Sara era conservadora, más aún, con la llegada de la primera criatura se había anquilosado. Una vez que ocurrió eso quedó tan inalterable en sus costumbres como el yeso dentro de un molde. Su molde había sido formado por sus prejuicios, por su vida de adolescente dentro de la casa en que había vivido. Estaba tan acostumbrada a hacer siempre lo mismo, que cualquier cambio en su vida tenía el carácter de una verdadera revolución. Tom había soportado varias de esas explosiones de Sara, y tres de aquéllas se habían producido con el cambio de casa. Pero luego ya no pudo resistir más y no volvió a mudarse.
Por eso fue que Saxon no dijo nada de su casamiento, hasta que ya se hizo inevitable anunciarlo. Esperaba que se produjera una escena y así fue, efectivamente.
—Es un boxeador, un canalla, un arrastrado —le dijo despectivamente Sara, después de relatar minuciosamente el futuro de su joven cuñada y de los niños que vendrían, al enterarse de que por ahora contaban sólo con cuatro dólares y medio por semana—. Si viviera, no sé qué pensaría tu madre al verte unida a un bravucón como Billy Roberts. Tu madre era demasiado refinada como para tener cualquier relación con un hombre que se llamara Billy ¡Billy! Lo que puedo asegurarte es que ya puedes despedirte de tus medias de seda y de tus tres pares de zapatos. No tardará mucho, y considérate con bastante suerte, en que llegará el momento que uses polainas ordinarias y medias de algodón, de esas de dos pares por un cuarto de dólar.
—No me causa ninguna inquietud que Billy no me pueda dar cualquier clase de calzado —dijo Saxon agitando orgullosamente la cabeza.
—No sabes lo que dices —declaró Sara riendo, completamente en desacuerdo con su cuñada—. Piensa un poco en los niños que vendrán. En estos tiempos llegan más rápido que el aumento de los salarios.
—Pero nosotros, por lo menos al comienzo, no vamos a tener niños. De cualquier manera no será hasta que hayamos pagado los muebles.
—Tu generación se jacta de ser muy inteligente ¿no? En mi tiempo las muchachas eran más modestas y no sabían nada de cosas desdichadas.
—¿Desdichadas…, como los niños? —le preguntó Saxon maliciosamente.
—Sí, como los niños.
—Es la primera vez que escucho decir que los niños sean una desdicha. Y tú, Sara, con los cinco que tienes debes haber sido muy desgraciada. Billy y yo hemos decidido no serlo tanto… Vamos a tener dos: un varón y una mujer.
Tom se rió, pero mantuvo la cordialidad ocultando su rostro dentro de la taza de café que estaba bebiendo. Sara, si bien contenida por ese ataque, estaba perfectamente adiestrada en esas artes. El contraste había sido tan pasajero, que sólo hizo una pausa para emprender en seguida el ataque desde otro ángulo.
—Y casarse así, tan de repente… Es como para sospechar algo… No sé a lo que llegarán las mujeres jóvenes de esa manera. Me parece que no son decentes. Y el origen de todo esto está en los bailes de los domingos, y toda esa vida. Las jóvenes de ahora son como una manada de animales. Nunca he visto tanta frescura…
Saxon estaba blanca de rabia, pero mientras Sara divagaba incoherentemente, Tom, a escondidas, le guiñó a su hermana como dándole a entender que era necesario mantener la paz a todo trance.
—Todo está muy bien, criatura —le dijo a Saxon cuando estuvieron a solas—. No tiene ningún objeto hablar con Sara. Billy Roberts es un buen muchacho. Sé bastante acerca de él. Debes sentirte orgullosa porque va a ser tu marido. Serás feliz con él… —su voz, de pronto, disminuyó, y súbitamente el rostro pareció viejo, cansado y angustiado, mientras seguía hablando—. Toma el ejemplo de Sara. No refunfuñes. Cualquier cosa que haga, no rezongues. No te le subas constantemente a las barbas. Sé lo más amable que puedas para permitirle que de vez en cuando se desahogue. Los hombres tenemos a veces la testarudez del caballo, aunque Sara lo ignore. Y Sara me quiere actualmente, aunque no se da cuenta de ello. Lo que tienes que hacer es querer a tu marido, y hacer todo el ruido posible, y seguir queriéndolo. Y después jugar con él, y hacer todo lo que deseas. Déjale que se salga con la suya de vez en cuando, y él te lo retribuirá. Pero deberás quererle e inclinarte delante de su juicio, simplemente, ya que no es un tonto, y entonces vivirán juntitos como dos palomas. A veces temo perder los estribos, y entonces ¿qué sería de Sara? Pero prefiero ser querido a dejarme llevar por el temperamento.
—Te haré caso, Tom… —dijo Saxon inclinando los ojos llenos de lágrimas ante el cariño que implícitamente le había manifestado su hermano—. Y, sobre todo, voy a hacer otra cosa más. Voy a conseguir que Billy me quiera y me siga amando.
Y después, entonces, no tendré que gastar ninguna maña para hacer las cosas que quiero. Y él consentirá porque me quiere ¿comprendes?
—Tienes razón, Saxon. Insiste y verás que al final vencerás. Más tarde, cuando se puso el sombrero y salía para el lavadero, se encontró con Tom que la esperaba en la esquina.
—Saxon —le dijo de una manera entrecortada, apresurada—, ¿sabes?, no debes tomar nada de lo que te dije sobre Sara como algo desleal para con ella… Es una mujer buena y fiel. Y su vida no se desenvuelve tan fácilmente. Me mordería la lengua antes de decir algo en contra de ella. Supongo que todas las personas tienen sus defectos. Es bastante feo ser pobre ¿no es cierto?
—Tú has sido terriblemente bueno conmigo, Tom. Nunca podré olvidarlo. Y sé que Sara tiene la mejor intención del mundo. Ella hace lo que puede.
—No podré regalarte nada para tu casamiento —dijo Tom como si se disculpara—. Sara no podría consentirlo. Dirá que no recibimos nada de parte de nuestros familiares cuando nos casamos. Pero igualmente tendré preparado algo para ti. Es una sorpresa. Nunca podrás imaginarlo.
Saxon aguardó, levemente impaciente.
—Cuando me dijiste que te ibas a casar, pensé en eso y entonces le escribí a nuestro hermano George, y le pedí que lo hiciera por ti. Y, ¡diablos!, me lo envió por expreso. No te dije nada antes temiendo que tal vez lo hubiese vendido. Vendió las espuelas de plata. Debe ser que necesitaba dinero. Pero lo otro lo guardé en el taller para no causarle fastidio a Sara, y anoche lo saqué y lo escondí en el cajón de la leña.
—Oh, debe ser algo de mi padre… ¿Qué es, qué es?
—El sable que usó en el ejército.
—¿El que usó montado en el caballo ruano? ¡Oh, Tom, no me podrías regalar nada mejor! Vamos a verlo ahora mismo. Podremos deslizarnos por la puerta de atrás. Sara está lavando en la cocina, y no comenzará a dar vueltas hasta dentro de una hora.
—Le hablé a Sara para preguntarle si podías llevarte la cómoda que fue de mamá —dijo Tom mientras se deslizaba por el estrecho pasillo que había entre las dos casas—. Pero levantó el tono. Dijo que Margarita también fue mi madre, y que a pesar de que tuvimos distintos padres la cómoda siempre perteneció a la familia y no al capitán Kit, y que es mía, y que si es mía ella tiene voz en el asunto.
—Está muy bien —le dijo ella tranquilizándole—. Me la vendió anoche. Anoche, cuando llegué a casa, me estaba esperando. Tenía la mirada encendida.
—Estuvo completamente exasperada todo el día, después de discutir sobre eso. ¿Cuánto le diste?
—Seis dólares.
—Es un robo, no los vale —gruñó Tom—. Está completamente resquebrajada y es tan vieja como las montañas.
—También hubiera dado diez dólares por ella, lo hubiera dado todo por eso, Tom. Pertenecía a mamá, ya lo sabes. Recuerdo cuando estaba en el cuarto de ella, cuando todavía vivía. En el cajón de la leña Tom buscó el tesoro escondido y lo despojó del papel que lo cubría. Era un sable herrumbrado dentro de su vaina, de los del tipo más pesado, de esos que llevaban los oficiales de caballería en los tiempos de la guerra civil. Tenía sujeta una faja de seda, gruesamente tejida, de color encarnado, de la que colgaban unas pesadas borlas de seda. Saxon casi se lo arrebató a su hermano, llena de ansiedad. Extrajo la hoja y apretó los labios contra el acero.
* * *
Era su último día de trabajo en el lavadero. Ese mismo anochecer abandonaría el trabajo, para su bien. Y a las cinco de la tarde siguiente se presentaría junto con Billy delante de un juez de paz y se casaría. Bert y Mary serían los testigos, y después los cuatro se encaminarían a un compartimento privado del restaurante. Barnum, donde se serviría la cena de la boda. En seguida. Bert y Mary irían hasta el Myrtle Hall para bailar, mientras que Billy y Saxon tomarían el tranvía de la calle Ocho para llegar hasta la Siete y Pine. Las lunas de miel no son muy frecuentes entre la clase trabajadora. A la mañana siguiente Billy concurriría nuevamente a los establos a la hora habitual para conducir su yunta de caballos.
Todas las mujeres que trabajaban en la sala de planchado, sabían que ése era el último día que Saxon trabajaba allí. Muchas estaban contentas por su suerte, y no pocas la envidiaban, ya que por fin había conseguido verse libre de aquella atmósfera sofocante, cerca de las mesas de planchado. Aguantó todas las chanzas que se le hicieron, costumbre bastante frecuente en un lugar de trabajo como ése. Pero Saxon era demasiado feliz como para hacer caso a lo que decían las otras y sentirse herida por lo mismo.
Mientras surgía el calor debajo de la plancha que empuñaba, y miraba las superficies de las muselinas y de los linos, su imaginación estaba constantemente ocupada con la casita de la calle Pine. Y también canturreaba una y otra vez en silencio la canción de moda:
«Y cuando trabajo, y cuando trabajo,
siempre trabajo para Billy».
A las tres de la tarde la tensión de las obreras fue creciendo dentro de la habitación húmeda y recalentada.
Las mujeres de más edad suspiraban y resoplaban. Los colores de las mejillas habían desaparecido, los rostros estaban chupados y debajo de los ojos aparecían círculos sombreados. Pero todas mantenían el ritmo de la labor, y a pesar de estar cansadas la velocidad no disminuía. La encargada se mantenía vigilante, alerta, y evitaba de esa manera cualquier manifestación de histeria. Cierta vez hizo salir a una pobre muchacha de pecho estrecho y de hombros caídos, y así pudo evitar muy oportunamente un colapso.
Saxon quedó alelada al escuchar un terrible chillido. La fuerza y la resolución humanas se quebraron ante eso. La voluntad y los nervios se deshicieron. Cien mujeres suspendieron al mismo tiempo su labor o dejaron caer las planchas. Era Mary la que había dado semejante grito. Saxon vio que un ave extraña y negra, de alas puntiagudas, se había posado sobre los hombros de la muchacha. Mary chilló y al mismo tiempo cayó al suelo, y entonces el extraño animal se lanzó a través del aire y chocó contra el rostro asombrado de la mujer que estaba en la mesa vecina. Ésta, a su vez, también chilló y se desmayó. Nuevamente el ave comenzó a volar por el aire, y las muchachas corrían de un lado para otro, con los brazos en alto, casi enloquecidas, o sino se refugiaban debajo de la mesa de planchar.
—Es un murciélago —gritó la encargada. Estaba furiosa—. ¿Nunca vieron un murciélago en su vida? ¡No se las va a comer!
Pero formaban una verdadera multitud y no podían ser apaciguadas una a una, por medio de razones. Una de ellas, que no había alcanzado a ver la causa del alboroto, había dado la voz de «¡Fuego!», lo que complicó la situación e hizo que todas se agolparan en la puerta en demanda de auxilio o de salvación. Chillaban estúpida y violentamente ahogando la voz de la encargada. Saxon al principio se sintió aterrada, simplemente, pero luego, al crecer el bochinche, también se alejó corriendo. No gritaba pero huía como las otras. La horda de mujeres enloquecidas penetró en la sección vecina, y las que trabajaban allí, contagiadas, se unieron al desbande general. A los diez minutos el lavadero estaba completamente desierto, salvo algunos hombres que, granada en mano, rondaban buscando la causa del bochinche.
La encargada era una mujer robusta, indomable, fue empujada por las mujeres hacia una de las paredes, pero retrocedió la mitad del trayecto y casi atrapa al extraño visitante dentro de un cesto lleno de ropas.
—No sé a qué se parece, Dios, pero les aseguro que he visto la misma imagen del Diablo —balbuceaba Mary, mientras se contorsionaba emocionada hacia todos lados en medio de lágrimas y risas simultáneas.
Pero Saxon estaba disconforme y encolerizada consigo misma, ya que se había unido temerosa al desbande general en procura de una salida.
—Somos un montón de estúpidas —dijo—. Pensar que no era más que un murciélago. He oído decir algo sobre ellos. Viven en el campo. No son capaces de causar daño ni a una mosca. No pueden ver nada con la luz del día. Eso mismo le sucedió a ése. Sí, no era más que un murciélago…
—Oh, si ustedes quieren pueden pegarme —dijo Mary—, pero era el mismísimo diablo —lloriqueó un instante, y después rió nerviosamente—. ¿No viste cómo se desmayaba la señora Bergstrom, a pesar de que sólo le rozó la cara? Se plantó sobre mi hombro y me tocó el cuello desnudo, como si fuera la mano de un cadáver.
—Vamos, serénate un poco —le dijo Saxon urgiéndola—. Ya hemos perdido más de media hora.
—No puedo trabajar. Después de esto me voy a casa, aunque me despidan. Ahora no podría planchar ni manzanas agrias. Estoy completamente deshecha.
Una mujer se había roto una pierna, otra un brazo, y un buen número de ellas habían sufrido lesiones menores. Ninguna de las razones que alegó la encargada pudieron convencer a las mujeres de la necesidad de volver al trabajo. Estaban excitadas, nerviosas, y alguna que otra fue lo suficientemente valiente como para animarse a entrar en el edificio en busca de los sombreros o de las cestas de merienda de las demás. Saxon fue una de las pocas que regresó y trabajó hasta la seis de la tarde.