la falda de ella. Al día siguiente era domingo. Bert y Mary, que ya llevaban un mes de casados, cenaron con ellos y entonces se planteó la discusión del asunto. Bert era muy pesimista y dejaba traslucir oscuras perspectivas sobre una huelga inminente en los talleres del ferrocarril.
—Si encontraran a todos esos vagos estaría muy bien —criticó Mary—. Esos agitadores de las uniones obreras le hacen mal a los ferrocarriles. Me molestan por el modo como se entrometen y crean dificultades. Si yo fuese el patrón le cortaba el salario a todo aquel que les presta atención.
—Sin embargo tú pertenecías a la unión obrera de los lavaderos —le recordó Saxon amablemente.
—Porque sino no me hubiesen dado trabajo. ¡Y no me sirvió de gran cosa, que digamos!
—Pero mira lo que sucede con Billy —dijo Bert—. Los entrenadores no decían ni mú y todo marchaba como sobre ruedas, cuando, ¡pum!, le descargan una reducción del diez por ciento, y directamente a la garganta. ¡Oh, diablos, qué posibilidades tenemos a mano! Perderemos. No nos queda nada de este país que ayudamos a hacer, y a pesar de tener ascendientes yanquis. Estamos completamente listos. Nosotros, los de vieja cepa, los descendientes de raza blanca que rompió con Inglaterra y se alejó de allí, que acabó con su petróleo y que libertó a los esclavos, que luchó contra los indios y que conquistó el Oeste, nosotros ya podemos ver lo que nos espera …
—¿Pero qué harán ustedes en este asunto? —preguntó Saxon ansiosamente.
—Luchar, eso es todo. El país está en manos de una banda de ladrones. Miren al Pacífico Sur: aplasta a California.
—¡Oh, estás desvariando, Bert! —le interrumpió Billy—. Hablas sin nada de seso. Ningún ferrocarril puede manejar al gobierno de California.
—Eres cabeza dura —se burló Bert—. Pero algún día todos ustedes, los cabezas duras, comprenderán la verdad. Esto está descompuesto, apesta. Les aseguro que si un hombre quiere ir a la Legislatura tiene que agachar la cabeza, ir hasta San Francisco, entrar en las oficinas del Pacífico Sur, quitarse humildemente el sombrero y pedir permiso. Desde que nací los gobernadores de California han sido encumbrados por los ferrocarriles. Estamos verdaderamente liquidados, en pedazos. Pero, antes de que me muera, me hará mucho bien al corazón si ayudo a colgar a alguno de esos ladrones sucios. ¿Y ustedes saben quiénes somos?… Somos la vieja raza de gente blanca, la que guerreó, roturó la tierra y construyó todo esto. Se los diré claramente: somos los últimos mohicanos.
—Él me asusta hasta morir, es tan violento… —dijo Mary con bastante hostilidad—. Si no deja de hablar será despedido de los talleres. ¿Y entonces qué haremos? A mí no me considera.
Pero puedo asegurarles una cosa: no voy a volver al lavadero —tenía la mano derecha levantada, como si estuviera pronunciando un juramento—. No va a ser así, ya lo verán, y nunca más, por cierto.
—Oh, ya se a dónde vas —le dijo Bert con aspereza—. Y puedo decirte que vivo o muerto, con trabajo o sin él, ante cualquier cosa que me ocurra, si es que quieres seguir ese camino lo seguirás y no se podrá hacer nada.
—Me parece que te lo planteé directamente —respondió ella agitando la cabeza—. Y creo que siempre he procedido de la misma manera desde que te conozco, durante todo el tiempo que llevamos juntos, si es que a alguien se le ocurre preguntar.
Bert quiso responderle con palabras fuertes que ya salían de su boca, pero intervino Saxon y se produjo la paz. Ella estaba inquieta por la falta de armonía que había entre ellos. Ambos eran de temperamento irritable, violento, y sus continuos choques no auguraban nada bueno para el futuro.
La maquinita de afeitar fue un gran éxito de Saxon. Después de conversar mucho con un empleado, que trabajaba en la ferretería de Pierce, la compró. El domingo por la mañana, después del desayuno, cuando Billy ya se marchaba hacia la barbería, le condujo al dormitorio, le rodeó el cuello con una toalla y le descubrió la caja con la maquinita, la taza para el jabón líquido, el asentador y la brocha. Billy retrocedió, luego se adelantó un paso para observarlo todo más atentamente, con curiosidad. Miraba apenado la maquinita de afeitar.
—¡Uff!, ¿y esto es para que lo use un hombre…?
—La usarás —dijo ella—, como miles de hombres lo hacen todos los días.
Pero Billy meneó la cabeza y retrocedió.
—Te afeitarás tres veces por semana —insistió ella—. Es decir, que son cuarenta y cinco centavos, digamos medio dólar, y tenemos cincuenta y dos semanas al año. Son veintiséis dólares al año para afeitadas. Vamos, querido, pruébalo. Muchos hombres andan detrás de esta maquinita.
Él sacudió la cabeza con agitación, y las ya nebulosas profundidades de sus ojos se hicieron todavía más brumosas. A ella le encantaba ese simpático malhumor que lo hacía tan muchacho, y mientras se reía y lo besaba le obligó a que se sentara en una silla, le quitó el saco, le desabotonó la camiseta, y le dijo amenazadora:
—Si abres la boca te meto esto adentro.
Y le enjabonó la cara con la pasta de afeitar.
—Espera un minuto —lo contuvo mientras él extendía desesperado el brazo en procura de la maquinita—. He visto cómo hacen los barberos desde la calle: hacen así.
Y se puso a espumar el jabón sobre el rostro.
—Ya está —dijo después de pasar la brocha por segunda vez—. Ahora puedes empezar. Pero recuerda que no siempre haré esto por ti. Como comprenderás, sólo te estoy iniciando en la tarea.
Dando grandes muestras exteriores de rebeldía, simuladas a veces, otras sinceras, intentó afeitarse. Dio un respingo y exclamó violentamente:
—¡Santo Josafat!
Examinó su cara en el espejo. Un hilo de sangre se deslizaba en medio del rostro enjabonado.
—¡Un tajo!…, y con la maquinita a prueba de cortes. ¡Por Dios! Con toda seguridad que los hombres no están locos por ella… Y no se les puede culpar… ¡Un tajo!, ¡y con la maquinita a prueba de cortes!
—Pero espera un segundo —le rogó Saxon—. Hay que regularla. Me lo dijo el empleado. ¿Ves estos tornillitos?… Aquí…, esto…, hay que darle vueltas…
Llevó nuevamente la maquinita contra su rostro. Después de otro par de tajos se miró fijamente en el espejo, hizo una mueca y siguió afeitándose. Rápida y diestramente libraba la cara de jabón y la dejaba limpia. Saxon palmoteaba de contenta.
—¡Es una cosa hermosa! —dijo Billy con aprobación—. ¡Ha sido algo grande! Dame una mano. ¿Te das cuenta el trabaja que hizo?
Billy comenzó a restregarse la mejilla con la mano. Saxon se alejó y dejó escapar un grito de decepción. Luego lo examinó más de cerca.
—No te has afeitado nada —dijo ella.
—Eso es realmente un cuento, ni más ni menos. Corta la piel pero no los pelos. Me quedo con el barbero.
Pero Saxon era terca.
—Todavía no la has ensayado del todo. Está demasiado regulada. Deja que yo pruebe. Aquí, eso es, en la mitad de donde estuvo antes. Ahora enjabónate de nuevo y prueba otra vez.
Escucharon el ruido inconfundible que hacía el papel de esmeril cuando los pelos eran cortados.
—¿Qué tal? —le preguntó ella con ansiedad.
—¡Oh…, ahora me arranca los pelos! —gruñó Billy frunciendo el rostro y haciendo muecas—. Pero…, oh, tira como Sam Hill …
—Inténtalo otra vez —dijo ella—. No te entregues así no más, Recuerda lo que dijo Bert de los últimos mohicanos.
Después de quince minutos se lavó el rostro y se lo secó, y suspiró de alivio.
—Esto, en cierta forma, es afeitarse, Saxon, pero realmente no soy muy diestro. Le pone a uno los nervios de punta. Estoy flojo como un gato.
Gruñó como si hubiese descubierto alguna desgracia repentina.
—¿Y ahora qué pasa? —le preguntó ella.
—En el cuello, atrás, ¿cómo diablos me afeitaré allí? Tendré que pagarle a un barbero para que lo haga.
Saxon estaba trágicamente consternada, pero su estado de ánimo sólo duró muy poco tiempo. Tomó la brocha en sus manos.
—Siéntate, Billy —le dijo.
—¿Qué…, tú? —le dijo indignado.
—Sí, yo. Si cualquier barbero puede hacerlo también yo soy capaz.
Billy refunfuñó e hizo unas muecas, como sintiendo lo abyecto de esa humillación, de esa derrota, pero consintió que ella hiciera lo que quería.
—Ya está listo, y es un buen trabajo —le dijo ella cuando terminó—. Es tan fácil como hacer caer una viga. Y, además, significa un ahorro de veintiséis dólares al año. Y con eso compraremos la cuna, el cochecito y los pañales del bebé, y montones de cosas más… Y ahora siéntate otro instante.
Le lavó y secó el cuello y lo entalcó[21].
—Eres dulce como una criatura pequeña y limpia, muchacho.
El impacto inesperado de sus labios en el cuello hizo que Billy se moviera lleno de diversos sentimientos, no todos muy agradables.
Dos días después, aunque había jurado que no quería tener nada más que ver con ese instrumento del diablo, le permitió a Saxon que lo ayudara a afeitarse nuevamente. Esa vez la cosa fue más fácil.
—No es tan malo —reconoció él finalmente—. Ya le voy tomando la mano. Uno puede afeitarse de la manera que desea, liviana o fuertemente. Los barberos no pueden hacer eso. A veces me hacen doler la cara.
Después todo resultó un éxito completo, y la culminación tuvo lugar cuando Saxon le ofreció una botella de agua de castañas. Luego, el mismo Billy se convirtió en el más activo de los propagandistas. No podía aguardar hasta que Bert le visitara y llevó todos los implementos a la casa de aquél para realizar la demostración.
—Durante todos estos años hemos sido unos tontos, Bert, corriendo para hacer turno en la peluquería. Mira esto ¿te das cuenta? Mira cómo se fija. Es suave como la seda. Y tan fácil… ¡Así! Tarda seis minutos, controlados por reloj. ¿Acaso puede ser superado? Y cuando le tome la mano lo haré en tres minutos. Y puede usarse hasta en la oscuridad, debajo del agua. Y no te cortarías aunque te dieras maña para hacerlo. Y se ahorran veintiséis dólares al año. Saxon fue la que se dio cuenta de todo esto, sí, realmente es un tesoro, yo sé lo que te digo…