II

A pesar del fastidio que le producía la labor doméstica, una vez que se acostumbró a ella encontró que tenía bastante tiempo libre. Sobre todo cuando su esposo se llevaba la merienda y no tenía que preparar comida para el mediodía. Entonces tenía horas enteras para dedicarse a sí misma. Acostumbrada durante muchos años a la fábrica y al lavadero, no podía concebir momentos de ocio. Sufría porque no tenía nada para hacer y, además, no podía visitar a sus amigas que estaban ocupadas trabajando. Tampoco tenía relaciones con mujeres casadas, salvo una extraña vecina con la que había conversado muy brevemente a través de la verja divisoria del fondo de la casa.

Durante un tiempo aprovechó los ratos libres dedicándose más esmeradamente a su higiene. En el asilo y en la casa de Sara se había acostumbrado a tomar un solo baño por semana. Cuando se sintió mujer quiso bañarse con más frecuencia. Pero eso a Sara la enervaba, y finalmente la ponía rabiosa. Sara sólo se daba un baño los sábados por la noche, y un intento diferente en ese sentido era considerado por ella como el deseo de darse, tono, o tal vez algo ofensivo contra sus propias costumbres. Además, era un despilfarro en el combustible porque había que lavar mayor número de toallas. Pero ahora, en su propia casa, con todos los elementos necesarios a su disposición, y sin nadie que la reprimiera, se entregaba a sus orgías higiénicas. No era otra cosa, ciertamente, que una bañera lo que instalaba sobre el piso de la cocina y que llenaba con sus propias manos, pero había tardado casi veinticuatro años en darse ese placer. Y lo aprendió de esa extraña mujer que tenía por vecina, gracias a una conversación casual. Era algo muy simple…: había qué verter unas pocas gotas de álcali, comprado en la farmacia, dentro del agua que usaba para bañarse. Antes Saxon no había tenido ninguna noción de ese asunto.

Parecía que aprendería mucho de esa extraña mujer. La relación comenzó un día que Saxon estaba en el fondo de su casa, colgando algunas piezas de su ropa interior. La mujer aquélla estaba inclinada sobre el porche de su propia casa, y a cada momento parecía asentir por lo que Saxon hacía y por las ropas que estaba colgando.

—Usted es recién casada ¿no es cierto? —le preguntó la mujer—. Soy la señora Higgins. Pero prefiero que me llamen por mi nombre: Mercedes.

—Yo soy la señora Roberts —respondió Saxon, sorprendida por la novedad del apellido—. Mi nombre es Saxon.

—Extraño nombre para una mujer yanqui —dijo la otra.

—No soy yanqui. Soy californiana.

—Oh, la, la —rió la mujer—, me olvidaba que estaba en los Estados Unidos. En los otros países se llama yanquis a todos los estadounidenses. ¿Es cierto que son recién casados?

Saxon asintió alegremente. La mujer suspiró.

—¡Usted es una mujer deliciosa, bella, suave y feliz! Podría envidiarla y odiarla, como a todo el mundo… Usted no comprende perfectamente la suerte que ha tenido. Nadie se casa sino cuando es demasiado tarde.

Saxon se sintió perpleja y turbada, aunque respondió de in mediato.

—Oh, pero yo soy muy dichosa. Tengo al mejor hombre del Mercedes Higgins suspiró nuevamente y cambió de tema. Inclinó la cabeza hacia las ropas de Saxon.

—Veo que usted es como sus ropas bonitas. Eso forma una buena opinión de una mujer joven. Es el cebo para los hombres, la mitad del arma que se necesita para el combate.

Ustedes vencen al hombre y después lo sujetan —se interrumpió para preguntarle con dureza—. ¿Y usted también sujetará a su marido, siempre, si tiene la posibilidad?

—Si, me parece que sí. Haré que me quiera siempre, siempre.

Saxon se detuvo perturbada y sorprendida de mostrarse tan franca con una desconocida.

—El amor de los hombres es una cosa extraña —dijo Mercedes—. Y las mujeres tienen la debilidad de creer que pueden leer libros como si realmente fuesen libros. Y duele ver que, hasta el momento en que se mueren, siguen creyendo inconscientemente que saben algo acerca de los hombres. Son unas pobres necias. ¿De modo que usted dice que conseguirá que su marido la quiera siempre? Así lo aseguran todas, como si conocieran en realidad las curiosidades de los hombres cuando aman. Es más fácil obtener el premio mayor de Little Louisiana, pero la pobre recién casada no lo sabrá nunca hasta que ya sea demasiado tarde… Pero usted…, usted parece que comenzó bien. Siga siendo bella con esa apariencia que tiene. Con eso se ha ganado su hombre y lo mantendrá a su lado. Aunque no es todo. Alguna vez hablaremos preocupan diré lo que muy pocas mujeres saben, y que tampoco se preocupan pan por saber… Saxon, nombre fuerte y simpático para una mujer. Pero usted no aparenta lo que indica su nombre. Sí, la he observado. Parece francesa, sin discusión. Dígale al señor Roberts que le felicito por su buen gusto.

Se detuvo teniendo en la mano el picaporte de la puerta de la cocina.

—Y alguna vez venga a visitarme. No le pesará. Puedo enseñarle mucho. Venga por la tarde. Mi marido es sereno nocturno en las playas del ferrocarril y duerme por las mañanas. Ahora está durmiendo.

Saxon entró en su casa perpleja, pensativa. Esa mujer de piel oscura, con el rostro marchito y como estragado por los grandes calores, con los ojos grandes y negros que relucían, que se encendían y denunciaban el fuego de su alma, esa mujer era cualquier cosa menos algo vulgar. Era vieja. Saxon dudó si tendría cincuenta o sesenta años. Sus cabellos, que en otro tiempo debieron ser azabaches, estaban mechados de gris. Lo que llamaba la atención de Saxon, sobre todo, era su manera de hablar. Su inglés era muy bueno, mucho mejor que el que ella estaba acostumbrada a escuchar. Sin embargo, esa mujer no era yanqui y, por otra parte, no tenía un acento inconfundible. Sus palabras parecían tener un leve acento extranjero que Saxon no podía localizar.

—Oh —exclamó Billy cuando le contó lo que había pasado durante el día—. ¿De modo que es la señora Higgins? Él es sereno. Perdió un brazo. El viejo Higgins y ella forman una pareja algo cómica. La gente parece atemorizada ante ella. Los «gringos» y algunas mujeres irlandesas creen que es una bruja. No quieren saber nada de ella. Bert me lo contó. ¿Sabes?, algunos creen que algo les va a pasar si ella les mira, y entonces hacen alguna triquiñuela para deshacer el posible conjuro. Uno de los muchachos que trabaja en el establo los ha visto…, —se llama Henderson, vive a la vuelta de la calle Cinco…, y dice que está llena de chinches.

—Oh, no sé si es así —dijo Saxon defendiendo su nueva amistad—. Puede estar loca pero habla de la misma manera que tú. Dice que me parezco a una francesa y no a una yanqui.

—Entonces me descubro ante ella —dijo Billy—. Su cabeza está perfectamente bien si dice eso. Es de verdad una observación inteligente.

—Y además, Billy, habla un buen inglés, como si fuera una maestra de escuela, como el que imagino que hablaba mamá. Parece educada.

—No debe ser tonta, porque sino no te hubiese impresionado de esa manera.

—Me dijo que te felicitara por el buen gusto que has tenido al casarte conmigo —rió Saxon.

—¿Te dijo eso? Entonces trasmítele mis respetos y mi admiración. Estoy de su parte, ya que sabe qué es bueno con sólo mirarlo. Y también debió felicitarte por tu buen gusto al elegirme.

Unos días más tarde, mientras Saxon colgaba nuevamente su ropa interior, la mujer volvió a hacerle una inclinación de cabeza.

—Estuve preocupada por su lavado —le dijo la mujer más vieja.

—Oh, trabajé durante años en el lavadero —respondió Saxon rápidamente.

Mercedes hizo un gesto de mofa.

—Lavado a vapor. Es un negocio, una cosa estúpida. Solamente las ropas ordinarias deben mandarse al lavadero. Es el castigo que tienen por ser ordinarias. Pero lavar las bonitas, las delicadas es un verdadero arte. Requiere sabiduría, genio y discreción, justamente porque son ropas finas. Le daré una receta para hacer jabón en casa. No endurecerá los tejidos. Les dará blancura, suavidad y vida. Así las podrá usar durante mucho tiempo, y la ropa fina es para ser usada largamente. El buen lavado es un refinamiento, un arte. Debe hacerse de la misma manera que un artista compone su cuadro, o escribe un poema, es decir con amor, religiosamente, como si fuese un verdadero sacramento de belleza. Le enseñaré buenos procedimientos, querida, algo mejor que lo que conocen ustedes, los yanquis. También le enseñaré nuevas bellezas —hizo una inclinación en dirección a la ropa interior de Saxon—. Veo que usted hace pequeños encajes. Conozco toda clase de encajes…, los belgas, los malteses, diversas clases que son un amor. Le enseñaré los más simples Lara que pueda hacerlos usted misma y agrade a su hombre, al que debe querer eternamente.

Cuando la visitó por primera vez, Saxon aprendió muchas cosas con respecto a cómo hacer el jabón casero y la manera le lavar sus ropas interiores. Y quedó fascinada por la extraña personalidad de aquella mujer resquebrajada por los años, como si a través de ella le llegaran los hálitos de tierras y mares que estaban más allá del horizonte.

—¿Usted es española? —se atrevió a preguntarle.

—Sí y no al mismo tiempo, más que eso. Mi padre era irlandés y mi madre peruana. De ella heredé la tez y la apariencia. De mi padre, los ojos azules, celtas, el sonido encantador del lenguaje y los pies incansables, que finalmente le mataron porque fue demasiado lejos. Y ese espíritu de aventura me llevó por los caminos del mundo, exactamente como a él.

Entonces Saxon recordó lo que había aprendido de geografía en la escuela, y en su imaginación apareció un mapa en relieve del continente con líneas combas y paralelas que delineaban la costa.

—Oh —dijo excitada—, entones usted es sudamericana. Mercedes se encogió de hombros.

—Tuve que nacer en alguna parte, por supuesto. Era una gran propiedad rural de mi madre. Todo Oakland podría caber en el más pequeño de sus campos.

Mercedes suspiró contenta y pareció sumergirse en su mundo anterior. Saxon sintió curiosidad por saber más cosas de esa mujer que parecía haber vivido de una manera semejante a la California española de tiempos ya lejanos.

—Usted debió tener una buena educación —dijo con toda intención—. Su inglés es casi perfecto.

—Oh, el inglés lo aprendí después, fuera de la escuela. Tal como están las cosas, una buena educación lo es todo, pero a mí me parece que más importante son… los hombres. También esto llegó después. Y mi madre nunca soñó que mi educación me serviría para vivir más tarde con un sereno nocturno. Era una gran dama, lo que ustedes llaman una reina del ganado. Serenos, jornaleros, obreros, los teníamos de a miles trabajando para nosotros. Había peones que parecían esclavos, y vaqueros que cabalgaban hasta trescientos kilómetros de un lado a otro del campo. Y había una gran cantidad de criados en la gran casa, tantos que casi ya no recuerdo su número. Sí, en la casa de mi madre había muchos sirvientes.

Mercedes Higgins era tan voluble como una mujer griega, y le gustaba perderse en medio de la maraña de las reminiscencias.

—Pero muchos criados eran haraganes y sucios. Los chinos son los sirvientes por excelencia. Lo mismo sucede con los japoneses, pero sólo cuando se encuentra uno bueno. Las doncellas japonesas son bonitas y alegres, pero una nunca sabe cuando se irán y nos dejarán plantadas. Los hindúes no son fuertes pero son obedientes. Miran a los sahibs[15] y mensahibs[16] como si fuesen dioses… Y yo era una mensahib, es decir una mujer. Una vez tuve un cocinero ruso que siempre escupía en la sopa para tener suerte. Era muy divertido. Pero nos acostumbrábamos a eso.

—Usted debe haber viajado mucho para conocer sirvientes tan extraños —le dijo Saxon alentándola a seguir hablando.

La mujer rió como si asintiera lo que escuchaba.

—Y los más extraños son los esclavos negros de los mares del Sud, pequeños caníbales de cabellos ensortijados y con huesos que les cruzan las narices. Cuando se portaban mal o robaban, eran atados a una palmera que estaba en el fondo de la casa, y eran azotados con látigos confeccionados con cuero de rinoceronte. Eran de una isla de caníbales, cazadores de cabezas. Nunca gritaban, y estaban orgullosos de eso. Me acuerdo del pequeño Vibi, que sólo tenía doce años de edad, y que cuando sus espaldas estaban completamente destrozadas se limitaba a reír y a decir, al verme florar: «Poco tiempo, niñita, y le sacaré la cabeza al hombre grande, al amo blanco»… Se refería a Bruce Anstey, que era el inglés que le azotaba. Pero el pequeño Vibi nunca llegó a tener su cabeza. El hombre huyó y fue destrozado por los salvajes que lo devoraron hasta el final.

Saxon estaba asustada y tenía una expresión grave en el rostro, pero la mujer siguió hablando sin inmutarse:

—¡Oh, aquéllos eran días muy felices y salvajes! Usted debe creerlo, querida. En el transcurso de tres años esos ingleses de la plantación se bebieron océanos de champaña y de whisky escocés, tirando más de treinta mil libras en saco roto. ¡Y no dólares sino libras!, es decir, ciento cincuenta mil dólares. Mientras duró aquello fueron príncipes. Era algo espléndido, glorioso, una verdadera locura. Vendí la mitad de mis joyas en Nueva Zelanda antes de comenzar de nuevo. Al final Bruce Anstey se voló la tapa de los sesos. Roger se hizo tripulante de un carguero, que llevaba gente negra, por ocho libras al mes. Y Jack Gilbraith…, ése era el más raro de todos. Su gente era rica y de abolengo, y se marchó a Inglaterra vendiendo carne de mala calidad. Después su familia le prestó más dinero para comprar una plantación de caucho en alguna parte de las Indias Orientales, en Sumatra, o tal vez en Nueva Guinea, no recuerdo bien…

Y Saxon, ya de regreso a su cocina, mientras preparaba la comida para Billy, se quedó pensando en las cosas que le debían haber pasado a aquella mujer, que había recorrido tanto mundo y que finalmente llegó hasta West Oakland y se casó con Barry Higgins. El viejo Barry nunca había disfrutado de una opulencia semejante, y en caso de haberla tenido no la hubiese tirado por la ventana como ella había contado. Además, la mujer había revelado nombres de otras personas sin decir el suyo.

Mercedes le había confesado más cosas con frases sueltas. Parecía conocer perfectamente cualquier ciudad del Viejo Mundo o de América. Diez años atrás había estado hasta en Klondike. Lo dijo muy rápidamente, describiendo a los mineros envueltos en pieles, que caminaban sobre el oro en polvo desparramado sobre el suelo de las habitaciones. A Saxon le pareció que Mercedes siempre se había encontrado con hombres para quienes el dinero era tan abundante y tan fácil de conseguir como el agua.