Saxon, pensando en la relación que debía haber con Billy, en el sentido de mantener siempre la cordialidad y la altura de sentimientos que hasta ahora había entre ellos, se sintió impulsada hacia la señora Higgins. Ella debía saberlo todo, con toda seguridad. ¿Acaso no había dejado entrever conocimientos superiores a los de las demás mujeres?
Durante las semanas que transcurrieron, Saxon la frecuentó asiduamente. Pero, sobre todo, la señora de Higgins la inició en el arte de los encajes, a lavar las prendas más variadas y efectuar las compras. Pero una tarde Saxon la encontró más excitada que de costumbre, borboteando palabras un poco confusas y con los ojos llameantes. Tenía el rostro encendido y lo que decía quemaba. En el aire había un olor a licor. Saxon sabía que a la vieja le gustaba beber. Mientras bordaba un pañuelo que quería regalarle a Billy, asustada y nerviosa; Saxon escuchó el desborde precipitado de las palabras de Mercedes.
—Escuche, querida, debo hablarle del mundo de los hombres. No sea tan estúpida como las demás gentes, que me creen loca y capaz de dar el mal de ojo. Me causa gracia cuando pienso en Maggie Donahue, tapando con su chal el rostro de su criatura al pasar junto a mí, en la calle. He sido una bruja, es cierto, pero para los hombres. Oh, soy inteligente, muy inteligente, querida. Puedo contarle de las maneras de los hombres y de las mujeres, de las mejores y de las peores. De la bestia que hay en el fondo de todo hombre, de esa bestia que hace daño y desgarra el corazón de cualquier mujer estúpida… Y todas las mujeres son estúpidas, sí, sí. Soy una mujer vieja, pero como soy mujer no le voy a decir todo lo vieja que soy. Sin embargo, aún puedo sujetar a los hombres aunque sea desdentada y centenaria, no a hombres jóvenes, claro está. Me pertenecieron en los tiempos de juventud. Pero sí a los viejos, los que tienen la misma edad que yo… Y tengo la suerte de tener ese poder. En este mundo no tengo amigos ni dinero…, sólo cenizas de comprensión, pero que son soberbias, doradas. Las mujeres viejas como yo se mueren de hambre y de frío, o sino tienen que aceptar la limosna de la gente. Yo no. Tengo mi hombre. Es cierto que no es más que Barry Higgins…, el viejo Barry pesado como un buey, pero que después de todo es un hombre, bien masculino, y raro como todos ellos. También es cierto que sólo le queda un brazo —se encogió de hombros—. Pero tal vez sea una compensación. No puede golpearme, y los huesos viejos se vuelven tiernos cuando la carne adelgaza hasta ser como cuerdas. Pero cuando pienso en mis enamorados locos y juveniles, príncipes llenos de locura y de juventud… Sí, he vivido, y es bastante. No me arrepiento de nada. Y con el viejo Barry tengo la comida segura y además un lugar junto al fuego. ¿Y por qué sucede esto? Porque conozco a los hombres y siempre tendré la astucia suficiente para sujetarlos. Me he ganado una dulce amargura para llegar a conocerlos… ¡Hombres, hombres y más hombres! Y no eran imbéciles embotados, o cerdos burgueses entregados sólo a los negocios, eran hombres de temperamento, llenos de fuego y de pasión, quizás enloquecidos, pero una raza soberbia de enloquecidos que estaba al margen de la ley. ¡Y usted, mujer casada, debe aprender que la magia está en la variedad! Ésa es la llave de oro. Es el juguete que divierte. Si la esposa no la tiene el marido se convierte en un turco, pero si lo posee el hombre se transforma en su esclavo fiel. Una mujer debe ser al mismo tiempo muchas esposas. Y si usted quiere conservar el amor del marido debe ser todas las mujeres al mismo tiempo. Debe renovarse constantemente, llena de rocío, como una flor gire nunca termina de abrirse para marchitarse y morir. Debe ser como un jardín de flores, constantemente nuevas, frescas, diferentes. Y el hombre nunca deberá intentar pisotear la última de las flores. Pero escuche, pequeña mujer… En el jardín del amor vive un reptil. Es lo vulgar. Aplástele la cabeza porque sino destruirá el jardín. Recuerde bien su nombre: lo vulgar. Nunca se muestre totalmente. Sólo los hombres parecen ordinarios. Las mujeres siempre deben ser recién casadas. Usted es una mujer que todavía está en la infancia. En verdad, las mujeres son más ordinarias que los hombres. ¿No lo sabía? No, no discuta. Las mujeres son menos delicadas que los hombres. Le contarán los secretos más íntimos de sus hombres a otras mujeres. Los hombres nunca hacen lo mismo. Pero es explicable. En todas las cosas del amor las mujeres son menos delicadas que los hombres. Es malo que ocurra así. Forman los padres del lugar común y el lugar común es como una babosa odiosa, porque roe y destruye el amor. Sea delicada. Nunca debe mostrarse sin ningún velo. Ocúltelo detrás de velos relucientes y brillantes, de tejidos costosos y de preciosas joyas. Nunca descorra el último de los velos. Y al amanecer envuélvase siempre en más velos, en todos los que pueda, que nunca serán muchos. Y cada velo debe ser el último entre usted y su enamorado voraz, que nunca aceptará ninguno a menos que se le entregue totalmente. Siempre debe suceder como sí él lo lograra todo, como si rompiera el último velo que la oculta. Debe creer eso. Pero no debe ser así. Y entonces nunca estará saciado, porque al amanecer se le presentará otro velo desconocido que se le habrá escapado. Recuerde que cada velo debe parecer único, final. Siempre deberá ser como si usted lo abandonara en sus brazos. Y siempre reservará más para el amanecer, para todos los amaneceres en que usted se abandone en sus brazos. De aquí nace la variedad, la sorpresa, y de esa manera perdura la búsqueda del hombre, de modo que lo nuevo esté en usted y no en otras mujeres. Usted ha obtenido a su hombre por medio de la frescura y la novedad de su belleza, por su misterio. Cuando un hombre ha deshojado y gustado de una flor enteramente, busca otras flores. Ésa es su rareza. Usted deberá ser como una flor eterna, sin deshojar y olorosa, aunque eso haya ocurrido realmente miles de veces. Las mujeres son estúpidas porque creen que logrando al hombre han obtenido la victoria final. Entonces se vuelven gordas, rancias, sin interés, aburridas. Son tan estúpidas. Pero usted, mujer y niña, después de haber obtenido su primera victoria, debe construir la cadena infinita de sus victorias futuras. Y cada día debe reconquistar nuevamente a su marido. Y si se consigue la última victoria, si ya no hay nada más que vencer, el amor se acaba. El fin ha sido escrito y entonces el hombre comienza a vagar por jardines extraños. Recuerde, hay que mantenerlo insaciable, con un apetito filoso; insatisfecho. Y debe nutrir bien a su enamorado, todo lo más que sea posible. Debe darle más y más, pero que siempre quede hambriento para que retorne a usted por más aún.
La señora Higgins se detuvo bruscamente y salió, después de atravesar el aposento. Saxon no había dejado de observar la gracilidad y la elegancia de ese cuerpo delgado y envejecido. Cuando regresó se dio cuenta que esa gracia y distinción no eran cosas imaginarias.
—Apenas si le he dado a conocer la primera letra del alfabeto del amor —dijo volviéndose a sentar.
En sus manos llevaba un pequeño instrumento veteado hermosamente, de un calor oscuro y brillante, que se parecía mucho a una guitarra, pero que tenía cuatro cuerdas. Lo hizo sonar con su índice, rítmicamente, al mismo tiempo que su voz se elevaba entonando una extraña melodía extranjera, llena de amor. Suavemente, la voz y la melodía ascendían llegando hasta un éxtasis sensual, y se apagaba hasta el murmullo, como una caricia que arrastrara en medio de amorosos claroscuros, hasta que finalmente se agigantaba otra vez transformándose en salvajes gritos de amor mezclados con lamentos, locas promesas e invitaciones. Saxon fue ganada lentamente hasta que se sintió arrastrada por los apasionados sones del instrumento. Todo le pareció un sueño. Estaba embriagada cuando Mercedes Higgins cesó de tocar.
—Si es que ustedes se conocen perfectamente ya, como dos viejos enamorados enlazados por una vieja historia de amor, si eso sucede, a pesar de todo cántele esta canción única y verá cómo sus brazos se extienden nuevamente hacia usted, cómo el calor aparece en sus ojos cuando ya se disolvían los últimos destellos de la enajenación. ¿Lo ve, lo entiende, pequeña mujer?
Saxon apenas si movía en silencio la cabeza, ya que sus labios estaban demasiado secos para hablar.
—Éste es el koa de oro, el rey de los bosques —dijo Mercedes pulsando todavía el instrumento—. El ukelele…, así lo llaman los hawaianos, y eso, querida, quiere decir el salto de la pulga. Los hawaianos son carnes doradas, son una raza de enamorados que viven debajo del cálido frescor de la noche tropical, donde sopla el viento caprichoso.
Nuevamente hizo sonar las cuerdas. Cantaba en un lenguaje que Saxon presintió que debía ser francés. Era diabólicamente alegre, cadencioso, acompasado y juguetón. Sus grandes ojos parecían de pronto enormes y salvajes, pero luego volvían a ser pequeños, seductores y llenos de malicia. Cuando terminó la miró a Saxon como esperando su parecer.
—Esto último no me gusta tanto —le dijo Saxon.
Mercedes se encogió de hombros.
—Todas tienen su mérito, pequeña mujercita, de todas se puede aprender algo. A veces los hombres pueden ser conquistados con vino, otras con el canto, así son de raros. Sí, hay muchas, maneras de hacerlo. Éstas son sus joyas más bellas, querida. Son como redes mágicas. Jamás ningún pescador fue tan hábil como nosotras con nuestras fruslerías. Usted está en el buen camino. Conocí a algunos hombres que se enardecían con un cubre corsé no más hermoso que los que he visto colgados de la cuerda. Ya le dije que el lavado de la ropa interior fina es un arte. Pero no en sí mismo, sino para conquistar al hombre. Y el amor es la suma de todas las artes, ya que es la única razón de la existencia. Escuche, en todos los tiempos y edades hubo mujeres grandes e inteligentes. No fue necesario que fuesen bellas. Su mayor belleza femenina era la inteligencia. Príncipes y potentados se inclinaron ante ellas. Las naciones guerrearon por su causa, se desmoronaron imperios, se fundaron religiones…, Afrodita[17], Astarté[18], los cultos de la noche…, sí, mujercita, hubo grandes mujeres que conquistaron el mundo de los hombres…
Y Saxon, asombrada, escuchó confusamente lo que casi le pareció un fárrago alocado, salvo las palabras sin ilación, extrañas y con un sentido misterioso e imperceptible. Creyó escuchar resplandores de profundidades inexpresables, lindantes con lo prohibido y lo terrible. El discurso de esa mujer parecía una lava que quemaba y que cauterizaba. Las mejillas de Saxon, de la misma manera que su frente y su cuello, ardían intensa y crecientemente. Temblaba de miedo, tenía náuseas, durante un momento pensó que se desmayaría, ya que sus pensamientos se agitaban en desorden. Olvidó el bordado que tenía sobre la falda. Tenía los labios secos. Aquella visión había sido como una pesadilla que estaba más allá de todo lo imaginable. Humedeció sus labios para protestar. Mercedes se quedó callada.
—Y aquí termina la lección —dijo con bastante calma, y rió con una risa llena de tormento—. ¿Qué sucede?
—Estoy asustada —se quejó Saxon bruscamente, llorando casi, nerviosa, reprimida—. Usted me asusta. Soy muy tonta y si tan poco… que nunca soñé con eso…
Mercedes asintió, como si la comprendiera.
—Sí, es como para asustarse, ciertamente —dijo—. ¡Es solemne, terrible, magnífico!