Saxon siempre había sido de una comprensión bastante clara, aunque tenía un campo de acción limitado. Desde su más tierna infancia se había enfrentado con el espectáculo del tabernero Cady y su esposa, que era una mujer de buen talante pero inmoral, y desde muy temprano tuvo ocasión de pensar en las cosas sexuales. Sabía del problema de retener el amor del marido ya en el matrimonio, como pocas mujeres de su condición lo conocían, como muy escasas muchachas de su clase lo comprendían.
Por sí misma se había formado una idea del amor completamente racional. Tanto instintiva come inconscientemente se encaminaba hacia las cosas delicadas, evitando el lugar común, lo vulgar completamente convencida de que si rebajaba el amor se rebajaba a sí misma. Billy nunca la encontró desaliñada durante las pocas semanas de matrimonio que llevaban, y tampoco sucedió que estuviera aletargada o exasperada. Y deliberadamente rodeó a su hogar de una atmósfera de frescura, de calma y de orden. Su imaginación no se había dormido, por el contrario, era bien comprensiva. Sabía que al casarse con Billy había alcanzado un premio. Estaba orgullosa del ardor de su enamorado. La liberalidad generosa de Billy, el deseo de tener siempre lo mejor, su propia higiene personal y el cuidado que ponía en sí mismo, hacían que ella reconociera que su hombre estaba muy por encima del común de las gentes. Nunca era grosero. A la delicadeza respondía de la misma manera, aunque para Saxon era evidente que en eso ella debía tener la iniciativa. En general, él no pensaba en lo que hacía o por qué lo hacía. Pero Saxon lo sentía con toda claridad. Sí, Bill era un verdadero premio entre todos los hombres…
A pesar de su clara comprensión con respecto al problema de tener siempre enamorado a su esposo, del conocimiento considerable y la experiencia instintiva que poseía, Mercedes Higgins había ampliado considerablemente el panorama. Esa mujer la había afirmado en sus propias conclusiones, le había dado nuevas ideas frente a las antiguas, había tratado todo el problema con una franqueza digna de elogio. Ella recordaba fielmente todo lo que le había dicho la otra mujer, aunque reconocía cosas que estaban aún fuera de su experiencia y comprensión. Pero todas las metáforas sobre el amor y los velos, sobre cómo entregar algo suyo, pero no todo, fue algo que comprendió en toda su profundidad, y de esa manera dedujo una filosofía del amor más elevada y fuerte. Bajo esa luz revisaba todas las vidas de las mujeres casadas que conocía, y entonces, agudamente, supo por qué y cómo aquéllas habían fracasado.
Llena de un fervor renovado, Saxon se entregó al cuidado de su casa, de su belleza y de sus encantos. Buscaba de comprar siempre lo mejor, sin olvidarse de ser económica. De los suplementos dominicales y de revistas femeninas, que hojeaba en la sala pública de mujeres que estaba a dos cuadras de su casa, sacó muchas ideas para realzar su arreglo. Sistemáticamente hacía gimnasia, y en ciertas épocas del año se daba masajes faciales, todo con el fin de conservar ciertas morbideces, su frescura, la firmeza y el color de las carnes. Billy lo ignoraba. Esas intimidades del cuerpo no debían ser conocidas por él. Solamente debía darse cuenta de los resultados. Se llevó libros de la biblioteca Carnegie y estudió fisiología e higiene, y aprendió muchas cosas de sí misma y de la salud de las mujeres, cosas que nunca le enseñaron Sara, las mujeres del asilo de huérfanos o la señora Cady.
Después de pensarlo mucho se suscribió a una revista, cuyos moldes y lecciones eran los más apropiados para su gusto y sus posibilidades económicas. Las otras revistas las leía en la sala pública de lectura, y a veces había copiado más de un modelo de encajes y de bordados de las portadas de aquéllas. En una tienda de la parte alta de la ciudad había un profesor que enseñaba a cortar ropa blanca, y frecuentemente se quedaba parada para mirarlo y aprender, cuando iba a comprar ropa interior de medida. En cierta oportunidad se le ocurrió la idea de comprar loza pintada a mano, pero renunció al saber lo cara que era.
De esta manera, fue reemplazando lentamente todas sus ropas simples de soltera por otras también sencillas, pero que estaban adornadas con bordados franceses, broches y una labor realizada a mano. Había aprendido a bordar festones muy lindos para la ropa interior tejida que llevaba durante el invierno. También hacía cubre corsés pequeños y camisas baratas con telas muy bonitas que tenían dibujos sencillos y floreados, y como las lavaba a la perfección, su vestuario de dormir aparecía siempre impecable y nuevo. En alguna revista descubrió un artículo sobre los gorros almidonados que las mujeres francesas solían usar para el desayuno. En seguida tuvo en su casa una yarda de muselina suiza a pintitas[19], y Saxon comenzó a trabajar de inmediato probándose los modelos que le convenían y los trozos de encaje que servirían como adornos. La fascinadora creación que ella hizo mereció el cálido entusiasmo de Mercedes Higgins.
Ella misma se hizo unas chinelas muy sencillas de entrecana con una tela muy bonita que tenía un dibujo a franjas, y lucía unos cuellos muy limpios vueltos hacia atrás en su garganta fresca y redonda. Tejió yardas de encaje para su ropa interior y confeccionó carpetitas en bastante abundancia tanto para la mesa como para el tocador. Tuvo un gran éxito con una manteleta para la cama, que mereció la cálida aprobación de Billy. También se atrevió a hacer una alfombra con unos restos; según la revista francesa estaban muy de moda. Por su propia iniciativa adornó con su labor de aguja los mejores manteles y las ropas de cama que había podido comprar.
Transcurrían los meses y nunca permanecía ociosa. Tampoco se olvidaba de Billy. Cuando llegó la estación más fría ya tenía listos para él unos deliciosos mitones que Billy se calzaba siempre al salir de la casa, pero que inmediatamente escondía en los bolsillos. Las dos tricotas que le tejió tuvieron mejor suerte, de la misma manera que las pantuflas que ella insistió en colocarle durante las noches, cuando Billy se quedaba en casa.
El enorme sentido práctico de Mercedes Higgins le resultó muy beneficioso, ya que Saxon luchaba con un fervor casi religioso por tener de todo en su casa, sin escatimar esfuerzos por ahorrar dinero. De esa manera, necesariamente, tuvo que enfrentar por su parte el problema económico, derivado de la elevación del costo de la vida, costo superior a los salarios que se pagaban en la industria. Y sobre este asunto, también le sirvió la experiencia de Mercedes, que le enseñó a hacer valer una mitad más cada dólar que recibía de Billy, sobre todo en comparación con las otras mujeres de la vecindad.
Invariablemente, Billy arrojaba cada sábado por la noche su salario íntegro sobre la falda de ella. Nunca llevaba el control de lo que ella hacía con su dinero, aunque declaraba constantemente que jamás había comido tan bien en toda su vida. Y siempre, sin haber tocado nada de lo que él le había entregado, Saxon le pedía que retirara lo que creía necesitar para sus gastos de la semana que comenzaba. Le pedía no sólo que retirara lo estrictamente suficiente, sino también algo más para lo que se le ocurriera comprar durante la semana. Y también ella le decía que no tenía ninguna obligación de declarar en qué utilizaría ese dinero sobrante.
—Siempre tuviste dinero en los bolsillos —le decía—, y no hay ninguna razón para que el matrimonio cambie tus costumbres en ese sentido. Si sucediera, pensaría que algo anda mal y que tal vez no hubiese sido conveniente que te casaras conmigo. Conozco bien a los hombres cuando se reúnen y hablan entre sí. Primero invita uno, después el otro, y para eso se precisa dinero. Y si no los puedes invitar tan libremente como ellos a ti, al final te alejarías. Y creo que eso no estaría bien, para ti… quiero decir. Quiero que te reúnas con los otros, eso es bueno para un hombre.
Y Billy la apretaba contra su pecho jurando que Saxon era el más grande entre los seres pequeños de este mundo, entre las mujeres que habían descendido de las alturas.
—¿Qué? —se alegraba—, no solamente como mejor y vivo más cómodo que si pasara el rato con otros hombres…, sino que además ahorro dinero… Pago los muebles con toda regularidad, tengo una mujercita por la que estoy loco, y también tengo dinero en el Banco. ¿A cuánto asciende ahora?
—Sesenta y dos dólares —le dijo ella—. No está mal para un día de lluvia. Estamos a salvo de una enfermedad, o de un accidente, o de cualquier cosa que pueda ocurrir.
Fue a mediados del invierno. Con bastante reticencia Billy la abordó por un asunto de dinero. Billy Murphy, su viejo amigo, estaba postrado en cama atacado de gripe, y uno de sus chicos había sido lesionado por un carro mientras jugaba en la calle. Billy Murphy, que todavía estaba muy débil después de dos semanas de cama, le había pedido prestado cincuenta dólares.
—Creo que no va a pasar nada —le dijo él—. Lo conozco desde que éramos criaturas, desde la escuela Durant. Es muy derecho.
—Eso no importa —le dijo Saxon bromeando—. Si fueras soltero se los habrías prestado inmediatamente ¿no es cierto?
Billy hizo un movimiento de asentimiento.
—Y ahora no es diferente porque estás casado. Es tu dinero, Billy.
—No, eso no es cierto —dijo él—. No es mío. Es nuestro. No se me ocurriría disponer de él sin hablar antes contigo.
—Espero que no le hayas dicho esto —dijo ella súbitamente preocupada.
—No —rió Billy—, sé que si sucede tú te pondrías furiosa. Le he dicho simplemente que lo estudiaría. Después de todo sabía que estarías de acuerdo conmigo.
—¡Oh, Billy! —dijo ella amorosa y emocionada—, tal vez no lo sepas, pero es una de las cosas más dulces que me has dicho desde que nos casamos.
A medida que Saxon frecuentaba más a Mercedes Higgins tanto mejor la comprendía. La vieja era sórdida y tacaña, como se enteró más tarde, y a ella le era difícil conciliar esa imagen con los relatos de disipación que le había escuchado. Por otra parte, Saxon estaba desorientada por el derroche que hacía Mercedes en las cosas que le tocaban directamente. Su ropa interior era hecha a mano y muy cara, por cierto. La mesa que le servía a Barry estaba muy bien puesta, pero a sí misma se trataba mucho mejor. Y, sin embargo, todo lo hacía encima del mismo mueble. Barry se conformaba con una sólida chuleta, mientras que ella comía solomillo. Una costilla grande de carnero para Barry era contrabalanceada por costillas delicadas y pequeñas a la francesa que Mercedes se servía a sí misma. Hasta el té era servido en distintos recipientes, y con el café sucedía lo mismo. Barry sorbía un té de veinticinco centavos de un cacharro pesado y grande, mientras que Mercedes bebía un té de tres dólares en una taza pequeña de Belleek, una taza rosada, frágil como cáscara de huevo. La misma diferencia había en la calidad del café: uno usaba el de veinticinco centavos y diluido con leche, y la otra de ochenta centavos, a la turca, mezclado con crema.
—Esto ya es bastante bueno para el viejo —le dijo a Saxon—. Nunca ha conocido nada mejor, y sería hasta un pecado gastarlo para su paladar.
Entonces comenzó un pequeño trueque entre las dos mujeres. Cuando Mercedes le enseñó a Saxon lo fácil que era acompañarla con el ukelele, le propuso un cambió. Para ella ya había pasado el momento de seguir en tales frivolidades, y le ofreció el instrumento a cambio del gorro almidonado con el que la oven había tenido tanto éxito.
—Vale unos cuantos dólares —dijo Mercedes—. Me costó veinte, aunque eso fue hace algunos años. Sin embargo creo que vale lo mismo que el gorro.
—Pero ¿acaso el gorro no será también algo frívolo? —le preguntó Saxon a pesar de que se sentía complacida por el cambio.
—Sí, no es apropiado para mis cabellos grises —reconoció Mercedes con franqueza—. Tal vez deba cambiarlo por dinero. Cuando el reumatismo no me enloquece los dedos a menudo me ocupo de eso: vender. Sí, queridita, con los cincuenta dólares de Barry no puedo satisfacer todos mis gustos bastante costosos. Y trato de salvar la diferencia. Y cuando se es vieja se requiere tal vez más dinero que durante la juventud. Algún día tendrá su propia experiencia.
—Me gusta mucho el cambio —dijo Saxon—. Y me haré otro gorro cuando pueda ahorrar dinero para los materiales.
—Haga varios —le aconsejó Mercedes—. Se los venderé a cambio de una pequeña comisión por el trabajo. Puedo darle seis dólares por cada uno. Podremos arreglar las cosas de completo acuerdo. La ganancia la compensará bastante de su trabajo.