—¡Bert, estás mareado! —le gritó Mary en tono de reproche.
Los cuatro estaban sentados alrededor de la mesa del restaurante Barnum, dentro del reservado. La cena de bodas fue bastante sencilla y gustada por todos, aunque a Saxon le pareció muy dispendiosa. Bert, sosteniendo en la mano un vaso lleno de vino rojo de California que costaba cincuenta centavos la botella, se puso de pie tratando de hablar. El rostro estaba intensamente coloreado, sus ojos negros afiebrados y brillantes.
—Antes de encontrarte conmigo ya habías bebido —dijo Mary—. Se ve claramente.
—Consulta con un oculista, querida —le respondió Bert—. Soy el misma de siempre. Y estoy aquí y me pongo de pie para celebrar y felicitar a un amigo, al viejo Billy. Creo que es como debe hacerse, y ahora adiós. Eres un hombre casado, Billy, y deberás llevar una vida regular. Ya no podrás correrla más con los muchachos. Tendrás que velar por ella, sacar tu seguro de vida y la póliza contra accidentes, tendrás que ingresar a una sociedad que otorgue préstamos para construir y a una entidad de sepelios…
—¡Cállate, Bert! —le interrumpió Mary—. No hables de entierros en las bodas. Deberías tener vergüenza de ti mismo.
—¡Bah, Mary, confórmate! He dicho eso porque sé positivamente lo que hablo. Yo no pienso de la misma manera que ella. Lo que yo pensaba… Permitan que diga lo que pienso. Dije sociedad de sepelios ¿no es cierto? Bueno, no tuve la menor intención de echar malos augurios sobre esta reunión feliz. Lejos de eso…
Evidentemente trataba de desembrollar el lío en que se había metido, pero no lo conseguía. Mary se agitó triunfante. Eso le sirvió de acicate.
—Permitan que diga porque lo dije —siguió—. Porque tú tienes, Billy, una esposa extraordinariamente bonita, es por eso. Todos los muchachos están locos por ella, y cuando corras detrás de ella ¿qué harás? Estarás muy ocupado. ¿No te hará falta, entonces, una sociedad de sepelios para que colabore en sus entierros? Creo que sí, simplemente. Ése era el cumplido que te quería hacer: tu buen gusto por las mujeres, y entonces Mary se entrometió.
Sus ojos relucientes descansaron burlona y triunfalmente sobre el rostro de Mary.
—¿Quién dijo que estoy mareado? ¿Yo? Jamás en mi vida. Veo las cosas tan claras como la misma luz blanca. Y allí está Billy, mi viejo amigo Billy, y no son dos sino uno solo. Jamás Billy tuvo dos caras en su vida. Mira Billy, viejo, cuando te veo con las riendas del casado, realmente siento pena… —se interrumpió bruscamente y se volvió hacia Mary—. Ahora no te hagas la importante, muchacha. Estoy en mi verdadero puesto. Mi abuelo fue senador estadual[14], y sabía silbar graciosa y amablemente hasta que las vacas regresaban a la casa. Y lo mismo puedo hacer yo… Mira, Billy, cuando te veo, siento pena… Repito, estoy triste… —sus ojos brillaron desafiantes en dirección a Mary—. Sé conscientemente la dicha que debes experimentar al quedar amartillado. Te digo que eres un muchacho listo… Benditas sean las mujeres… Has comenzado bien, y debes mantenerte firme. Debes casarte con todas, benditas sean… Billy, estrecha esa mano. Eres un mohicano que tiene una tremenda cabeza. Yo haré que un indio de verdad me corte la mía …
Bruscamente bebió de su copa y cayó sobre la silla, al mismo tiempo que guiñaba los ojos hacia la pareja de recién casados y lloraba a lágrima tendida. La mano de Mary se acercó a la de Bert para darle consuelo, ante la depresión sentimental que demostraba.
—¡Dios mío, tengo derecho a llorar! —murmuró con voz tomada—. ¿Acaso no pierdo el mejor de los amigos? Cuando pienso en los buenos ratos y en las diversiones que Billy y yo corrimos juntos, tengo ganas de odiarla, Saxon, cuando veo su mano sobre la de él.
—Vamos, ánimo, Bert —rió ella amablemente—. Mire de quién es la mano que usted retiene.
—¡Es una de sus chuscadas sollozantes! —dijo Mary mientras le acariciaba los cabellos con la mano que le quedaba libre—. Vamos, Bert, pórtate bien. Todo está muy bien. Y ahora Billy es el que debe decir algo.
Bert se reanimó bebiendo otra copa de vino.
—Vamos, Billy, adelante —le gritó—. Ahora te toca a ti.
—No soy artista de aire caliente —rezongó Billy—. ¿Qué digo, Saxon? No tiene objeto decirles lo felices que somos. Ya lo saben.
—Diles que siempre vamos a ser felices —dijo ella—. Y dales las gracias por todos sus buenos deseos, y diles que les deseamos lo mismo. Y que siempre vamos a andar como antes, los cuatro juntos. Y diles que están invitados para cenar el próximo domingo en la calle Pine quinientos siete. Y tú, Mary, si quieres venir el sábado por la noche, podrás quedarte a dormir en el dormitorio que tenemos desocupado.
—Ya lo has dicho tú mejor que yo —Billy aplaudió levemente—. Tus palabras fueron muy dignas, y creo que no queda mucho que agregar, pero, a pesar de todo, voy a decirles algo caliente.
Se puso de pie con la copa en la mano. Sus ojos claros y azules debajo de las cejas y pestañas oscuras parecían aun más azules y profundos, sobre todo por la claridad de los cabellos y de la piel. Las mejillas suaves estaban sonrojadas de alegría y de salud, no por el alcohol, ya que sólo había tomado dos copas. Saxon le contemplaba y se sentía envanecida de su buen gusto que le había deparado un hombre tan maravilloso.
—Bueno, Beit y Mary, aquí están ustedes en la cena de bodas de Saxon y de Billy. Simplemente, hemos recibido de todo corazón todos vuestros deseos y, en retribución, os deseamos lo mismo, y cuando decimos esto hay un deseo verdaderamente más grande que el que puede ser expresado por las palabras habladas. Saxon y yo creemos en esto con firmeza, y hacemos votos para el día en que seremos invitados a la cena de vuestra boda. Y entonces, cuando lleguen los domingos, ustedes podrán pasar la noche del sábado en la pieza desocupada. Creo que les avisé que la hice amueblar ¿no?
—¡Nunca lo hubiese esperado de usted, Billy! —exclamó Mary—. Es tan grosero como Bert. Pero lo mismo da.
Sus ojos se humedecieron, la voz desfalleció y se cortó. A través de sus lágrimas sonreía e inmediatamente, se volvió hacia Bert que la rodeó con un brazo y la colocó sobre sus rodillas.
Cuando dejaron el restaurante, todos marcharon hacia la esquina de la calle Ocho y Broadway, y se detuvieron cerca del tranvía eléctrico. Bert y Billy parecían timoratos y estaban silenciosos, como deprimidos por una extraña sensación de soledad. Mary abrazó a Saxon muy afectuosamente.
—Está muy bien, querida —le murmuró Mary—, no te asustes, está muy bien. Piensa en todas las otras mujeres del mundo.
El guarda hizo sonar la campanilla y ambas parejas se despidieron apresuradamente.
—¡Hasta la vista, mohicano! —Bert le gritó a Billy cuando el tranvía se puso en marcha.
—Recuerda lo que te dije —exclamó Mary mientras la figura de Saxon se alejaba en el tranvía.
* * *
El tranvía se detuvo en la calle Siete y Pine, punto terminal de la línea. La casita quedaba a dos cuadras, más o menos. Mientras subían los escalones, Billy extrajo la llave de su bolsillo.
—Es divertido ¿no? —dijo mientras hacía dar vuelta la llave dentro de la cerradura—. Tú y yo. Tú y yo, sencillamente.
Billy encendió la lámpara de la sala y Saxon se quitó el sombrero. Después él se encaminó al dormitorio y encendió la lámpara allí, y en seguida se volvió hacia el vano de la puerta. Saxon aún ocupada con los alfileres del sombrero, le dirigió una mirada. Billy extendió los brazos.
—Ahora —dijo Billy.
Ella avanzó. Billy pudo sentir cómo Saxon temblaba entre sus brazos.