XII

Y los días volaron para Saxon. Trabajaba firmemente en el lavadero más tiempo del que acostumbraba, y todas las horas libres las dedicaba para el cambio que se avecinaba, para Billy. Él se mostró como el impetuoso enamorado que había sido enviado por Dios. Insistió en casarse al día siguiente de su declaración, pero después consintió en esperar sólo una semana.

—¿Para qué esperar? —decía—. De esa manera no ganaremos nada de juventud, según lo que yo entiendo. Y además piensa en todos los días que perdemos mientras aguardamos.

Finalmente aceptó un mes de espera, lo que ensambló perfectamente con todo, ya que a las dos semanas fue trasladado con otra media docena de conductores a los grandes establos de Corberly y Morrison, en West Oakland. La búsqueda de una casa cesó cuando Billy y Saxon alquilaron una casita muy limpia en la calle Pine, entre la Quinta y la Cuarta, cerca de la gran playa del ferrocarril Pacífico Sur. Era una casita de cuatro habitaciones pequeñas. El alquiler era de diez dólares mensuales.

—Está amueblada —le recordó Saxon—. Sabes que esto es diferente.

Pero Billy no veía la diferencia.

—No soy precisamente un sabio, Saxon, pero sé algo de números. Cuando tuve que pasar un mal rato empeñé mi reloj, y sé calcular los intereses. ¿Cuánto crees que nos costaría amueblar la casa, las alfombras, todo?

—¿Podríamos hacerlo todo con trescientos dólares? —dijo ella—. Lo he pensado y creo que podríamos hacerlo con esa cantidad.

—Trescientos —murmuró Billy pensativo—. Trescientos, digamos al seis por ciento, harían seis centavos por dólar, sesenta centavos por cada diez, serían seis dólares en cien, y en total serían trescientos dieciocho. Soy una fiera multiplicando por diez ¿eh? Ahora dividamos trescientos dieciocho por doce, lo que hace un dólar y medio de interés mensual —se detuvo satisfecho después de haber probado lo que quería. En seguida, su rostro dejó traslucir que pensaba en otra cosa—. ¡Espera!, eso no es todo. Sería el interés por el amueblamiento de las cuatro habitaciones. Divídelo por cuatro. ¿Cuánto da un dólar y medio dividido por cuatro?

—Cuatro en quince, tres veces y me llevo tres —dijo Saxon un poco indecisa—. Cuatro en treinta da siete, son veintiocho, me llevo dos, y dos cuartas partes hacen un medio. Es eso.

—¡Oh, eres una campeona para los números! —le dijo él—. No te pude seguir bien. ¿Cuánto dices que es?

—Treinta y siete centavos y medio.

—¡Ah! Ahora veremos cuánto cuesta mi habitación sola. Diez dólares al mes por cuatro habitaciones hacen dos dólares y medio por cada una. Agrégale treinta y siete centavos y medio de interés por los muebles. Hacen dos dólares y ochenta y siete centavos y medio. Les restamos seis dólares…

—Tres dólares y doce centavos y medio —le dijo rápidamente ella.

—¡Eso es! Eso es lo que me escamotean por el cuarto que alquilo. Dime una cosa, casarse es como ahorrar dinero, ¿no es así?

—Pero los muebles se gastan, Billy.

—¡Cierto! Nunca se me ocurrió eso. También hay que tenerlo en cuenta. De cualquier manera ya hemos estudiado el asunto, y el próximo sábado por la tarde abandonarás el lavadero para que podamos comprar los muebles. Y recuerda que tienes que comprar todo lo que necesites, cualquiera sea el precio. No debe haber ninguna diferencia en lo que es para mí o para ti. ¿Entiendes?

Ella asintió con una inclinación de cabeza sin dejar traslucir las economías que ya estaba haciendo en secreto. Sus ojos brillaron levemente humedecidos.

—Eres muy bueno, Billy —murmuró la joven. Se aproximó a Billy, que la tomó en sus brazos.

—De modo que ya fueron y lo concertaron todo —le dijo Mary una mañana en el lavadero. Hacía diez minutos que estaban trabajando, cuando sus ojos tropezaron con el anillo de topacio que Saxon tenía en el tercer dedo de la mano izquierda—. ¿Quién es el afortunado, Charley Long o Billy Roberts?

—Billy —le respondió.

—¡Oh!, adoptaste un mozuelo para criar.

Saxon demostró bien claramente que la puñalada la había alcanzado, y Mary pareció arrepentida.

—¿No te das cuenta que se trata de un chiste? Me muero de alegría por la noticia que me diste; Billy es un hombre tremendamente bueno, y me alegro de que lo hayas conseguido. No hay muchos como él que den tan pocas vueltas, y si se los busca es difícil encontrarlos. Ustedes son afortunados. Son el uno para el otro, y le resultarás una buena esposa, mejor que cualquier otra muchacha que conozco. ¿Cuándo van a formalizar?

Mientras regresaba desde el lavadero hacia su casa, Saxon se encontró con Charley Long. La detuvo sobre la acera, obligándola a conversar.

—¿De modo que te escapas con un boxeador? —se mofó él—. Hasta un ciego podría ver el fin que te espera.

Por primera vez dejó de sentir temor delante de ese individuo voluminoso, de cejas negras y manos velludas. Ella alzó su mano izquierda.

—¿Ve esto? Nunca podría ponerlo en mi dedo con toda su fuerza. Y Billy Roberts lo consiguió en el plazo de una semana. A usted él le tomó la medida justa, y a mí me conquistó.

—Te ha calzado, nada más —le respondió Long—. Tu número es veintitrés.

—Él no se parece en nada a usted —continuó Saxon—. Es un hombre, enteramente, un hombre decente y limpio.

Long rió estrepitosamente.

—Te agarró muy bien de la garganta, eso es todo.

—Y a usted de la suya —Saxon enrojeció cuando le respondió.

—Podría contarte algunas cosas de él. No es bueno en absoluto, Saxon, francamente. Te diría …

—Sería mejor que siguiera por su camino —le interrumpió Saxon—, porque si no se lo diré todo a él, y ya sabe lo que ganará de esa manera, que gran matón.

Long quedó confundido, lleno de inquietud, y después, a regañadientes, se colocó de lado.

—Usted es como una advertencia —le dijo él admirado.

—Lo mismo sucede con Billy Roberts —rió la joven al mismo tiempo que reanudaba la marcha. Se detuvo después de avanzar una docena de pasos—. ¡Eh! —le gritó.

El hombre se volvió ansiosamente hacia ella.

—Una cuadra más atrás he visto a un hombre que estaba mal de las caderas. Vaya y golpéelo.

Durante el curso del breve noviazgo, Saxon fue culpable de un solo derroche. Gastó el importe entero de un día de trabajo para pagar media docena de fotos suyas, tamaño álbum. Billy había insistido que la vida se le hacía imposible si no veía su imagen al acostarse y al levantarse por la mañana. En retribución tuvo unas fotos de él, una en ropas de civil y otra con ropa de boxeador, sobre un ring, y colocó ambas en su espejo. Contemplando la última recordó los relatos que le había contado su madre sobre los antiguos sajones, sobre los navegantes junto a las costas inglesas. De uno de los cajones de la cómoda, que había atravesado aquellas milenarias llanuras, extrajo uno de sus tesoros más preciados…, un álbum de la madre donde estaban pegados con goma muchos de los versos que aquélla había publicado en los periódicos sobre los pioneers de California. De la misma manera tropezó con copias de cuadros, de viejos grabados en madera, que habían sido recortados de las revistas de la otra generación, o que tal vez databan de más tiempo aún.

Saxon recorrió las páginas con los dedos familiarizados con su contenido y se detuvo delante de lo que buscaba. En medio de peladas cumbres, de rocas, debajo de un cielo de nubes grises, una docena de botes largos y estrechos y terminados en punta, con la forma de monstruosos pájaros, atracaban sobre las arenas de una playa que parecía blanca gracias a la espuma que la invadía. Los hombres semidesnudos, que estaban en los botes, eran muy musculosos, tenían cabellos hermosos y usaban escudos alados. Llevaban en sus manos espadas y lanzas, y saltaban dentro del mar hasta tener medio cuerpo cubierto por las aguas, mientras avanzaban hacia la playa. Delante de ellos, tratando de oponerse al desembarco, había unos indios salvajes que estaban envueltos en pieles, pero que sin embargo eran diferentes a otros que se aglomeraban sobre la arena o se sumergían en el agua hasta la rodilla. Se trenzaron en lucha, y los cuerpos de los muertos y de los heridos graves eran arrastrados por las olas. Un invasor que tenía hermosos cabellos se hallaba tendido sobre el alto borde del bote, y había sido muerto, se veía claramente, por la flecha que se hundía en su pecho. Y en el aire, más allá, sobre el agua, espada en mano, estaba Billy. No podía equivocarse con respecto a eso. La notable salud de su rostro, los ojos, la boca eran los mismos, sin duda.

Hasta la expresión del rostro era la que había visto en el de Billy, aquel día de la fiesta campestre, cuando enfrentó a los tres irlandeses salvajes.

Emergiendo de alguna parte, desdoblándose de esas razas guerreras que habían sido los antecesores de Billy y de ella, de ahí pensó que había surgido esa fantasía, mientras cerraba el volumen y volvía a colocarlo nuevamente en el cajón de la cómoda. Y seguramente, alguno de esos antecesores había construído aquella cómoda tan zarandeada al cruzar el agitado océano y las llanuras desiertas, y que también había sido alcanzada por una bala en la lucha librada con los indios, en Little Meadow. Casi le parecía estar viendo a las mujeres que guardaban los objetos más hermosos y los tejidos caseros ahí, en esos cajones, precisamente, aquellas mujeres nómades que fueron los ascendientes lejanos de su propia madre. Suspiró y pensó que era una buena raza la suya, gente que siempre había sido laboriosa, recia y peleadora. De pronto se preguntó qué vida hubiese llevado de haber nacido china, italiana, como esas mujeres que veía con un chal sobre la cabeza, a veces descubierta, acurrucadas, simples, oscuras, cargando grandes montones de ramas desde la costa. Después se rió de sus pensamientos tontos, y pensó en Billy y en la casita de cuatro habitaciones de la calle Pine, y se acostó a dormir nuevamente preocupada por los numerosos detalles que se referían a los muebles.