Los caballos, sudorosos, deteniéndose frecuentemente, ascendieron por el camino empinado de la cuesta que llevaba hacia el valle de Moraga, y en la división de las colinas, hacia la costa, el camino descendía bruscamente a través de la verde y soleada calma de Redwood Canyon.
—¿No le parece que esto es algo grande? —le preguntó Billy haciendo un gesto con la mano, señalando hacia los macizos de los árboles, hacia el rumor de las aguas ocultas, hacia el zumbido estival de las abejas.
—Sí, me encanta —dijo Saxon—. Me produce el deseo de vivir en el campo, cosa que nunca consigo.
—Y a mí también, Saxon. En toda mi vida nunca viví en el campo…, y toda mi familia era del campo. Entonces no había ciudades y todos vivían allí.
—Creo que usted tiene razón —asintió ella—. Tenían que vivir en el campo, simplemente.
En ese instante Billy estaba atareado en el manejo de la yunta que marchaba cuesta abajo. Saxon se echó hacia atrás con los ojos cerrados. Tuvo una inefable sensación de paz. De tanto en tanto él la miraba.
—¿Qué le sucede? —le preguntó Billy por último, casi alarmado—. ¿No se siente bien?
—No, es que todo esto es tan hermoso que temo abrir los ojos —respondió la muchacha—. Y es tan notable que hiere la vista.
—¿Notable? Bueno…, a mí me parece divertido.
—¿Le parece que no es así? Sin embargo, lo siento de esa manera. Es notable. Las casas, las calles y las cosas de la ciudad no son hermosas. Pero esto sí que lo es. Y no sé por qué sucede. Es así, simplemente.
—¡Caramba! Creo que usted tiene razón —le dijo él—. Ahora que lo dice me causa el mismo efecto. Aquí no hay azar ni trucos, engañifas ni mentiras. Los árboles se elevan natural, limpiamente, como si fueran muchachos en medio de un ring que suben a pelear por primera vez, sin saber nada de esa podredumbre, de la manera de traicionar a los que apuestan, a los aficionados. Sí, verdaderamente es notable. ¿Dígame, Saxon, usted ve esas cosas, no es cierto? —el silencio que se produjo a continuación parecía animado de cosas. Él la contemplaba lleno de suavidad, como si tratara de penetrarla sólo con su sentimiento—. Sabe una cosa, me gustaría que alguna vez me viera pelear… verdaderamente, frente a alguien que se comportara lo mejor posible. Y me sentiría orgulloso de hacerlo por usted. Y quizás pelearía algo si usted lo mirase y lo comprendiese. Eso sí que sería una pelea, se lo garantizo. Y también sería divertido.
Nunca sentí el deseo de pelear delante de una mujer. Gritan y chillan y no entienden nada de lo que pasa, pero usted sí que comprende. Me resulta completamente claro que usted comprendería.
Poco después fueron zarandeados mientras atravesaban el valle a todo lo largo, cerca de los pequeños claros dejados por los campesinos, de las plantas plenas de granos maduros que se doraban al sol. Billy se volvió nuevamente hacia Saxon.
—A ver, usted, que estuvo enamorada de muchachos, hábleme de eso. ¿Qué se siente?
—Creía estar enamorada, solamente, y tampoco sucedió muchas veces…
—¡Muchas veces! —gritó él.
—En verdad, nunca sucedió —le aseguró ella, íntimamente satisfecha de los celos inconscientes del muchacho—. Nunca estuve enamorada. Si eso hubiese ocurrido estaría casada. Ya ve, si quiero a un hombre en seguida pienso que me casaré con él.
—¿Pero, supongamos que él no la amase?
—¡Oh, no sé…! —dijo la joven casi burlonamente, entre segura y envanecida—. Creo que podría conseguir que me quisiera.
—Sospecho que seguramente lo conseguiría —dijo Billy entusiasmado.
—El impedimento fue que los hombres que me quisieron nunca se interesaron de esa manera… ¡Oh, mire!
Un conejo cruzó el camino levantando, al huir, una nube de polvo densa como el humo. De pronto, cerca de una docena de codornices aparecieron delante de los hocicos de los caballos. Ambos muchachos dejaron escapar al mismo tiempo exclamaciones de placer.
—¡Oh —dijo él—, casi desearía haber nacido agricultor! Las gentes no fueron hechas para vivir en las ciudades.
—Las de nuestra clase no, al menos —asintió ella. Hubo un silencio. Ella suspiró—. Aquí todo es tan hermoso que casi sería un sueño vivir una vida entera en estos lugares. A veces quisiera ser india.
Billy quiso hablar varias veces, pero se contuvo.
—Todavía no me dijo nada de esos muchachos de los que creyó estar enamorada —le dijo por último.
—¿Quiere saberlo? —le preguntó la joven—. En verdad, no significan nada.
—Claro que quiero saber. Vamos, empiece.
—Bueno, primero fue Al Stanley…
—¿De qué vivía? —le preguntó Billy casi autoritariamente.
—Era jugador.
El rostro del joven se endureció súbitamente, y al mirarle ella se dio cuenta de que sus ojos estaban llenos de dudas.
—¡Oh, bueno…! —rió la muchacha—. Sólo tenía ocho años. Ya ve que comienzo por el principio… Eso sucedió cuando falleció mi madre y fui adoptada por Cady. Tenía un hotel y una taberna. Era en la parte baja de Los Angeles. Se trataba de un hotel pequeño, simplemente. Allí paraban trabajadores, jornaleros en su mayoría, algunos ferroviarios, y creo que Al Stanley les robaba parte de sus salarios. Era muy simpático, tranquilo, suave, y tenía los ojos encantadores y las manos muy suaves y delicadas. Casi puedo verlas en este momento. A veces, durante la tarde, jugaba conmigo, me regalaba confituras y me hacía pequeños presentes. Dormía durante la mayor parte del día. Yo entonces no sabía por qué lo hacía. Pensaba que era algún príncipe de un cuento de hadas que se había disfrazado. Y entonces, precisamente, fue asesinado en la taberna, pero antes él dio muerte al que lo mató. Y ahí terminó mi primer amor. El siguiente transcurrió más tarde, en el asilo, cuando tenía trece años y vivía con mi hermano… Después viví siempre a su lado. Él conducía un carro de panadero. Todas las mañanas, cuando yo iba a la escuela, pasaba a su lado. Llegaba manejando por la calle Wood y doblaba en la Doce. Quizás su caballo me llamó la atención. De cualquier manera, creo que estuve enamorada un par de meses. Después perdió el puesto, o ocurrió algo semejante, porque otro muchacho se encargaba de guiar el carro. Nunca llegamos a hablarnos. Después hubo un tenedor de libros. Yo ya tenía dieciséis años. Parece que corro detrás de los tenedores de libros. Charley Long le pegó al tenedor de libros del lavadero. El primero trabajaba en la sección de envasado de Hickmeyer. También tenía manos suaves. Pero en seguida obtuve de él todo lo que quería… Tenía ideas parecidas a las de su patrón. En realidad nunca le amé verdadera y honestamente, Billy. Presentí desde un comienzo que no era decente. Y cuando trabajaba en la fábrica de cartón del emporio Khan también creí que estaba enamorada de un empleado. Era demasiado correcto, y ésa era la dificultad que hubo con él. Era demasiado derecho. Le faltaba vida, ánimo. Sin embargo, quería casarse conmigo. Pero yo no me entusiasmaba con esa proposición. Lo que demuestra que en realidad no le quería. Era de pecho estrecho, flacucho, y sus manos eran frías, escamosas. Pero sabía vestir muy bien… Parecía recién salido de una sastrería. Cuando rompí con él me dijo que se ahogaría y un montón de cosas más… Y después, bueno, después no hubo ninguno más. Tal vez me volví muy rara, creo, pero no encontré de quién enamorarme. Más bien, siempre hubo un juego o una lucha con los hombres que tuve que enfrentar. Y nunca peleamos limpiamente. Siempre parecía que teníamos algo escondido dentro de las mangas. No éramos honrados, francos, y siempre sucedía que buscábamos de sacar alguna ventaja sobre el otro. Sin embargo, Charley Long fue honrado. Lo mismo sucedió con el cajero del Banco. Ellos me hicieron sentir la lucha más dura que nunca, me dieron la certidumbre de que debía velar por mí misma. Porque ellos no lo harían, eso era seguro.
Se detuvo para observar con interés el perfil limpio de su rostro mientras guiaba y vigilaba a los caballos. Billy la miró interrogante. Dentro de sus ojos había como una sonrisa. Ella se desperezó, gozosamente.
—Eso es todo —terminó Saxon—, se lo he contado todo. Nunca me porté igual con nadie. Y ahora le toca a usted.
—No puedo ofrecerle mucho en cambio, Saxon. Nunca me preocupé por las muchachas. Es decir…, no lo suficiente como para pensar en casarme. Siempre le tuve más simpatía a algún hombre…, algún muchacho como Billy Murphy, por ejemplo. Además creo que estuve muy ocupado en pelear y entrenarme como para preocuparme por las mujeres. Porque, Saxon, aunque no soy completamente bueno, y usted lo sabe, comprende lo que quiero decir; nunca le hablé de amor a una muchacha, en toda mi vida. No sentía necesidad de hacerlo.
—Pero las muchachas le quisieron a pesar de todo —le dijo ella mimosa, y sintió una curiosa sensación dentro de sí misma ante esa confesión.
Él pareció absorto en los caballos.
—Muchas… —insistió Saxon. Él continuaba silencioso.
—¿No lo hacen ahora? —dijo ella.
—Bueno, la culpa no la tengo yo —dijo Billy lentamente—. Si quieren mirarme de reojo allá ellas. A mí me toca avanzar, si es que lo quiero, ¿no es cierto? Usted no se da cuenta; Saxon, de qué manera es perseguido un boxeador. A veces me parecía que las mujeres no tenían ni un poco de vergüenza. ¡Oh, nunca llegué a temerlas, pero tampoco me arrastré! Cualquier hombre que deja que se le suban a la garganta es un necio.
—Tal vez no sienta el amor —le dijo ella de propósito.
—Tal vez sea cierto —dijo con desaliento—. De cualquier manera no me concibo queriendo a una muchacha que corre detrás de mí. Eso está bien para los muchachos como Charley, pero un hombre es sólo un hombre y no le agrada que las mujeres lo persigan.
—Mi madre decía que el amor es lo más grande del mundo —dijo Saxon—. También escribió poemas de amor. Algunos se publicaron en el «Mercury» de San José.
—¿Qué piensa usted de todo eso?
—¡Oh, no sé…! —dijo enfrentando los ojos de Billy con una sonrisa perezosa, y como si quisiera eludir la respuesta—. Sólo puedo decirle que es muy bueno vivir un día como éste.
—Un paseo como éste… Sí, es cierto… —dijo el muchacho rápidamente.
A eso de la una de la tarde Billy dobló por el camino y penetró en un espacio abierto, en medio de unos árboles.
—Comeremos aquí —le dijo a Saxon—. Pensé que sería mejor que merendáramos solos en vez de comer frente al mostrador de una fonda del camino. Y ahora, para que todo sea cómodo, voy a desatar los caballos. Tenemos mucho tiempo. Puede sacar la cesta con la merienda y extender la manta.
Saxon vació el contenido de la cesta y quedó asombrada por la abundancia de las provisiones. Había una increíble cantidad de emparedados de jamón y de pollo, ensalada de mariscos, huevos duros, patitas de cerdo en escabeche, aceitunas y pickles, queso suizo, almendras tostadas, naranjas, bananas y varias botellas de cerveza. Estaba abrumada tanto por la cantidad como por la variedad de cosas. Eso parecía algo semejante a la compra de un almacén entero de comestibles.
—Usted no debería despilfarraren esa forma —le dijo ella en tono de reproche cuando se sentó a su lado—. Esto alcanza para una media docena de albañiles.
—Pero está bien ¿no es cierto?
—Sí —asintió ella—. Pero usted se ha tomado una verdadera molestia. Esto es demasiado.
—Bueno, entonces no hay nada más que hablar —terminó él—. La abundancia me parece bien. ¿Tomará un poco de cerveza para resfrescar, antes de empezar a comer? Cuidado con los vasos. Tengo que devolverlos.
Después, una vez que terminaron de comer, ya recostado de espaldas y gozando de un cigarrillo, Billy la interrogó sobre cosas pasadas. Saxon le había contado de la vida que había pasado en la casa de su hermano, donde pagaba cuatro dólares y medio en concepto de pensión. Cuando tenía quince años se había graduado en la escuela intermedia, y después entró a trabajar en una fábrica de yute, donde ganaba cuatro dólares semanales, tres de los cuales le entregaba a Sara.
—¿Y qué pasó con ese tabernero? —le preguntó Billy—. ¿Cómo fue que llegó a adoptarla?
La muchacha se encogió de hombros.
—No sé bien, salvo que mis parientes se hallaban en un aprieto. Parece que no pudieron marchar adelante. Apenas si les alcanzaba para vivir una pobre vida, nada más. Cady, el tabernero, había sido soldado en la compañía de mi padre, y siempre juraba por el capitán Violin, como le llamaban ellos. Mi padre había evitado que los cirujanos le amputaran una pierna durante la guerra, y él nunca olvidó ese favor. Se ganaba la vida con su hotel y su taberna, y después supe que gastó bastante dinero para pagar a los médicos y para enterrar a mi madre al lado de mi padre. El deseo de mi madre era de que fuera a lo del tío Will, pero en las montañas de Ventura, donde quedaba el campo, habían muerto muchas personas y la lucha no había cesado. Él era un hombre viejo y arruinado. Su mujer se enfermó. Entonces se empleó como sereno por cuarenta dólares al mes. Por eso fue que no pudo hacer nada para ocuparse de mí, y Cady me adoptó. Era un buen hombre, aunque tuviese una taberna. Su mujer era simpática y grande, agradable de mirar. Después he oído decir que no era muy bien… Pero conmigo fue buena. No me importa lo que decían de ella, o lo que era. Era tremendamente buena para mí. Cuando él se murió, ella desbarrancó su vida, y por eso fue que entré en el asilo de huérfanos. Estuve allí durante tres años. No lo pasé muy bien. Después Tom se casó, se estableció, empezó a trabajar seguido y me llevó a vivir con él… Bueno, desde entonces he trabajado continuamente, sin descanso.
Saxon miró a lo lejos, a través de los campos, hasta que sus ojos descansaron en un cerco, salpicado brillantemente de amapolas en su base. Billy la había estado observando, y miraba complacido el perfil de su óvalo de mujer. Le tomó lentamente la mano mientras le decía:
—Usted es una criatura pequeña, pobre.
Su mano apretó el antebrazo desnudo de la joven, y cuando bajó los ojos para encontrarse con los del joven, encontró en éstos sorpresa y deleite.
—Usted tiene la piel fría —siguió—, vea la mía. Siempre siento calor. Toque mi mano.
Estaba cálidamente humedecida. Notó que su frente y su pulcro labio superior se hallaban levemente traspirados.
—¡Oh, está sudando!
Se inclinó sobre él para secarle el labio y la frente, haciendo después lo mismo con la palma de sus manos.
—Me parece que respiro por mi piel —dijo—. Los entendidos en los campos de entrenamiento y en los gimnasios, dicen que es un buen síntoma de salud. Pero me parece que ahora traspiro más que de costumbre. Es cómico ¿verdad?
Ella le había obligado a abrir la mano para secarla, y después de terminar la volvió a cerrar.
—Pero ¿su piel es fría? —repitió él asombrado nuevamente—. Es suave como el terciopelo, lisa como la seda. Es una sensación muy agradable.
Con delicadeza la mano se deslizó desde el puño hasta el codo y regresó haciendo el mismo trayecto. Estaba cansada, lánguida por la mañana llena de sol, y se sintió trasportada al sentir su contacto, y se dijo que podía amar y ser amada por un hombre como Billy, a pesar del contacto de su mano.
—He ahuyentado el frío —Billy no la miraba, pero ella podía ver la pícara sonrisa que había en sus labios levemente contraídos—. Por eso me parece que lo voy a intentar con la otra.
Llevó su mano a lo largo del otro brazo, sensualmente. Ella le miraba los labios y recordó la sensación que había tenido cuando fue besada por primera vez.
—Vamos, diga algo —le dijo Billy después de estar en silencio durante cinco minutos deliciosos—. Me agrada ver cuando sus labios se mueven y hablan. Es delicioso, cada uno de los movimientos que hacen parece un beso cosquilloso.
Ella deseaba mucho permanecer donde estaba. Pero, en vez de eso, dijo:
—Si hablo, no le va a agradar lo que diré.
—Siga —insistió el joven—, usted no puede decir nada que me desagrade.
—Bueno, allí, cerca del cerco, hay algunas amapolas que quisiera recoger. Y creo que ya es tiempo de ponernos en camino.
—Perdí —se rindió él—, pero al mismo tiempo usted me ofreció veinticinco besos cosquillosos. Los conté, se lo aseguro. Le diré lo que quiero que haga: cante, cante: «Cuando pasaron los días de la cosecha», y mientras lo hace permítame tomar la otra mano. Después de esto nos marcharemos.
Saxon cantó sin sacar sus ojos de él, que a su vez le miraban constantemente los labios. Cuando terminó apartó su brazo y se levantó. Billy estaba por ir a buscar los caballos cuando ella le presentó la chaquetilla. A pesar de tener una natural independencia, adquirida gracias a que sabía ganarse la vida sola, sin embargo tenía una inclinación a los pequeños servicios y a las finezas. Es que ella recordaba desde su infancia las conversaciones de las mujeres de los pioneers sobre la cortesía y la solicitud de los caballeros, en los tiempos de la California española. La puesta de sol se alzó delante de ellos después de describir un vasto círculo hacia el este y el sur, y después se deslizó sobre las colinas y comenzó a descender hacia la larga pendiente que llevaba más allá de Redwood Peak, de Fruitvale. Debajo de ellos las tierras llanas se extendían hasta la bahía, interrumpidas por campos y localidades como Elmhurst, San Leandro y Haywards. El humo de Oakland llenaba el cielo hacia el oeste, nebuloso lúgubremente, mientras que más allá, a través de la bahía, se podían avistar los primeros guiños de las luces de San Francisco.
La oscuridad ya estaba en el aire y Billy se volvió extrañamente silencioso. Durante más de media hora no se había apercibido de la presencia de Saxon, salvo en una ocasión, cuando el frío del anochecer hizo que la cubriera con la manta. Media docena de veces ella estuvo a punto de preguntarle: «¿En qué piensa?», pero cada vez que iba a decirlo se echaba atrás. Se hallaba muy cerca de él. El calor de sus cuerpos casi se mezclaba, y ella tenía una sensación de gozo y de quietud.
—Dígame, Saxon —empezó a decir él de pronto—. No tiene ningún objeto que lo reprima por más tiempo. Lo tuve a flor de labios durante todo el día, durante la merienda, en todo momento. ¿Qué pasaría si nosotros nos casáramos?
Ella estaba segura de que él hablaba en serio, y eso la satisfacía. Instintivamente se vio obligada a ceder, a hacer algo para que Billy la mirara, a transformarse en más deseable justamente cuando estaba decidida a ceder. Pero su sensibilidad, su orgullo femeninos estaban ofendidos. Nunca había pensado en una proposición tan audaz y directa del hombre al que había pensado, darse enteramente. La simplicidad y la sinceridad de la proposición casi la herían Por otra parte, ella lo deseaba enormemente, tanto que no lo había comprendido hasta ahora, cuando todo sucedía tan inesperadamente…
—Bueno, usted debe decirme algo, Saxon, aunque sea malo, bueno o malo, pero dígamelo, Saxon. Y sólo debe importarle que la ame. Porque la amo como el mismo diablo, Saxon. La quiero y le pido que se case conmigo. Nunca hice lo mismo con ninguna muchacha.
Nuevamente se produjo otro silencio. Saxon se debatía en medio del calor, debajo de la manta. De pronto se dio cuenta hacia donde conducían sus pensamientos, y se sonrojó en medio de la oscuridad.
—¿Qué edad tiene usted, Billy? —le preguntó ella rápidamente, sin tomar ninguna precaución, de una manera tan desconcertante como la de él.
—Veintidós —respondió el joven.
—Yo tengo veinticuatro.
—Yo lo sabía. Usted abandonó el asilo de huérfanos…, trabajó en la fábrica de yute, en el envasado, .después en la cartonería, en el lavadero…, sé sumar, Saxon… Sabía su edad, hasta la fecha de su nacimiento…
—Pero eso no impide que yo tenga dos años más.
—¿Y qué obstáculo hay en eso? Yo no la amaría si eso fuera un obstáculo, ¿no es así? Su madre tenía razón. El amor es la cosa más grande del mundo. Eso es lo que importa. ¿Entiende? La amo, sencillamente, y tiene que ser mía. Supongo que eso es lo natural. Siempre he tenido cariño por los caballos, los perros y otras cosas, lo que también es bastante natural y correcto. En eso no nos diferenciamos, Saxon. Debo tenerla y trato de convencerla de lo mismo. Tal vez mis manos no sean tan suaves como las de los tenedores de libros y los oficinistas, pero podrán trabajar para usted y amarla, como Sam Hill.
El antiguo antagonismo de los sexos que siempre se interponía en su trato con los hombres, parecía que ahora se desvanecía. No era arriesgado, sino lo que había esperado y soñado. No tenía ningún sentido ponerse a la defensiva. No era el juego que debía hacer. Delante de Billy se sentía indefensa, y satisfecha de sentirse así. Saxon no podía negarle nada. Ni hasta en el caso de que él sé mostrara como los demás. Pero pensó, dichosa, que él no se comportaría de esa manera.
Ella no dijo nada, y, en vez, completamente trasportada, alcanzó a tocar la mano izquierda del muchacho y suavemente trató de alejarla de las riendas. Al principio él no comprendió, pero ante la insistencia tomó las riendas con la derecha y permitió que Saxon hiciera su voluntad con la otra. Inclinó la cabeza sobre la mano y besó las callosidades del muchacho.
Billy quedó asombrado por un instante.
—¿Es con intención que lo hace? —preguntó lleno de perplejidad.
En respuesta ella volvió a besarle la mano murmurando:
—Quiero sus manos, Billy. Son las más hermosas del mundo, y me llevaría mucho tiempo expresarle lo que significan para mí.
—¡Arre! —gritó él a los caballos.
Luego los sujetó, calmándolos con la voz, atando las riendas al látigo. Después se volvió con sus brazos extendidos hacia ella y la besó.
—¡Oh, Billy, seré una buena esposa para ti! —lloriqueó ella separándose apenas.
Billy le besó los ojos húmedos y nuevamente encontró sus labios.
—Ahora sabes qué pensaba y por qué traspiraba mientras merendábamos. Creía que no podía contenerme más hasta decírtelo. Me gustaste desde el primer momento en que te vi.
—A mí también me parece que te amé desde el primer día, Billy. ¡Y me sentí tan orgullosa de estar a tu lado durante ese día! Fuiste tan atento y amable y eras tan valiente cuando me defendiste contra esos tres irlandeses en el festival… No podría amar o casarme con un hombre al que no admiro, y estoy tan orgullosa de ti …
—Yo estoy el doble de orgulloso de mí mismo, ahora… —respondió él—, por haberte logrado. Es bueno ser fiel. Tal vez en seguida empiece a sonar el despertador y entonces saldré del ensueño. Si llega a ocurrir eso, trataré de aprovechar el tiempo hasta dos minutos antes. Cuida que no te coma. Siento hambre de ti.
Al apretarla contra sí la acarició, y la mantuvo tan junto a él que casi le producía daño. Después cayó sobre la joven un siglo de bendición, cuando Billy distendió sus brazos en un esfuerzo por dominarse a sí mismo.
—El despertador no ha sonado —murmuró cerca de la mejilla de la joven—. Es una noche oscura. Estamos frente a Fruitvale y los caballos siguen detenidos en medio del camino. Nunca pensé que llegaría un momento en que desechase de tener en mis manos unas riendas. Y ese momento ha llegado. No puedo dejarte ir. Todavía tenemos que estar juntos durante un rato. Me haces más dañe que el veneno, pero no puede ser de otra manera.
Nuevamente la atrajo hacia sí mismo, arregló sus ropas que estaban en desorden y trató de calmar a la impaciente yunta de equinos.
Media hora después los hacía andar nuevamente.
—Sé que ahora estoy despierto, pero no estoy completamente seguro sí antes no he soñado, y quiero asegurarme.
Volvió a sujetar a los animales y la abrazó nuevamente.