IX

El domingo por la mañana Saxon se encontró lista con bastante anticipación, y cuando volvía a la cocina, después de atisbar por segunda vez a través de las ventanas del frente, Sara comenzó a atacarla como de costumbre.

—Es una vergüenza y una desgracia cómo cierta gente se permite el uso de medias de seda —dijo—. Mírenme a mí, fatigada, guisando todo el día y toda la noche, y sin tener un par de medias de seda, o tres pares de zapatos al mismo tiempo. Pero hay un Dios junto al cielo, y algunos se encontrarán frente a él algún día, y al final se llevarán una gran sorpresa: cada uno recibirá lo que merece.

Tom, que fumaba su pipa y estrechaba sobre sus rodillas al más pequeño de sus hijos, le guiñó a escondidas dándole a entender que Sara estaba furiosa. Saxon le colocó una cinta en los cabellos de una de las niñas. Sara caminaba pesadamente de un lado hacia el otro, lavando y acomodando los platos que habían sido usados durante el desayuno. Se irguió de espaldas sobre la pileta con un gemido, y le echó a Saxon una mirada francamente hostil.

—¿No dices nada… eh? ¿Por qué? Supongo que debe ser porque te queda alguna vergüenza… habráse visto, corriéndola con un pugilista… ¡Oh, ya escuché algo de tus andanzas con Billy Roberts! Es un lindo ejemplar, realmente. Pero sólo tienes que esperar que Charley Long le ponga la mano encima, y entonces veremos qué sucede.

—Oh, no sé si será así —intervino Tom—. Por lo que he podido averiguar Billy es bastante buen muchacho.

Saxon sonrió por la superioridad de los conocimientos de aquél, y Sara se puso furiosa al descubrirlo.

¿Por qué no te casas Charley Long? Está loco por ti, y no es ningún borracho.

—Creo que toma más cerveza de la que le conviene —respondió Saxon.

—Es cierto —dijo el hermano—. También sé que siempre guarda en su casa un cajón de botellas.

—Tal vez tú chupaste allí alguna vez.

—Quizás… —dijo Tom, mientras se restregaba los labios recordándolo.

—Bueno, si lo desea puede tener un cajón de botellas en su casa. —Sara volvía al ataque, dirigido ahora contra el marido—. Paga sus cuentas y gana mucho dinero…, más que la mayoría de los hombres, de cualquier manera.

—Sí, pero tampoco tiene mujer y chicos por los cuales preocuparse.

—Y cuotas eternas de las uniones obreras que maldita falta que hacen.

—Sí que las tiene —interrumpió Tom alegremente—. Porque si trabaja en cualquier taller de Oakland y no se mantiene en buenas relaciones con los herreros, podría ser acusado inmediatamente. Tú no entiendes de las condiciones del trabajo, Sara. Las uniones tienen que subsistir si se quiere que la gente no se muera de hambre.

—Oh, claro que no —se burló ella—, yo no entiendo nada, no tengo inteligencia, soy una tonta, y hasta me lo dices muy claramente delante de los chicos —con furia se volvió hacia el mayor de ellos, que, al ser sorprendido, se alejó encogido—. Willy, tu madre es una necia ¿lo sabías? Tu padre dice que soy una necia, y lo dice delante de tu cara y de la mía. Es una tonta, simplemente. Y después dirá que está loca y la pondrá en una asilo. ¿Y eso qué te parecerá, Willy? ¿Te gustará ver a tu madre con una camisa de fuerza, dentro de una celda acolchada, privada de la luz del sol y castigada como una negra de antes de la guerra, castigada y agarrotada como una negra vulgar, eh, Willy? Ésa es la clase de padre que tienes, Willy, sí, dentro de una celda acolchada la madre que te alumbró…, junto con los locos que gritan y chillan alrededor de uno, y cuando son muertos a golpes se les echa encima cal viva para que los cadáveres se quemen…

Incansablemente, proseguía pintando con tonos terribles el futuro que su marido premeditaba para ella, mientras que el niño, asustado ante una catástrofe vaga e incomprensible, comenzó a sollozar en silencio mientras el labio inferior le temblaba como un péndulo. Por un instante, Saxon perdió el dominio de sí misma.

—Oh, Dios mío —dijo—. ¿No podemos estar juntos cinco minutos sin reñir? —estalló.

Sara se olvidó de lo que había dicho del asilo de locos y se volvió hacia su cuñada.

—¿Quién riñe? ¿No puedo expresar mis pensamientos sin ser asaltada por ustedes dos?

Desesperada, Saxon se encogió de hombros, y Sara se aproximó a su esposo de un salto.

—Si quieres más a tu hermana que a tu mujer ¿para qué te casaste conmigo, que te di tus hijos y me he esclavizado deslomándome por ti hasta quedar sin uñas, y que tampoco he recibido ningún agradecimiento de tu parte, y que sólo he sido insultada ante los chicos, que han escuchado perfectamente que soy una loca? ¿Y alguna vez hiciste algo por mí? Eso es lo que quiero saber yo, que he cocinado para ti, que he lavado tus ropas malolientes y remendado tus medias, y que me pasé noches enteras con tus críos en mis brazos cuando ellos estuvieron enfermos… ¡Y vean esto!

Mostró un pie hinchado, deforme, metido dentro de un monstruoso zapato de cuero seco y sin curtir, de color blanco, lleno de remiendos.

—¡Miren esto! ¡Miren esto! —su voz se elevaba cada vez más y las palabras se le ahogaban en la garganta—. Es el único calzado que tengo yo, que soy tu esposa. ¿No te avergüenza? ¿Dónde están mis tres pares de calzado? ¡Mira estas medias!

De pronto dejó de hablar y se sentó en una silla, cerca de la mesa, echando miradas malévolas y desdichadas. Bruscamente se puso de pie, como si fuera una autómata, llenó una taza de café frío y se sentó otra vez maquinalmente. Como si el líquido fuese muy caliente para sus labios, le mezcló con otro más grasiento, teniendo siempre la misma mirada, y mientras su pecho se hundía y se elevaba en un movimiento de vaivén.

—Cálmate, Sara, cálmate —le rogó Tom ansiosamente.

En respuesta, lenta y deliberadamente, como si el destino del mundo dependiese de la exactitud de sus actos; volvió a colocar la cafetera sobre la mesa. Levantó la mano derecha, lenta e imponente, y, de la misma manera, descargó la mano abierta sobre la mejilla de Tom dándole una sonora bofetada. Y en seguida, histéricamente, elevó su voz chillona y estridente y se sentó sobre el suelo. Allí se meció hacia adelante y hacia atrás, como si tuviese una pena infinita y abismal.

Willy comenzó a llorar primero silenciosamente, pero poco después su lloro fue ruidoso, y entonces se le unieron las niñas, que tenían cintas en los cabellos. Tom estaba desencajado, blanco, aunque la mejilla le ardía mucho. Y Saxon, que quería consolarle echándole los brazos al cuello, no se atrevió a hacerlo. Tom se inclinó sobre su esposa.

—Sara, tú no estás bien. Deja que te lleve a la cama y yo terminaré de hacer la limpieza.

—¡No te acerques, no me toques! —chilló deshaciéndose violentamente de él.

—Lleva los chicos al fondo, Tom, sácalos a pasear, aléjalos, haz cualquier cosa —dijo Saxon. También se sentía enferma, pálida y temblorosa—. Anda, Tom, hazme el favor. Allí está tu sombrero. Me encargaré de ella. Sé de qué manera hacerlo. Ya más consciente, Saxon se condujo apresuradamente, asumiendo una calma que no tenía pero que debía transmitir a la enloquecida que se debatía sobre el suelo. El ruido se escapaba a través de las paredes de su casa, y Saxon sabía que los vecinos estaban escuchando todo, de la misma manera que en la calle y en la casa de enfrente. Temía que Billy pudiese aparecer de un momento a otro. Además, se sentía encolerizada y ofendida. Adentro suyo se le revolvían todas las entrañas, presa de una sensación nauseosa; pero sin embargo mantuvo el dominio de sí misma y le golpeó muy suavemente a Sara en la frente y en la cabeza, para calmarla. En seguida, rodeándola con un brazo, consiguió aminorar el volumen de sus chillidos. Poco después, la mayor de las mujeres estaba recostada sobre la cama sollozando pesadamente, y sobre su frente y sus ojos había varias toallas humedecidas para aliviarle el dolor de cabeza, nombre que le pusieron, en primera instancia, al ataque mental que Sara había padecido.

Desde la calle llegó el ruido de los cascos de caballos que finalmente se detuvieron en la puerta. Saxon se dirigió hacia el frente de la casa y extendió un brazo para saludar a Billy. Al regresar encontró en la cocina a Tom, que aguardaba lleno de ansiedad y tristeza.

—Está muy bien, ya —dijo ella—. Ha llegado Billy Roberts y debo marcharme. Ve y siéntate un rato a su lado. Quizás se duerma. Pero no la apures. Déjala hacer lo que quiera. Tómala de la mano, si te lo permite. De todas maneras inténtalo. Pero, antes que nada, y para empezar, como la cosa más natural del mundo, humedece la toalla que tiene sobre los ojos.

Era un hombre amable, de maneras sencillas, pero no era expresivo, como mucha gente del oeste. Con la cabeza hizo una señal de asentimiento, se volvió hacia la puerta, obediente, pero se detuvo nuevamente, indeciso, La miró a Saxon lleno de una gratitud casi canina, de un cariño completamente fraternal. Ella comprendió todo eso, y se sintió como elevada.

—Bueno, está bien, todo está bien —dijo la joven atropellándose.

Tom meneó la cabeza.

—No, no está bien. Es una vergüenza, una maldita vergüenza, eso es lo que es —se encogió de hombros—. Oh, no me inquieto por mí… Es por ti. Tú tienes toda la vida por delante, pequeña criatura. Envejecerás y todo esto se olvidará muy rápidamente. Pero es un mal comienzo para un día de fiesta. Y en cuanto a ti, lo que tienes que hacer es olvidarte de todo lo que pasó. Diviértete con el muchacho y pasa un buen rato —cuando fue a abrir la puerta, ya con la mano sobre el picaporte, se detuvo por segunda vez. Su frente se contrajo—. ¡Diablos! ¡Piensa en eso! A veces Sara y yo acostumbrábamos salir en sulky de vez en cuando. Y hasta creo que ella también tuvo tres pares de calzado. ¿Te das cuenta?

Ya en su dormitorio, Saxon terminó de arreglarse, y subió encima de una silla, con el fin de verse, en el pequeño espejo que colgada de la pared, la falda de hilo que había cosido y modificado. Le había hecho unos pliegues dobles para dar una impresión de estilo sastre. Con un movimiento rápido llevó la falda hacia atrás y la levantó. Tuvo una muy buena impresión al ver el fino tobillo terminando en un zapato de taco bajo, las formas resaltantes de la pierna debajo de las nuevas medias de algodón. Descendió de la silla y se colocó un sombrero de estilo marinero, de paja blanca, que llevaba una cinta marrón que hacía juego con la que llevaba en el talle. Se restregó las mejillas rápida y enérgicamente, para devolverles el color que Sara había alejado de ellas, y se demoró un rato muy corto para calzarse sus guantes curtidos, con costuras. Se acordó, de pronto, de lo que había leído en las páginas de moda de los suplementos dominicales: ninguna dama se ponía los guantes después de atravesar la puerta.

Con dominio de sí misma cruzó el aposento y pasó delante de la puerta del dormitorio de Sara, y a través del débil tabique le llegaron los quejidos y los sollozos apagados. Luchó consigo misma por mantener el color de sus mejillas y el brillo de sus ojos. Y lo logró con tanto éxito que Billy no sospechó ni en sueños que ese ser radiante de vida, que se acercaba tan ligeramente hacia él, acababa de soportar una prueba muy dura, un verdadero choque con la histeria y la locura.

Ella sintió que la salud de Billy; bajo el brillo del sol, era algo realmente notable. Sus mejillas, suaves como las de una muchacha, estaban llenas de color. Los ojos azules parecían más nublados que de costumbre, y sus cabellos crespos y arenosos mostraban que el color pajizo, de un oro pálido, ya no se mezclaba con ellos. Nunca le había visto tan majestuoso y joven. Cuando le sonrió para saludarla con el relampagueo de sus dientes blancos asomando entre sus labios rojos, nuevamente sintió una promesa de tranquilidad, de reposo. Frente aún al destructor caos mental de su cuñada, la tremenda calma de Billy era enteramente satisfactoria, y Saxon rió para sí misma al recordar el terrible temperamento que él mismo se había atribuido.

Antes había paseado en sulky, pero siempre con un solo caballo, jamelgo de alquiler, y sobre un pescante alto, pesado y sucio como los que se alquilan en los establos por la ruda solidez que poseen. Pero allí había dos caballos que agitaban sus cabezas nerviosos, que proclamaban con sus relucientes sombreros de satén que nunca habían sido animales de alquiler. Entre aquéllos había una vara muy delgada, y los arneses eran delgados como cuerdas. Y Billy pertenecía al mundo de esas cosas por derecho elemental, formaba parte de ellas, naturalmente. La caja del vehículo era delicada y estrecha, de ruedas amarillas y llantas de goma, algo tan diferente a esos vehículos sobre los cuales había sido conducida, detrás de caballos estólidos y torpes. Billy sujetaba las riendas con una sola mano, y gritaba con voz firme, confiado y tranquilo, conteniendo a los animales jóvenes y briosos muy fácilmente y con verdadera destreza.

No había tiempo que perder. Con el instinto de la mujer, Saxon adivinó la nube de niños que ya se arremolinaban alrededor de ellos, así como también los rostros adultos que espiaban a través de las ventanas y de las puertas. Con la mano libre, Billy retiró el traje de hilo y la ayudó a sentarse a su lado. El asiento de cuero marrón, tapizado, le dio una real sensación de comodidad. Pero sin embargo era más reconfortante la proximidad de aquel hombre, de su cuerpo.

—¿Cómo quiere que corran? —le preguntó él. Tomó las riendas con ambas manos y azuzó a los animales para que partieran de pronto, en un respingo. Saxon nunca había recibido una sensación semejante—. Son los caballos del patrón, ¿sabe? No es posible alquilar caballos como éstos. A veces me los deja sacar para hacer ejercicios. Si no se los entrena se vuelven semejantes a los otros… Mírelo a King, ya se está encabritando…

Pero qué estilo ¿eh? Sin embargo, el otro es mejor, es realmente bueno. Se llama Prince. Hay que saber contenerlo. ¿Usted se animaría? ¿Ve, Saxon? ¡Realmente, es un caballo!

Los niños del vecindario aplaudieron con admiración. Y Saxon, suspirando contenta, se dio cuenta de que finalmente había comenzado un día lleno de dicha.