Cada una compró su propio billete en la entrada del Weasel Park y, al entregar el medio dólar, tuvo la certeza absoluta del número de piezas almidonadas que representaba aquella moneda.
Era demasiado temprano para el grueso de la gente, pero los albañiles con sus familias ya estaban en marcha, e iban cargados con enormes cestas para la merienda y con montones de bebés; sí, era una saludable raza de rudos trabajadores bien pagados y fuertemente nutridos. Y junto a ellos, mal disimulados dentro de sus vestimentas yanquis, más flacos y petisos[1], maduros no sólo por la edad sino también por los malos tiempos y las penurias sufridas, estaban los abuelos y las madres que habían visto por primera vez la luz en el viejo solar irlandés. Sus rostros daban la impresión de alegría y de orgullo, al mismo tiempo que se enternecían ante su progenie llena de vitalidad y bien alimentada.
Mary y Saxon no pertenecían a esa clase de gente. Tampoco los conocían ni había ninguna relación con ellos. No tenía ninguna importancia, que el festival fuera irlandés, alemán o eslavo; tampoco si la fiesta al aire libre era de los albañiles, de los cerveceros o de los carniceros. Ellas, las muchachas, formaban la multitud danzante que aumentaba los ingresos de los festivales en una proporción constante y considerable.
Vagaron delante de los puestos donde se trituraba maní y se cocía el maíz dulce que se preparaba para la jornada. Continuaron el camino hasta llegar al pabellón de baile. Examinaron el piso. Saxon se prendió de un imaginario compañero de baile y ensayó lentamente unos pasos de vals. Mary palmoteó.
—Oh, —exclamó—, verdaderamente eres grande. Y ellos todavía están empaquetando sus duraznos.
Saxon sonrió, agradecida. Extendió el pie dentro del calzado aterciopelado, de tacones altos y cubanos, y recogió ligeramente la falda apretada y negra, que le permitió exhibir un precioso tobillo y la delicada morbidez de la parte posterior del comienzo de la pierna, y entonces la carne blanca brilló a través de las medias negras de seda fina y sutiles, de cincuenta centavos. Era delgada pero no alta, aunque poseía las líneas redondeadas de la mujer. Su talle blanco estaba adornado con un jabot[2] plegado, de encaje común, y sujeto con un alfiler muy novedoso, imitación coral. En el busto lucía una bonita chaquetilla con mangas hasta los codos, y los brazos estaban cubiertos con guantes de imitación Suecia. El toque más personal de su toilette estaba en la escasa cantidad de rulos, reacios a dejarse ondular, que escapaban por debajo del sombrerito vulgar de terciopelo negro, inclinado sobre los ojos.
Ante el espectáculo que veía, los ojos negros de Mary relucieron, y después de dar un paso breve y rápido la tomó en sus brazos y la besó en un arrebato. Después la soltó, sonrojada ante su propia acción.
—Me gustas —le gritó exhausta—. Si yo fuera hombre no podría apartar mis manos de ti. Te comería con toda seguridad.
Siempre unidas de las manos salieron del pabellón y marcharon debajo del brillo del sol, agitando las manos alegremente, como si fuera una respuesta frente a la semana del trabajo mortal. Se entretuvieron delante de la reja que cerraba la jaula del oso, apenas temblorosas ante el enorme prisionero. Luego se rieron diez minutos seguidos delante de la jaula del mono. Cruzando un espacio libre, se acercaron a la pequeña pista de carreras, donde tendrían lugar los encuentros durante las primeras horas de la tarde. Después, exploraron los bosques, avanzaron por numerosos senderos y descubrieron mesas rústicas pintadas de verde y bancos en rincones sombreados, muchos de los cuales ya habían sido reservados para familias. Sobre una pendiente verde rodeada de árboles extendieron un periódico y se sentaron sobre el suelo seco bajo el sol de California. Se decidieron a hace esto por el gran cansancio que sentían después de seis días de ajetreo constante y, también, para reunir fuerzas ante el baile que se avecinaba.
—Es casi seguro que vendrá Bert Wanhope —dijo Mary—. Y seguramente traerá consigo a Billy Roberts, «Billy el Grande», como le llaman los muchachos. Es un muchacho grande, simplemente, pero es muy fuerte. Es boxeador y todas las muchachas andan detrás de él. A mí me da miedo. No es muy rápido para hablar. Se parece a ese oso grande que vimos. ¡Brrrrr!…, que puede comerte la cabeza, así… No es un boxeador, realmente. Pertenece a un equipo…, creo que de la unión. Es conductor de Corberly y Marrison. Pero algunas veces pelea en los clubes. Casi todos los muchachos le tienen miedo. Tiene mal carácter, y da golpes con la misma facilidad con que come, de la misma manera. No te gustará, pero sin embargo es un magnífico bailarín. ¿Sabes?, es lento, y lo único que hace es escurrirse y deslizarse alrededor. De cualquier manera tendrás que bailar una pieza con él. También le gusta gastar bastante. No es de los que pellizcan…, pero, oh, tiene un carácter…
La conversación, que se había convertido en un monólogo de Mary, comenzó a languidecer, y siempre se refería a Bert Wanhope.
—Me parece que tú y él están muy… juntos —se aventuró a decir Saxon.
—Me casaría con él mañana mismo —dijo Mary impulsivamente. Después, el rostro se le ensombreció como si estuviera desalentada, endurecido por la emoción que le producía lo irremediable—. Pero él nunca me lo propuso. El… —la pausa fue rota por un súbito apasionamiento—. Obsérvale, Saxon, si es que alguna vez se pone a bromear cerca tuyo. No es bueno. Pero de cualquier manera me casaría con él mañana mismo. Nunca me conseguirá de otra manera —abrió la boca, pero en vez de hablar suspiró largamente—. Este mundo es divertido ¿no es cierto? —añadió—. Se parece a un chillido. Lo mismo que todas las estrellas y los mundos. No sé dónde se oculta Dios.
Bert Wanhope dice que no hay Dios. Pero él es terrible, casi. Dice cosas bárbaras. Yo creo en Dios. ¿Y tú, no? ¿Qué piensas de Dios, Saxon?
La otra joven se encogió de hombros y rió.
—Pero si hacemos mal tendremos lo nuestro ¿no es así? —insistió Mary—. Al menos, eso lo dicen todos, todos menos Bert. Dice que todo le tiene sin cuidado, y que nunca recibirá un castigo porque cuando muera estará bien muerto y nada más y estando muerto le gustaría ver a alguno que le haga algo, que le haga levantarse. ¿Y eso no es terrible, a pesar de todo? Pero ¡es tan divertido! A veces me asusto cuando pienso que Dios me mira constantemente durante todo el tiempo. ¿Crees acaso que sabe lo que estoy diciendo ahora? De cualquier manera; ¿qué piensas tú de todo esto?
—No sé —le respondió Saxon—. Es una pregunta cómica, simplemente.
—¡Oh! —exclamó la otra.
—Él es siempre lo mismo, según dicen —dijo Saxon firmemente—. Mi hermano cree que se parece a Abraham Lincoln. Sara piensa que tiene barba.
—Y yo nunca me lo imaginé con una raya en los cabellos —se atrevió a decir Mary al mismo tiempo que temblaba de aprensión—. No puede usar el pelo partido. Sería ridículo.
—¿Conoces al pequeño mejicano con arrugas, el que vende juegos de alambre? —le preguntó Saxon—. Bueno, siempre me recuerda a Dios.
Mary rió largamente.
—Es muy gracioso. Nunca lo había imaginado así. ¿Cómo se te ocurrió?
—Bueno, de la misma manera que el mejicano, parece que siempre está distribuyendo juegos para probar la paciencia. Nos entrega un rompecabezas a cada uno y nos pasamos la vida tratando de resolver el problema. Y todos quedamos cansados. Yo, al menos, no puedo descifrar el mío. No se me ocurre por dónde empezar. Y date cuenta del rompecabezas que le entregó a Sara. Y ella es parte del rompecabezas de Tom, lo que complica el asunto. Y todos ellos, y todos los que conozco, lo mismo que tú, son partes de mi rompecabezas.
—Tal vez eso de los rompecabezas esté muy bien —dijo Mary—. Pero Dios no se parece a ese sucio. En eso no caerá nunca. Dios no se parece a nadie. ¿No recuerdas que en la pared del Ejército de Salvación está escrito «Dios es espíritu»?
—Ése es otro de los rompecabezas, porque sospecho que nadie sabe a qué se parece un espíritu.
—También esto es cierto —Mary se agitó algo, como si su temor hubiese recrudecido—. Cada vez que trato de pensar en Dios como espíritu, puedo ver a Hen Miller envuelta enteramente en una sábana y corriendo a las muchachas. No sabíamos que era ella y nos asustaba hasta la muerte. La pequeña Maggie Murphy se desmayó muerta de miedo, y Beatriz Peralta se cayó y se deshizo horriblemente la cara. Cuando pienso en un espíritu, todo lo que se me ocurre es una sábana blanca corriendo en la oscuridad. Pero es lo mismo. Dios no se parece al mejicano y tampoco lleva los cabellos partidos.
Un rumor de música llegó desde el pabellón de baile, y ambas muchachas se pusieron repentinamente de pie, gritando casi.
—Antes de comer podemos bailar un par de piezas —propuso Mary—. Entonces ya estaremos en el mediodía y los muchachos vendrán acá. La mayoría son comilones, y es por eso que no vienen antes: quieren verse libres de invitar a las muchachas. Pero Bert es muy suelto con su dinero, de la misma manera que Billy. Tal vez les ganemos en esto a las otras muchachas y nos lleven al restaurante. Vamos, apúrate, Saxon.
Cuando llegaron al salón había pocas parejas y las dos jóvenes ensayaron juntas el primer vals.
—Ahí está Bert —dijo Saxon, cuando comenzaron a bailar por segunda vez.
—No te fijes en ellos —le respondió Mary en voz baja—. Vamos a seguir como si no pasara nada. Y no deben pensar que andamos detrás de ellos.
Pero Saxon se dio cuenta que la otra tenía las mejillas encendidas, y también que su respiración era más acelerada.
—¿Y al otro no lo ves? —le preguntó Mary mientras sostenía a Saxon en la vuelta larga, casi sobre el extremo del pabellón—. Es Billy Roberts. Bert me dijo que vendría. Te llevará a comer y Bert hará lo mismo conmigo. Será un día magnífico, ya lo verás. ¡Oh, sólo deseo que siga la música hasta que lleguemos hasta el otro extremo!
Dos seres llenos de vida, danzando muy bien, bailaban en ese lugar con un verdadero afán por atrapar al hombre y la comida. Ambas se mostraron inocentemente sorprendidas cuando la música las acercó al sitio donde deseaban estar.
Bert y Mary se saludaron por sus nombres respectivos, pero para Saxon, Bert era el «señor Wanhope», si bien él la llamó por su primer nombre. La única presentación que se realizó fue entre Saxon y Billy Roberts. Mary los presentó rápida y despreocupadamente.
—El señor Roberts… la señorita Brown. Es mi mejor amiga. Su nombre es Saxon. ¿No parece un chillido?
—A mí me suena bien —respondió Billy, con el sombrero en una mano y tendiendo la otra—. Muy complacido en conocerla, señorita Brown.
Al estrechar su mano, ella sintió las callosidades de la palma del púgil, y sus ojos, rápidamente, vieron una veintena de cosas. Lo que él vio, sobre todo, fueron los ojos de ella, que le parecieron azules. Recién mucho más tarde se dio cuenta de que eran grises. Por el contrario, desde un principio la joven observó los ojos del muchacho tal cual eran…, de un azul profundo, grandes y simpáticos, con algo de juvenil y de sombrío. Vio que miraban directamente, y eso le agradó, de la misma manera que la impresión que recibió al tocar su mano. También, pero no con mucha claridad, había observado la nariz corta y chata, el rosado de sus mejillas, el labio superior y firme, y su mirada se sintió deleitada al instante por la boca bien modelada, grande y limpia, y también por la sonrisa de sus grandes labios rojos y de sus dientes de blancura envidiable… «Un muchacho, un muchacho grande como un hombre», pensó ella. Y sonriéndose interiormente, cuando apartaron las manos se sorprendió ante un reflejo de sus cabellos cortos, crespos, arenosos, un reflejo pálido y dorado, de un color de lino que no se parecía en nada al del oro.
Era tan rubio que en seguida recordó a los personajes teatrales que había visto: Ole Olson y Yon Yonson. Pero la semejanza terminaba ahí. Sólo era el color del pelo, ya que los ojos tenían pestañas oscuras y grandes cejas, ojos nebulosos por el temperamento y no por la mirada de niño asombrado, y también adivinó inmediatamente que el traje liso y marrón que llevaba era de medida, y en seguida se dijo: «Ni un céntimo menos de cincuenta dólares». Además, no tenía nada de la timidez del inmigrante escandinavo. Al contrario, era uno de esos individuos que mostraba su elegancia muscular a pesar de las sosas vestimentas masculinas de la gente civilizada. Cada uno de sus movimientos era flexible, lento, aparentemente medido. Ella no lo notaba ni lo analizaba. Sólo veía a un hombre que tenía porte y gracia en sus movimientos. Sintió la calma y la seguridad de ser juego muscular, y también presintió el reposo y la tranquilidad tan gratos y anhelados por alguien que se pasa seis días a la semana planchando prendas almidonadas. De la misma manera que había sido agradable la sensación de la mano, también lo era ese sentimiento sutil de un cuerpo y una mente que llegaban hasta ella.
Al recoger el programa y juguetear y gastar bromas como, si fuera un hombre joven, Saxon comprendió al instante el deleite, que sentía por él. Nunca había sido tan impresionada por ningún hombre. Y se preguntaba: «¿Será éste el hombre?».
Bailaba de una manera encantadora. El goce que experimentaba era el de los buenos bailarines cuando encuentran a una buena compañera de baile. Había gracia en esa lentitud, en ciertos músculos que se desplazaban al mismo tiempo que el ritmo de la música… Nunca vacilaba, jamás lo traicionaba la indecisión. La joven echó una mirada en dirección a Bert, que danzaba pesadamente con Mary, deslizándose a lo largo del salón y chocando con las otras parejas cada vez más numerosas. Elegante a su manera, delgado y alto, sin barriga, Bert era considerado como un buen bailarín. Sin embargo, Saxon no recordaba haber sentido placer al bailar con él. Un ligero sacudimiento estropeaba su baile continuamente, algo que nunca se producía pero que siempre estaba amenazando. Era como si su mente tuviera algo espasmódico. Era demasiado rápido o parecía que esa amenaza se cernía siempre, que se adelantaba al momento preciso. Producía inquietud, desasosiego.
—Usted es un ensueño bailando —le dijo Billy Roberts—. Ya muchos me han contado cómo baila usted.
—Me encanta bailar —le respondió ella.
Pero por la manera como lo expresó, él advirtió su reticencia para hablar, y entonces bailaron en silencio, al mismo tiempo que la joven se sentía estimulada ante esa amable consideración. Y eso era algo muy raro en la vida que estaba acostumbrada a hacer. «¿Ése será el hombre?», volvió a preguntarse. Recordó lo que Mary había dicho: «Me casaría con él mañana mismo», y de pronto se encontró a sí misma cavilando sobre su casamiento con Billy Roberts al día siguiente…, en el supuesto caso que él la solicitara.
Con los ojos llenos de ensoñación que deseaban cerrarse, giraba y giraba en brazos del joven, bajo la presión dominante que la guiaba. ¡Un boxeador! Y experimentó una sensación malévola al pensar en lo que Sara podría decir si la viera en ese lugar. Pero él no era un profesional, sino integrante de un equipo.
Fue necesario hacer un paso largo, y la presión que la guiaba se hizo más firme, y entonces se sintió levantada en alto y casi arrastrada a lo largo, pero sin que sus pies calzados de terciopelo abandonaran el suelo que pisaban. Luego adoptaron un paso más corto y nuevamente dueña de sí misma, sostenida levemente por él, de tal manera que hizo posible que se miraran en los ojos, directamente, hasta que rieron y estallaron llenos de gozo. Finalmente, cuando la orquesta ejecutó los últimos acordes, también fueron aminorando la velocidad del ritmo, y la danza se desvaneció al mismo tiempo que la música dando en una vuelta prolongada que cesó justamente con el acorde final.
—Verdaderamente, tratándose de bailes, creo que hemos sido hechos el uno para el otro —le dijo él, mientras se abrían paso entre la gente para llegar hasta la otra pareja.
—Es como un sueño —respondió ella.
El tono de su voz era tan bajo que él se inclinó para escuchar, y entonces percibió el suave enrojecimiento de sus mejillas, que se comunicaba a sus ojos, cálidos y sensuales. Tomó él programa de las manos de ella, y gravemente, con rasgos enormes, escribió su nombre a través de toda la hoja.
—Ahora esto ya no tiene razón de ser —se atrevió a decir—. No hay necesidad de esto.
Lo rompió y lo echó a un lado.
—Yo y usted, Saxon, en la pieza que sigue —fue el saludo de Bert cuando ellos se acercaron—. Tú bailarás con Mary en la vuelta siguiente, Billy.
—No hay nada que hacer —dijo él en respuesta—. Saxon y yo estamos pegados hasta el fin del día.
—Ten cuidado con él, Saxon —dijo Mary, fingiendo seriedad—. Es capaz de triturarte.
—Creo que sé lo que es bueno cuando lo veo —respondió Billy con galantería.
—Lo mismo digo —asintió Saxon, apoyándolo.
—La reconocería hasta en la oscuridad —agregó el joven.
Mary los contemplaba evidentemente alarmada, y Bert dijo bien dispuesto:
—Todo lo que se me ocurre decir, es que ustedes no pierden el tiempo mientras están juntos. Pero si pueden distraer unos cuantos minutos después de dar unas vueltas más, Mary y yo nos sentiríamos halagados si comen con nosotros.
—Eso, justamente —asintió Mary.
—Déjense de hacer bromas —rió Billy al mismo tiempo que se volvía para clavar sus ojos en los de Saxon—. No les preste atención. Lo que sucede es que están fastidiados porque tienen que bailar juntos. Bert es una verdadera calamidad para el baile, y Mary tampoco es gran cosa. Vamos, que ya comienza. Los veremos después de bailar dos piezas.