—¿Escuchas, Saxon? Ven aquí. ¿Y qué sucedería si fuesen los albañiles? Allí tengo amigos que son verdaderos caballeros, al igual que tú. Vendrá la banda de Al Vista, y ya sabes que toca como el cielo. Y sobre todo a ti te gustará, que bailas…
Muy cerca de ellas, una mujer corpulenta y madura cortó las insinuaciones de la muchacha. Era una mujer de espaldas móviles, abultadas y deformes, y comenzó a agitarse convulsivamente.
—¡Dios! —gritó—. ¡Oh, Dios!
Echaba miradas salvajes hacia los costados de la habitación de paredes descoloridas, llena de calor y muy sofocante por el vapor que se escapaba de las telas mojadas, que eran alisadas por las planchas encendidas, manejadas por numerosas mujeres. Parecía un animal acorralado. Las rápidas miradas de sus compañeras de labor se clavaron en ella. Hasta ese instante habían agitado firmemente los hierros a bastante velocidad, y entonces el trabajo y la eficiencia se resintieron. El grito que había lanzado esa mujer produjo un efecto semejante a una pérdida de dinero, entre aquellas planchadoras de ropa almidonada que trabajaban a destajo.
Después de un esfuerzo visible, la muchacha se reprimió, y la plancha se detuvo sobre el vestido humedecido, de delicados volados, que estaba extendido sobre la mesa.
—¡Y suponía que ella ya lo tenía de nuevo!… ¿No creías lo mismo? —dijo la joven.
—Es una vergüenza… Es una mujer de edad y de cierta condición… —respondió Saxon, mientras alisaba el vuelo de un encaje con la plancha de rejilla. Sus movimientos eran delicados, rápidos y seguros, y aunque su rostro estaba pálido por la fatiga y el calor abrumador, sin embargo no había lentitud en el ritmo de su tarea.
—Y ella tiene siete, y dos en el reformatorio —se mofó patéticamente la otra con una voz llena de simpatía y condolencia—. Pero mañana debes venir al Weasel Park, Saxon. Los albañiles son siempre alegres: grandes forzudos y apostadores, verdaderos danzarines irlandeses…, y todo lo demás. Y el piso del pabellón es magnífico.
Pero la mujer de edad madura interrumpió nuevamente. Dejó caer la plancha sobre el talle de la falda que en ese momento tenía entre las manos, se agarró de la mesa, la sacudió al tiempo que cedían sus piernas y caderas, se agitó como una bolsa medio vacía, y el chillido prolongado se elevó en la atmósfera enrarecida de la habitación como una consecuencia lógica del acre olor a tela quemada. Las mujeres de las mesas vecinas se abalanzaron hacia la plancha encendida para salvar la tela, y sólo después hacia la mujer, al mismo tiempo que la encargada avanzaba con gesto enconado. Las mujeres que estaban más lejos continuaron con su trabajo, despreocupadamente, y sólo hubo una interrupción de un minuto en el trabajo de la sala de planchado.
—Eso es suficiente como para hacer reventar a un perro —dijo la muchacha al tiempo que descargaba la plancha sobre el pie de hierro, llena de una resolución audaz—. La vida de las muchachas que trabajan no es lo que se dice por ahí. Plantaré…, sí, eso es lo que haré.
—¡Mary! —Saxon pronunció el nombre de la otra con una voz que denotaba un profundo reproche, y dejó descansar su plancha para acentuar la reconvención, perdiendo así más de una docena de movimientos.
La otra la miró como si estuviera asustada.
—No lo dije con intención —gimoteó—. Palabra que no fue así. Nunca tomaré ese camino. Pero lo dejo a tu criterio y algún día ya verás si no te ataca los nervios. ¡Escucha eso!
La mujer que estaba sobre el suelo pataleaba con los tacones y chillaba persistente y monótonamente como si fuera una sirena mecánica. Dos mujeres la sostenían por debajo de los brazos y la arrastraban hacia un rincón. Pataleaba y chillaba mientras la llevaban a lo largo del cuarto. Se abrió la puerta y penetró un vasto rumor de máquinas. El pataleo y los chillidos quedaron sepultados debajo el estrépito. La puerta se cerró inmediatamente. De todo aquel suceso sólo quedaba el olor a tela quemada que llenaba pesadamente todo el ambiente.
—Esto enferma —dijo Mary.
Y a partir de ese instante, y durante largo tiempo, las planchas se elevaban y descendían, y no retardaron más el ritmo de la labor. La encargada rondaba por todos lados, atenta a cualquier nuevo estallido de nervios o de histeria. De vez en cuando alguna planchadora perdía el ritmo, hacía una pausa o suspiraba, e inmediatamente reanudaba el trabajo dando la sensación de hallarse verdaderamente cansada. El largo día de verano se desvanecía, pero el calor no disminuía, y el trajín prosiguió bajo el duro brillo de la luz eléctrica.
A eso de las nueve de la noche una de las mujeres se disponía a regresar a su hogar. La montaña de almidón de planchar había sido saqueada, salvo algunos restos que quedaban aquí y allá, sobre las mesas; donde las planchadoras seguían trabajando.
Saxon terminó antes que Mary, y al salir se detuvo frente a la mesa de aquélla.
—Es noche de sábado y ya se fue otra semana más —dijo la que quedaba, con un tono apesadumbrado. Sus mejillas jóvenes estaban pálidas y hundidas; sus ojos negros, sombreados de azul, cansados—. ¿Cuánto crees que has hecho, Saxon?
—Doce y un cuarto —fue la respuesta. En la voz había un dejo de orgullo—. Y hubiera trabajado más si no fuese por ese montón de almidonadoras.
—Oh, y yo que pensaba ganarte —la felicitó Mary—. De verdad que te apuras bastante, simplemente lo devoras todo. Yo…, apenas si tengo diez y medio, y todo esto durante una semana dura… Te veré en la Cuarenta y Nueve. Ahora es seguro. Daremos unas cuantas vueltas por allá hasta que comience el baile. Algunos de mis caballerescos amigos andarán por allí durante la tarde.
A dos cuadras del lavadero; debajo del arco voltaico de la luz eléctrica, se destacaba el contorno de un conjunto de guapos que estaban estacionados en la esquina. Saxon apuró el paso. Inconscientemente su rostro se contrajo y el cuerpo se endureció al pasar por allí. No llegó a escuchar los comentarios, pero las groseras risotadas hicieron que los adivinara, y entonces se le encendieron las mejillas, llena de resentimiento. Dos cuadras más arriba, se volvió hacia la izquierda, y en seguida hacia la derecha, y avanzó a través de la noche que era cada vez más fresca. A los costados se erguían las casas de madera de los trabajadores, que parecían desvencijadas por el tiempo. La pintura era horrible por el polvo acumulado durante años y años. Sólo eran notables por su fealdad y su aspecto ordinario.
A pesar de la oscuridad no se equivocó, y recibió la bienvenida de la puerta rechinante y hundida del frente de la casa, que era muy familiar para ella. Avanzó por el estrecho pasillo hacia los fondos y caminó sin pisar en falso, aunque conscientemente no pensaba en nada mientras avanzaba. Entró en la cocina donde oscilaba la luz de un pico de gas solitario. Lo abrió hasta el máximo. Era un recinto pequeño, y no estaba desordenado simplemente porque no había muebles. El yeso del cielo raso, descolorido por el vapor de los alimentos, estaba cruzado por grietas producidas durante el gran terremoto, la primavera pasada. El piso tenía hendiduras, grandes huecos, y estaba desnivelado; la parte exterior del horno, completamente deshecha, había sido reparada por medio de una lata vacía de cinco galones, fijada con ayuda de un martillo. Una pileta, un soporte para las toallas, varias sillas y una mesa de madera completaban el ambiente. Al acercar una silla a la mesa, debajo de sus pies crujió una cáscara de manzana. Sobre el hule estaba la cena. Quiso probar los porotos fríos y cubiertos de grasa, pero tuvo que renunciar a hacerlo y se contentó con una rebanada de pan con manteca.
La vacilante casa se conmovió bajo el peso de unos pies que caminaban sin ninguna altanería. Por la puerta interior entró Sara. Era de edad mediana, tenía el pecho hinchado, los cabellos alisados, y el rostro parecía preocupado y petulante.
—¡Oh, eres tú! —saludó gruñendo—. Simplemente, no pude mantener las cosas calientes. ¡Qué día! Casi me muero de calor. El pequeño Henry se cortó un labio terriblemente. El doctor le dio cuatro puntadas.
Se acercó más aún y permaneció rígida e imponente junto a la mesa.
—¿Qué pasa con los porotos? —le dijo severamente.
—Nada, sólo que… —Saxon ahogó un suspiro y evitó de esa manera el estallido que se avecinaba—. Sucede que no tengo apetito.
Con resolución probó apenas un sorbo de té frío. Parecía ácido por el tiempo que ya llevaba preparado. Lo tragó rápidamente, bebiendo el resto de la taza ante la mirada de su cuñada. Se secó los labios con un pañuelo y se puso de pie.
—Me parece que me voy a la cama.
—Me asombra que no concurras a un baile —se mofó Sara—. Resulta cómico que todas las noches regreses muerta de cansancio, y sin embargo siempre puedes bailar hasta horas increíbles.
Saxon quiso responderle en seguida. Apretó los labios pero no se pudo contener y, perdiendo el dominio de sí misma, estalló:
—¿Nunca fuiste joven?
Sin esperar la respuesta se volvió hacia su dormitorio que se abría directamente sobre la cocina. Era una habitación reducida de ocho pies por doce. El terremoto había dejado sus señales en el cielo raso. El mobiliario estaba formado por una cama y una silla de pino ordinarias y una cómoda muy antigua. Durante toda su vida había conocido esa cómoda. Se hallaba entrelazada con sus primeros recuerdos. Sabía que ese mueble había acompañado a sus gentes en la travesía de las llanuras y sobre una barcaza. Era sólida, de caoba. Uno de los costados estaba roto y mostraba resquebrajaduras por un vuelco de carretera, cuando lo transportaban hacia Rock Canyon. Tenía una perforación de bala que había sido taponada, y que decía bien a las claras de las luchas con los indios en Little Meadow. La madre le había contado todo eso. También le dijo que ese mueble había llegado de Inglaterra, aún antes de la fecha del nacimiento de Jorge Washington.
Encima de la cómoda había un espejo pequeño y, encajados en marcos, retratos de hombres y de mujeres jóvenes que parecían grupos de una fiesta campestre: tenían los sombreros echados hacia atrás y los mozos rodeaban con sus brazos a las muchachas. Más lejos colgaba un calendario. Sobre las paredes había numerosos anuncios comerciales y en colores; y también dibujos arrancados de revistas. La mayor parte de los dibujos eran de caballos. De la cocina de gas colgaba un montón de programas de bailes llenos de marcas.
Saxon comenzó a despojarse del sombrero, pero bruscamente se sentó sobre la cama. Estaba sollozando muy suavemente, como si temiera algo, cuando la puerta, que estaba apenas cerrada, se abrió sin producir ningún ruido y la joven se sorprendió al escuchar la voz de su cuñada.
—¿Qué te pasa, ahora? Si es por los porotos …
—No, no —respondió Saxon atropellándose al hablar—. Lo que sucede es que estoy cansada, eso es todo, y además tengo los pies doloridos. No tengo apetito, Sara. Estoy rendida, simplemente.
—Si estuvieras en esta casa —le respondió— cocinando, horneando, lavando y teniendo que enfrentar a todo lo que hay aquí, entonces sería razonable que te sintieras cansada. Y tendrías más de un disgusto. Pero no tienes más que esperar —estalló Sara—. Aguarda, simplemente, y algún día serás lo bastante necia como para casarte, igual que yo, y entonces recibirás tu pago…, y todo será hijos y más hijos, y ya no habrá más bailes, ni medias de seda, ni tres pares de calzado al mismo tiempo. Tendrás una fiesta…, y nadie se ocupará de tu personita…, y tampoco habrá jóvenes encanallados que te echen miraditas y que te digan los lindos, ojos que tienes. ¡Bah!, algún hermoso día de tu vida agarrarás a alguno de ésos, y entonces, cuando se presente la ocasión, quizás muestres un ojo negro para variar.
—No digas eso, Sara —protestó Saxon—. Mi hermano nunca puso las manos encima tuyo. Lo sabes bastante bien.
—Da lo mismo. Nunca tuvo la desvergüenza de hacerlo. De cualquier manera es de mejor clase que esa turba de guapos con quienes tú te juntas, aunque no gane lo bastante para darle a su mujer tres pares de zapatos a la vez. Igualmente, lucha y se porta mejor que esa banda de canallas; y ninguna mujer decente lo golpearía por un par de zapatos. No puedo entender cómo es que no has tenido ningún tropiezo durante este tiempo. Quizás la nueva generación sea más inteligente en estas cosas…, no sé. Pero lo que sé bien es que una mujer que tiene tres pares de zapatos no piensa en otra cosa que en su placer, y puedo asegurarte que lo obtendrá. Cuando yo era muchacha esas cosas no ocurrían. Mi madre me hubiera sacado el cuero si hubiese hecho las cosas que haces tú. Y estaba en lo cierto, de la misma manera que es malo todo lo que pasa ahora en el mundo. Mira a tu hermano, rondando los mitines socialistas, mascando aire caliente, pagando cuotas extras por una huelga de la unión obrera, que es lo mismo que parí quitado de la boca de sus hijos, en vez de quedar bien con sus patrones. Porque con las cuotas que paga podría hasta tener diecisiete pares de zapatos, si yo fuese tan deschavetada como para quererlos. Recuerda lo que te digo: algún día él tendrá lo que se merece y entonces ¿qué haremos nosotros? ¿Qué haré con cinco bocas para alimentar y sin ninguna entrada?
Hizo una pausa, casi sin aliento; pero ya estaba impaciente por volver a empezar.
—Oh, Sara, ¿no quieres cerrar la puerta? —le rogó Saxon.
La puerta fue cerrada con violencia y, de inmediato, Saxon comenzó a sollozar nuevamente. Pudo escuchar cómo su cuñada daba vueltas pesadamente en la cocina y hablaba en voz alta consigo misma.