IV

Después de almorzar bailaron dos piezas en el pabellón, y más tarde la banda encabezó la marcha hacia la pista de los deportes. A continuación venían los danzarines, y los grupos dispersos abandonaron las mesas para concentrarse en ese punto. Cinco mil personas ocupaban las pendientes verdes en el terreno del anfiteatro y ennegrecían la pista. Lo primero que sucedió fue que los hombres se alinearon para la cinchada. La prueba iba a ser disputada entre los albañiles de Oakland y los de San Francisco. Y los elegidos, hombres bravos, enormes y pesados, ocuparon su sitio a lo largo de la soga. Se abrieron hoyos en la tierra para apoyar mejor los pies, se restregaron las manos con la tierra que tenían en los zapatos, al mismo tiempo que reían y chanceaban junto a la multitud que los rodeaba.

Los jueces y los observadores luchaban a brazo partido, vanamente, por mantener a raya a la turba de parientes y de amigos de aquéllos que intervenían en la prueba. La sangre celta que llevaban se les había subido a la cabeza y la parcialidad era bien visible. El aire estaba poblado de gritos de aliento, de consejos y de amenaza. Muchos prefirieron no participar en la lucha y evitar de esa manera alguna mala pasada del adversario. Entre los que gritaban, había tanto hombres como mujeres, partidarios de ambos bandos. El polvo arrastrado por los pies se elevaba en el aire. Mary se retorció y tosió y le rogó a Bert que la sacara de ahí. Pero él, que llevaba un verdadero duende adentro suyo, estaba encantado ante la perspectiva de la puja, e insistió en aproximarse más aún. Saxon se pegó junto a Billy, que lentamente se abrió camino con los codos y los hombros.

—Éste no es un lugar para una muchacha —le dijo mirándola con una expresión abstraída, mientras su codo tropezaba con las costillas de un irlandés muy grande y que, ante la presión, cedió algo de lugar—. Eso se desatará cuando comiencen a cinchar. Han bebido demasiado, y usted ya sabe cómo son los micks[3] para las grescas.

Saxon se sentía fuera de lugar entre esos hombres y esas mujeres corpulentos. Parecía pequeña e infantil, delicada, frágil, como si fuera una criatura de otra especie. Lo único que la protegía era el cuerpo recio y la habilidad de Bill. Miraba continuamente los, rostros de mujeres que había alrededor suyo, para volver finalmente al de ella. Ella adivinaba las comparaciones que cruzaban su ánimo.

Se produjo un movimiento a unos veinte pasos de donde ellos se encontraban, y desde la multitud emergieron exclamaciones y se escucharon golpes. Un hombre alto fue apretujado por la avalancha y se lanzó sobre Saxon, pero Billy alcanzó a sostener los hombros del individuo y le dio un golpe terrible. La víctima profirió un quejido involuntario, volvió la cabeza y mostró una piel rubia y enrojecida por el sol, unos ojos coléricos e inconfundiblemente irlandeses.

—¿Qué come usted? —gritó.

—Salga de ahí, está mal colocado —le respondió Billy desdeñosamente, lleno de confianza en sí mismo.

El irlandés se quejó nuevamente e hizo un esfuerzo desesperado por salir del encierro, pero los cuerpos, que parecían cuñas, se lo impedían.

—Le romperé la cara en un hay de mí —le gritó iracundo.

Pero, de inmediato, su cara se transformó completamente. Una vez que la frase fue pronunciada, sus ojos se volvieron muy brillantes y alegres.

—Ahora sí que estoy seguro de que realmente se trata de usted —agregó—. No sabía quién era el que estaba allí. Vi cuando usted acababa con el «Terror de Suecia», aunque sé que le robaron la decisión.

—No, usted vio otra cosa —respondió Billy complacido—. Esa noche yo recibí una buena paliza, eso es todo. La decisión fue muy justa.

Ahora el irlandés sonreía. Se había visto inclinado a lisonjear y a mentir, pero la forma rápida como fue rechazado el embuste hizo que creciera la adoración que sentía por su héroe.

—Tal vez sea así, aunque el castigo fue malo —reconoció—, pero usted demostró que llevaba adentro un montón de gatos monteses. Ni bien pueda tener el brazo libre le estrecharé la mano y le ayudaré a proteger a su dama.

El esfuerzo que hizo el árbitro por hacer retroceder a la multitud fue frustrado, pero a pesar de todo se decidió a disparar al aire con su revólver y la cinchada comenzó. Se desato un verdadero infierno. Saxon, que estaba resguardada por dos hombres muy corpulentos, se hallaba adelante y pudo ver bastante de lo que sucedió. Los hombres tiraban de la soga, los rostros se enrojecían vivamente por la tensión y los huesos parecían crujir. La soga era nueva y se deslizaba entre las manos, y entonces las mujeres de los hombres, sus hijas, comenzaron a recoger tierra y a arrojarla sobre la soga para que pudiera ser manejada de mejor manera.

Una mujer voluminosa, de edad bastante madura, estaba fuera de sí por el apasionamiento de la lucha, y llegó a poner las manos sobre la soga y a tirar junto a su marido al mismo tiempo que lo alentaba con fuertes gritos. Un espectador, que era partidario del otro grupo, la arrancó de ese lugar mientras ella chillaba, pero finalmente terminó rodando como un ternero al recibir un golpe que alguien le propinó. Esa persona también cayó al suelo, y entonces otras mujeres robustas se unieron al bando de sus respectivos hombres para ayudar a cinchar. Nadie le hacía caso a los jueces y al público que rogaba, imploraba, vociferaba y distribuía puñetazos. Otros hombres, al igual que las mujeres, se abalanzaron sobre la soga y comenzaron a tironear de ella. Ya no se trataba de un equipo contra otro, sino que parecía que luchaba todo Oakland contra todo San Francisco, trenzados en una verdadera lucha libre: En un mismo lugar había varias manos que se superponían y que tironeaban desesperadamente. Y aquellas manos que no podían sujetar nada, se contentaban con golpear en los mentones de los espectadores que trataban de alejar otras manos de la soga.

Bert se deleitaba con el cuadro mientras Mary, loca de miedo, se quedaba muy junto a él. Los luchadores caían cerca de la soga y eran pisoteados. Nubes de polvo se levantaban por todos lados, mientras detrás, hacia todos los costados, podían escucharse chillidos y rugidos coléricos de hombres y de mujeres que se veían impedidos de participar en la prueba.

Finalmente se produjo la ruptura del equilibrio. El equipo perdedor, seguido de su legión de voluntarios, fue arrastrado de un envión y desapareció debajo de una verdadera avalancha de formas que luchaban.

Billy dejó a Saxon bajo la protección del irlandés, que parecía en calma a pesar del remolino, y se entremezcló con la multitud. Varios minutos después reapareció con la pareja que se había extraviado: Bert sangraba de una oreja pero se reía, mientras que Mary tenía la ropa completamente arrugada y parecía histérica.

—Esto no se parece en nada al deporte —repetía ella—. Es una vergüenza, una vergüenza de porquería.

—Debemos dejar esto —dijo Billy—, porque la diversión recién ha comenzado.

—¡Oh, espera un momento! —le rogó Bert—. La diversión vale ocho dólares. De cualquier manera es barato. Nunca vi tantos ojos negros y narices ensangrentadas en todos los domingos juntos de este mes.

—Bueno, vuelve si quieres, y que te diviertas —le aconsejó Billy—. Llevaré a las muchachas hasta donde comienza el declive, y desde allí podremos ver mejor lo que sucede. Pero no apostaría a tu favor si alguno de los «micks» te llega a alcanzar con un golpe.

La gresca terminó muy rápidamente, ante el asombro de todos. Desde el lugar donde estaban los jueces, el pregonero agitó la campana señalando la largada de la carrera pedestre para jóvenes. Bert, un poco decepcionado, se reunió con Billy y con las dos muchachas sobre la altura, y desde allí se dispuso a contemplar el desarrollo de la carrera.

Había muchas clases de carreras: para muchachos y muchachas, para niñas y mujeres de edad, para hombres obesos y mujeres gordas, para embolsados, y también carreras de a tres pies. Y los participantes se lanzaban a través de una pista muy corta, entre un manicomio de gentes que aplaudía a sus favoritos. La cinchada había sido olvidada y el buen humor reinaba otra vez.

Cinco hombres jóvenes se alinearon en la raya con las yemas de los dedos sobre el suelo, esperando el disparo de revólver del encargado de dar la señal de partida. Tres estaban en medias, y los dos restantes llevaban calzado claveteado, de carrera.

—Carrera para hombres jóvenes —leyó Bert en el programa—. Y hay un solo premio: veinticinco dólares. Miren al de cabeza colorada, ése que tiene clavos en el calzado…, el que está del lado de afuera. San Francisco le exige que gane. Es la carrera ellos y se han hecho muchas apuestas.

—¿Ganará? —le preguntó Mary a Billy, como si tuviera respeto por el conocimiento atlético de aquél.

—¿Cómo puedo saberlo? —le respondió—. Hasta hoy nunca vi a ninguno de ellos. Todos parecen buenos. Tal vez venza el mejor, eso es todo.

Se disparó el revólver y los cinco corredores partieron. Tres quedaron distanciados desde la partida. En primer lugar iba el cabeza roja, y luego le seguía un joven de cabellos negros, y era evidente que la carrera se decidiría entre ambos. A la mitad del trayecto, el morocho pasó a la delantera merced a una arremetida que parecía que terminaría en la raya. Había logrado una ventaja de diez pies y el cabeza colorada no lograba descontar ni una pulgada.

—Ese muchacho es una flecha —dijo Billy—. Todavía no dio el máximo y el cabeza colorada parece que ya está reventando.

Con esos diez pies de ventaja el morocho llegó a la raya en medio del estallido de los aplausos. Sin embargo, podían escucharse gritos de desaprobación. Bert estaba inflado de contento.

—Hum —dijo regodeándose—. ¿San Francisco no quedará herido? Hay fuegos artificiales, parece. ¡Ven! Están discutiendo. Los jueces no le entregan el dinero. Parece que tienen a su favor una banda entera. ¡Oh, oh, oh! ¡Nunca me divertí tanto desde que mi antigua mujer se rompió una pierna!

—¿Por qué no le entregan el dinero? —preguntó Saxon—. Ha ganado.

—La pandilla de San Francisco le acusa de profesional —conjeturó Billy—. Eso es lo que andan tramando. Pero no es correcto. Todos corrieron por dinero así que todos son profesionales.

La multitud discutía y atronaba frente al palco de los jueces. Era una construcción endeble, de dos pisos, y el superior estaba abierto hacia adelante, y allí podía verse cómo los jueces discutían acaloradamente, de la misma manera que la multitud que estaba debajo de ellos.

—¡Ya empieza! —gritó Bert—. ¡Será una linda gresca!

El corredor de cabellos negros subía hacia los jueces, seguido de una docena de partidarios.

—El que tiene el dinero en su poder es amigo de él —dijo Billy—. Vean, se lo ha entregado. Algunos de los jueces están de acuerdo, y los otros se niegan. Y ahora suben los de la otra banda…, los del cabeza colorada —y se volvió hacia Saxon con una sonrisa tranquilizadora—. Por suerte, esta vez estamos bien lejos. Dentro de un instante empezará un jaleo bien áspero allí.

—Los jueces quieren hacerle devolver el dinero —dijo Bert—. Y si no consiente, los del otro bando se lo arrebatarán. ¡Vean!, tratan de sacárselo.

El vencedor mantenía en alto, por encima de la cabeza, el paquete de monedas de plata envuelto en un papel y por valor de veinticinco dólares. Estaba rodeado por su grupo y era empujado por los que intentaban apoderarse del dinero. Todavía no habían comenzado los golpes, pero la débil construcción se bamboleaba al crecer la agitación y la lucha de los que estaban encima. Desde abajo, el vencedor era saludado por la multitud: «¡Cuélgalo, Tim!». «Ganaste bien, Tim». «¡Devuelve eso, puerco ladrón!». Insultos irreproducibles y consejos de amigos le llegaban desde todos los costados. Después pasaron a un debate arduo y agotador.

—Me gustaría que terminaran de una vez y así podríamos bailar nuevamente —se lamentó Mary—. Esto no es nada divertido.

Los jueces pudieron avanzar lenta y dificultosamente entre la multitud. Un pregonero se adelantó, extendió un brazo pidiendo silencio. El clamor colérico se apagó.

—Los jueces han decidido —gritó— que en este día de camaradería y fraternidad …

—¡Bah, bah! —algunos, dueños de sí mismos, comenzaron a aplaudir—. ¡Así debe ser! ¡Nada de peleas! ¡Nada de rencores!

—Por lo tanto —la voz del pregonero se escuchó nuevamente—, los jueces han resuelto ofrecer otro premio de veinticinco dólares y hacer correr nuevamente la carrera.

—¿Y Tim? —gritaron unas cuantas gargantas al mismo tiempo—. ¿Qué sucederá con Tim? ¡Fue robado! ¡Los jueces son unos podridos!

—Los jueces, inspirados en los buenos sentimientos, han decidido que Timothy McManus corra también. Si gana el dinero será suyo.

—Esta vez la cabeza colorada se portará bien —dijo Bert lleno de júbilo.

—Lo mismo hará Tim —le contestó Billy—. Puedes apostar que vencerá con toda holgura y que se mantendrá en el sitio que ha conquistado.

Hasta que la multitud excitada despejó la pista transcurrió otro cuarto de hora, y esta vez sólo Tim y el cabeza colorada se aproximaron a la línea de partida. Los otros tres jóvenes habían renunciado a la prueba.

Cuando el revólver dio la orden de partida, Tim saltó de tal manera que sacó casi una yarda de ventaja.

—Realmente, creo que es un profesional —dijo Billy—. ¡Miren cómo avanza!

A la mitad de la carrera Tim llevaba una ventaja de cincuenta pies, y sin disminuir la velocidad se acercaba a la meta venciendo fácilmente. Cuando se enfrentó al grupo que estaba situado en la elevación del terreno, ocurrió algo increíble e inimaginable. De pie, cerca del borde de la pista, se encontraba un joven de aspecto muy despierto que llevaba un bastoncillo flexible. Parecía fuera de lugar en una reunión como ésa, ya que no tenía aspecto ni apariencia de trabajador. Más tarde, Bert opinó que se parecía mucho a un director de baile, en vez Billy le llamó «el Dandy».

Y en lo que respecta a Timothy McManus, ese elegante se constituyó en la fatalidad personificada. Al sacar ventaja el morocho, aquél, con evidente intención, arrojó el bastoncillo a sus pies. Tim rodó por el aire dando una vuelta de carnero, golpeó con el rostro contra el suelo y cayó, completamente estirado, en medio de una nube de polvo.

Siguió un instante lleno de silencio y de expectativa. El mismo joven parecía alarmado por lo que había hecho. Transcurrió un tiempo bastante largo hasta que él mismo y los demás se dieron cuenta de lo que había ocurrido. Cuando se repusieron de la sorpresa, un grito salvaje, irlandés, escapó de mil bocas. El cabeza colorada llegó a la meta y ganó la carrera, pero nadie aplaudió. El centro de la tormenta se había desplazado hacia el joven del bastoncillo. Éste, cuando estalló el griterío, tuvo un instante de indecisión. Pero en seguida se volvió y se lanzó rápidamente por la pista.

—¡Sean buenos deportistas! —exclamó alegremente Bert al mismo tiempo que agitaba el sombrero—. ¡Ustedes son los mejores! ¿Quién lo hubiera pensado? Díganlo, a ver… Ninguno, ¿no es cierto?, ¿ninguno, verdad?

—Bah, se trata de un farrista[4] —dijo Billy con cierta admiración—. Pero quisiera saber por qué lo hizo. No es un albañil. Como si fuese un conejo asustado, el joven atravesó la pista precipitadamente y llegó a un espacio situado en la elevación del terreno, y se arrastró por ahí y desapareció entre los árboles. Detrás suyo corrían cien hombres ávidos de venganza.

—Es malo que se pierda el resto —dijo Billy—. Miren cómo lo corren ahora.

Bert estaba exaltado. Saltaba hacia todos los costados y gritaba continuamente:

—¡Miren! ¡Miren! ¡Véanlos!

Los de Oakland se sentían ultrajados. Por dos veces consecutivas su corredor favorito había sido despojado de la victoria. Y la última no había sido más que un vil truco de la banda de San Francisco. Por eso fue que la gente de Oakland saltó sobre la de San Francisco con los puños apretados, en demanda de sangre. Y los últimos, que eran conscientes de su inocencia, también estaban deseosos de pelear. Ser acusado de un crimen semejante era tan monstruoso como el crimen mismo. Además, los irlandeses se habían estado conteniendo heroicamente durante muchas horas. Fueron cinco mil de ellos los que se trenzaron en un combate realmente gozoso. Y también se les unieron las mujeres. Todo el anfiteatro desbordaba. Hubo avances, retiradas, cargas y contracargas. Los grupos más débiles fueron obligados a luchar cerca de los promontorios. Los que fueron superados, huían hacia el monte para entablar allí una verdadera guerra de guerrillas, y reaparecían bruscamente aniquilando a los enemigos aislados. Media docena de guardias especiales, contratados por el Weasel Park, recibieron un castigo imparcial de ambas partes.

—Parece que nadie es amigo de los guardias —dijo Bert bromeando, y se apretó el pañuelo contra la herida que tenía en la oreja y que aún sangraba.

Detrás de él los árboles crujían. Se hizo a un lado para dar paso a dos hombres abrazados que pujaban entre sí y que finalmente rodaron cuesta abajo. Cada uno golpeaba con toda su fuerza. Fueron seguidos de una mujer que chillaba mientras descargaba golpes sobre alguien que evidentemente no formaba parte de su bando.

Los jueces, que seguían en lo alto del palco, enfrentaron valientemente el fiero ataque; hasta que por fin la débil construcción se vino abajo hecha pedazos.

—¿Y esa mujer qué está haciendo? —preguntó Saxon, mientras señalaba a una dama entrada en años que estaba debajo de ellos, sentada en la pista; y que se quitaba una bota con elásticos de generosas dimensiones.

—Creo que se dispone a nadar —rió Bert. La vieja se estaba sacando la media.

La miraban fascinados. Después, la mujer volvió a calzarse el botín pero con el pie desnudo. Recogió una piedra del tamaño de un puño y la metió dentro de la media. Comenzó a blandir esa arma terrible y antigua cerca de alguien que parecía más bien débil.

—¡Ja!, ¡ja! —Bert se retorcía muerto de risa cada vez que ella descargaba sus golpes—. ¡Eh, papanatas, cuidado! Recibirá lo que se merece. ¡Ja, ja! ¡Es una maravilla! ¿Pero la han visto? ¡Hace verdaderos estragos entre ellos! ¡Miren a esa vieja muchacha!… ¡Oh! …

Su voz se apagó entristecida cuando la mujer de la media fue tironeada de los cabellos, desde atrás, por otra mujerona, y rodó describiendo un semicírculo embriagador.

En vano Mary se asía de su brazo y trataba de arrastrarle hacia atrás y le sermoneaba:

—¿No tienes sensibilidad? —le gritó—. ¡Es horrible, es verdaderamente horrible!

Pero sin embargo Bert no podía contenerse.

—Sigue, vieja muchacha —agregó alentándola—. ¡Ganaste! ¡Siempre estaré a tu lado! ¡Ésa es tu oportunidad! ¡Chist! ¡Oh, es algo maravilloso, soberbio!

—Es la gresca más grande que vi en mi vida —le dijo Billy a Saxon—. Era casi seguro que los «micks» se entrometerían en este asunto. Pero ¿por qué habrá hecho eso el tipo elegante? Eso es lo que me extraña. No es albañil, y tampoco es un trabajador…, simplemente se trata de un vulgar acicalado qué no conoce a nadie. Mírenlos. Pelean por todas partes.

Súbitamente estalló en una carcajada, y rió tan sinceramente que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Qué sucede? —preguntó Saxon ansiosa de no perderse nada.

—Me río por el «Dandy» —explicó Billy riendo a carcajadas—. ¿Por qué lo habrá hecho? Eso es lo que me preocupa. ¿Por qué?

Se produjeron más escaramuzas entre los árboles, y entonces aparecieron dos mujeres, una persiguiendo a la otra. Ni bien esto fue advertido por todos, los que estaban sobre el Weasel.

Park se vieron envueltos y complicados en esa nueva situación. La mujer que huía tambaleó y rodó al dar vuelta alrededor de un banco, y hubiera sido atrapada si no se hubiese agarrado del brazo de Mary para recuperar el equilibrio. Y empujó a Mary en dirección a los brazos de la perseguidora. Ésta era de gran contextura física y de edad madura, y estaba demasiado irritada para ser comprensiva, y entonces agarró los cabellos de Mary con una mano mientras levantaba la otra para abofetearla. Pero antes de que pudiera descargar el golpe, Billy se apoderó de los puños de la mujer.

—Vamos, vieja muchacha, termina de una buena vez —le dijo con voz conciliadora—. Estás equivocada. Ella no te hizo nada.

Al escuchar esto la mujer hizo algo curioso. Sin resistencia de ninguna clase, pero con la mano aún en los cabellos de la muchacha, comenzó a gritar lenta y calmosamente. El chillido era una mezcla de horror y de miedo. Sin embargo, en su rostro no había nada de eso. Lo miró a Billy fríamente, como si quisiera ver de qué manera tomaba él el asunto. Su chillido era, simplemente, el auxilio que pedía a su bando para que la socorrieran.

—¡Cállate, hacha de guerra! —gritó Bert tratando de empujarla por los hombros.

Los cuatro retrocedieron y avanzaron simultáneamente mientras la mujer seguía chillando con toda tranquilidad. Y el chillido se convirtió en algo triunfal cuando se escucharon nuevos crujidos entre los árboles.

Tanto Saxon como Billy advirtieron, en el brillo de los ojos de la mujer, el duro filo del acero. Y ella apretó más fuertemente todavía los puños que tenía aprisionados. Soltó los cabellos de Mary y quedó libre, retrocediendo unos pasos. Entonces apareció el primero de los hombres que venía en su socorro. No se detuvo para preguntar detalles de la cuestión. Para él fue suficiente ver que la mujer se había alejado de Billy y que había proferida gritos de dolor, que por otra parte eran completamente imaginarios.

—Todo ha sido un error —dijo Billy rápidamente—. Pedimos discul…

El irlandés descargó un pesado golpe. Billy lo esquivó y dejó para más tarde sus explicaciones, ya que el puño le rozó la cabeza. A su vez descargó la derecha contra el mentón del otro. El irlandés se tambaleó hacia un costado y cayó sobre el borde de la pendiente. Aún aturdido, de pie, fue alcanzado por el puño de Bert, y quedó tendido sobre el declive, que era bastante resbaladizo por el césped recién cortado.

Bert se mostraba recalcitrante.

—Esto va por ti, mi vieja muchacha…, son mis cumplidos —gritó mientras señalaba hacia la mujer que estaba en el borde de la pendiente traicionera. Desde los arbustos aparecieron tres hombres más.

Mientras tanto Billy había conducido a Saxon detrás de la protección de la mesa. Mary, que estaba histérica, quería agarrarse de él, pero éste la empujó sobre la mesa, hacia Saxon.

—¡Vengan, albañiles! —gritó Bert mientras los recién llegados avanzaban como enceguecidos, haciendo relucir salvajemente sus ojos negros, los rostros oscuros y encendidos por la sangre en ebullición—. ¡Vengan, chusma de porquería! Hablaremos de Gettysburg. ¡Les demostraremos que los yanquis no han muerto aún!

—Cierra el pico…, tú, no quiero una gresca aquí, con las muchachas cerca —refunfuñó ásperamente Billy, al mismo tiempo que guardaba su posición frente a la mesa. Se volvió hacia los tres hombres, que estaban desorientados porque no tenían a nadie a quien socorrer—. Seamos deportistas. No queremos pelea. Ustedes están equivocados. No tenemos motivo para pelear. Nosotros no queremos pelear, ¿entiendes?

Los otros todavía vacilaban, y Billy hubiese podido salir airoso y evitar los percances inmediatos si en tan crítico momento no hubiese reaparecido el hombre que había sido derribado, que se lamentaba de sus dolores en las manos y las rodillas y que mostraba una cara ensangrentada. Bert lo alcanzó nuevamente y lo despachó cuesta abajo, y entonces los otros tres comenzaron a dar alaridos y saltaron sobre Billy, que comenzó a repartir golpes, cambió de posición, finteó hábilmente y descargó puñetazos a diestra y siniestra. Sus golpes eran limpios, duros, lanzados científicamente, con toda la fuerza y el peso de su cuerpo.

Saxon, al contemplarlo, se fijó especialmente en sus ojos y aprendió muchas cosas sobre la personalidad de ese hombre. Estaba aterrorizada, pero aún así pudo ver claramente que en el interior de los ojos de Billy había desaparecido todo rastro de luz y de sombra profundas. Ella sólo veía lo superficial, algo duro y brillante, casi vidrioso, sin ninguna expresión humana salvo una seriedad mortal. Los ojos de Bert parecían enajenados. La mirada de los irlandeses era seria y llena de cólera, y sin embargo había algo en aquéllas que no expresaban una circunspección total. Había como un reflejo de capricho en sus ojos, como si a pesar de todo se estuvieran divirtiendo en medio del tumulto. Pero en los ojos de Billy, en vez, no había gozo alguno. Era como si tuviera que hacer algún trabajo y se hubiese puesto tercamente a la tarea de llevarlo a cabo.

También pudo observar otras expresiones en su rostro, aunque no había nada de común entre esa cara y la que había visto hacia el mediodía. Todo lo infantil que había en él se había desvanecido. Era una cara terriblemente madura, sin ninguna edad. No estaba llena de cólera y tampoco le faltaba piedad. Parecía de vidrio, desapasionada, al igual que los ojos. Ella recordó los maravillosos relatos que le había contado la madre sobre los sajones, y le pareció que él era uno de aquéllos, y de pronto tuvo ante sí la imagen de una larga barca oscura, con una proa en forma de pico de ave de presa, llena de hombres enormes y semidesnudos, llevando escudos calados; y se le antojó que uno de esos rostros que ella veía era el de él. No fue nada racional, era más bien un sentimiento, algo que se le aparecía de pronto como una fantástica escena llena de clarividencia. En seguida suspiró, porque la furia del combate ya había pasado. Sólo había durado unos pocos segundos. Bert bailaba sobre el filo de la pendiente resbaladiza y se burlaba de los impotentes que rodaban hacia abajo. Pero Billy se hizo cargo de la situación.

—Vamos, muchachos —les ordenó—. Y tú, Bert, a ver si recobras el juicio. Debemos salir de aquí. No podemos enfrentar a un ejército entero.

Encabezó la retirada tomándola a Saxon de un brazo, mientras que Bert, chistoso y alegre, marchaba detrás junto a una Mary indignada, que protestaba vanamente porque aquél no le prestaba la más mínima atención.

Corrieron cerca de cien yardas alrededor de los árboles, pero como vieron que la persecución no continuaba entonces acortaron la marcha para retirarse de una manera más digna. Bert, que era el más pendenciero, aguzó el oído tratando de escuchar los ecos apagados de golpes y de sollozos, y avanzó hacia un costado tratando de averiguar qué pasaba.

—¡Oh…, miren lo que hay aquí! —dijo.

Se le reunieron en el borde de la zanja seca y miraron hacia abajo. En el fondo había dos hombres, extraviados de la lucha general, que se agarraban fuerte y recíprocamente y que seguían peleando. Estaban agotados por la fatiga, la impotencia, y los golpes que se descargaban de tanto en tanto eran a mano abierta y no tenían ningún efecto.

—Oigan, deportistas…, tírense arena a los ojos —les aconsejó Bert—. Quedarán ciegos y así habrán vencido.

—Terminen con eso —le gritó Billy a los dos hombres, que obedecieron inmediatamente—. Sino descenderé yo mismo y los castigaré. Todo terminó, ¿entienden? Todo terminó y todos somos amigos. Choquen la mano y arréglense. Están llenos de bebida. Bueno, a ver, una mano, y en seguida los sacaré.

Los dejaron mientras se estrechaban las manos y se sacudían el polvo de las ropas.

—En seguida todo habrá terminado —dijo Billy con una mueca, mientras le hablaba a Saxon—. Los conozco bien. La pelea es una diversión para ellos. Y esta gresca ha sido un verdadero éxito. ¿No les decía yo…?

¡Miren hacia esa mesa!

Un grupo de hombres y mujeres con las ropas aún revueltas, respirando dificultosamente, se estaban estrechando las manos.

—Vamos a bailar —pidió Mary al tiempo que los apuraba para que se dirigieran hacia el pabellón.

En toda la extensión del parque los albañiles belicosos se estrechaban las manos y se arreglaban la vestimenta. Los bares que había al aire libre estaban atestados de bebedores.

Saxon caminaba cerca de Billy. Estaba muy orgullosa de él. Sabía pelear pero al mismo tiempo podía evitar las camorras. Durante aquella gresca se había esforzado en zafarse de las complicaciones. Pero, por encima de todo, lo que prevaleció en sus sentimientos fue la consideración hacia ella y Mary.

—Usted es un valiente —le dijo.

—Ser otra cosa es como robarle el caramelo a un chico —dijo él, rechazando el elogio—. En realidad, lo único que han hecho es alborotar. No saben boxear. Tienen una guardia muy abierta y entonces no hay más que golpear. Eso no es pelear de verdad, usted bien lo sabe —miró hacia sus nudillos lastimados y su mirada se volvió sorprendida e infantil—. ¡Y mañana debo estar al frente del equipo en estas condiciones! —se lamentó—. Realmente son divertidos cuando se vuelven malos, ¿no es cierto?