n la cena real hubo un servidor para cada plato. El abad Heriberto no tuvo ninguna dificultad en sugerir que el monje que se había encargado de sepultar a los ajusticiados en fosas comunes, y que incluso había hablado con el rey a propósito del cadáver de más, le acompañara para ser interrogado en caso necesario. El prior Roberto llevó consigo a su consabida sombra aduladora, fray Jerónimo, el cual se mostraría sin duda infatigable con el aguamanil, la servilleta y la jarra, y sin duda sería mucho más servicial que Cadfael, cuya mente estaría ocupada en otros asuntos. Ambos eran viejos enemigos, en la medida en que fray Cadfael pudiera tener enemistades. Aborrecía las tonsuras tan enfermizamente pálidas como la de su hermano en religión.
La ciudad deseaba celebrar festejos no tanto en honor del rey cuanto en el de su partida, aunque el efecto fue el mismo. Edric Flesher bajó a la calle mayor desde su tienda para ver pasar a los invitados, y Cadfael le guiñó furtivamente el ojo dándole a entender que más tarde hablaría con él sobre cosas tan satisfactorias que bien podían aplazarse sin temor. A cambio, recibió una ancha sonrisa y el saludo de una gruesa mano. Petronila lloraría por la partida de su corderita, pero se alegraría de que se hubiera salvado del peligro y tuviera un acompañante tan digno de ella. Tengo que ir a verles, pensó Cadfael, en cuanto termine este último deber.
Junto a la puerta de la ciudad, Cadfael vio al viejo ciego luciendo casi con orgullo los calzones de Gil Siward mientras tendía la mano para pedir limosna. Al llegar a la cruz de piedra, vio a la menuda anciana tomando de la mano a su nieto retrasado mental, el del labio colgante; la preciosa chaqueta marrón le sentaba muy bien al muchacho, que mostraba en su rostro una radiante expresión de felicidad. ¡Oh, Aline, si vierais lo que hace la caridad, aparte proporcionar comida y ropa con que cubrirse!
Allí donde la calzada empezaba a subir desde la calle hasta la entrada del castillo, los mendigos que seguían al campamento real habían ocupado posiciones sabiendo que el representante real, el obispo Roberto de Salisbury, había llegado para reunirse con su señor, acompañado de un numeroso séquito de clérigos importantes y acaudalados. Osbern el Cojo estaba con su carrito junto a la caseta de entrada para pedir cómodamente limosna sin tener que moverse. Los gastados zuecos de madera que usaba para desplazarse estaban cuidadosamente colocados al lado del carrito encima de la capa negra que no necesitaría hasta la noche. La capa estaba doblada de tal forma que se veía con toda claridad el broche de bronce del cuello destacando orgullosamente sobre el paño negro. Era el dragón de la eternidad, mordiéndose la cola.
Cadfael dejó pasar a los demás y se detuvo para intercambiar unas palabras con el tullido.
—Bueno, ¿qué tal te ha ido desde la última vez que te vi junto al puesto de guardia real? Aquí el sitio es más ventajoso.
—Os recuerdo —contestó Osbern, mirándole con ojos curiosamente claros e ingenuos en un rostro casi tan deforme como su cuerpo—. Sois el monje que me regaló la capa.
—¿Te ha hecho un buen servicio?
—Sí, y recé por la dama tal como me pedisteis. Pero estoy preocupado, hermano, porque el hombre que la usó antes que yo está muerto, ¿verdad?
—Lo está —contestó Cadfael—, pero eso no debe preocuparte. La dama que te la envió es su hermana y ten por seguro que su generosidad bendice la dádiva. Póntela y no temas.
Estaba a punto de seguir adelante cuando una rápida mano le agarró por los faldones del hábito y Osbern dijo con voz suplicante:
—Pero, hermano, temo ser culpable. Porque vi al hombre vivo, con esta capa…
—¿Le viste? —preguntó Cadfael en un ansioso susurro.
—Sucedió una noche. Yo tenía mucho frío y pensé: ¡ojalá el buen Dios me enviara una capa como ésa para no pasar frío! ¡Hermano, los pensamientos son a veces una oración! Antes de que transcurrieran tres días, Dios me envió la capa. ¡Vos mismo la arrojasteis en mis brazos! ¿Cómo puedo tener paz ahora? Aquella noche el joven me dio una moneda de plata, y me pidió que por la mañana rezara por él, y así lo hice. Pero ¿cómo es posible que mi primera oración invalidara la segunda? ¿Y si mis oraciones, pidiendo una capa, hubieran llevado a un hombre a la tumba?
Cadfael le miró en silencio mientras un estremecimiento helado le recorría la columna vertebral. Aquel hombre tenía la mente muy clara y sabía muy bien lo que decía. Su angustia era profunda y sincera y merecía ser tenida en cuenta, en cualquier caso.
—Quítate esos pensamientos de la cabeza, amigo —le dijo Cadfael con firmeza—. Sólo el diablo puede habértelos inspirado. Si Dios te concedió lo que anhelabas, fue para extraer una pequeña parte de bien de un gran mal del que no eres en absoluto culpable. Sin duda las oraciones que rezaste por el primer propietario de la capa son también ahora una ayuda para su alma. Ese hombre pertenecía a la guarnición de FitzAlan y fue ajusticiado tras la rendición del castillo por orden del rey. No temas, su muerte no recae sobre tu conciencia y ningún sacrificio tuyo hubiera conseguido salvarlo.
El rostro de Osbern se iluminó un poco, pero el mendigo sacudió la cabeza desconcertado.
—¿Era un hombre de FitzAlan? Pero ¿cómo es posible si yo le vi entrar y salir del campamento?
—¿Le viste? ¿Estás seguro? ¿Cómo sabes que ésta es la misma capa?
—Pues, por el cierre del cuello. Lo vi con toda claridad a la luz de las hogueras cuando se detuvo para entregarme la moneda.
En tal caso, no podía equivocarse, pensó Cadfael. Era imposible que hubiera dos diseños exactamente iguales. Además, él mismo había visto la hebilla a juego del cinto de Gil Siward.
—¿Cuándo le viste? —le preguntó al mendigo—. Cuéntame qué ocurrió.
—Fue la víspera del asalto, hacia medianoche. Yo estaba junto al puesto de guardia para calentarme con la hoguera. Le vi acercarse entre los arbustos, no abiertamente sino como una sombra. Se detuvo cuando le pidieron el santo y seña y solicitó ser conducido ante el capitán de la guardia porque tenía que decirle algo muy importante para el rey. Mantenía el rostro oculto, pero era joven. ¡Y tenía miedo! Pero ¿quién no hubiera tenido miedo en aquellos momentos? Lo acompañaron dentro. Más tarde, le vi regresar y le dejaron salir. Dijo que tenía órdenes de volver para que no hubiera sospechas. Eso fue todo lo que oí. Parecía más animado y menos asustado. Por eso me atreví a pedirle una limosna. Me la dio y me rogó que rezara una oración por él. Reza una oración por mí mañana, me dijo… ¡Y vos decís ahora que murió a la mañana siguiente! Estoy bien seguro de que, cuando se fue, no esperaba morir.
—No —dijo Cadfael, compadeciéndose de todos los pobres hombres, débiles y asustados—, estoy seguro de que no. Nadie de nosotros conoce el día. Pero puedes rezar por él, tus oraciones serán beneficiosas para su alma. Quítate de la cabeza esa idea de que le hiciste daño, porque no es así. No le deseaste ningún mal, y Dios escucha los sentimientos del corazón. No se lo deseaste y no se lo hiciste.
Cadfael dejó a Osbern tranquilo y reconfortado, pero entró en el castillo con la cara de la angustia y la zozobra que el cojo le había transmitido. Es lo que siempre ocurre, pensó, para aliviar a otro tienes que echarte la carga encima. ¡Y menuda carga! Recordó que hubiera tenido que hacer otra pregunta y volvió sobre sus pasos.
—¿Sabes, amigo, quién era el oficial de la guardia aquella noche?
—No le vi —contestó Osbern, sacudiendo enérgicamente la cabeza—, no salió. No, hermano, eso no os lo puedo decir.
—No te preocupes —dijo Cadfael—. Ahora ya lo has dicho todo y sabes que la capa te vino como una bendición, no como un castigo. Disfrútala tal como mereces.
—Padre abad —dijo Cadfael, acercándose a Heriberto en el patio—, si no me necesitáis hasta la hora de la cena, aquí me quedan ciertos asuntos que resolver sobre Nicolás Faintree.
El rey estaba concediendo audiencias en la sala, y el gran patio estaba lleno a rebosar de clérigos, obispos, representantes de la pequeña nobleza del condado y hasta algún conde, por lo que de todos modos no hubiera habido sitio para los servidores, cuyos deberes empezarían cuando se iniciara la fiesta. El abad se tropezó con su amigo el obispo de Salisbury y gustosamente dejó a Cadfael libre de hacer lo que quisiera.
El monje fue en busca de Hugo Berengario, dándole vueltas a la historia que Osbern acababa de contarle. Aunque la última pregunta no había sido contestada, muchos misterios parecían ahora más claros. No fue un aterrorizado prisionero con la soga al cuello quien se vino abajo y reveló los planes secretos de FitzAlan con respecto al tesoro. No, la traición tuvo lugar la víspera, cuando la batalla aún no estaba decidida. Y todo se hizo con premeditación, para salvar una vida que, al final, no se salvó. Llegó a escondidas y pidió ser conducido ante el capitán de la guardia, ¡porque tenía que decirle algo que sería importante para el rey! Al salir, le dijo al guardia que tenía órdenes de regresar para que no sospecharan, pero entonces ya estaba más tranquilo. ¡No por mucho tiempo, pobrecillo!
¿Por qué medios o con qué pretexto consiguió salir del castillo? ¿Tal vez con la excusa de reconocer las posiciones del enemigo? Sea como fuere, cumplió las instrucciones de regresar para que nadie sospechara, pero, al volver se encontró con la muerte de la que creía haber escapado.
Hugo Berengario salió y se detuvo en los peldaños de la gran sala, buscando a una persona entre la multitud allí reunida. Los negros hábitos benedictinos contrastaban con las lujosas galas de los señores, pero Cadfael era más bajo que muchos de quienes lo rodeaban y vio al hombre al que buscaba antes de que éste le viera a él. Empezó a abrirse camino hasta que los penetrantes ojos negros le descubrieron y se iluminaron al verle. Berengario bajó para tomarle del brazo y se retiraron a un lugar más apartado.
—Venid conmigo al pasillo de la guardia. Allí sólo habrá un centinela. Aquí no podemos hablar —cuando ambos subieron a lo alto de la muralla, el joven buscó un rincón al que nadie pudiera acercarse sin ser visto y miró a Cadfael con el rostro muy serio—. Os leo en la cara que tenéis una noticia. Contádmela en seguida y yo os contaré la mía.
Cadfael le refirió la historia con tanta brevedad como se la contaron a él. Berengario se apoyó en un merlón de la muralla, como preparándose para afrontar una amarga defensa.
—¡Su hermano! —exclamó, consternado—. No pudo ser nadie más que su hermano. Salió de noche del castillo, ocultándose el rostro, habló con el oficial del rey y regresó tal como había venido. ¡Para que no hubiera sospechas! ¡Oh, qué gran dolor! ¡Y todo por nada! Su traición le hizo víctima de otra todavía peor. ¡Vos todavía no lo sabéis, Cadfael, vos no lo sabéis todo! ¡Que, entre tantos hombres, tuviera que ser precisamente su hermano!
—No cabe duda —dijo Cadfael—, fue él. Temiendo por su vida y arrepintiéndose de una alianza mal calculada, se presentó ante los asediadores para salvar su vida a cambio… ¿de qué? ¡Algo importante para el rey! Aquella misma noche habían celebrado un consejo en el que se planeó cómo sacar de aquí el oro de FitzAlan. Alguien averiguó a tiempo lo que llevaban Faintree y Toroldo y qué camino seguirían. Alguien que no debió de decírselo al rey ni a nadie, sino que actuó por su cuenta con el fin de quedárselo todo para él. ¿Por qué si no hubiera terminado todo tal como terminó? El joven, dijo Osbern, regresó para cumplir una orden, más tranquilo y menos asustado.
—Habían prometido respetar su vida —dijo amargamente Berengario— y tal vez otorgarle un puesto de favor junto al rey. No me extraña que regresara más contento. Sin embargo, lo que de veras se pretendía era enviarle de nuevo al castillo para que lo mataran junto con los demás y no viviera para contarlo. Escuchad, Cadfael, lo que me ha contado uno de los flamencos que realizó aquella ingrata labor desde el principio hasta el final. Me ha dicho que, tras haber ahorcado a Arnulfo de Hesdin, Ten Heyt indicó al verdugo a un joven que tenía que ser el siguiente, diciéndole que la orden procedía de arriba. Y así la cumplieron. Les hizo mucha gracia, cuando le arrastraron a la muerte, que no lo pudiera creer y pensara, al principio, que era una estratagema para sacarle de las filas de los condenados. Hasta que vio que era verdad y les gritó que estaban equivocados, que él no tenía que morir con los demás, que habían prometido respetarle la vida, que fueran a preguntárselo…
—Que fueran a preguntárselo a Adam Courcelle —dijo fray Cadfael, terminando la frase.
—No…, el nombre no lo sé…, mi informante no lo oyó. ¿Qué os induce a pensar en este nombre en particular? Él sólo estuvo allí un momento, según el relato del flamenco, para echar un vistazo a los cuerpos de los ahorcados y como era muy pronto, debía de haber muy pocos. Después se fue a cumplir su misión y no volvieron a verle. Pensaron que le faltaba valor.
—¿Y la daga? ¿La llevaba Gil cuando lo ahorcaron?
—Sí, porque el flamenco tenía intención de quedarse con ella, pero le relevaron, y cuando luego volvió para quitársela ya había desaparecido.
—Aunque alguien espere una gran recompensa —dijo Cadfael con tristeza—, una ganancia adicional nunca está de más.
Ambos hombres se miraron fijamente un buen rato.
—Pero ¿por qué decís con tanta certeza que fue Courcelle?
—Pienso —dijo Cadfael— en el horror que sintió cuando Aline acudió a recoger el cuerpo de su hermano, y él comprendió lo que había hecho. Si lo hubiera sabido, dijo, ¡si lo hubiera sabido, lo hubiera salvado para vos! ¡A cualquier precio! ¡Perdóname, Dios mío!, eso dijo. Pero en realidad quería decir: ¡Perdonadme, Aline! En aquellos momentos lo dijo con todo su corazón, aunque yo no llamaría a eso arrepentimiento. Recordaréis que devolvió la capa. Creo sinceramente que también hubiera devuelto la daga, de haberse atrevido. Pero no pudo porque estaba rota e incompleta. Me pregunto —dijo Cadfael con expresión meditabunda— qué habrá hecho con ella ahora. Un hombre capaz de arrebatarle semejante objeto a un muerto, no es fácil que se desprenda de él así como así. Sin embargo, nunca ha permitido que ella lo viera y, además, la corteja en serio. ¿Guardará la daga siempre escondida? ¿O se librará de ella?
—Si estáis en lo cierto —dijo Berengario, todavía no muy convencido—, la necesitamos como prueba. Pero ¿cómo vamos a conseguirla ahora, Cadfael? Bien sabe Dios que no tengo derecho a hablar porque yo también quise comprar así su seguridad, cuando sus compañeros estaban exhalando el último suspiro. Pero ni vos ni yo podemos demostrar lo ocurrido y causar tan grave daño a una dama inocente y honrada. Bastante sufre ya por su muerte. Dejemos, por lo menos, que piense que se mantuvo fiel hasta el final a la causa que erróneamente había abrazado y que dio su vida por ella…, no que murió rabiando y gritando que habían prometido respetarle la vida a cambio de aquella traición tan vil. Aline no debe saberlo ahora ni nunca.
Fray Cadfael no pudo por menos que mostrarse de acuerdo.
—Pero, si le acusamos y eso se menciona en el juicio, no cabe duda de que entonces saldrá toda la verdad. No podemos permitirlo, y en eso estriba nuestra debilidad.
—Y nuestra fuerza —añadió Berengario con ardor—, porque él tampoco puede permitirlo. Quiere ganarse el favor del rey, quiere cargos, pero también quiere a Aline… ¿Pensáis que yo no lo sabía? ¿Qué pensaría Aline de él si alguna vez llegara a enterarse? No, él tendrá tanto empeño como nosotros en mantener la historia enterrada. Si le damos la oportunidad de resolver el asunto en secreto, la aprovechará.
—Comprendo vuestra inquietud y la comparto —dijo Cadfael—. Pero vos también debéis comprender la mía. No quiero que Nicolás Faintree no pueda descansar en su tumba por falta de justicia.
—Confiad en mí y disponeos a respaldar cualquier cosa que yo diga esta noche en la mesa del rey —dijo Hugo Berengario—. Se hará justicia y será vengado, pero dejad que lo haga a mi manera.
Cadfael ocupó su sitio detrás de la silla del abad bastante perplejo, sin saber muy bien qué se proponía Berengario y sin estar muy seguro de que pudiera acusar a Courcelle sin la prueba del puñal roto. El flamenco no le vio tomarlo, y el sincero dolor que manifestó ante Aline no demostraba nada. Sin embargo, el rostro de Berengario revelaba venganza y dolor tanto por Aline Siward como por Nicolás Faintree. Lo que más le importaba en aquel momento era que Aline no supiera que su hermano había manchado la sangre y el honor de la familia, y, a tal fin, Berengario no tendría el menor reparo en gastar no sólo la vida de Adam Courcelle sino también la suya. En cierto modo, pensó tristemente Cadfael, le he cobrado tanto afecto a este joven, que no me gustaría que le ocurriera algo malo. Preferiría dejar el caso en manos de la ley, aunque nos cueste Dios y ayuda reunir las pruebas, excluyendo todo lo referente a Toroldo Blund y Godith Adeney. Pero, para eso, necesitaríamos pruebas seguras de que el puñal de Gil Siward pasó a posesión de Adam Courcelle y, a ser posible, que el puñal coincide con la pieza que descubrí en el lugar del asesinato. De lo contrario, él mentirá, lo negará todo y dirá que nunca vio el topacio ni el puñal al que pertenecía, y que no tiene más que responder. En la encumbrada posición que goza junto al rey, nadie podrá atacarle.
Aquella noche no asistió ninguna dama a la cena porque se trataba de una ocasión estrictamente política y militar, pero la gran sala estaba adornada con tapices y colgaduras e iluminada con grandes antorchas. El rey parecía de muy buen humor porque los víveres para la guarnición estaban asegurados y los encargados de los saqueos habían hecho un buen trabajo. Desde su lugar detrás de Heriberto en la alta mesa del rey, Cadfael contempló la sala y calculó por lo bajo quinientos invitados. Buscó a Berengario y le localizó elegantemente ataviado en una mesa más baja, conversando animadamente con sus compañeros de mesa como si no tuviera la menor preocupación. Sabía dominar muy bien la expresión de su rostro y, cuando miró fugazmente a Courcelle, no hubo nada en él que llamara la atención o delatara sus graves propósitos.
Courcelle se sentaba a la alta mesa del rey, aunque casi al fondo, detrás de varios personajes encumbrados. Era alto y apuesto, y gozaba de la amistad del rey. ¡Qué extraño que semejante hombre hubiera considerado necesario robar en secreto y hacerlo por medio de un acto tan humillante! Pero, en medio del caos de aquella guerra, ¿de veras era tan extraño? ¡El favor del rey podía perderse junto con el rey, los barones cambiaban de bando según las mudanzas de la fortuna e incluso los condes buscaban su propio provecho en lugar de defender una causa que podía derrumbarse a sus pies y dejarles prisioneros y arruinados! Courcelle era un simple signo de los tiempos; en cuestión de pocos años, los hombres como él se multiplicarían en todos los rincones del reino.
No me gusta el camino que sigue Inglaterra, pensó Cadfael, dominado por un oscuro presentimiento. Y, por encima de todo, no me gusta lo que va a suceder porque, con tanta certeza como que Dios nos mira, Hugo Berengario está a punto de lanzarse a un campo incierto, casi desarmado.
El monje estuvo muy nervioso durante la larga cena. El abad Heriberto le pidió muy pocas cosas dado que era abstemio y comía con frugalidad. Cadfael sirvió y escanció, acercó el aguamanil y la servilleta y esperó con sombría resignación.
Cuando retiraran los platos y sólo quedara el vino sobre las mesas mientras los músicos siguieran tocando en honor de los comensales, los criados podrían comer de las sobras que hubiera en las cocinas; los cocineros y los sollastres ya estaban tomando sus raciones y buscando rincones tranquilos donde sentarse a comer. Cadfael tomó un plato, lo llenó de trozos de carne y cruzó con él el gran patio para llevárselo, junto con un bocal de vino, a Osbern el Cojo, que aguardaba en la puerta. ¿Por qué los pobres no iban a disfrutar por una vez a costa del rey, aunque la costa bajara, en realidad, de personaje en personaje hasta recaer finalmente en los propios pobres? Ellos, que siempre pagaban, nunca tenían ocasión de participar del regocijo.
Cadfael estaba a punto de regresar a la sala cuando sus ojos se posaron en un niño de unos doce años, sentado bajo la luz de una antorcha en la parte inferior de la caseta de vigilancia. Con la espalda cómodamente apoyada contra el muro, el niño trinchaba su ración de carne en trozos más pequeños con la ayuda de un cuchillo de hoja estrecha. Cadfael ya le había visto antes en la cocina, limpiando el pescado con aquel mismo cuchillo, pero entonces no le vio el mango, como tampoco lo hubiera visto en aquel momento si el chiquillo no lo hubiera dejado en el suelo mientras comía.
Cadfael se detuvo a mirarle en silencio. Aquello no era un cuchillo de cocina sino una daga con una redondeada empuñadura de plata adornada con delicadas filigranas y con todo un anillo de refulgentes piedras preciosas alrededor de la base de la hoja. La empuñadura de plata estaba rota en su extremo. Era difícil de creer, pero imposible de no creer. Tal vez, el pensamiento era de veras una oración.
Se dirigió al muchacho con mucho cuidado; no quería alarmar al instrumento inconsciente de la justicia.
—¿De dónde has sacado este cuchillo tan bonito, hijo mío?
El niño levantó los ojos muy tranquilo y esbozó una sonrisa. Cuando terminó de tragarse el bocado que le hinchaba los carrillos, contestó alegremente:
—Lo encontré. No lo robé.
—Dios me libre de pensarlo, hijo. ¿Dónde lo encontraste? ¿Tienes también la funda?
El cuchillo estaba a su lado en las sombras y el niño le dio orgullosamente unas palmadas.
—Lo pesqué en el río. Tuve que zambullirme, pero lo encontré. Es mío de verdad, padre, el dueño no lo quería, lo tiró. Seguramente porque estaba roto. Pero es el mejor cuchillo para cortar pescado que jamás he tenido.
¡Con que lo había tirado! Sin embargo, no sólo porque la empuñadura estuviera rota.
—¿Le viste arrojarlo al río? ¿Cuándo fue y dónde?
—Estaba pescando al pie del castillo y desde la puerta que llaman del agua bajó un hombre solo hasta la orilla del río, arrojó el puñal y regresó al castillo. Cuando se fue, me zambullí donde lo había visto caer y lo encontré. Fue al anochecer, la misma noche que trasladaron todos los cuerpos a la abadía…, mañana se cumplirá una semana. Fue el primer día que se pudo volver a pescar.
Sí, todo encajaba a la perfección. Aquella misma tarde, Aline llevó el cuerpo de Gil a la iglesia de San Alkmundo y dejó a Courcelle destrozado por inútiles remordimientos y en posesión de un objeto que podría apartarla para siempre de su lado, en caso de que lo viera alguna vez. Entonces hizo lo único que podía hacer, arrojarlo al río, sin pensar que un ángel vengador bajo la apariencia de un niño que pescaba en la orilla, lo recuperaría y lo mostraría cuando más seguro se creyera.
—¿No sabías quién era aquel hombre? ¿Cómo era? ¿Qué edad tendría?
Todavía quedaba un asomo de duda; lo único que tenía para respaldar su sospecha era el recuerdo del rostro horrorizado y la voz entrecortada de Courcelle, suplicando perdón ante el cuerpo sin vida de Gil Siward.
El niño se encogió de hombros con indiferencia, incapaz de describir lo que había visto con toda claridad.
—Un hombre. No le conocía. No tan viejo como vos, padre, pero bastante viejo.
Para él, cualquier hombre de la misma generación que su padre hubiera sido viejo, aunque su padre sólo tuviera treinta y uno o treinta y dos años.
—¿Le reconocerías si volvieras a verle? ¿Podrías señalarlo entre muchos?
—¡Pues, claro! —contestó el niño, casi ofendido. Sus ojos eran jóvenes, brillantes y observadores—. Aunque no tuviera la lengua demasiado suelta, por supuesto que reconocería al hombre si le volviera a ver.
—Envaina el cuchillo, hijo mío, y ven conmigo —dijo Cadfael con decisión—. No te asustes, que nadie te quitará el tesoro. Si más tarde tienes que cederlo, serás generosamente recompensado. Sólo necesito que repitas lo que me has dicho. Te aseguro que no te pesará.
En cuanto entró en la sala con el niño, más emocionado que inquieto, Cadfael comprendió que había llegado tarde. La música había enmudecido y Hugo Berengario se había levantado. En aquellos momentos se estaba acercando al estrado donde se hallaba la alta mesa del rey. Le oyó levantar su voz clara mientras subía y se detenía ante el rey.
—Alteza, antes de vuestra partida a Worcester, hay una cuestión en la que os suplico que me escuchéis y hagáis justicia. Exijo justicia sobre alguien que está presente aquí y que ha abusado de vuestra confianza, robando a un muerto para vergüenza de su noble cuna y cometiendo un asesinato para vergüenza de su hombría de bien. Apuesto mi propia vida en ello. ¡He aquí mi prenda!
Venciendo sus propios recelos, el joven había aceptado las deducciones de Cadfael hasta el extremo de apostar su vida. Acto seguido, se inclinó hacia adelante e hizo rodar sobre la mesa una cosa redonda y brillante que resonó con suavidad al chocar con la copa del rey. Se hizo un profundo silencio. Desde las cabezas que rodeaban la mesa siguieron el destello amarillo que osciló irregularmente sobre la superficie, renqueando en su engarce roto, y volvieron a levantarse para mirar al joven que lo había arrojado. El rey tomó el topacio y lo examinó en sus grandes manos, con el rostro inicialmente perplejo y después cauteloso y meditabundo, mientras miraba a Hugo Berengario sin pestañear. Cadfael, abriéndose paso entre las mesas más bajas, tomó al desconcertado niño de la mano sin apartar los ojos de Adam Courcelle, sentado rígidamente al fondo de la mesa. Sabía controlar sus emociones y no parecía más sorprendido o curioso que los hombres que le rodeaban. Sólo la mano apretada alrededor de la cuerna traicionaba su consternación. ¿O serían tal vez figuraciones nacidas de una idea preconcebida? Cadfael ya no estaba seguro de su propia capacidad de juicio, lo cual le disgustaba y enfurecía a la vez.
—Habéis buscado el momento más oportuno para descargar vuestro trueno —dijo el rey al final, apartando los ojos de la piedra preciosa que sostenía en la mano y mirando a Berengario.
—Lamento tener que estropear la cena de Vuestra Alteza, pero no quiero demorar lo que no admite demora. Todo hombre de bien tiene derecho a la justicia de Vuestra Alteza.
—Tendréis que dar explicaciones. ¿Qué es esto?
—Es la punta de la empuñadura de una daga. La daga a la que corresponde pertenece ahora por derecho a la señora Aline Siward, la cual ofreció lealmente todos los recursos de su casa en apoyo de Vuestra Alteza. Estaba previamente en posesión de su hermano Gil, miembro de la guarnición de este castillo que luchaba contra Vuestra Alteza y ya pagó por ello. Digo que la daga fue arrebatada a su cuerpo sin vida cosa muy común entre los soldados, pero indigna de un caballero o un hidalgo. Ése es el primer delito. El segundo es un asesinato…, el asesinato del que os habló fray Cadfael, monje de la abadía benedictina de Shrewsbury tras el recuento de los muertos. Vuestra Alteza y quienes cumplieron las órdenes fueron utilizados como escudo por alguien que estranguló a un hombre por la espalda, tal como Vuestra Alteza recordará.
—Lo recuerdo —dijo el rey con expresión torva. El monarca se debatía entre el desagrado que le producía tener que escuchar y juzgar, cuando su natural indolencia le inclinaba a disfrutar tranquilamente de la fiesta, y una creciente curiosidad sobre lo que había detrás de todo aquello—. ¿Qué tiene que ver esta piedra con aquella muerte?
—Alteza, fray Cadfael también está presente aquí y atestiguará haber descubierto el lugar donde se cometió el asesinato y haber encontrado allí esta piedra, rota durante la pelea y caída en el suelo. También afirmará bajo juramento, tal como yo lo hago, que el hombre que robó la daga es el mismo que asesinó a Nicolás Faintree, y que después se desprendió de esta prueba en su contra sin que nadie se diera cuenta.
Cadfael ya se encontraba muy cerca, pero todos estaban tan absortos en la escena que nadie reparó en él. Courcelle, reclinado en su asiento, parecía muy tranquilo e interesado, pero ¿qué significado podía tener su actitud? Simplemente, que se había dado cuenta del defecto de la argumentación. No era necesario rebatir la afirmación de que quien robó la daga era también el asesino puesto que nadie podía atribuirle la posesión del arma. El arma se encontraba en el fondo del Severn, perdida para siempre. La teoría se sostenía en pie, el crimen se podría condenar y deplorar, siempre y cuando nadie lo pudiera vincular a un nombre. ¡Por otra parte, aquella actitud también podía ser la propia de un hombre inocente!
—Por consiguiente —añadió implacablemente Hugo Berengario—, repito las acusaciones que acabo de hacer aquí ante Vuestra Alteza. Acuso a alguien que está presente aquí, en esta sala, de robo y asesinato. Y para demostrarlo ofrezco mi cuerpo en combate contra el cuerpo de Adam Courcelle.
Berengario se volvió a mirar al hombre al que acusaba, mientras éste se levantaba de un salto. La sorpresa se trocó inmediatamente en incrédula cólera y en desprecio, tal como hubiera ocurrido en el caso de un inocente enfrentado de pronto a una acusación tan descabellada como ridícula.
—¡Alteza, no sé si esto es una locura o una villanía! ¿Qué significa mi nombre en semejante diatriba? Puede ser cierto que le robaran la daga a un difunto e incluso que el ladrón fuera al mismo tiempo un asesino, y dejara tras de sí esta prueba de su acto. Pero pido a Hugo Berengario que explique qué papel desempeña mi nombre en esta historia… o si sólo se trata de simples mentiras de un envidioso. ¿Cuándo vi yo esa presunta daga? ¿Cuándo la tuve en mi poder? ¿Dónde está ahora? ¿Me ha visto alguien llevarla? Mandad registrar mis pertenencias de soldado, mi señor, y, si alguien encuentra entre ellas semejante objeto, ¡hacédmelo saber!
—¡Esperad! —dijo el rey en tono autoritario, mirando de uno a otro rostro con el ceño fruncido—. Esta cuestión tiene que examinarse. Y si las acusaciones se han lanzado con malicia, alguien tendrá que pagar por ello. Lo que dice Adam es el meollo de la cuestión. ¿El monje está presente aquí? ¿Confirma el hallazgo de este adorno roto en el lugar donde se cometió el crimen? ¿Asegura que pertenece a aquella daga?
—He traído conmigo a fray Cadfael esta noche —intervino el abad, mirando aturdido a su alrededor.
—Estoy aquí, padre abad —dijo Cadfael junto al estrado de la mesa real, avanzando con los brazos alrededor de los hombros del niño, ahora totalmente fascinado y todo ojos y oídos.
—¿Respaldáis todo lo dicho por Hugo Berengario? —preguntó el rey Esteban—. ¿Encontrasteis esta piedra en el lugar donde fue asesinado aquel hombre?
—Sí, Alteza. Hundida en la tierra donde dos cuerpos lucharon y rodaron por el suelo.
—¿Y quién nos asegura que procede de una daga que perteneció al hermano de la señora Siward? Os confieso que sería muy fácil de reconocer a primera vista.
—La palabra de la propia señora Aline. Le ha sido mostrada y la ha reconocido.
—Es prueba suficiente de que quienquiera que sea el ladrón bien pudo ser el asesino —dijo el rey—. Pero que de ello vos o Berengario deduzcáis que fue Adam, no acabo de verlo claro. No hay ningún nexo que le una a la daga o al asesinato. Podríais lanzar esta misma acusación contra el obispo Roberto de Salisbury o cualquiera de los vasallos presentes. O señalarnos a cualquiera de nosotros con los ojos cerrados. ¿Dónde está la lógica?
—Me alegro —dijo Courcelle, soltando una risa forzada, con el rostro intensamente arrebolado— de que Vuestra Alteza haya puesto el dedo en la esencia de la cuestión. Comprendo el deseo de este buen monje de condenar un despreciable robo y vil asesinato, pero guardaos, Berengario, de relacionarme a mí o a cualquier otro hombre honrado con estos graves hechos. Seguid el hilo de esta piedra, si es que hay alguno, pero no desafiéis a nadie en mortal combate, porque alguien podría aceptar el reto para vuestra gran consternación.
—La prenda está ahora sobre la mesa —contestó Hugo Berengario con implacable calma—. Podéis tomarla. Yo no la he retirado.
—Mi señor rey —dijo Cadfael, levantando la voz sobre los murmullos que rodeaban la alta mesa real—, no es cierto que no exista un testigo que vincule la daga con una persona. Para demostrar que la piedra pertenece a la daga, he aquí el arma. Pido a Vuestra Alteza que lo compruebe con sus propias manos.
Acto seguido, mostró la daga. Berengario, desde el borde del estrado, la tomó, contemplándola como en un sueño, y la entregó al rey en medio de un silencio sobrecogedor. Los ojos del niño la siguieron con posesiva ansiedad y los de Courcelle con increíble horror, como si una víctima ahogada hubiera surgido de pronto para acusarle. Esteban contempló el objeto con admiración, lo desenvainó con creciente curiosidad y acopló el topacio engarzado en la garra de plata al extremo mellado de la empuñadura.
—No cabe duda de que encaja. ¿Lo habéis visto todos? —preguntó el rey, mirando a Cadfael—. ¿Dónde lo encontrasteis?
—Habla, hijo mío —dijo Cadfael, alentando al niño—, y dile al rey lo que me has dicho a mí.
El niño, con el rostro arrebolado a causa de una intensa emoción que había borrado casi por completo su temor, se levantó y contó la historia, dándose mucha importancia, pero con las mismas palabras sencillas que utilizó con Cadfael. Nadie pudo dudar de que decía la verdad.
—… y yo estaba junto a los arbustos a la orilla del río, y él no me vio. Pero yo a él le vi muy bien. En cuanto se fue, me zambullí en donde lo había tirado, y lo encontré. Vivo cerca del río, nací allí. Mi madre dice que aprendí a nadar antes que a caminar. Me quedé con el cuchillo pensando que no hacía nada malo, ya que él no lo quería. Es el mismo cuchillo, mi señor, ¿me lo devolveréis cuando hayáis terminado?
El rey se distrajo por un instante del grave asunto que tenía entre manos y miró al emocionado muchacho con una sonrisa que expresaba toda la benevolencia propia de un carácter que, tras haberse entregado en cuerpo y alma a una enconada lucha por el trono, había adquirido las ásperas maneras que acompañan a semejantes luchas.
—O sea que nuestro pescado de esta noche se limpió con un cuchillo cuajado de pedrería, ¿no es cierto, muchacho? Y a fe mía que estaba muy sabroso. ¿Tú mismo lo pescaste y lo aderezaste?
El niño contestó tímidamente que había contribuido a ello.
—Bueno, pues, cumpliste muy bien tu misión. Y ahora dinos: ¿conoces al hombre que arrojó el cuchillo al río?
—No, mi señor, no sé cómo se llama. Pero lo reconoceré si lo veo.
—¿Ahora lo ves? ¿Está aquí, en esta sala?
—Sí, mi señor —contestó el niño sin vacilar, apuntando directamente con el dedo a Adam Courcelle—. Ése es el hombre.
Todos los ojos se clavaron en Courcelle, los del rey con más dureza y amargura que los demás. A continuación se produjo un silencio que duró lo que un suspiro, pero que pareció sacudir los cimientos de la sala y detener los latidos de todos los corazones. Fue entonces cuando Courcelle se levantó y dijo con enfurecida calma:
—Alteza, todo esto es absolutamente falso. Nunca tuve en mi poder esa daga y jamás pude arrojarla al río. Niego haberla tenido en mi posesión o haberla visto alguna vez hasta ahora.
—¿Queréis decir —preguntó secamente el rey— que este niño no dice la verdad? ¿Por instigación de quién? De Berengario, no… Le veo tan sorprendido por este testimonio como vos o como yo. ¿Debo pensar que la orden benedictina ha utilizado a este niño para inventarse una historia? ¿Con qué propósito?
—Lo que digo, Alteza, es que se trata de un lamentable error. Puede que el niño viera lo que dice y que consiguiera la daga por los medios que ha descrito, pero se equivoca al afirmar que me vio a mí. Yo no soy el hombre. Niego todo lo que se ha dicho contra mí.
—Y yo lo mantengo —replicó Hugo Berengario—. Y pido que sea sometido a prueba.
El rey descargó un puño sobre la mesa que hizo vibrar las tablas y derramar el vino de las copas.
—Aquí hay algo que tiene que demostrarse y no lo pasaré por alto sin que se demuestre —mirando nuevamente al niño, el soberano refrenó su indignación y le preguntó con dulzura—: Piensa y mira con cuidado, y vuélvelo a decir. ¿Estás seguro de que ése es el hombre que viste? Si tienes alguna duda, dilo. No es pecado equivocarse. A lo mejor, viste a otro hombre que se le parecía por la complexión de su figura o el color del cabello. Pero, si estás seguro, dilo sin temor.
—Estoy seguro —dijo el niño, tembloroso pero inflexible—. Sé lo que vi.
El rey se reclinó en su asiento, se golpeó los brazos con los puños y reflexionó. Después miró a Hugo Berengario con expresión enojada.
—Me habéis colgado alrededor del cuello una piedra de molino, precisamente ahora que necesito estar libre y moverme con rapidez. No puedo borrar lo que se ha dicho sino que debo ahondar en la cuestión. O bien este caso sigue el largo proceso de un juicio ante un tribunal…, pero no, ¡ni por vos ni por nadie pienso demorar mi partida pasado mañana! Ya tengo mis planes y no puedo cambiarlos.
—No hay por qué demorarlos —dijo Berengario— si Vuestra Alteza acepta el juicio a través de un combate. He llamado asesino a Adam Courcelle, y repito la acusación. Si él lo acepta, estoy dispuesto a enfrentarlo sin ninguna ceremonia o preparación. Vuestra Alteza podrá conocer el resultado mañana y emprender la marcha al día siguiente, libre de esta carga.
Durante aquel intercambio de palabras, Cadfael no había apartado ni un solo momento los ojos del rostro de Courcelle, el cual estaba recuperando poco a poco la seguridad en sí mismo. El leve sudor que le empapaba el labio superior y la frente se había secado, la desesperación se había transformado en cálculo, y hasta sus labios esbozaban una leve sonrisa. Puesto que ahora ya estaba acorralado y no tenía más que dos salidas, una a través de un prolongado examen e interrogatorio y otra a través de un simple combate, estaba empezando a ver en esta segunda alternativa su única salvación. Cadfael siguió la mirada que midió a Hugo Berengario de la cabeza a los pies, y comprendió las reflexiones que se ocultaban detrás de aquellos ojos. Berengario era más joven, más liviano de peso, más bajo de estatura, excesivamente confiado y mucho más inexperto, lo cual le convertía en una presa muy fácil. Eliminarle de este mundo no sería un problema y, una vez hecho, Courcelle ya no tendría nada que temer. El cielo ya habría pronunciado su sentencia, nadie podría acusarle con el dedo, y Aline estaría todavía a su alcance, ignorando lo que él le había hecho a su hermano, y apartado definitivamente de un peligroso rival de Courcelle, injustamente acusado de un delito que no había cometido. No, la situación no era en modo alguno desesperada. Todo se resolvería bien.
Courcelle extendió el brazo sobre la mesa, tomó el topacio y lo hizo rodar despectivamente hacia Berengario para que éste lo recogiera.
—Que así sea, Alteza. Acepto la lucha mañana sin ninguna formalidad ni preparación. Vuestra Alteza podrá emprender la marcha al día siguiente.
Y yo con vos, añadió en silencio la confiada expresión de su rostro.
—¡Que así sea! —repitió el rey con la cara muy seria—. Puesto que los dos os habéis empeñado en despojarme de un hombre valioso, séame concedido quedarme con el mejor de los dos. Mañana a las nueve, después de misa. No aquí en el castillo sino en el prado que se extiende al otro lado de la puerta de la ciudad, entre el camino y el río. Prestcote, vos y Guillermo dirigiréis la liza. ¡Encargaos de ello! No podemos permitirnos el lujo de poner en peligro dos caballos —añadió con mucho sentido común—. ¡A pie y con espadas!
Hugo Berengario se inclinó en señal de aquiescencia.
—¡De acuerdo! —dijo Courcelle con una sonrisa, pensando cuan fuerte era su muñeca y cuan hábil su brazo en el manejo de la espada.
—¡Será a muerte! —dijo el rey dando un golpe sobre la mesa.