l regresar por las calles de la ciudad, oscuras pero no del todo silenciosas, inquieto, como si oyera corretear ratas en una casa abandonada, Hugo Berengario se acercó con su flaco caballo tordo a fray Cadfael y adaptó el paso de su montura al del monje, ignorando la cercanía y los atentos oídos de fray Jerónimo como si no existieran. Delante de ellos, el abad Heriberto y el prior Roberto conversaban en voz baja, preocupados por una vida que peligraba sin que ellos pudieran intervenir. Dos jóvenes gravemente enemistados se habían comprometido a luchar en un combate a muerte. Una vez aceptadas las condiciones, ya no podían echarse atrás. El que perdiera sería juzgado por el cielo. Si sobreviviera a la espada, le esperaría la horca.
—Podéis llamarme insensato, si os tranquiliza —dijo Hugo Berengario.
En su voz aún se advertía un leve tono de chanza, pero Cadfael no se llamó a engaño.
—Soy el menos indicado para reprenderos, compadeceros o incluso lamentar lo que habéis hecho —dijo.
—¿Como monje? —preguntó una leve voz en la que un oído atento hubiera percibido el eco de una sonrisa.
—¡Como hombre! ¡Que el diablo os lleve!
—Fray Cadfael —dijo Hugo Berengario en tono extremadamente afectuoso—, os aprecio de veras. Y sabéis muy bien que hubierais hecho lo mismo en mi lugar.
—¡No es cierto! ¡Jamás hubiera hecho tal cosa, basándome exclusivamente en las conjeturas de un viejo insensato al que apenas conociera! ¿Y si me hubiera equivocado?
—¡Ah, pero no os equivocasteis! Él es el hombre…, asesino por partida doble, ya que entregó a la muerte al pobre hermano de Aline con la misma vileza con que estranguló a Faintree. Recordad que no hay que decirle a Aline ni una sola palabra sobre el asunto hasta que todo haya terminado… de una u otra manera.
—Ni una sola palabra, a menos que ella hable primero. ¿Creéis acaso que la noticia no ha corrido a esta hora por toda la ciudad?
—Lo sé, pero rezo para que ella esté profundamente dormida y no se entere de nada hasta que mañana acuda a misa mayor a las diez. Para entonces, ¿quién sabe?, es posible que ya tengamos la respuesta a todo.
—¿Y vos —preguntó ácidamente fray Cadfael, dando rienda suelta al dolor que sentía—, os vais a pasar la noche en vela de rodillas, agotándoos antes de salir mañana al campo?
—No soy tan tonto como para eso —contestó Hugo Berengario, agitando un dedo en gesto de amonestación—. ¡Vergüenza, Cadfael! ¿Vos, un monje, no confiáis en que Dios haga justicia? Me iré a la cama, procuraré dormir y mañana me levantaré descansado para el combate. Imagino que insistiréis en ser mi representante y defensor ante el cielo.
—No —reconoció Cadfael a regañadientes—, me iré a dormir y sólo me levantaré cuando toque la campana. ¿Tendría yo menos fe que un desvergonzado pagano como vos?
—¡Así me gusta, mi Cadfael! Aun así —admitió Berengario—, no estaría de más que durante el rezo de maitines y laudes musitarais una o dos palabras a Dios en mi nombre, si fuerais tan amable. Si a vos os presta oídos sordos, sería inútil que los demás nos estropeáramos las rodillas.
Inclinándose desde su alto caballo para apoyar ligeramente la mano sobre la ancha tonsura de Cadfael a modo de bendición, el joven espoleó su cabalgadura y se adelantó al trote, pasando junto al abad con una respetuosa reverencia hasta que se perdió en el curvado descenso del Wyle.
Fray Cadfael se presentó ante el abad inmediatamente después de prima. Heriberto no pareció muy sorprendido de verle ni de oír la petición que le hizo.
—Padre abad, estoy empeñado con el joven Hugo Berengario en esta causa. Las averiguaciones que llevaron a las pruebas en que se basa la acusación, son obra mía. Y, aunque él haya decidido asumir en solitario la causa y rechazado mi participación en ella, no estoy tranquilo. Pido licencia para someterme a juicio con él de la mejor manera que pueda. Tanto si puedo ayudarle como si no, tengo que estar allí. No puedo volverle la espalda a un amigo que ha hablado en mi nombre.
—Yo también estoy preocupado —reconoció el abad, suspirando—. A pesar de todo lo que ha dicho el rey, pido a Dios que este juicio no termine en muerte —y yo, pensó tristemente Cadfael, no me atrevo a pedir eso siquiera, dado que el objeto de esta contienda es obligar a una boca a callar para siempre—. Decidme —añadió Heriberto—, ¿es cierto que Courcelle mató al pobre muchacho que enterramos en la iglesia?
—Completamente cierto, padre. Sólo él estaba en posesión de la daga y sólo él pudo dejar la pieza rota a su espalda. Es una clara contienda entre el bien y el mal.
—Id, pues —dijo el abad—. Os dispenso de todas vuestras obligaciones hasta que este asunto haya terminado.
En más de una ocasión, semejantes combates se prolongaban durante todo el día hasta que ninguno de los contendientes podía ver ni sostenerse en pie ni luchar. De tal forma, al final uno de ellos se desplomaba al suelo y moría desangrado. Cuando las armas se rompían, tenían que seguir luchando con las manos, los dientes y los pies hasta que uno de los contendientes se derrumbaba y suplicaba cuartel, aunque muy pocos lo hacían ya que equivalía a una derrota y a una sentencia divina y, por consiguiente, a una muerte todavía más vergonzosa en la horca. Una desdichada situación que no merece ser considerada como el juicio de Dios, pensó Cadfael, levantándose los faldones del hábito mientras salía de la caseta de vigilancia con el corazón en un puño. En aquel caso, sin embargo, la denominación parecía bastante adecuada y bien pudiera ser que al final se escuchara el veredicto del cielo. ¿Y si yo tuviera tanta fe como él?, pensó el monje. ¡No sé si habrá podido dormir bien! Curiosamente, estaba dispuesto a creer que sí. Él, por su parte, tuvo un sueño muy agitado.
Se había llevado la daga de Gil Siward a la celda, junto con el topacio, tras prometerle al pequeño pescador que se la devolverían o recibiría una justa recompensa. Todavía no había llegado el momento de hablar con Aline. Eso tendría que esperar hasta más tarde. En caso de que todo saliera bien, el propio Hugo Berengario se la devolvería. Y, en caso de que no… Pero no quería pensar en semejante posibilidad.
Lo malo que tengo, pensó con tristeza, es que llevo en este mundo el tiempo suficiente como para saber que los planes de Dios con respecto a nosotros, por infaliblemente buenos que sean, no siempre asumen la forma que esperamos y exigimos. En mi viejo corazón hay una inmensa capacidad de rebeldía presta a manifestarse si Dios, por muy perfectos que sean los fines, decide llevarse de este mundo a Hugo Berengario y dejar en él a Adam Courcelle.
Al otro lado de la puerta norte de Shrewsbury, la barbacana del castillo albergaba un pequeño suburbio de casas y tiendas que pronto daba paso a unos prados a ambos lados del camino. El río discurría entre serpenteantes meandros en ambas orillas más allá de los campos de labor, y, en el prado del primer nivel a la izquierda, los mariscales del rey habían delimitado un gran cuadrado de tierra rodeada por sus cuatro lados por una fila de flamencos con las lanzas sostenidas al través para impedir el paso a cualquier espectador que pretendiera acercarse demasiado y también para impedir la huida de cualquiera de los dos contendientes. En una elevación del terreno más allá del cuadrado se había dispuesto una gran silla para el rey en medio de un espacio vacío reservado a la nobleza. Los otros tres lados ya estaban abarrotados de gente. La voz había corrido por Shrewsbury como el viento entre las hojas. Lo más sorprendente era el silencio. Todos quienes se apiñaban alrededor del cuadrado de lanzas debían de estar hablando, pero en murmullos tan bajos que la suma de las voces no hubiera superado el zumbido de un enjambre de abejas bajo el sol.
La oblicua luz matinal arrojaba sombras alargadas y suaves sobre la hierba, y el cielo estaba velado por una fina bruma. Cadfael se detuvo junto al lugar donde los guardias mantenían un camino abierto para la procesión que ya estaba acercándose desde el castillo. De repente, la arcada de la puerta fortificada del castillo se iluminó con los destellos del acero y el brillo de los vistosos colores de los ropajes. El rey Esteban, alto, rubio como el lino y más apuesto que nunca, ya se había resignado a la circunstancia que amenazaba con privarle de uno de sus mejores oficiales, pese a lo cual no estaba dispuesto a hacer la menor concesión que pudiera prolongar la contienda. A juzgar por la expresión de su rostro, no habría pausas de descanso ni se impondrían limitaciones a los posibles actos de barbarie. Quería que todo terminara cuanto antes. Los barones, caballeros y clérigos que le acompañaban se comportaban con la mayor discreción, dispuestos a tomar el relevo en cualquier momento.
Los contendientes aparecieron inmediatamente después del séquito real. Cadfael observó que no llevaban escudos ni cotas de malla, sólo la simple protección del cuero. Sí, el rey deseaba un final rápido; nada de pasarse todo el día atacando y esquivando hasta que ninguno de los dos pudiera levantar tan siquiera una mano. A primera hora de la mañana del día siguiente, el grueso del ejército se pondría en marcha para reunirse con la vanguardia, sin que en ello influyera para nada el resultado de aquella lucha. Además, Esteban tenía asuntos que resolver antes de la partida. Berengario primero, por ser el acusador, hincó la rodilla ante el rey e hizo una reverencia, levantándose de inmediato para entrar en el cuadrado a través de la hilera de lanzas. Fue entonces cuando vio a Cadfael, un poco apartado. En su rostro severo y tenso, los ojos negros miraron al monje con expresión risueña.
—Sabía que no me fallaríais —dijo el joven.
—Procurad no fallarme vos a mí —replicó Cadfael, enfurruñado.
—No temáis —dijo Hugo—. Estoy tan purificado como un cordero pascual —su voz sonaba serena y tranquila—. Estoy más preparado que nunca. Y vuestro brazo secundará el mío.
En cada uno de los golpes, pensó Cadfael con impotencia, dudando que los tranquilos años pasados en el claustro desde que tomara la cogulla hubieran transformado su espíritu antaño turbulento, insubordinado e incorregiblemente temerario. Sintió que le hervía la sangre como si fuera él quien tuviera que entrar en liza.
Courcelle se levantó tras haberse arrodillado ante el rey y se dirigió hacia el cuadrado. Ambos contendientes se situaron en esquinas contrarias mientras Prestcote, con su vara de mariscal levantada, se situaba entre ambos, mirando al rey a la espera de su señal. Un heraldo proclamó la acusación, el nombre del retador y la refutación del acusado. La multitud osciló hacia uno y otro lado, emitiendo un rumor semejante a un prolongado suspiro que se propagó a todo el campo. Cadfael vio el rostro de Hugo con toda claridad. Ahora el joven no sonreía sino que mantenía los ojos firmemente clavados en su adversario.
El rey contempló la escena y levantó la mano. La vara descendió y Prestcote se apartó hasta el borde del cuadrado mientras los contendientes avanzaban para enfrentarse.
A primera vista, el contraste era extremadamente marcado. Courcelle era casi el doble de corpulento que su adversario, le doblaba casi la edad, y la estatura y el peso estaban de su lado. Por otra parte, su habilidad y experiencia eran indudables. La rubicundez de su rostro y su impresionante figura hacían que por contraste Berengario pareciera un endeble jovenzuelo, cuyo ligero peso tal vez le prestaría más agilidad y velocidad en la lucha. Sin embargo, pronto pudo comprobarse que Courcelle era también muy rápido en el movimiento de pies. Al primer encontronazo de acero contra acero, Cadfael sintió que su propio brazo y su muñeca descargaban el golpe y se movían al compás del gesto que hizo Berengario para esquivar la respuesta del contrincante. El movimiento dejó al joven de cara al arco de la puerta de la ciudad.
En aquel hueco negro apareció de pronto una joven corriendo con la velocidad con que la golondrina surca el aire, en un revuelo de blanco y negro, envuelta en una nube de cabello dorado. Corría, sosteniéndose las faldas con las manos casi a la altura de las rodillas, seguida por otra joven casi sin resuello a causa del esfuerzo. Constanza estaba gastando el poco aliento que le quedaba en llamar a gritos a su señora, implorándole que se detuviera y no se acercara más. Pero Aline no le contestó sino que siguió corriendo hacia donde sus dos galanes pretendían matarse mutuamente. No miraba a derecha ni a izquierda, sólo estiraba el cuello para conseguir ver algo por encima de las cabezas de la multitud. Cadfael se acercó inmediatamente a ella. Aline le reconoció y se arrojó en sus brazos.
—Pero ¿qué es esto, fray Cadfael? ¿Qué ha hecho él? ¡Y vos lo sabíais, lo sabíais y no me advertisteis! Si Constanza no hubiera ido a la ciudad a comprar harina, no me hubiera enterado…
—No deberíais estar aquí —contestó Cadfael, apretándola, temblorosa y jadeante, contra su corazón—. ¿Qué podéis hacer? Prometí no deciros nada, él no lo quería. No debéis contemplar esto.
—¡Pero yo quiero! —replicó ella con vehemencia—. ¿Pensáis que obedeceré y me iré, dejándole en estas circunstancias? Decidme tan sólo —añadió con voz suplicante—: ¿Es cierto lo que dicen…, que él acusó a Adam de haber matado a aquel joven? ¿Y que la daga de Gil es la prueba?
—Es cierto —contestó Cadfael.
Aline estaba contemplando por encima del hombro de Cadfael el cuadrado de tierra donde las espadas entrechocaban y silbaban en el aire.
—¿Y la acusación… también es cierta? —preguntó, mirando a Cadfael con sus grandes ojos color amatista.
—También.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la joven con temerosa fascinación—. Y él es tan delgado…, ¿cómo podrá resistirlo? El otro es el doble de alto… ¿Cómo se atrevió a intentar resolver la cuestión de este modo? Oh, fray Cadfael, ¿cómo pudisteis permitírselo?
Por lo menos, pensó Cadfael, curiosamente tranquilizado, ahora sé cuál de los dos es «él», sin necesidad de que me diga su nombre. No estuve seguro hasta ahora, y puede que ella tampoco lo estuviera.
—Si alguna vez conseguís evitar que Hugo Berengario haga lo que se ha propuesto hacer, venid a explicarme cómo lo lograsteis. ¡Aunque dudo mucho que yo pudiera utilizar los mismos medios! Ha elegido este camino, hija mía, y tenía sus razones, muy buenas, por cierto. Y vos y yo tenemos que aceptarlas.
—Pero nosotros somos tres —dijo la joven con ardor—. Si le respaldamos con nuestra presencia, le daremos fuerza. Puedo rezar y mirar, y pienso hacerlo. ¡Venid conmigo! Quiero acercarme. ¡Necesito verle! —añadió, abriéndose paso hacia los lanceros que rodeaban el cuadrado.
—Creo —dijo Cadfael— que sería mejor que no os viera. ¡Ahora, no!
Aline soltó una carcajada amarga.
—Ahora no podría verme —dijo—, a no ser que me interpusiera entre las espadas, cosa que haría con sumo gusto si me dejaran… ¡No! No lo haría. Sé que a él no le gustaría. Sólo puedo mirar.
El destino de las mujeres en un mundo dominado por los hombres, pensó Cadfael tristemente, aunque en realidad no es un papel tan pasivo como parece. Después la acompañó a una ligera elevación del terreno desde la que podría contemplar, con el rostro enmarcado por el fulgor de su cabello dorado iluminado por el sol, la mortal concentración de Hugo Berengario, cuya espada estaba levemente manchada de sangre en la punta tras haber arañado ligeramente la mejilla de Courcelle; en su manga izquierda se veía un poco de sangre debajo del cuero.
—Está herido —susurró Aline, cubriéndose la boca con el puño para ahogar un grito y mordiéndose los nudillos para guardar el silencio prometido.
—No es nada —contestó Cadfael, muy tranquilo—. Es más rápido que el otro. ¡Fijaos en ese quite! Aunque parezca frágil, tiene una muñeca de acero.
—Le quiero —dijo Aline en un suave y deliberado susurro, apartándose momentáneamente el puño de la boca—. No lo supe hasta ahora, ¡pero le quiero!
—Y yo también, hija mía —dijo Cadfael—, ¡yo también!
Los contendientes llevaban dos horas en liza sin una sola pausa de descanso. El sol les quemaba con sus rayos y ambos sufrían, pero seguían adelante, conservando sus fuerzas todavía intactas. Ahora, cuando se miraban a los ojos entre las espadas cruzadas, ya no había inquina personal entre ambos sino tan sólo un inflexible propósito; por una parte, el de demostrar la verdad y, por la otra, el de refutarla y, en ambas partes, mediante el único recurso que les quedaba: la muerte del contrincante. Ambos habían averiguado para entonces, por si aún tenían alguna duda, que, a pesar de las visibles ventajas de uno de ellos, estaban muy igualados en la contienda y tenían casi la misma habilidad y la misma velocidad: el peso de la verdad les equilibraba. Ambos sangraban de pequeñas heridas y la hierba aparecía manchada de sangre aquí y allá.
Era casi mediodía cuando Berengario, arremetiendo con fuerza, empujó a su adversario y vio que su pie resbalaba sobre la tierra reseca por el caluroso verano. Courcelle trató de esquivar el golpe, cayó y levantó el brazo, cosa que en la siguiente acometida Hugo aprovechó casi para arrancarle la espada de la mano, dejándole tendido de lado sobre la cadera con sólo una empuñadura sin hoja. El ahora inútil acero fue a caer muy lejos.
Berengario retrocedió de inmediato, permitiendo que su enemigo se levantara, apoyó la punta de su arma en el suelo y miró a Prestcote, que estaba atento al rey, en espera de su decisión.
—¡Que siga el combate! —dijo lacónicamente Esteban.
Su cólera no se había disipado.
Berengario clavó oblicuamente la espada en la tierra y se secó el sudor de la frente y los labios. Courcelle se levantó despacio, contempló la inservible empuñadura que sostenía en la mano y suspiró profundamente antes de arrojarla al suelo con rabia. Berengario miró al rey, frunciendo el ceño, y se apartó dos o tres pasos como para reflexionar. El rey no hizo ningún otro movimiento, aparte un desmañado gesto que expresaba su deseo de que la lucha se reanudara. Berengario se acercó al borde del cuadrado, arrojó su espada entre las lanzas inclinadas de los flamencos y se sacó lentamente la daga que llevaba en el cinto.
Courcelle tardó un poco en comprender el gesto, pero adquirió renovada confianza al darse cuenta del regalo que le ofrecían.
—¡Vaya, vaya! —dijo el rey Esteban por lo bajo—. ¿Quién sabe? Tal vez me equivoqué al juzgar quién era el mejor.
Ahora, armados tan sólo con puñales cortos, los contendientes tendrían que luchar cuerpo a cuerpo. El alcance vale mucho, incluso cuando se combate con puñales, y el que Courcelle se sacó del cinto era más largo que el decorativo juguete que Hugo Berengario sostenía en la mano. El rey Esteban contempló la escena con renovado interés y, poco a poco, se desvaneció la irritación que sentía por el hecho de verse obligado a presenciar aquella contienda.
—¡Está loco! —gimió Aline contra el hombro de Cadfael, inclinándose hacia adelante con los labios fruncidos y las ventanas de la nariz dilatadas, tal como seguramente solían hacer sus belicosos antepasados—. Tenía licencia para matarle a su antojo. Oh, está completamente loco. ¡Y yo le quiero mucho!
La bárbara danza continuó mientras el sol en su cénit acortaba las sombras de los adversarios hasta que ambos avanzaron, retrocedieron y esquivaron los golpes en la negra esfera de sus propios cuerpos mientras el calor ardiente les azotaba implacablemente las cabezas y sudaban a mares en el interior de sus arneses de cuero. Berengario actuaba ahora a la defensiva porque su arma era más corta y ligera. Courcelle le atacaba sin piedad, consciente de su ventaja. Sólo la rapidez de su mano y su vista salvaron a Berengario de los repetidos ataques. Su agilidad aún le permitía retroceder ante cada acometida, pero estaba empezando a fatigarse y sus movimientos ya no eran tan firmes ni sus apreciaciones tan precisas y seguras como al principio. En cambio, Courcelle, quizá porque se había dado cuenta o porque había sacado fuerzas de flaqueza en un desesperado intento de terminar cuanto antes, parecía haber recuperado todo su ímpetu y fogosidad. La sangre bajaba por la mano derecha de Berengario, mojando la empuñadura de su daga y dejándola resbaladiza en su palma. Los desgarrones de su manga izquierda se agitaban al viento y le impedían concentrarse. Se adelantó varias veces y consiguió herir levemente a su adversario, pero tanto la longitud de la hoja como la de su brazo jugaban en contra suya. Trató obstinadamente de recuperar fuerzas mediante constantes retiradas, hasta que los enfurecidos ataques de Courcelle empezaron a menguar, tal como era previsible.
—¡Oh, Dios mío! —gimió Aline en un débil susurro—. Ha sido demasiado generoso, ha desperdiciado su vida… ¡Ese hombre está jugando con él!
—Ningún hombre puede jugar impunemente con Hugo Berengario —dijo Cadfael—. Está más descansado que el otro. Courcelle no hace más que un vano intento de terminar, pero no podrá mantener el ritmo mucho tiempo.
Paso a paso, Hugo Berengario retrocedió, pero justo lo suficiente como para esquivar el puñal de su contrincante. Paso a paso, en una serie de violentas acometidas, Courcelle le persiguió como si quisiera acorralarle en una esquina del cuadrado, pero en el último momento erró en sus apreciaciones, o tal vez gracias a su agilidad Hugo Berengario consiguió zafar la encerrona. La implacable persecución prosiguió a lo largo de la fila de lanceros, sin que Berengario pudiera escapar hacia el centro del cuadrado y sin que Courcelle pudiera romper su defensa ni evitar el vacilante avance hacia la otra esquina del cuadrado.
Los flamencos permanecían inmóviles como rocas, dejando que el combate, como una lenta marea, fluyera dolorosamente delante de ellos. Cerca del punto medio de uno de los lados del cuadrado, Courcelle retrocedió de repente y, arrojando el puñal sobre la hierba, se inclinó, lanzando un áspero grito de triunfo. Introdujo la mano entre las lanzas de los flamencos y se incorporó blandiendo la espada que Hugo Berengario había desechado una hora antes, en gesto de gracia hacia él.
Hugo no se había dado cuenta de que se encontraban en aquel preciso lugar y tanto menos de que Courcelle le había conducido deliberadamente hasta allí. Una mujer gritó entre la multitud. Courcelle se estaba incorporando espada en mano y sus ojos miraban exultantes a su adversario. Pero aún no había recuperado totalmente el equilibrio cuando Hugo Berengario se abalanzó sobre él como un tigre. Un segundo más hubiera sido demasiado tarde. Cuando la espada ya estaba en alto, Berengario se lanzó con todo su peso contra el pecho de Courcelle, y, sin soltar la daga, rodeó con el brazo derecho el cuerpo de su enemigo, y agarró con la mano izquierda la muñeca cuya mano blandía la amenazadora espada. Por un momento, ambos forcejearon afanosamente y al final cayeron juntos al suelo, enzarzados en una encarnizada lucha cuerpo a cuerpo a los pies de los indiferentes flamencos.
Aline apretó los dientes para ahogar un segundo grito y se cubrió los ojos, pero inmediatamente volvió a abrirlos.
—No, quiero verlo todo, debo hacerlo… ¡Lo resistiré! ¡No quiero que se avergüence de mí! Oh, Cadfael…, Cadfael… ¿Qué ocurre?… No veo nada…
—Courcelle ha recuperado la espada, pero no ha tenido tiempo de atacar. Esperad, ahora uno de ellos se levanta…
Ambos habían caído juntos, pero sólo uno se levantó, perplejo y aturdido. El otro estaba inmóvil a sus pies, con los brazos abiertos sobre la hierba, y, en el lugar donde yacía inmóvil con los ojos abiertos al resplandor del sol, una lenta corriente color rojo manaba de su cuerpo y, poco a poco, iba formando un charco oscuro a su alrededor.
Hugo Berengario contempló la sangre, miró la daga que sostenía en la mano y sacudió la cabeza sin comprenderlo. Estaba muy cansado y sorprendido ante aquel brusco e inexplicable final. Apenas si había una gota de sangre fresca en la hoja de su puñal, y la mano derecha de Courcelle sostenía todavía la espada, inocente de su muerte. Y, sin embargo, la vida de su adversario se extinguía poco a poco sobre la tupida hierba. ¿Qué clase de siniestro milagro era aquél, que mataba sin dejar manchas de sangre en las armas?
Hugo se agachó y levantó el cuerpo inerte por el hombro izquierdo para ver de dónde salía la sangre; y allí, profundamente clavado en el coleto de cuero, vio el puñal que Courcelle había arrojado al suelo para recoger la espada. Al parecer, la empuñadura se había alojado en la hierba junto a la bota de uno de los flamencos. La acometida de Hugo empujó a su adversario sobre la hoja del puñal y, en medio del ardor de la lucha, ésta se clavó en la espalda de su dueño.
O sea que yo no lo he matado, pensó Berengario. Le han matado sus propias artimañas. Estaba demasiado agotado como para saber si se alegraba o lo lamentaba. Cadfael estaría finalmente satisfecho. Nicolás Faintree había sido vengado y se había hecho justicia. Su asesino había sido acusado públicamente y el cielo había aprobado públicamente la acusación. El asesino acababa de exhalar el último suspiro.
Berengario se inclinó y recuperó su espada, que abandonó la mano del muerto sin la menor resistencia. Volviéndose despacio, el joven la levantó en gesto de saludo ante el rey y se alejó renqueando hacia uno de los lados del cuadrado de lanzas, las cuales se apartaron en silencio abriéndole paso mientras unos hilillos de sangre se escapaban de los numerosos cortes que tenía en la mano y el antebrazo.
Cuando había avanzado unos pasos sobre el césped en dirección al rey, Aline se arrojó en sus brazos y le estrechó con tanto fervor que repentinamente le devolvió las fuerzas. Mientras su cabello dorado se derramaba por sus hombros y su pecho, la joven levantando hacia él un rostro exultante y tan cansado como el suyo, y le llamó por su nombre:
—Hugo…, Hugo… —dijo, acariciando con ternura las heridas de su mejilla, su mano y su muñeca—. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué? ¿Por qué? Ahora ambos estamos vivos otra vez… ¡Bésame!
Berengario la besó mientras ella se estremecía en sus brazos sin dejar de acariciarle con amorosa ternura.
—Ya basta, amor mío —dijo Berengario, algo más tranquilo—, o regáñame si quieres porque, como sigas así, soy hombre perdido. No puedo permitirme el lujo de desmayarme todavía, el rey me espera. Ahora, si de veras eres mi dama, préstame el brazo para que me apoye y acompáñame como una buena esposa, si no quieres que me caiga a sus pies.
—¿De verdad soy tu dama? —preguntó Aline, ansiosa, como todas las mujeres, de garantías en presencia de testigos.
—¡Pues, claro! ¡Ahora es demasiado tarde para que te arrepientas, corazón mío!
Aline estaba a su lado, tomándole firmemente del brazo, cuando Berengario se presentó ante el rey.
—Alteza —dijo Hugo en medio de una exaltación no empañada por el cansancio ni las heridas—, espero haber demostrado la verdad contra las afirmaciones de un asesino, y espero contar con vuestro apoyo y vuestra aprobación.
—Vuestro adversario —dijo Esteban— la ha demostrado con creces en vuestro nombre. Pero lo que vos me habéis demostrado redundará también en vuestro beneficio —añadió, contemplando, asombrado y divertido, aquella inesperada aparición de dos enamorados—. Me habéis privado de un valeroso alguacil de este condado, dejando aparte lo que había hecho y lo marrullero que era en el combate. Podría vengarme, obligándoos a ocupar el puesto que él ha dejado vacante. Sin que ello os exija abandonar vuestros castillos y vuestros derechos de guarnición en nuestro nombre. ¿Qué decís a eso?
—Con la venia de Vuestra Alteza —contestó Berengario con la cara muy seria—, primero debo pedir el parecer de mi prometida.
—Lo que complazca a mi señor también me complacerá a mí —contestó recatadamente Aline.
Vaya, vaya, pensó Cadfael, contemplando la escena con interés, dudo que alguna vez se haya dado una palabra de casamiento con más solemnidad. Así las cosas, podrían invitar a la boda a toda la ciudad de Shrewsbury.
Fray Cadfael se dirigió a la hospedería después de completas, llevando consigo no sólo un tarro de ungüento de cadillo para las numerosas heridas de Hugo Berengario sino también la daga de Gil Siward con el topacio nuevamente engarzado en la empuñadura.
—Fray Oswaldo es un hábil orfebre, y éste es el regalo que él y yo queremos hacerle a vuestra dama. Entregádselo vos mismo. Pero pedidle, tal como sé que hará, que recompense con generosidad al niño que la pescó en el río. Eso es lo único que deberéis decirle. En cuanto al resto, silencio ahora y siempre. Su hermano fue uno más entre los muchos que eligieron al bando desafortunado y tuvieron que pagar por ello.
Berengario tomó la daga y la contempló largo rato con expresión sombría.
—Y, sin embargo —dijo—, esto no es justicia. Vos y yo hemos sacado a la luz la verdad de los pecados de un hombre, y cubierto la verdad de los de otro —aquella noche, a pesar de su triunfo, Berengario estaba muy serio y entristecido, no sólo porque las heridas se le estaban endureciendo y los maltratados músculos gruñían a cada movimiento. El triunfo le hacía ver con mirada sincera el rostro del fracaso, y el destino del que había escapado—. ¿Sólo hay que hacer justicia a los inocentes? Si Courcelle no hubiera sucumbido a la tentación, tal vez jamás se habría hundido hasta el cuello en semejante ignominia.
—Hay que aceptar las cosas tal como vienen —contestó fray Cadfael—. Dejad las hipótesis para ojos que puedan verlas mejor. Aceptad lo que leal y honradamente habéis ganado y disfrutadlo. Estáis en vuestro derecho. Aquí estáis, convertido en alguacil de Salop, gozando del favor real y prometido con la mejor doncella que pueda desear un corazón, precisamente aquélla de quien os enamorasteis nada más verla. ¡Y conste que me di cuenta en seguida! Y, si mañana os duelen todos los huesos, ¡tened por cierto que os dolerán!, ¿qué es ese pequeño dolor para un joven tan afortunado como vos?
—Me pregunto —dijo Berengario, un poco más animado—, dónde estarán los otros dos a esta hora.
—Muy cerca de la costa galesa, esperando un barco que les lleve a Francia. Todo saldrá bien.
Entre Esteban y Matilde, fray Cadfael no hubiera sabido a quién elegir; en cambio, aquellas jóvenes criaturas, dos de ellas partidarias de Matilde y las otras dos partidarias de Esteban, no cabía duda que pertenecían a un futuro y a una Inglaterra libre de las heridas de una guerra fratricida, más allá de la anarquía reinante en aquellos momentos.
—En cuanto a la justicia —añadió fray Cadfael en tono meditabundo—, no es más que la mitad de la historia.
En completas, rezaría una oración por el eterno descanso de Nicolás Faintree, un joven puro de cuerpo y alma que ahora podría descansar en paz. Pero también rezaría por el alma de Courcelle, muerto sin confesar su culpa, porque cada muerte prematura, cada hombre cuya vida fuera segada en pleno vigor sin tiempo para arrepentirse y hacer las debidas reparaciones, era un cadáver de más.
—No es necesario que volváis la mirada hacia atrás o que sintáis remordimiento —terminó Cadfael—. Cumplisteis con vuestra obligación, y muy bien, por cierto. Dios lo dispone todo. Desde el extremo más alto hasta el más bajo de la conducta de un hombre, dondequiera que puedan alcanzarle la justicia y el castigo, también podrá alcanzarle el perdón.