XIII

—Nuestro ganado casi se había perdido —decía Saxon—, y el invierno estaba tan cercano que no podíamos atrevernos a cruzar el Gran Desierto Americano, y así fue que ese invierno nuestra caravana se detuvo en Salt Lake City. Los mormones no eran todavía hostiles y se comportaron bien con nosotros.

—Hablas como si hubieras estado allí —dijo Bert.

—Mi madre estuvo —respondió orgullosamente Saxon—. En aquel tiempo ella tenía nueve años de edad.

Estaban sentados alrededor de la mesita, en la cocina de la casita de Saxon y Billy, y preparaban un almuerzo frío con emparedados y cerveza embotellada. Era domingo y los cuatro estaban de asueto, pero habían llegado temprano para trabajar más duramente que cualquier día hábil, y limpiaron paredes, ventanas y pisos, colocaron alfombras y piezas de linóleo, colgaron cortinas, instalaron la estufa, dispusieron los utensilios de cocina y los platos y acomodaron los muebles.

—Sigue con la historia —le pidió Billy—. Me muero por escucharla. Y tú, Bert, simplemente te callas y escuchas.

—Bueno, fue durante ese invierno que Del Hancock se puso en evidencia. Había nacido en Kentucky pero también había estado años en el Oeste. Era un explorador como Kit Carson, y le conocía mucho. En muchas ocasiones ambos durmieron debajo de las mismas frazadas. Estuvieron juntos en Oregón y California con el general Fremont. Bueno, Del Hancock estaba de pasada por Salt Lake, e iba no sé a dónde para organizar una compañía de tramperos en las Montañas Rocosas, para cazar el castor en un lugar que él conocía. Era un hombre simpático. Usaba cabellos largos como en las fotos, y en la cintura llevaba una faja de seda como se acostumbra en California, entre los españoles, y además dos revólveres en el tirador. Cualquier mujer quedaba prendada de él a primera vista. Bueno, vio a Sadie, que era la hermana mayor de mi madre, y creo que sospechó que ella le miró, porque se detuvo inmediatamente allí; en Salt Lake City, y entonces no avanzó un paso más. Era un gran peleador, sobre todo contra los indios, y cuando yo era muy pequeña le escuché decir a mi tía Villa que tenía los ojos más negros y brillantes que jamás hubiese visto, y que además miraba como un águila. También, como se acostumbraba en aquellos tiempos, había sostenido duelos y no temía a nadie. Sadie era bella y lo enloqueció. Quizás, no lo sé bien, ella misma no estuviese segura de sus propios pensamientos. Pero, al menos no cedió tan fácilmente como yo con Billy. Finalmente, él no pudo resistir más. Una noche montó a caballo con todo el salvajismo de que era capaz. «Sadie —le dijo—, si no me promete casarse conmigo mañana mismo me dispararé un balazo en el fondo del corral». Sadie sabía que hubiese cumplido su promesa, y entonces le prometió que se casaría con él. El amor se hacía rápidamente en esos días ¿no es verdad?

—Oh, no sé —se burló Mary—. Una semana después que le pusiste a Billy los ojos encima ya estaban comprometidos. ¿Te dijo Billy que se iba a matar en el fondo del lavadero si tú le rechazabas?

—Es que no le di la oportunidad de hacerlo —confesó Saxon—. De cualquier manera Del Hancock y tía Sadie se casaron al día siguiente. Y fueron muy felices hasta que ella murió. Y más tarde él fue muerto por los indios. Cuando ocurrió esto ya era viejo, pero sospecho que habrá tenido en su haber su larga lista de indios. Hombres como él siempre mueren peleando, y se llevan a la tumba un buen número de víctimas. Conocí a Al Stanley cuando era una chiquilla. Era un tahúr, pero arriesgado. Lo mató un ferroviario por la espalda. Murió en menos de dos segundos, pero antes sacó su pistola y le metió plomo al hombre que lo, mató.

—Las peleas no me gustan —protestó Mary—. Me ponen nerviosa. Bert me saca de las casillas porque siempre anda buscando camorra. No tiene ningún sentido.

—No daría ni un pedacito de mis dedos por un hombre que no tenga espíritu de pelea —dijo Saxon—. ¿Acaso nos encontraríamos donde estamos sino fuera por el espíritu belicoso de nuestros antepasados?

—En Billy tiene algo muy bueno como peleador —le aseguró Bert—, sinceramente es una yarda de largo por una de ancho; genuinamente es un número uno, un vellón de lana largo. Billy es un mohicano con rostro de calavera, eso es lo que es. Y cuando la locura se le sube a la cabeza, hay que escaparle, porque sino caerá sobre uno y…

—Es así, exactamente —agregó Mary.

Billy, que no había intervenido para nada en la Conversación, se puso de pie, echó una mirada hacia el dormitorio y la cocina, se dirigió hacia la sala y al dormitorio que lindaba con aquélla, y regresó en seguida. Quedó tieso, de pie, mirando perplejo hacia el dormitorio que daba a la cocina.

—¿Qué es lo que te sucede, viejo? —le preguntó Bert—. Parecería que hubieses perdido algo, o que ocurriese alguna confusión. ¿Qué escondes adentro? Escúpelo.

—Nada. Estoy pensando cómo diablos colocar la cama y las cosas que compramos para el dormitorio de atrás.

—Nada de eso existe —explicó Saxon—. No compramos nada.

—Entonces mañana me ocuparé del asunto.

—¿Para qué quieren otra cama? —dijo Bert—. ¿No basta con una sola para ustedes dos?

—Cállate, Bert —exclamó Mary—. No te pongas grosero.

—¡Uf, Mary! —dijo Bert frunciendo el rostro—. Vuelve en ti. Siempre entras en el establo qué no te corresponde.

—Esa habitación no la necesitamos —le dijo Saxon a Billy—, no pensé en amueblarla. Ese dinero fue destinado para las alfombras y para una estufa mejor.

Billy se le acercó, la levantó de la silla, se sentó y la colocó sobre sus rodillas.

—Eso está bien, muchachita. Me agrada que lo hayas hecho así. Siempre lo mejor para nosotros. Y mañana a la noche quiero que vengas conmigo a lo de Salinger y que elijas un buen dormitorio y una alfombra para este cuarto. Deberá ser algo bueno, no ordinario.

—Costará cincuenta dólares —se opuso ella.

—Bueno —asintió él con una inclinación de cabeza—. Que no cueste ni un centavo menos de cincuenta dólares. Vamos a tener de lo mejor. ¿Para qué sirve una habitación vacía? Rebaja toda la casa. Siempre ando dando vueltas por aquí, día tras día, desde que entregamos el dinero y nos dieron las llaves. Porque mientras manejo los caballos, durante todo el día, tengo el pensamiento puesto en este nido. Y cuando nos casemos quiero verlo tal cual me lo imaginé. Quiero verlo completo. Si esa habitación no tiene alfombra y permanece sin amueblar, durante la jornada entera no veré otra cosa que el piso desnudo. Me sentiría defraudado. La casa sería una mentira. Mira las cortinas que le pusiste, Saxon. Es para hacerle creer a los vecinos que está amueblada, supongo. Pero trataré de que sea cierto.

—Podrían alquilarlo —sugirió Bert—. Está cerca de las playas del ferrocarril, y a sólo dos cuadras del restaurante.

—Jamás. No me caso con Saxon para tener pensionistas. Si no puedo velar por ella haré otra cosa: me iré al Gran Muelle y me diré: «Por aquí se va a la nada», y me arrojaré al agua con una piedra atada de la garganta. ¿No te parece bien, Saxon? Eso era contrario a su manera de pensar pero halagaba su amor propio. Se colgó del cuello de Billy y le dijo al mismo tiempo que le besaba:

—Tú mandas, Billy. Se hace lo que tú dices, y siempre será de la misma manera.

—¿Escuchas eso? —le dijo bromeando Bert a Mary—. Es o justo. Saxon está en su papel.

—Me parece que vamos a estudiar las cosas antes de hacer nada —le dijo Billy a Saxon.

—Y ahora escucha eso —le respondió Mary triunfante—. Puedes estar seguro que el hombre que se case conmigo, antes deberá examinar bien las cosas.

—Billy sólo la adula —se burló Bert—. Todos hacen eso antes de casarse.

Mary hizo un gesto desdeñoso.

—Apostaría cualquier cosa a que Saxon le llevará de las narices. Yo también haré lo mismo con el hombre que se case conmigo.

—Si lo quieres no sucederá eso —intervino Saxon.

—Sí, y con más razón aún —insistió Mary.

Bert simulaba estar dolorido y abatido.

—Ahora comprenden por qué Mary y yo no nos casamos —dijo él—. En el fondo soy un indio, y se armaría menudo aleo si me topo con una india a quien no puedo dominar.

—Pero yo no soy de la tribu —contestó Mary—, y no me casaría con un indio grande y pretencioso aunque se hubiesen muerto todos los hombres del mundo.

—Bueno, pero ese indio grande y pretencioso todavía no te ha solicitado.

—Sé muy bien lo que sucedería si lo hace.

—Pero, después de esto, tal vez lo piense dos veces antes de pedir la mano.

Saxon quiso desviar la conversación y hacerla más placentera. De pronto golpeó las manos como si recordara algo.

—Ah, me olvidaba, deseo mostrarles una cosa —sacó de su cartera un anillo delgado de oro y lo hizo pasar de uno a otro. Es el anillo de casamiento de mi madre. Siempre lo llevo colgado del cuello, como un dije de suerte. En el asilo de huérfanos lloré tanto que la superiora me lo dio. Y ahora, desde el próximo martes, lo llevaré en mi propio dedo… Me parece mentira… Mira lo que hay grabado en el interior, Billy.

—De C. a M., 1879 —leyó él.

—De Carlton a Margarita… Carlton era el primer nombre de mi padre. Y ahora debes hacerlo grabar para ti y para mí.

Mary estaba llena de ansiedad y de gozo.

—Oh, realmente es hermoso —dijo.

Billy se quedó pensando un momento.

—No, no estaría bien, porque yo no se lo regalé a Saxon.

—Te diré qué harás grabar —dijo Saxon—. «B. y S».

—No —Billy meneó la cabeza—. «S. y B.», porque tú primero viniste conmigo.

—No, fue al revés, querido. Insisto en «B. y S».

—¿Ves? —le dijo Mary a Bert—. Se sale con la suya y desde ahora le lleva de las narices, siempre.

Saxon se sintió herida.

—Como tú quieras, Billy —dijo.

Billy la estrechó en sus brazos.

—Creo que vamos a estudiar las cosas antes de hacer algo —le respondió él.