odos reaccionaron según su propia naturaleza. Fray Anselmo miró cautelosamente a su alrededor, buscando su garrote, pero estaba demasiado lejos. Fray Luis mantuvo ambas manos a la vista, como le habían mandado, pero la derecha muy cerca de la abertura lateral de su hábito, en cuyo interior guardaba el puñal. Godith, inicialmente aturdida y sin poderlo creer, se llenó súbitamente de cólera, aunque sólo la palidez del rostro y el brillo de su mirada la traicionaron. Fray Cadfael, con sobresaltada resignación, se sentó sobre el fardo, cubriéndolo con los faldones de su hábito, por si todavía no se hubieran fijado en él. Toroldo, reprimiendo el impulso de sacar el puñal de Cadfael oculto en su cinto, miró con ojos desafiantes a Berengario y se adelantó dos pasos para interponerse entre Godith y los arqueros. Cadfael admiró su gesto y sonrió en secreto. Tal vez, en su alterado estado de ánimo, el joven no se percató de que, antes de que su cuerpo se interpusiera, ambos arqueros habían tenido tiempo suficiente para disparar contra Godith, de haberlo querido.
—Un gesto conmovedor —reconoció generosamente Berengario—, pero más bien inútil. Dudo que la dama lo sepa apreciar. Y, puesto que somos personas sensatas, sobran los actos de heroísmo. Desde esta distancia Mateo podría atravesaros a los dos con una flecha, cosa que no beneficiaría a nadie, ni siquiera a mí. Será mejor que de momento lo deis por bueno, ya que yo doy las órdenes y llevo la voz cantante.
Así era, en efecto. Aunque sus hombres no se tomaron demasiado al pie de la letra la orden de disparar contra cualquier movimiento, nadie hubiera tenido posibilidad de atacarles y hacerles cambiar de idea. La distancia que les separaba era suficiente como para que una daga no pudiera superar la rapidez de una flecha. Toroldo extendió una mano hacia atrás para atraer a Godith hacia sí, pero ella se apartó bruscamente y, eludiendo su mano, se adelantó para enfrentarse con Hugo Berengario.
—¿Qué clase de voz cantante es la vuestra con respecto a mí? —preguntó—. Si soy lo que queréis, muy bien, aquí estoy, ¿qué deseáis de mí? Supongo que aún tengo tierras que merecen la pena. ¿Queréis hacer valer vuestros derechos y casaros conmigo por ellas? Aunque mi padre hubiera sido desposeído de sus bienes, ¡tal vez el rey quiera ofrecer mis tierras y mi persona a alguno de sus nuevos capitanes! ¿Tanto valgo para vos? ¿O tal vez sólo se trata de ganar el favor de Esteban, entregándome a él como anzuelo para atraer bajo su poder a hombres más importantes?
—Ninguna de las dos cosas —contestó Berengario, admirando su valentía y la altivez de su semblante—. Reconozco, amiga mía, que nunca sentí demasiados deseos de casarme con vos… Habéis mejorado mucho en comparación con la jovencita gorda que recuerdo. Pero, a juzgar por vuestro rostro, antes os casaríais con el demonio que conmigo; además, tengo otros planes y creo que vos tenéis los vuestros. No, si aquí todos se portan bien, no tendremos que discutir. Y os diré para vuestro consuelo, Godith, que no tengo la menor intención de lanzar a mis perros tras el rastro de vuestro defensor. ¿Por qué debería guardar rencor a un adversario honrado? Sobre todo, ahora que, si no me equivoco, ha alcanzado favor a vuestros ojos.
Se estaba burlando y Godith lo sabía. Aunque la sonrisa no era ni siquiera maliciosa, la joven la consideró una ofensa. Era una sonrisa de triunfo, pero también de burla cariñosa. La muchacha retrocedió e incluso dirigió una mirada suplicante a fray Cadfael, pero el monje permanecía sentado con los ojos mirando al suelo, como profundamente abatido. Entonces Godith miró de nuevo a Berengario y observó que sus ojos negros se posaban en ella con desapasionada admiración.
—Creo que habláis en serio —dijo en un tono pausado.
—¡Ponedme a prueba! Vinisteis aquí en busca de unos caballos para vuestro viaje. ¡Y aquí están! Podéis montar y emprender el camino cuando queráis, vos y vuestro joven vasallo. Nadie os seguirá. Nadie sabe que estáis aquí, salvo yo y mis hombres… Pero viajaréis con más rapidez y comodidad si aligeráis la carga y sólo lleváis lo imprescindible —añadió Berengario en tono solícito—. Este fardo sobre el que tan negligentemente se sienta fray Cadfael… me lo quedaré como recuerdo vuestro cuando os vayáis, Godith.
La muchacha tuvo el suficiente aplomo como para no mirar de nuevo a fray Cadfael cuando escuchó esas palabras, ni revelar, a través de su rostro, la súbita sensación de comprensión, triunfo y júbilo que experimentó y que también debió de experimentar Toroldo, a su espalda.
Conque por eso habían dejado las alforjas en el árbol junto al vado, a un cuarto de legua hacia el oeste y a un cuarto de legua del País de Gales. Cederían aquel trofeo sin la menor resistencia, pero ningún destello de alborozo debería amenazar el feliz resultado de la empresa. A ella le correspondería ahora redondear el golpe, tarea que fray Cadfael quería dejar enteramente en sus manos. Era la mayor prueba con que jamás se hubiera enfrentado la joven, y tendría que superarla de tal modo que nunca tuviera que avergonzarse. Porque el joven con quien se enfrentaba era algo más que lo que ella suponía. De pronto, le pareció que el hecho de ceder sería un gesto casi tan generoso como el de Berengario, el cual parecía dispuesto a dejarla marchar felizmente con otro hombre para abrazar otra causa, exigiendo, en compensación por sus molestias, el pequeño detalle del oro. ¡A cambio de dos soberbios caballos y un viaje al País de Gales sin ningún impedimento! E incluso con su bendición, profana, pero no por ello menos valiosa.
—Queréis decir que podemos irnos —dijo Godith, no en tono de pregunta sino de afirmación.
—Y cuanto antes mejor, os lo aconsejo. La noche todavía es joven, pero madura muy de prisa. Y os queda un buen trecho de camino.
—Me equivoqué con respecto a vos —dijo magnánimamente Godith—. No os conocía bien. Teníais derecho a conseguir este premio. Espero que comprendáis que nosotros también teníamos derecho a luchar por él. En una justa victoria y una justa derrota, no tiene que haber resquemores. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo! —contestó Berengario con entusiasmo—. Sois el mejor adversario que podía esperar, y creo que más vale que este joven se os lleve en seguida, antes de que cambie de parecer. Mientras me dejéis el fardo…
—Vuestro es —dijo fray Cadfael, levantándose a regañadientes de su asiento—. Lo habéis ganado en buena lid, ¿qué más puedo decir?
Berengario contempló sin el menor recelo el fardo envuelto en sacos. Conocía muy bien la forma del bulto que Cadfael había transportado hasta allí desde el río Severn, y no desconfiaba en absoluto.
—¡Id, pues, y que Dios os acompañe! Os quedan todavía unas cuantas horas de oscuridad —Berengario miró por primera vez a Toroldo y lo observó detenidamente. Toroldo se había mantenido al margen, dejándolo todo en manos de Godith en circunstancias que seguramente no entendía muy bien—. Os pido perdón, no conozco vuestro nombre.
—Soy Toroldo Blund, vasallo de FitzAlan.
—Lamento que no tuviéramos ocasión de conocernos. Pero no lamento no haber tenido que luchar contra vos, porque me temo que hubiera encontrado la horma de mis zapatos —Berengario parecía muy satisfecho de haberse salido con la suya y no temía demasiado a la fuerza y estatura superior de Toroldo—. Cuidad bien de vuestro tesoro, Toroldo, yo cuidaré del mío.
Godith le miró, más tranquila y sosegada, y le dijo:
—¡Besadme para desearme buena suerte! ¡Tal como yo os la deseo a vos!
—¡Con todo mi corazón! —dijo Berengario, tomando el rostro de la joven entre sus manos y dándole un beso excesivamente prolongado, tal vez para provocar a Toroldo. Pero éste contempló la escena sin escandalizarse. Hubieran podido ser un hermano y una hermana que se despidieran con cariño—. ¡Ahora, montad, y que Dios os acompañe!
Godith se acercó a Cadfael y le pidió que también la besara con un semblante que nadie vio, pero que tanto hubiera podido ser de tristeza como de alegría o de ambas cosas a la vez. Las gracias que le dio a él y a los hermanos legos fueron necesariamente muy breves a causa de la extraña mezcla de emociones que la embargaba. Tenía que escapar en seguida, antes de que sus sentimientos la traicionaran. Toroldo se acercó para sujetarle el estribo, pero fray Anselmo la levantó en brazos y la acomodó sobre la silla. Los estribos eran un poco largos para ella. Cuando el lego se inclinó para acortarlos, la joven vio que la miraba furtivamente con una leve sonrisa en los labios y comprendió que él también había adivinado lo ocurrido y compartía en secreto su regocijo. Si él y su compañero hubieran conocido el plan desde un principio, tal vez no hubieran podido actuar con tanto convencimiento, aunque en seguida intuyeron las corrientes subterráneas.
Toroldo montó el ruano de Berengario y contempló a todos los que estaban en el interior de la empalizada. Los arqueros habían aflojado los arcos y miraban a su alrededor con cierto interés no exento de diversión mientras Berengario abría la puerta de par en par para que salieran los viajeros.
—Fray Cadfael, os lo debo todo. No lo olvidaré.
—Si algo me debéis —contestó Cadfael—, pagádselo a Godith. Y procurad cuidarla bien hasta entregarla sana y salva a su padre —añadió severamente—. La tenéis bajo vuestra protección y es una prenda sagrada, guardaos de aprovecharos de la situación.
Toroldo esbozó una sonrisa radiante y se puso en marcha. Lo mismo hizo Godith, trotando a través de la puerta hasta el luminoso claro y, desde allí, hasta las sombras del bosque. La distancia era muy corta hasta el camino más ancho y el vado del arroyo donde aguardaban las alforjas. Cadfael prestó atención al suave rumor de los cascos de los caballos sobre la tierra y los ocasionales susurros de las frondosas ramas hasta que todos los ruidos se perdieron en el silencio de la noche. Cuando levantó la cabeza, vio que todos los demás estaban escuchando con tanta atención como él. Por un momento, se miraron unos a otros sin saber qué decir.
—Si regresa virgen junto a su padre —dijo Berengario al final—, nunca volveré a apostar sobre el comportamiento de un hombre o una mujer.
—Yo creo —replicó secamente Cadfael— que regresará junto a su padre convertida en una esposa como Dios manda. Hay muchos sacerdotes desde aquí hasta Normandía. Le costará un poco convencer a Toroldo de que tiene derecho a recibirla sin la aprobación paterna, pero sé que lo conseguirá.
—Vos la conocéis mejor que yo —dijo Berengario—. ¡Yo apenas conocía a esa doncella! ¡Una lástima! —añadió con aire pensativo.
—Sin embargo, creo que la reconocisteis la primera vez que la visteis conmigo en el patio grande.
—De vista, sí… En aquel momento no estuve muy seguro, pero a los dos días, sí. No cambia demasiado de cara, vestida de mozo —el joven miró a Cadfael con una sonrisa—. Sí, vine por ella, pero no para entregarla a otro hombre. Tampoco la quería para mí. Ella era, como vos mismo habéis dicho, una prenda sagrada. Merced a la alianza que otros habían concertado con respecto a nosotros, me sentía en la obligación de velar por su seguridad.
—Espero que lo hayáis hecho —dijo Cadfael.
—Yo también. ¿No hay rencor por ninguna parte?
—Ninguno. Y tampoco sentimientos de venganza. El juego ha terminado.
De pronto, Cadfael se dio cuenta de que hablaba en tono de abatida resignación, aunque en realidad sólo sentía el gozoso cansancio del alivio.
—En tal caso, ¿querréis regresar conmigo a la abadía y hacerme compañía por el camino? Tengo dos caballos aquí, y mis criados se tienen merecido un buen descanso; si los buenos hermanos quisieran darles comida y cobijo esta noche, mañana podrían regresar sin prisas. Para endulzar la bienvenida, en mis alforjas hay dos botellas de vino y una empanada de carne. Temí que la espera fuera más larga, aunque estaba seguro de que vendríais.
—Yo supuse —terció fray Luis, frotándose las manos de satisfacción— que, a pesar de esta repentina alarma, no ocurriría nada malo esta noche. Gracias por las botellas de vino y la empanada. Con mucho gusto os ofreceremos dos camas y una partida de tablas reales si os apetece. Aquí recibimos muy pocas visitas.
Uno de los arqueros se acercó con los dos caballos que le quedaban a Berengario, el poderoso tordo y la jaca parda. Tanto los legos como los criados descargaron el vino y la comida y, obedeciendo a Berengario, cargaron el fardo sobre la grupa del tordo y lo ataron bien con las correas de cuero de fray Anselmo.
—No es que no me fíe de que lo llevéis en la jaca —le aseguró Berengario a Cadfael—, pero este animal ni siquiera notará el peso. Además, necesita un jinete con mano dura porque tiene la boca dura y una voluntad muy terca. Yo estoy acostumbrado a él. A decir verdad, le tengo mucho cariño. Me he separado de dos caballos mucho mejores, pero este bribón se parece a mí y no lo cambiaría por nada del mundo.
No hubiera podido expresar mejor lo que Cadfael pensaba de él. ¡Este bribón se parece a mí y no lo cambiaría por nada del mundo! Había espiado por su cuenta, había cedido generosamente dos caballos muy valiosos para pagar la deuda que tenía con una prometida a la que, en realidad, nunca quiso, y se tomó toda clase de pacientes y tortuosas molestias para salvar a la muchacha y ayudarla a emprender la huida, quedándose él con el tesoro, tal como era justo que hiciera. ¡Bien, bien, hay que ver lo que se aprende en el libro de nuestros semejantes!
Ambos regresaron juntos por el mismo camino que la primera vez, más amigos que nunca. Tomaron aquel camino más largo por ser el que mejor se adaptaba a los caballos. La noche tibia estaba tranquila, desafiando aquellos tiempos tan revueltos y alborotados con la serena afirmación de su permanente estabilidad.
—Me temo —dijo Hugo Berengario en tono compungido— que os habéis perdido maitines y laudes por mi culpa. Si yo no hubiera provocado esta demora, hubierais podido estar de vuelta a medianoche. Tendremos que compartir la penitencia.
—Vos y yo —replicó crípticamente Cadfael— ya compartiremos una penitencia. Bien, no hubiera podido desear una compañía más estimulante. Podemos agravar mi delito, cabalgando despacio. No es frecuente que un hombre pueda disfrutar de un paseo nocturno a caballo con tanta paz y seguridad.
Ambos pasaron un buen rato en silencio, enfrascados en sus propias reflexiones hasta que, en determinado momento, sus hilos se entrecruzaron y Berengario dijo con firmeza no exenta de afecto:
—La echaréis de menos.
No en vano se había pasado varios días observando y aprendiendo.
—Como si me hubieran arrancado una fibra del corazón —reconoció fray Cadfael sin ambages—, pero otros ocuparán su lugar. Era una buena chica y también un buen mozo, si me permitís la licencia. Rápida en los estudios y buena trabajadora. Espero que sea una buena esposa. El joven está hecho para ella. ¿Visteis que sólo movía un hombro? Un arquero real estuvo a punto a arrancarle el otro, pero ahora, con los cuidados de Godith, se curará. Llegarán a Francia sanos y salvos —tras una pausa de meditación, Cadfael preguntó con sincera curiosidad—: ¿Qué hubierais hecho si uno de nosotros hubiera desafiado vuestras órdenes y se os hubiera enfrentado?
—Creo que hubiera hecho el peor ridículo de mi vida —contestó Berengario, soltando una carcajada— porque mis hombres sabían perfectamente que no tenían que disparar. Pero el arco es un buen persuasor y, por otra parte, un sujeto imprevisible como yo podía hablar en serio. ¿Por qué? ¿Acaso no me creísteis capaz de hacerle daño a la chica?
Cadfael no consideró oportuno dar una respuesta sincera todavía y procuró contemporizar:
—Si lo pensé, en seguida me di cuenta de mi error. Los arqueros hubieran podido matarla antes de que Toroldo la protegiera con su cuerpo. No, lo advertí muy pronto.
—¿Y no os sorprende que yo supiera lo que habíais traído a la granja y lo que pensabais recoger allí esta noche?
—Ninguna manifestación de vuestra astucia puede sorprenderme a estas alturas —contestó Cadfael—. Deduzco que la noche en que lo traje debisteis de seguirme desde el río. Y también que me ayudasteis deliberadamente a conducir vuestros caballos allí con dos propósitos: alentarme a trasladar el tesoro desde el lugar donde lo guardaba, y permitir la huida de esos jóvenes, pero sin el tesoro. La mano derecha luchando con la izquierda, eso es muy propio de vos. ¿Por qué estabais tan seguro de que sería esta noche?
—Pues porque, en vuestro lugar, yo me hubiera apresurado a sacarlos de aquí cuanto antes, aprovechando que la búsqueda ya había terminado de manera infructuosa. Hubierais tenido que ser un necio para desaprovechar la ocasión. Y, tal como averigüé hace tiempo, no tenéis un pelo de tonto, fray Cadfael.
—Tenemos muchas cosas en común, vos y yo —convino Cadfael con la cara muy seria—. Pero, una vez supisteis que el fardo estaba oculto en la granja, ¿por qué no os apoderasteis de él? En tal caso, también hubierais podido permitir que los muchachos se fueran sin el tesoro, como han hecho ahora.
—¿Y quedarme durmiendo en la cama mientras ellos se iban? ¿Sin hacer las paces con Godith, dejando que se fuera a Francia convencida de que yo era su enemigo y capaz de semejante vileza? No, no hubiera podido resistirlo. Tengo mi orgullo. Quería que las cosas terminaran bien y sin rencor. También tengo curiosidad. Quería ver al joven que le ha robado el corazón. El tesoro estaba a salvo hasta que vos decidierais el momento de la huida. ¿Por qué inquietarme? De esta manera, todo resultaba más satisfactorio.
—Eso, sin duda —convino enérgicamente Cadfael.
Ya habían llegado al lindero del bosque y el camino de Sutton, y estaban a punto de girar al norte hacia San Gil, envueltos en una amistosa atmósfera que no parecía sorprender a ninguno de los dos.
—Esta vez —dijo Berengario—, entraremos por la caseta de vigilancia como dos disciplinados moradores de la casa, aunque la hora sea un poco insólita. Y, si no os parece mal, podríamos llevar esto directamente a vuestra cabaña del huerto, descansar allí el resto de la noche y averiguar lo que contiene. Me gustaría ver cómo ha vivido Godith bajo vuestro cuidado y qué artes ha aprendido. Me pregunto dónde estarán ahora.
—Cerca de Pool o algo más allá. El camino es muy bueno en general. Sí, venid a verlo por vos mismo. Preguntasteis por ella en la ciudad, ¿verdad? En casa de Edric Flesher. Petronila recelaba mucho de vuestros motivos.
—No me extraña —dijo Berengario, riéndose—. Nadie hubiera sido suficiente para su niña, me tuvo antipatía desde el principio. En fin, ahora podréis tranquilizarla.
Llegaron a la silenciosa puerta fortificada de la abadía y avanzaron entre las dos hileras de casas a oscuras mientras los cascos de sus caballos resonaban siniestramente en la quietud de la noche. Algunos preocupados moradores abrieron un poco los postigos para mirar, pero su apariencia era tan tranquila y pacífica que nadie hubiera podido recelar de ellos. Los cautelosos fisgones regresaron a la cama sin temor. Por encima de los altos muros de la abadía, la iglesia se levantaba hacia la izquierda, y la angosta abertura del portillo destacaba con toda claridad en la oscura puerta.
El portero era un hermano lego y le sorprendió un poco ver a dos jinetes a aquella hora. En cuanto los reconoció, comprendió que debían de regresar de alguna diligencia lícita, cosa nada extraña en los tiempos que corrían. Estaba medio dormido y no se molestó en acompañarlos a los establos, donde ambos atendieron a los caballos antes de dirigirse con su carga a la cabaña del huerto.
Berengario hizo una mueca cuando la levantó.
—¿Llevasteis este peso sobre vuestras espaldas? —preguntó, arqueando las cejas.
—Sí —contestó Cadfael con toda sinceridad—, vos mismo lo visteis.
—En tal caso, es lo que llamo un noble esfuerzo. ¿Os importaría cargarlo otra vez estos pocos pasos?
—No estoy muy seguro —dijo Cadfael—. Ahora ya es vuestro.
—¡Me lo temía! —exclamó Berengario.
Pero estaba muy contento porque había actuado según sus principios, se había justificado ante Godith y tenía en su poder el premio que anhelaba. A pesar de su delgadez, era más fuerte de lo que se hubiera pensado pues levantó y transportó el fardo sin ninguna dificultad hasta el herbario.
—Tengo un pedernal y una mecha por ahí —dijo Cadfael, entrando el primero en la cabaña—. Esperad a que encienda una lámpara. Aquí dentro hay muchas cosas que pueden romperse.
Encontró la caja, hizo chispas junto a la carbonizada mecha enroscada y encendió el pabilo que flotaba en un pequeño cuenco de aceite. La llama prendió y se elevó en silencio, arrojando una suave luz sobre las extrañas formas de los frascos, los morteros, las redomas y los montones de hierbas que perfumaban el aire.
—Sois como un alquimista —dijo Berengario, sorprendido—. No me extrañaría que fuerais brujo —depositó el fardo en el suelo de la cabaña y miró con interés a su alrededor—. ¿Aquí pasaba ella las noches? —contempló la cama todavía revuelta a causa del inquieto y espasmódico sueño de Toroldo—. Hicisteis todo esto por ella. Debisteis de adivinar su engaño el primer día.
—En efecto. No fue muy difícil. Viví mucho tiempo en el mundo. ¿Queréis saborear mi vino? Está hecho de peras, cuando la cosecha es buena.
—¡Con mucho gusto! Por vuestro triunfo sobre todos los adversarios… menos Hugo Berengario.
El joven se arrodilló y desató la cuerda de su premio. Un saco dio paso a otro, y el segundo a un tercero. No tenía demasiada prisa y no mostraba excesiva avidez, simplemente cierta curiosidad. Del tercer saco, extrajo un hato de ropa oscura que se abrió en cuanto lo libraron de su encierro, extendiendo unas inequívocas mangas sobre el suelo de tierra de la cabaña. Entre las prendas oscuras, sobresalía una camisa blanca que, al abrirse, reveló tres grandes piedras lisas, un cinturón de cuero y una daga corta en una vaina de cuero. Al final, apareció en el centro un objeto pequeño, duro y brillante que despidió destellos amarillos al rodar por el suelo y que adquirió un color entre plateado y dorado cuando se detuvo a los pies de Berengario.
Y eso fue todo.
Todavía de rodillas, el joven lo miró una y otra vez en muda perplejidad, arqueando sus cejas oscuras casi hasta el techo mientras sus oscuros ojos observaban a su alrededor con asombro y consternación. No se podía leer nada más en aquel semblante por una vez diáfano. Ni extrañeza, ni alarma ni sentimiento de culpa. Berengario se inclinó hacia adelante y, con un gesto de la mano, separó las misteriosas prendas, las miró boquiabierto y recogió las piedras. Sus cejas se alzaron y descendieron de nuevo a su nivel normal. El fulgor de sus ojos daba a entender que lo había comprendido todo. El joven miró de soslayo a Cadfael y soltó una sincera carcajada que hizo temblar los montones de hierbas medicinales mientras su cuerpo se estremecía sin poderlo evitar. Viéndolo, Cadfael también rompió a reír.
—Y yo que me compadecía de vos —dijo Berengario, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano como un niño—, ¡mientras vos me teníais reservada esta sorpresa! Qué necio fui al pensar que podría engañaros, sabiendo cómo erais.
—Tomad, bebed esto —le instó Cadfael, ofreciéndole el bocal que había llenado—. Por vuestro triunfo sobre todos los adversarios… ¡menos Cadfael!
Berengario lo aceptó y bebió de buen grado.
—Os lo merecéis —dijo—. Habéis reído el último, pero, por lo menos, me habéis permitido disfrutar un rato. Jamás en mi vida me divertiré tanto. Pero ¿qué y cómo lo hicisteis? Juro que no os quité los ojos de encima. Vos sacasteis lo que aquel joven había ocultado bajo el agua, oí cómo lo levantabais, y el rumor del agua que se escurría sobre la piedra.
—Sí, pero volví a hundirlo muy despacio. Esto ya lo llevaba en la barca. El verdadero lo sacaron Godith y su enamorado en cuanto vos y yo nos alejamos.
—¿Y ahora lo tienen ellos? —preguntó Berengario, poniéndose momentáneamente muy serio.
—Lo tienen. Pero espero que ya estén en Gales, donde la mano de Owain de Gwynedd les protegerá.
—¿O sea que advertisteis en seguida que os seguía y os vigilaba?
—No teníais más remedio que hacerlo para encontrar vuestro tesoro. Nadie más podía conduciros hasta él. Cuando uno no puede librarse de la vigilancia —sentenció juiciosamente Cadfael—, lo mejor que puede hacer es aprovecharla.
—Y vaya si lo hicisteis. ¡Mi tesoro! —repitió Berengario como un eco, contemplándolo una vez más entre risas—. Bien, ahora comprendo mejor a Godith. ¡En una justa victoria y una justa derrota, dijo, no puede haber resquemores! ¡Y no los habrá! —el joven volvió a observar con más detenimiento los objetos esparcidos por el suelo y, tras fruncir el ceño un instante, levantó los ojos y los clavó en Cadfael—. Las piedras y los sacos, cualquier cosa capaz de engañar, lo comprendo —dijo—. Pero eso, ¿por qué? ¿Qué tienen que ver todas estas cosas conmigo?
—No las reconocéis…, lo sé. No tienen nada que ver con vos, afortunadamente para mí y para vos. Éstas —añadió Cadfael, agachándose para recoger y sacudir la camisa, los calzones y la chaqueta— son las prendas que llevaba Nicolás Faintree la noche en que fue estrangulado en una cabaña de los bosques de Frankwell y arrojado entre los ajusticiados bajo las murallas del castillo para camuflar el asesinato.
—El cadáver de más… —dijo Berengario en voz muy alta.
—El mismo. Toroldo Blund iba con él, pero eso ocurrió cuando ambos se habían separado. El asesino iba también a por él, pero la segunda vez falló. Toroldo venció en la pelea y se fue con el tesoro.
—Eso lo sé —dijo Berengario—. Oí lo que os dijo y lo que vos le dijisteis aquella noche en el molino, pero nada más —el joven contempló largo rato el calzón pardo oscuro y la chaqueta de paño bermejo, propios de un joven vasallo, y miró fijamente a Cadfael con la cara muy seria—. Lo comprendo. Lo reunisteis todo para abalanzaros sobre mí cuando estuviera desprevenido… y pensara encontrar otra cosa muy distinta. Para que lo viera y me espantara de mi propio delito.
—Si eso ocurrió la noche de la caída de la ciudad, recuerdo que había salido a cabalgar solo. Aquella misma tarde estuve en la ciudad y, si he de ser sincero, gracias a Petronila averigüé muchas más cosas de las que ella me dijo. Sabía que dos hombres estarían en Frankwell, aguardando la caída de la noche, aunque en realidad yo buscaba alguna clave sobre el paradero de Godith, y también la conseguí. Sí, comprendo que podría ser sospechoso del asesinato, pero ¿os parezco un hombre capaz de matar de forma tan vil sólo para apoderarme de la basura que esos muchachos se llevan a Gales?
—¿Basura? —repitió Cadfael con expresión pensativa.
—Bueno, no cabe duda de que es útil y agradable tenerlo, pero, una vez satisfechas las propias necesidades, el resto es basura. ¿Os lo podéis comer, podéis vestiros con ello, montarlo como si fuera un caballo, resguardaros de la lluvia y el frío, leerlo como si fuera un libro, tocar música o amarlo como se ama a una persona?
—Puede comprarse el favor de los reyes —apuntó Cadfael.
—Ya cuento con el favor del rey. Muchas veces baila al son que le tocan sus consejeros, pero cuando le dejan en paz sabe apreciar a un hombre en lo que vale. Exige servicios indignos cuando está enfadado o siente deseo de vengarse, pero desprecia a quien se apresura servilmente a cumplirlos sin darle tiempo a arrepentirse de sus decisiones injustas. Estuve con él parte de aquella noche y me ha otorgado la gracia de custodiar mis castillos y defender la frontera en su nombre, reuniendo los hombres y los medios a mi manera, lo cual me complace mucho. Sí, me hubiera gustado ofrecerle el tesoro de FitzAlan, de haber tenido ocasión, pero no me importa demasiado haberlo perdido. Además, fue una noble rivalidad. Por consiguiente, responded a mi pregunta, Cadfael, ¿os parezco un hombre capaz de estrangular por la espalda a un semejante sólo por dinero?
—¡No! Las circunstancias permitían suponerlo, pero hace tiempo que excluí esta posibilidad. No sois un hombre así. Os tenéis en demasiada estima para atribuir más valor a un puñado de oro que a vuestra propia dignidad. Antes de poneros a prueba esta noche —dijo Cadfael—, ya estaba todo lo seguro que puede estar un hombre de que deseabais librar a Godith del peligro y que me alentabais indirectamente a sacarla de aquí. Que, al mismo tiempo, intentarais apoderaros del oro, me parece muy justo. No, no sois mi hombre. Seríais capaz de muchas cosas, pero, ahora que os conozco, no os considero capaz de matar a un hombre a traición. Bueno, ya veo que no podéis ayudarme. Nada de lo que haya aquí os conmueve porque nada podéis reconocer.
—No, no se trata de reconocer —Berengario tomó el topacio engarzado en la garra de plata rota y lo examinó cuidadosamente. Se levantó y se acercó a la lámpara para analizarlo mejor—. Jamás lo he visto. Pero, a pesar de todo, me escuecen los pulgares. Me parece que lo conozco. Estuve con Aline cuando preparaba el cuerpo de su hermano para la sepultura. Reunió todas sus cosas y creo que os las entregó para que las distribuyerais como limosna, todas menos la camisa manchada con el sudor de la muerte. Comentó que faltaba algo…, una daga que era hereditaria en su familia… y siempre pasaba al primogénito que alcanzaba la mayoría de edad. Me la describió y creo que ésta podría ser la piedra preciosa que remataba la empuñadura. ¿Dónde la encontrasteis? —preguntó el joven, frunciendo el ceño—. No la llevaría el muerto, ¿verdad?
—No, eso no. La encontré en el suelo de la cabaña donde Toroldo forcejeó y luchó con el asesino. Tampoco pertenece a una daga de Toroldo. Sólo hay una persona que pudo llevarla.
—¿Estáis diciéndome que fue el hermano de Aline quien asesinó a Faintree? —preguntó Berengario, horrorizado—. ¿Tendrá ella que soportar también esta deshonra?
—Estáis olvidando, por una vez, la noción del tiempo —contestó fray Cadfael en tono tranquilizador—. Gil Siward murió varias horas antes de que asesinaran a Nicolás Faintree. No, no temáis, ninguna culpa podrá recaer sobre Aline. Creo que el asesino de Nicolás primero robó el cuerpo de Gil y después tendió una emboscada, portando la daga que con tanta ruindad había robado.
Berengario se sentó bruscamente sobre la cama de Godith, sosteniéndose la cabeza entre las manos.
—Por el amor de Dios, dadme un poco más de ese vino. La cabeza me da vueltas —Cadfael volvió a llenarle el bocal y el joven bebió con avidez. Luego tomó nuevamente el topacio y lo sopesó en la mano—. Entonces ya tenemos algún indicio sobre el hombre al que buscáis. Sin duda estuvo presente, por lo menos durante una parte, en la horrible matanza perpetrada en el castillo porque fue allí, si no nos equivocamos, donde robó la valiosa arma a la que pertenece esta piedra. Pero se marchó antes de que concluyera la carnicería, ya que ésta se prolongó hasta la noche y parece que, para entonces, él ya estaba aguardando al acecho al otro lado de Frankwell. ¿Cómo averiguó sus planes? ¿No será que alguno de aquellos pobres desdichados trató de salvar la vida, traicionándoles? Vuestro hombre estaba allí cuando comenzó la matanza, pero se fue antes de que terminara. Prestcote sin duda estaba, Ten Heyt y sus flamencos fueron los encargados de cumplir la tarea y tengo entendido que Courcelle se fue en cuanto pudo y se entregó a una misión mucho más limpia, registrar las casas de la ciudad en busca de FitzAlan, cosa que no le reprocho.
—No todos los flamencos hablan inglés —señaló Cadfael.
—Pero algunos, sí. Y entre los noventa y cuatro condenados debía de haber más de uno que hablara francés. Cualquier flamenco pudo quedarse con la daga. Una pieza valiosa que un muerto ya no necesita. Os digo, Cadfael, que pienso lo mismo que vos y considero que semejante muerte no puede dejarse sin castigo. ¿No os parece, puesto que ya no puede causarle más vergüenza o dolor, que podría mostrarle esta piedra a Aline para averiguar si pertenece o no a la empuñadura que ella conocía?
—Me parece que sí —contestó Cadfael—. Cuando termine el capítulo, volveremos a reunimos aquí, si queréis. Eso si en el capítulo no me imponen una penitencia que me obligue a apartarme de la vista de los hombres durante una semana.
Las cosas ocurrieron de una forma muy distinta. Si alguien observó su ausencia en maitines y laudes, debió de olvidarlo antes del capítulo porque nadie, ni siquiera el prior Roberto, lo comentó ni exigió penitencia. Tras la congoja y zozobra de la víspera, se anunciaba otro acontecimiento más esperanzador. El rey Esteban, con sus nuevos refuerzos, sus caballos de relevo y los víveres confiscados, se desplazaría al sur hacia Worcester para atacar por sorpresa la ciudadela del conde Roberto de Gloucester, hermanastro y leal defensor de la emperatriz Matilde. La vanguardia de su ejército emprendería la marcha al día siguiente y el rey, acompañado de su guardia personal, se trasladaría aquel mismo día al castillo de Shrewsbury, donde pasaría dos noches, con el fin de inspeccionar y asegurar sus defensas antes de seguir a la vanguardia. Estaba satisfecho del resultado de los saqueos y quería olvidar los rencores, para lo cual aquel martes por la noche había invitado a su mesa del castillo tanto al prior Roberto como al abad Heriberto. En medio de las prisas de los preparativos, los pecados veniales no tenían demasiada importancia.
Cadfael regresó agradecido a su cabaña y descansó un rato en la cama de Godith hasta que Hugo Berengario le despertó. Hugo sostenía el topacio en la mano, y su rostro parecía cansado pero sereno.
—Es suyo. Lo tomó en sus manos y lo reconoció. Supuse que no podría haber dos iguales. Ahora voy al castillo porque los hombres del rey ya van de camino, y Ten Heyt y sus flamencos estarán allí. Quiero encontrar al hombre, quienquiera que sea, que robó esta daga cuando Gil ya estaba muerto. Entonces sabremos que no estamos lejos del asesino. Cadfael, ¿no podríais conseguir del abad Heriberto que os llevara consigo esta noche al castillo? Necesita a alguien que le sirva, ¿por qué no vos? Siempre os escucha de buen grado; si se lo pedís, os lo concederá. Entonces, si tengo algo que decir, vos estaréis cerca.
Fray Cadfael bostezó, soltó un gruñido y abrió los ojos a regañadientes para contemplar el rostro joven y moreno que se inclinaba hacia él con expresión vehemente y decidida. Acababa de ganar un poderoso aliado.
—Os mataré por despertarme —musitó—, pero iré.
—Es vuestra causa —le recordó Berengario con una sonrisa.
—Es mi causa. Pero ahora, por el amor de Dios, marchaos y dejadme dormir durante la hora de la comida y toda la tarde. Ya me habéis hecho perder suficientes horas para acortarme la vida, sois peor que la peste.
Hubo Berengario soltó una carcajada no demasiado alegre esta vez, trazó la señal de la cruz sobre la despejada frente morena de Cadfael y se fue.