VI

Al llegar a la puerta se dijeron adiós. Pero Billy se traicionó a sí mismo con una dulce timidez que fue perfectamente advertida por Saxon. No era de ésos que lo dan todo por descontado. Se produjo una pausa, y entonces ella simuló que deseaba entrar en su casa, pero sin embargo estaba secretamente ansiosa de escuchar las palabras que deseaba oírle pronunciar.

—¿Cuándo la volveré a ver? —le preguntó Billy mientras la retenía de la mano.

Ella rió consintiendo.

—Yo vivo hacia allí, en el East Oakland —le explicó él—. Usted sabe donde quedan los establos, y la mayor parte de la labor del equipo se realiza de ese lado, y por eso mismo suelo pasar por aquí. Pero, escúcheme —le apretó una mano—. Debemos bailar algo más. El Oríndore Club da sus reuniones danzantes los miércoles. Y si usted no está comprometida…

—No —respondió la joven.

—Entonces quedamos de acuerdo que será el miércoles. ¿A qué hora puedo venir a buscarla?

Después, al convenir los detalles, él aceptó que ella bailaría también con otros muchachos. Se despidió apretándole la mano más fuertemente, atrayéndola hacia sí. Ella se resistió apenas, honestamente. Ésa era la costumbre, pero además creyó que debía hacerlo para evitar cualquier interpretación equivocada. Y, sin embargo, sintió deseos de besarlo como jamás a ningún otro hombre. Y se produjo. Su rostro estaba vuelto hacia el de él, con la barbilla levantada, y sintió que para el joven todo era honrado, de una sola pieza. Y detrás de aquello ella no advirtió ninguna otra cosa. Su beso era virginal, de la misma manera que él se comportaba recia y amablemente. No era una traición a la vieja costumbre de las despedidas. «Después cíe todo; los hombres no son siempre unos brutos», pensó ella.

—Buenas noches —dijo Saxon en un murmullo. La puerta, al ser empujada por su mano, rechinó, y en seguida corrió por el estrecho pasillo que llevaba hacia el fondo de la casa.

—¡Hasta el miércoles! —exclamó suavemente él.

—Hasta el miércoles… —respondió ella.

Y aguardó callada entre las sombras del angosto pasillo que separaba a las dos casas, percibiendo el eco de las pisadas que se alejaban sobre el pavimento. Recién cuando se apagó el último rumor reanudó su marcha hacia la casa. Subió por los peldaños del fondo y atravesó la cocina hasta llegar a su habitación y, satisfecha, comprobó que Sara dormía.

Encendió el gas y cuando se quitaba el sombrerito de terciopelo sintió aún sobre sus labios el roce de otros labios más firmes. Pero eso no significaba nada. Era algo común entre la gente joven. Y sin embargo aquellos besos de despedida vibraron como nunca en su alma, durante esa noche, de la misma manera que sus labios. ¿Y eso qué era, qué significaba? Súbitamente se contempló en el espejo. Los ojos estaban llenos de dicha, encendidos y brillantes. Y el color que inundaba fácilmente sus mejillas resplandecía vivamente. Era un efecto bonito el que se producía a sí misma, y sonrió en parte de alegría y también admirada ante la sonrisa que le descubría la blanca y firme hilera de dientes. ¿Por qué razón no iba a agradarle su rostro a Billy?, fue la pregunta muda que se formuló. También había gustado a otros hombres. Y hasta las otras muchachas estaban de acuerdo en que era bonita. Y agradaba a Charley Long, ciertamente, de una manera tal que hacía sentir miserable su propia existencia.

Miró lejos del marco del espejo, donde se hallaba fijado el retrato de aquél, y se estremeció y en seguida hizo una mueca de disgusto. La mirada era cruel, brutal. Realmente, era una bestia. Hacía casi un año que ella tuvo que enfrentarlo. Otros muchachos sintieron temor de frecuentarla. Él les había prevenido que debían apartarse. Casi había sido forzada a recibir sus atenciones. Por ejemplo, recordaba al joven tenedor de libros del lavadero —que no era un jornalero sino una persona de manos y voz suaves, verdaderamente caballeresco—, que había sido golpeado por Charley porque fue lo suficientemente audaz para buscarla y llevarla al teatro. Y la joven se mostró realmente impotente para evitarlo; y por su propio bien nunca se aventuró más a aceptar otra invitación para salir con él.

Y ahora había decidido que el miércoles por la noche saldría con Billy… Su corazón brincaba. Seguramente se armaría algún revoltijo, pero con Billy se sentía segura. Le gustaría ver cómo se las arreglaría para atacar a Billy.

Con un rápido movimiento arrancó la foto del lugar y la arrojó sobre la cómoda, boca abajo. Cayó cerca de una pequeña caja cuadrada, de cuero oscuro y deslustrado. Como si hubiera cometido una profanación, recogió la fotografía y la lanzó a través de la habitación, hacia un rincón. Al mismo tiempo levantó la caja de cuero. La abrió después de apretar un resorte y contempló el daguerrotipo de una mujer menuda; de ojos firmes y grises, de boca esperanzada y al mismo tiempo patética. Sobre el forro de terciopelo, en letras doradas, se leía: «De Carlton para Margarita». Lo leyó con reverencia, ya que le recordaba al padre que no había conocido, y también a la madre, a la que había visto tan poco, aunque nunca olvidaba que esos ojos inteligentes y tristes habían sido grises.

A pesar de que carecía de una religiosidad convencional, sin embargo la naturaleza de Saxon era hondamente mística. Sus pensamientos sobre Dios eran vagos, nebulosos, y muy a menudo se encontraba francamente perpleja delante de ellos. No podía imaginar a Dios. Aquí, sobre el daguerrotipo, estaba lo concreto. Pero algo adivinaba de todo eso, y sin embargo siempre quedaba un infinito por entrever, por saber… No iba a la iglesia. Sólo ése era su altar, allí estaba lo más sagrado para ella. En medio de las dificultades y del aislamiento se acercaba ahí en procura de consejo, de consuelo, de providencia. Hasta ahora había observado que era distinta a las demás muchachas que frecuentaba, y en esos momentos trató de comprender sus propias características mirando el rostro del retrato. Su madre, de la misma manera, había sido diferente a las otras mujeres. Y para ella su madre significaba lo que Dios para los demás. En esta cuestión se había esforzado para ver claro, en sí misma, nada más. No le interesaba herir o vejar. Y, en realidad, qué poco sabía ella de su madre, salvo lo que había sido sólo conjetura, cosa sobreentendida, aspectos que tampoco advertía. Pues fue a través de los años que erigió lentamente, inconscientemente ese mito de la madre.

Sin embargo, ¿era todo un mito? La duda la tomó rápidamente, y entonces abrió el cajón del fondo de la cómoda y extrajo una cartera deshecha. Emergieron de la misma manuscritos gastados y descoloridos que exhalaban un aroma desmayado y dulce, de algo largamente guardado. La escritura era fina, cursiva, y tenía la delicadeza singular de medio siglo atrás.

Leyó para sí misma:

«Dulce como un laúd al viento en aéreo estilo

tu amable musa he aprendido a cantar,

y las infinitas llanuras de California

prolongan el eco de las suaves notas».

Por milésima vez se preguntó qué podía ser un laúd al viento; y, sin embargo, presentía mucha belleza, lejos, cerca de esa madre recordada y suya. Durante un rato permaneció ensimismada, y después desenrolló otro manuscrito: «Para C. B.», pudo leer. Ella sabía que era para Carlton Brown. Era un poema de amor de su madre para su padre. Saxon se quedó pensativa ante las primeras líneas que estaba leyendo:

«Me he ocultado lejos de la multitud, en medio de los boscajes,

donde se hallan las desnudas estatuas, y las hojas señalan y ante

Baco[5] coronado de hiedra, la reina de los Amores, tiemblan y

Pandora[6] y Psiquis[7] cantan eternamente sin voz».

También eso estaba lejos de su comprensión. Pero sin embargo respiró la belleza que había allí. Baco, Pandora y Psiquis eran como talismanes para un conjunto. Pero la nigromancia debía ser asunto del cual su madre entendía. ¡Y eran extrañas palabras sin sentido, y tanto significaban! Y su madre maravillosa había conocido su significado. Saxon deletreó en voz alta los tres nombres, lentamente, pues no se atrevió a pronunciarlos de corrido, al mismo tiempo que en su conciencia aparecieron similitudes augustas, profundas e inimaginables. Su mente chocó y se detuvo en los límites brillantes y embriagadores de las estrellas de un mundo que estaba más allá de aquel otro inundo al cual su madre se había marchado por propia voluntad. Y nuevamente, con solemnidad, recorrió con la vista las cuatro líneas. Eran radiantes, llenas de luz, comparándolas con el universo lleno de dolor y de inquietud en el que había vivido toda su existencia. Pero allí, escondido entre esas líneas crípticas y cantarinas, estaba el indicio. Todo quedaría en claro si sólo pudiese penetrarlas. Sobre este punto se sentía muy confiada. Y también comprendería la lengua afilada de Sara, a su hermano desdichado, la crueldad de Charley Long y la justicia del castigo sufrido por el tenedor de libros, y también lo interminable del día, del mes, del año, y el enorme esfuerzo que cada vez era necesario realizar junto a la mesa de planchar.

Leyó una estrofa que de antemano sabía que estaba más allá de su comprensión, pero tuvo intención de probar nuevamente.

«El claroscuro del invernáculo es luminoso aún,

y tiene temblores de ópalo y trémolos de oro;

pues el sol se pone, y la luz de Occidente

es como un delicado vino suave y añejo.

Desmayadamente se ruboriza la frente de una náyade erguida

en medio de la espuma de una fuente, y cuya simiente de amatista

tiembla levemente un instante en el pecho y en las manos,

goteando luego en la fuente del pecho y de las manos».

«Es bello, sencillamente bello», se dijo, y suspiró. Después se asombró ante la extensión del poema y el misterioso volumen que tomaba. Enrolló el manuscrito y lo alejó de su lado. Nuevamente hundió la mano dentro del cajón tratando de encontrar otros indicios de su madre querida, de su alma oculta en otros trozos queridos.

Esta vez se trataba de un pequeño paquete envuelto en papel de seda y sujeto con una cinta. Lo abrió cuidadosamente, llena de gravedad, como si fuera un sacerdote delante del altar. Entonces vio un corpiño diminuto y español de satén encarnado, lleno de ballenas, como si fuera un pequeño corsé de puntas, la ropa interior de una mujer que había cruzado las planicies junto a los pioneers[8] del desierto. Había sido confeccionada a mano, de acuerdo a la moda española de una California ya lejana. Las mismas ballenas eran de confección casera, hechas con materia prima que los balleneros intercambiaban por cuero y sebo. Los adornos de encaje negro habían sido tejidos por la madre, y también el triple borde de bandas de terciopelo…, y aquellas manos habían cosido los fruncidos …

Saxon soñó y se hundió en un torbellino de intrincados pensamientos al evocar todo aquello. Y comprendió que ese mundo era algo concreto. Y lo adoraba como podían ser adorados los dioses en su paso por la tierra, a pesar de tener una existencia menos tangible.

Y medía veintidós pulgadas. Lo sabía porque lo había comprobado muchas veces. Estaba de pie y se lo colocó sobre el talle. Eso formaba parte de su ritual. Casi le iba bien, pero en algunas partes le quedaba ajustado. Sin las ropas que vestía hubiese podido cerrarlo completamente, y le hubiese servido de la misma manera que a su madre. De pronto, junto a Saxon estaba el recuerdo más apreciado de todos, el de los lejanos días de Ventura, California. Sus formas eran como las de su madre, sí; físicamente se le parecía. Y también su decisión, la capacidad para efectuar trabajos que asombraban a los demás, la asemejaban a su madre. Su madre, de la misma manera, había sido el asombro de su generación…, sí, su madre, que era una criatura pequeña como un juguete, la más diminuta y joven entre todo el conjunto de pioneers, y que a pesar de todo era muy maternal con su prole. Su inteligencia era tan grande que siempre era requerida por sus hermanas y hermanos, que eran mucho más grandes que ella. Sí, fue Margarita la que había adelantado el pequeño pie y había ordenado el traslado desde las afiebradas llanuras de Colusa hasta las sanas montañas de Ventura; ella fue la que acorraló en un rincón al indio viejo y aguerrido, y también luchó contra toda la familia para que Vila pudiese casarse con el hombre de sus preferencias; sí, fue ella la que se enfrentó con la moral de la familia y de la comunidad, y exigió que Laura se divorciase de un marido criminal y débil, y, por otro lado, fue la que sostuvo unidas las ramas de la familia cuando la incomprensión y la debilidad humanas amenazaron con dividirla.

Fue realmente pacificadora y al mismo tiempo una guerrera.

Entonces desfilaron ante los ojos de Saxon todos aquellos viejos relatos. Y ahora notaba los detalles más agudos, pues no era la primera vez que los revisaba dentro de su mente. Los había reconstruido muchas veces, aunque siempre se había referido a cosas que jamás había visto. Todos los detalles habían sido creados por su imaginación, ya que nunca había visto un buey; un indio salvaje ni una barcaza de tierra adentro. Y, sin embargo, asistió al tránsito desde el Este hacia el Oeste, a través del continente, al gran éxodo de los anglosajones que estaban hambrientos de tierra, y todo era palpitante, real, y el oro del polvo relucía al ser levantado por diez mil pezuñas juntas. Sí, porque eso formaba parte de su ser, de su fibra. Había sido educada en las tradiciones, en los hechos, directamente de las fuentes de aquéllos que habían participado en dichas empresas. Veía claramente el convoy largo de carretas, los hombres magos y descarnados que marchaban adelante, mientras los jóvenes azuzaban a los bueyes desfallecientes que caían y se levantaban para volver a caer nuevamente. Y, atravesándolo todo, existía una lanzadera volante que entretejía el embriagante hilo dorado de aquella personalidad, que empujaba las formas de su pequeña madre indomable, que por aquel entonces tenía ocho años de edad, y sólo nueve cuando terminó la gran travesía, y que a pesar de todas las dificultades siempre se mantuvo muy dueña de su voluntad, de su conciencia, que constantemente deseaba lo bueno y lo recto.

Saxon también «vio» a Punch, el pequeño foxterrier de mirada profunda, que se había fatigado durante aquellos meses agotadores, que marchaba mansamente, rezagado; y también tuvo una fantasía en que Margarita, que por aquel entonces sólo era una criatura, ocultaba a Punch en la carreta, y el padre entonces se enfureció al comprobar que una carga más se había sumado a las muchas que arrastraban los desfallecientes bueyes, vio cómo maldecía al coger al perro del pescuezo, y luego a Margarita, que estaba entre la boca del largo caño del rifle y Punch. Y después imaginó a Margarita en medio de los días de sol terrible, marchando y cayendo entre el polvo levantado por las carretas, llevando sobre los brazos, como si fuera un bebé, al pequeño animal enfermo.

Pero lo que más vivamente veía Saxon era la lucha de Little Meadow…, cuando Margarita, vestida de gala con una faja de cintas alrededor del talle, con una peineta en los cabellos, cargaba los pequeños baldes de agua y avanzaba debajo del brillo del sol, sobre el campo florecido, desde el círculo que formaban las carretas con las ruedas trabadas hasta el lugar donde los heridos murmuraban y tartamudeaban delirantes sobre manantiales imaginarios; y avanzaba siempre debajo del sol resplandeciente, inhibida y maravillada frente a los indios que disparaban sin cesar, y luego volvía a recorrer otras cien yardas hasta llegar al depósito de agua, y nuevamente regresaba al sitio anterior.

Saxon besó apasionadamente el corpiño diminuto y español de satén rojo, y con los ojos humedecidos lo envolvió apresuradamente abandonando el misterio y la glorificación maternas, todo el extraño enigma de vida que encerraban.

Ya en la calma y con los ojos cerrados recordó las escasas escenas queridas que retenía acerca de su madre. Era su manera favorita de dormirse.

Siempre lo había hecho así…; hundiéndose en la negrura mortal del sueño junto con su madre, hasta que se desvanecía toda la vida consciente. Pero esa madre que rememoraba no era la Margarita de las llanuras ni de los daguerrotipos[9]. Eso había sido mucho antes de que Saxon existiera. La que veía en ese momento, en medio de la noche, era una madre más grande, en vela e insomne, llena de valor en medio de la tristeza, y que siempre ambulaba de un lado a otro; era una mujer pálida y frágil, amable, sin ninguna clase de desfallecimientos, que casi se moría por falta de sueño, que hacía sólo su voluntad, y que a pesar de los esfuerzos de una tribu entera de médicos seguía ahí, velando constantemente porque creía que era su deber. Y constantemente daba vueltas y más vueltas por toda la casa, desde la cama hasta la silla, y aquello durante largos días y semanas de tormento, sin quejarse jamás aunque su invariable sonrisa estaba retorcida por el dolor, de la misma manera que sus ojos inteligentes y grises se agrandaban enormemente y se hacían cada vez más profundos.

Esa noche Saxon no se durmió con facilidad. La madre pequeña se arrastraba, iba y venía de una parte a otra. Y de a ratos el rostro de Billy, con sus simpáticos ojos empañados, ardía y se acercaba a sus párpados. Y una vez más, cuando ya el sueño comenzaba a calmarle la agitación que había sentido, se preguntó: «¿Y será él el hombre?».