IX

l no lo sabía, pero en aquellos momentos Godith estaba mirándose al espejo en casa de Aline mientras Constanza se apartaba a un lado para permitirle ver mejor su imagen. Lavada, peinada y ataviada con un vestido de Aline, de brocado marrón e hilo de oro, y una diadema dorada alrededor de sus bucles, la joven movía la cabeza a uno y otro lado, alegrándose de volver a ser una mujer. Su rostro ya no era el de un chiquillo travieso sino el de una noble dama, segura de sus encantos. La suave luz de la vela le confería un aire misterioso y extraño a la vez.

—Ojalá él pudiera verme así —dijo en tono nostálgico, olvidando que hasta entonces no había mencionado a ningún hombre que no fuera fray Cadfael. Y no podía revelarle a nadie, ni siquiera a Aline, nada referente a la persona y la misión de Toroldo. Con respecto a sí misma, lo había dicho casi todo. Era lo menos que podía hacer en agradecimiento por la ayuda.

—¿Hay un «él»? —preguntó Aline con comprensiva curiosidad—. ¿Y él será quien os acompañe a vuestro destino? No, no debo preguntaros nada, sería injusto. Pero ¿por qué no podéis lucir este vestido en su presencia? Una vez fuera de aquí, podréis viajar tanto vestida de mujer como de mozo.

—Lo dudo —dijo Godith tristemente—. De la manera en que viajaremos, no lo creo posible.

—En tal caso, lleváoslo. Podríais guardarlo en ese fardo tan grande que lleváis. Yo tengo muchos y, por otra parte, necesitaréis un vestido cuando lleguéis sana y salva a vuestro destino.

—¡Oh, si supierais cuánto me tentáis! Sois muy amable, pero no puedo aceptar. Además, durante la primera etapa del viaje iremos muy cargados. Pero os lo agradezco mucho y jamás lo olvidaré.

Se probó por simple placer, ayudada por Constanza, todos los vestidos de Aline, y en todos se imaginó presentándose de pronto ante Toroldo y viendo la respetuosa y asombrada mirada del joven. A pesar de no saber dónde estaba ni cómo le habían ido las cosas, la muchacha pasó una tarde muy feliz, libre de toda inquietud. Estaba segura de que él la vería en todo su esplendor, si no con aquel vestido, con otros igualmente hermosos, cubierta de joyas y con el cabello largo trenzado y recogido por una diadema dorada como la que lucía en aquellos momentos. Recordó la ocasión en que ambos se sentaron a comer ciruelas, arrojando los huesos al Severn a través de las tablas del molino, y se echó a reír. ¿Cómo podría darse humos con Toroldo después de aquello?

Estaba a punto de quitarse la diadema de la cabeza cuando oyeron una súbita pero circunspecta llamada a la puerta. Por un momento, ambas jóvenes quedaron petrificadas.

—¿Será que, al final, han decidido registrar esta casa? —se preguntó Godith en un angustiado susurro—. ¿Os he puesto en peligro?

—¡No! Esta mañana, cuando vinieron, Adam me aseguró que no sería molestada —Aline se levantó resueltamente—. Quedaos aquí con Constanza, y corred la aldaba. Yo iré. ¿No será fray Cadfael que viene por vos?

—No, no lo creo, aún estarán vigilando.

La llamada parecía muy suave, pero aun así Godith permaneció inmóvil detrás de la puerta, escuchando con atención los retazos de voces que le llegaban desde el otro lado. Aline había franqueado la entrada a su visitante. La voz que se alternaba con la de Aline era masculina, baja y ardientemente cortés.

—¡Adam Courcelle! —susurró Constanza, esbozando una sonrisa comprensiva—. ¡Está tan enamorado que no puede apartarse de ella!

—¿Y ella…, Aline? —preguntó Godith con curiosidad.

—¡Quién sabe! Ella… ¡todavía no!

Godith había oído la misma voz aquella mañana, dirigiéndose en un tono muy distinto al portero y a los criados legos de la entrada. Sin embargo, tales misiones no debían de ser muy agradables y podían convertir a un hombre honrado en un ser hosco y arrogante. Tal vez aquel joven atento y solícito que se interesaba por el bienestar de Aline era el que más correspondía a su verdadero temperamento.

—Espero que toda esta conmoción no os haya disgustado demasiado —le dijo a Aline—. Ya no habrá más molestias, podéis descansar tranquila.

—No me han molestado en absoluto —le aseguró Aline—. No tengo ninguna queja, todos se han portado muy bien conmigo. Pero me compadezco de las personas que se han visto privadas de sus bienes. ¿Sucede lo mismo en la ciudad?

—Sí —contestó Adam con tristeza—, y mañana seguirán haciendo lo mismo. Pero la abadía ya puede respirar tranquila. Aquí ya hemos terminado.

—¿Y no la habéis encontrado? Me refiero a la moza a la que buscabais.

—No, no la hemos encontrado.

—¿Qué pensaríais si os dijera que me alegro? —preguntó Aline con intención.

—Pensaría que no esperaba otra cosa de vos y que eso os honra. Sé que no podríais desear ningún daño, dolor o peligro a ninguna criatura, y tanto menos a una inocente doncella. He aprendido demasiadas cosas de vos, Aline —tras una pausa, Courcelle añadió en un susurro—: Aline…

Después, bajó tanto la voz que Godith ya no pudo oír sus palabras. Tampoco lo hubiera querido, porque el tono era demasiado íntimo y apremiante. Al poco rato, se oyó la voz de Aline:

—Esta noche no me exijáis demasiado, ha sido un día agotador para muchos. No puedo evitar sentirme casi tan cansada como deben de sentirse ellos. ¡Y como os debéis de sentir vos! Dejadme que duerma bien esta noche y ya habrá un momento más oportuno para hablar de estas cosas.

—¡Muy cierto! —dijo Courcelle, hablando de nuevo como un soldado a punto de cumplir una orden—. Perdonadme, no era el momento más indicado. A esta hora, casi todos mis hombres ya han salido; me reuniré con ellos y os dejaré descansar. Oiréis rumor de pisadas y chirridos de ruedas durante un cuarto de hora, pero después todo quedará tranquilo.

Las voces se perdieron hacia la puerta. Godith oyó que ésta se abría y se volvía a cerrar tras un breve intercambio de palabras en voz baja. Después se oyó correr la aldaba y, a los pocos momentos, Aline llamó con los nudillos a la puerta del dormitorio.

—Podéis abrir, ya se ha ido —con el ceño fruncido, la joven apareció en el dintel, perpleja y arrebolada—. Me parece —añadió, esbozando una sonrisa que a Adam de Courcelle le hubiera encantado ver— que, al haberos dado cobijo, no le he disgustado. Creo que se alegra de no haberos encontrado. Ya se van. Todo ha terminado. Ahora sólo tenemos que esperar que oscurezca y que venga fray Cadfael.

En la cabaña del herbario, fray Cadfael dio de comer, tranquilizó y curó a su paciente. Tras haber obtenido una respuesta satisfactoria a su primera pregunta, Toroldo se tendió sumisamente en la cama de Godith y dejó que le curaran la herida del hombro y le volvieran a vendar la del muslo, pese a que ya estaba cicatrizada.

—Si tenéis que emprender el camino hacia el País de Gales esta noche —dijo Cadfael—, no quiero que sufráis ningún daño que os obligue a aplazarlo. La herida podría volverse a abrir muy fácilmente.

—¿Esta noche? —preguntó Toroldo con ansiedad—. ¿Ella y yo juntos? ¿Será esta misma noche?

—Debe ser esta noche, y ya es hora. No creo que pudiera soportar mucho tiempo esta situación —contestó Cadfael, aunque, en realidad, parecía muy satisfecho—. Y no es que os haya visto demasiado, la verdad, pero, aun así, estaré más tranquilo cuando estéis en camino hacia el país de Owain de Gwynedd. Incluso os daré un recuerdo mío para el primer galés que encontréis. Aunque ya tenéis la recomendación de FitzAlan ante Owain, y Owain siempre cumple su palabra.

—Una vez emprendamos el camino —dijo solamente Toroldo—, intentaré por todos los medios cuidar bien de Godith.

—Y ella cuidará de vos. Le daré un tarro del ungüento que he utilizado para curaros, y unas cuantas cosas más que pueda necesitar.

—¡Y Godith se llevó la barca y la carga ella sola! —exclamó Toroldo con afectuoso orgullo—. ¿Cuántas doncellas hubieran salido airosas de semejante prueba? ¡Y esa joven que la protegió y os comunicó tan hábilmente la noticia! Os digo, fray Cadfael, que aquí, en Salop, criamos unas mujeres extraordinarias —tras una pausa, el muchacho preguntó, preocupado—: ¿Cómo vamos a sacarla de aquí? Quizá han puesto una guardia. Además, no puedo salir por la caseta de vigilancia porque el portero jamás me ha visto. Y, por si fuera poco, la barca está allí, no aquí.

—Callad un momento y dejadme pensar —dijo Cadfael mientras terminaba de vendarle la herida—. ¿Cómo fue vuestra jornada? Me parece que no tuvisteis el menor contratiempo. Debisteis de salir del molino con toda tranquilidad porque no he oído ningún comentario al respecto. Seguramente en seguida os disteis cuenta de lo que ocurría.

Toroldo le describió todas sus andanzas durante aquel día tan largo, peligroso y terriblemente aburrido en el que se había pasado el rato corriendo y escondiéndose.

—Vi la compañía en la orilla del río y el molino, seis soldados a pie y un oficial a caballo. Pero ya había procurado no dejar ninguna huella de mi presencia. Primero entró el oficial solo y después lo hicieron sus hombres. Volví a verle esta tarde —Toroldo se sobresaltó bruscamente ante aquella coincidencia—, cuando crucé el vado y me escondí en los rastrojos. Paseaba arriba y abajo entre el río y el canal del molino. Le reconocí por su porte y su caballo. Crucé el arroyo aprovechando que estaba de espaldas y, cuando bajó de nuevo, se detuvo y miró hacia donde yo estaba escondido. ¡Juraría que me vio y esbozó una sonrisa! Temí que me hubiera descubierto, pero siguió adelante, lo cual significa que no me vio.

Cadfael apartó los ungüentos con aire pensativo.

—¿Y le reconocisteis por el caballo? —preguntó en un susurro—. ¿Qué tenía de especial?

—El tamaño y el color del pelaje. Era una bestia enorme, no demasiado bonita, pero muy fuerte, con manchas crema en el vientre y gris casi negro en el lomo y los cuartos traseros.

Cadfael se rascó la chata nariz bronceada por el sol y la tonsura todavía más bronceada.

—¿Y cómo era el hombre?

—Un joven poco mayor que yo. Moreno y bien plantado. Lo único que le vi esta mañana fueron la ropa que vestía y su altiva manera de montar una bestia que no resultaría demasiado fácil. Esta tarde también vi su cara, enjuta, de huesos pronunciados y los ojos y cejas negros. ¡Por cierto, silbaba muy bien! —añadió Toroldo, recordando el detalle con asombro.

¡Una gran verdad!, recordó a su vez Cadfael. También recordaba el caballo, dejado en los establos de la abadía cuando se llevaron otros dos mucho mejores. Estaría dispuesto a perder dos caballos, dijo su propietario, pero no los cuatro, y tanto menos los más valiosos. Sin embargo, tras la requisa, aún le quedaba uno para montar y seguramente también el otro seguía a su disposición. O sea que había mentido. Su posición ante el rey ya estaba asegurada, e incluso aquel día había cumplido una labor de vigilancia. ¿Una labor especialmente elegida? ¿Y quién la había elegido?

—¿Y pensáis que os vio cruzar?

—Cuando estaba escondido, me pareció que se volvía a mirarme. Pensé que habría visto mi movimiento por el rabillo del ojo.

Ése, pensó Cadfael, tiene la cabeza llena de ojos y sólo se le escapa lo que no merece la pena. Pero a Toroldo se limitó a preguntarle:

—¿Se detuvo a miraros y después siguió adelante?

—Hasta me pareció que me saludaba con la mano en la que sujetaba la brida —contestó Toroldo, sonriendo como si se burlara de su propia credulidad—. Pero es que yo en mi afán por reunirme con Godith veía visiones en todas partes. Después, dio media vuelta y siguió adelante como si tal cosa. Eso significa que no me vio.

Cadfael se preguntó, admirado, qué significaría todo aquello. Ya casi no había luz, y el crepúsculo estaba dando paso a la noche. Aún no había oscurecido por completo, pero el sol ya se había puesto del todo, dejando únicamente un leve resplandor verdoso por el oeste; como la prometedora confirmación de los primeros rayos solares antes del amanecer.

—Seguramente no me vio, ¿verdad? —preguntó Toroldo, temiendo haber puesto en peligro a Godith.

—No temáis —contestó Cadfael—. Todo va bien, hijo mío, no os preocupéis. Yo me encargo de todo. Y ahora, debo ir a completas. Corred la aldaba cuando yo salga y tendeos a dormir aunque sólo sea una hora en la cama de Godith. Al amanecer, os hará mucha falta. Volveré en cuanto termine el oficio.

Sin embargo, Cadfael perdió unos minutos en acercarse a los establos. No le sorprendió que ni el caballo gris y crema ni su compañera, la vigorosa jaca parda, estuvieran en las cuadras. Una inocente visita a la hospedería después de completas le confirmó que Hugo Berengario no estaba en los aposentos destinados a la nobleza, y que sus tres criados no se encontraban entre los plebeyos. El portero le comentó que los tres criados se habían marchado poco después de que Berengario regresara de cumplir su misión, hacia el final de vísperas, y que éste había salido sin la menor prisa aproximadamente una hora más tarde.

Conque ésas tenemos, ¿eh?, pensó Cadfael. Ha apostado la mano a que será esta noche y está dispuesto a impedirlo o a morir en el empeño. Muy bien, pues, ya que es tan audaz y astuto como para leerme el pensamiento, veamos si puedo leer el suyo y hacer una apuesta tan arriesgada como la suya.

Berengario sabía desde un principio que contaba con el favor del rey y que sus caballos estaban a salvo. Por consiguiente, debió de sacarlos de los establos por otro motivo. ¡Y me convirtió en cómplice de su maquinación! ¿Por qué? Hubiera podido encontrar por sí mismo un refugio para sus caballos si realmente lo hubiera necesitado. No, quería que yo supiera dónde estaban los caballos, disponibles y tentadores. Sabía que tenía que sacar a dos personas de la ciudad y del dominio del rey, y que aprovecharía la ocasión para mis propios fines. Me lanzó el anzuelo de los dos caballos para que yo trasladara el tesoro al mismo lugar, listo para la fuga. Y, finalmente, no tenía que perseguir a los fugitivos sino que le bastaba con esperar a que yo los llevara a la granja en cuanto pudiera. De ese modo, conseguiría todo de golpe.

Lo cual significa que esta noche nos aguardará, pero esta vez en compañía de hombres armados.

Quedaban ciertos detalles que todavía le desconcertaban. Si Berengario había hecho de veras la vista gorda la tarde en que descubrió a Toroldo en su escondrijo, ¿cuál fue su propósito? Claro que, tal vez, en aquel momento no sabía dónde estaba Godith y prefería dejar volar un pájaro para capturar también al otro. Sin embargo, teniendo en cuenta lo ocurrido, no se podía pasar por alto la posibilidad de que el joven también hubiera hecho la vista gorda desde un principió ante el disfraz masculino de Godith, y que supiera perfectamente dónde estaba su prometida. En tal caso, de haber sabido que Godric era Godith y que un hombre de FitzAlan se ocultaba en el viejo molino, tras comprobar que Cadfael tenía el tesoro en su poder, hubiera podido presentarse con una partida de hombres armados y conseguir los tres trofeos de una vez para ofrecérselos a un rey presuntamente encantado y agradecido. Puesto que no lo había hecho, eligiendo en su lugar aquel camino más tortuoso, su propósito debía de ser otro. Por ejemplo, capturar a Godith y a Toroldo y entregarlos al rey para recibir la debida recompensa, pero al mismo tiempo enviar el tesoro de FitzAlan, personalmente o a través de sus hombres, no a Shrewsbury sino a su propio castillo. En este caso, habría trasladado los caballos a la granja no sólo para engañar a un pobre monje sino también para transportar el tesoro secreta y directamente a Maesbury, sin necesidad de acercarse a Shrewsbury.

Eso, suponiendo que Berengario no fuera el asesino de Nicolás Faintree. En tal caso, el plan diferiría en un detalle muy importante: Hugo Berengario hubiera procurado que Godith cayera en la trampa para forzar el regreso de su padre, y que Toroldo Blund fuera apresado, no vivo sino muerto. Muerto, para que no pudiera abrir la boca. Un segundo asesinato para borrar el primero.

La cosa tenía muy mal cariz, pensó Cadfael, sorprendentemente tranquilo. A no ser que todo aquello significara algo completamente distinto. ¡Pues, claro que lo significa! ¡Y o yo no me llamo Cadfael o jamás en mi vida volveré a medir fuerzas con un joven inteligente!

El monje regresó al herbario, completamente sereno y dispuesto a pasar otra noche en blanco, Toroldo se despertó de golpe y descorrió la aldaba en cuanto estuvo seguro de quién era.

—¿Ya es hora? ¿Podremos dar un rodeo a pie para ir a la casa?

Estaría sobre ascuas hasta que no la viera y la tocara y supiera que estaba sana y salva.

—Siempre hay medios. Pero aún no ha oscurecido por completo y no está todo lo suficientemente tranquilo. Por consiguiente, sentaos a descansar un rato mientras podáis, porque luego tendréis que llevar una parte de la carga hasta donde están los caballos. Tengo que acostarme con los demás en el dormitorio. No os apuréis, volveré. Una vez cada uno está en su celda, salir es muy fácil. Yo duermo al lado de la escalera nocturna y el prior tiene la celda en el otro extremo. Además, duerme como un tronco. ¿Acaso no sabéis que en la iglesia hay una puerta que da directamente a la puerta fortificada de la abadía? Desde allí hasta la casa de la señora Siward la distancia es muy corta y, aunque tengamos que pasar por la caseta de vigilancia, ¿creéis que el portero se fija en todos los hombres que pasan por allí a semejante hora?

—O sea que Aline hubiera podido ir a misa utilizando esa puerta, tal como hacen otras personas —comentó Toroldo, asombrado.

—Hubiera podido hacerlo, pero entonces no hubiera tenido ocasión de hablar conmigo. Además, quiso ejercer el privilegio otorgado por Courcelle y mostrarles a los flamencos que con ella no se juega. ¡Qué lista es esa joven! Pero la vuestra tampoco tiene un pelo de tonta, mi joven Toroldo, y espero que seáis bueno con ella. Lo que hace Aline es utilizar sus poderes para ver lo que vale y hasta dónde puede llegar, y os aseguro que todavía hará tantas proezas como nuestra Godith.

Toroldo sonrió en la cálida penumbra de la cabaña, pensando que no había más que una Godric-Godith.

—Habéis dicho que el portero no se fija demasiado en los hombres que vuelven tarde a casa —le recordó a Cadfael—, pero quizá le sorprenderá ver a alguien con el hábito benedictino.

—¿Quién ha dicho que será un benedictino quien salga de aquí tan tarde? Seréis vos, mi joven amigo, quien vaya en busca de Godith. La puerta lateral de la iglesia por la que suelen entrar los feligreses nunca está cerrada porque no hace falta, estando tan cerca de la puerta fortificada de la abadía. Os haré salir por allí cuando llegue el momento. Id a la última casa, junto al molino, y bajad con Godith y la barca desde el estanque al lugar en que el agua vuelve al arroyo. Os esperaré allí.

—La tercera casa de las tres que haya a este lado del canal —dijo Toroldo con el rostro resplandeciente de gozo en medio de la oscuridad—. La conozco. ¡Iré! —el calor de su gratitud y alegría llenó toda la cabaña. Las fragancias de las hierbas medicinales se le subieron a la cabeza, pensando que iba a ser él, y no otro, quien fuera en busca de Godith para llevársela consigo de una forma más portentosa que en cualquier vulgar fuga de enamorados—. ¿Y estaréis en la orilla cuando bajemos al arroyo?

—Así es, ¡y no vayáis a ninguna parte sin mí! Y ahora, tendeos a descansar una hora, o algo menos. No corráis la aldaba por si os quedarais dormido. Volveré cuando todo esté tranquilo.

Los planes de fray Cadfael se cumplieron sin ningún contratiempo. Tras una jornada tan agitada, los hombres estaban deseando cerrar los postigos, apagar las luces y retirarse a dormir. Toroldo esperaba despierto cuando llegó Cadfael. Ambos atravesaron los huertos, el pequeño patio que había entre la hospedería y los aposentos del abad, el claustro y la puerta sur de la iglesia, en un profundo silencio, como si no pertenecieran ni al día ni a la noche sino tan sólo al extraño y retirado mundo que media entre los oficios religiosos. No intercambiaron ni una sola palabra hasta llegar a la iglesia, hombro con hombro bajo el gran campanario, pegados a la puerta oeste. Cadfael abrió la pesada puerta y prestó atención. Atisbando con precaución, vio las puertas cerradas de la abadía, pero el portillo galanamente abierto. Era una minúscula ojiva de crepúsculo recortándose en la oscuridad de la noche.

—Todo está en calma. ¡Id ahora! Estaré en el arroyo.

El joven se deslizó a través de la angosta abertura y echó a andar por el camino con tanta tranquilidad como si regresara de una feria de caballos. Cadfael cerró cuidadosamente la puerta. Se retiró sin prisa por donde había venido, atravesó el solitario huerto iluminado por las estrellas, bajó al campo y avanzó pegado a la orilla del arroyo hasta que ya no pudo seguir. Entonces se sentó a esperar entre la hierba, las arvejas y los pastizales. La noche de agosto era tibia y serena y sólo soplaba una leve brisa que agitaba los arbustos de vez en cuando, hacía suspirar los árboles y cubría con su ligero susurro los rumores todavía más ligeros de hombres cautelosos y expertos. Pero aquella noche nadie les seguiría. ¡Ni falta que hacía! El que hubiera podido hacerlo estaba aguardándoles al final del trayecto.

Constanza abrió la puerta y le sobresaltó ver a aquel joven, en lugar del monje que esperaba. Pero Godith estaba allí, aguardando impaciente a su espalda, y en seguida lanzó un grito entrecortado y se arrojó en sus brazos. Volvía a ser Godric, aunque para él ya no sería más que Godith, a quien jamás había visto vestida de mujer. La joven rio y lloró de emoción, le abrazó, le reprendió y le amenazó, le palpó cuidadosamente el hombro vendado, le exigió explicaciones y canceló todas sus exigencias hasta que, al final, enmudeció de repente y levantó el sosegado rostro para que él la besara. Sorprendido y alborozado, Toroldo la besó.

—Vos debéis de ser Toroldo —dijo Aline desde el fondo de la estancia como si sobre aquellas relaciones ya supiera mucho más de lo que sabía el propio Toroldo—. Cierra la puerta, Constanza, todo va bien —la joven le observó con detenimiento y, a través de sus propias experiencias recientes, adivinó sus cualidades. Inmediatamente sintió aprecio por él—. Sabía que fray Cadfael haría algo. Godith quería regresar cuando llegó esta mañana. Pero se lo impedí. Él dijo que vendría. No sabía que os enviaría a vos. Pero el mensajero de Cadfael es bienvenido a esta casa.

—¿Ella os ha hablado de mí? —preguntó Toroldo, turbándose un poco al pensarlo.

—Sólo lo necesario para mí. Es la discreción personificada, lo mismo que yo —contestó modestamente Aline. Ella también estaba arrebolada y aturdida a causa de la emoción y la alegría, aunque lamentaba que su participación en el plan acabara allí—. Si fray Cadfael está esperando, no debemos perder el tiempo. Cuanto más lejos estéis al amanecer, tanto mejor. Aquí está el fardo que trajo Godith. Esperad aquí dentro hasta que compruebe que todo está tranquilo en el jardín.

La joven salió a la oscuridad de la noche y permaneció de pie al borde del estanque, escuchando con atención. Estaba segura de que no habría nadie montando guardia. ¿Para qué, si ya lo habían registrado todo y se habían llevado lo que querían? Sin embargo, podía haber alguien en las casas del otro lado. Todo estaba oscuro e incluso le pareció que los postigos estaban cerrados a pesar del calor de la noche. Tal vez por miedo a que algún flamenco solitario regresara para apoderarse de todo lo que pudiera al amparo de los saqueos oficiales del día. Hasta las ramas de los sauces colgaban inmóviles, protegidas de la suave brisa que agitaba la hierba en la orilla del río.

—¡Salid! —dijo Aline en voz baja, abriendo un resquicio de puerta—. No hay nadie. Seguidme por donde yo pise, la ladera es muy pedregosa.

Aquella tarde, Aline pensó incluso en cambiarse el vestido de color claro por otro oscuro, para ser una sombra entre las sombras. Toroldo tomó el saco del tesoro por la cuerda que lo sujetaba y apartó a Godith con firmeza cuando intentó compartir el peso con él. Sorprendentemente, la muchacha obedeció y bajó sigilosamente hacia el lugar donde estaba amarrada la barca, medio oculta por las ramas del sauce llorón. Aline se inclinó junto a la orilla para acercar la barca y sujetarla, dado que una franja de tierra rebajada de más de dos palmos se interponía entre ellos y el agua. La joven hasta entonces enclaustrada estaba aprendiendo rápidamente a ser dueña de sus propias decisiones y a aprovechar al máximo sus aptitudes.

Godith bajó a la embarcación y utilizó ambos brazos para colocar el fardo en el centro. La barca estaba hecha para transportar un máximo de dos personas, y se hundió levemente cuando Toroldo bajó hasta ella. Pero era sólida y resistente y los llevaría hasta donde tuvieran que ir, tal como sucediera la primera vez.

Godith se inclinó para abrazar a Aline, que todavía se encontraba de rodillas en la herbosa orilla. Ya era demasiado tarde para dar las gracias con palabras, pero Toroldo besó la mano pequeña y bien cuidada que la muchacha le tendió. Después, Aline soltó la amarra y la arrojó al interior de la barca mientras ésta se alejaba de la orilla y cortaba los remolinos para dirigirse al arroyo que alimentaba el estanque. El ímpetu de las aguas del canal empujó levemente la barca y Toroldo no tuvo que utilizar el remo para abandonar el estanque. Cuando Godith miró hacia atrás, sólo pudo ver la silueta del sauce y algo más allá una casa con las luces apagadas.

Fray Cadfael surgió entre las altas hierbas cuando Toroldo remó para acercarse a la orilla.

—¡Bien hecho! —dijo en un susurro—. ¿Ninguna dificultad? ¿Nadie os ha visto?

—Ninguna dificultad. Ahora sois nuestro guía.

Con aire pensativo, Cadfael tanteó la embarcación con una mano.

—Llevad a Godith y la carga a la otra orilla y venid después por mí. No me fío demasiado.

Cuando los tres estuvieron a salvo en la otra orilla, Cadfael arrastró la barca desde el agua hasta tierra, y Godith le ayudó a esconderla entre unos matorrales. Luego se tomaron un respiro para hablar un poco. La noche estaba serena y tranquila, y cinco minutos bien aprovechados allí, dijo Cadfael, les ahorrarían muchas dificultades.

—Podemos hablar, pero en voz baja. Escuchad, no creo que otros ojos vean este fardo hasta que estéis muy lejos, camino del oeste. Sería mejor que lo abriéramos y volviéramos a repartir otra vez la carga. Dos alforjas serán más cómodas de llevar sobre los hombros que un fardo.

—Yo puedo llevar una —dijo Godith.

—Durante un ratito, tal vez —contestó Cadfael con indulgencia. El monje estaba intentando desatar los dos pares de bolsas envueltas en sacos. Las correas eran muy anchas y se podrían colgar fácilmente del hombro. Los pesos estaban muy bien equilibrados—. Pensé que podríamos ahorrarnos un cuarto de legua utilizando el río en la primera etapa del camino —añadió—, pero, en esta cascara de nuez, los tres nos hundiríamos. Además, no tenemos que andar mucho…, algo así como una legua.

Cadfael se echó al hombro un par de alforjas en la posición más cómoda posible. Toroldo tomó el otro par y se lo echó sobre el hombro sano.

—Jamás en mi vida había transportado objetos de tanto valor —dijo Cadfael, poniéndose en marcha—, y ahora ni siquiera podré ver lo que contienen.

—Un tesoro muy amargo para mí —contestó Toroldo a su espalda—. Le costó la vida a Nicolás y ni siquiera podré vengarle.

—Pensad en vuestra propia vida y soportad las cargas que conlleve —contestó Cadfael—. Nicolás será vengado. Pensad en el futuro y dejádmelo a mí.

Su forma de guiar a los jóvenes difería de la que utilizó para acompañar a Berengario. En lugar de cruzar el arroyo y encaminarse directamente hacia la granja situada más allá de Pulley Cadfael se desvió al oeste para que, cuando ya estuvieran tan al sur como la granja, también se encontraran media legua al oeste de ella, más cerca de Gales y en una densa extensión de bosque.

—¿Y si alguien nos siguiera? —preguntó Godith.

—Nadie nos seguirá.

Cadfael estaba tan seguro que la joven aceptó sus palabras y ya no preguntó nada más. Si fray Cadfael lo decía, así sería. Godith insistió en llevar la carga de Toroldo durante un buen trecho, pero él se la quitó a las primeras señales de respiración afanosa y paso vacilante.

El encaje del cielo empezó a palidecer entre las ramas de los árboles. Los tres amigos emergieron cautelosamente a un ancho camino que se cruzaba con el suyo en ángulo oblicuo. Más adelante, el sendero proseguía a través de una zona algo menos boscosa que la anterior.

—Ahora, prestad atención —dijo Cadfael, deteniéndose con ellos—. Tendréis que encontrar el camino de vuelta hasta aquí, sin que yo os acompañe. Este camino que se cruza con el nuestro es una excelente vía recta construida por los romanos. Hacia el este, a nuestra izquierda, conduce hasta el puente del Severn en Atcham. Hacia el oeste, a nuestra derecha, lleva directamente hasta Pool y Gales. Si encontrarais algún obstáculo por el camino, dirigíos un poco más al sur y cruzad el río por el vado de Montgomery. Una vez allí, podréis cabalgar más rápido aunque algunos tramos del camino sean escabrosos. Ahora cruzaremos aquí y nos quedará un cuarto de legua hasta el vado del arroyo. Fijaos bien en el camino.

A partir de allí, el camino era más llano y los caballos podrían recorrerlo sin grandes dificultades. Al llegar al vado, comprobaron que era ancho y llano.

—Y aquí —dijo Cadfael— dejaremos las cargas. Un árbol entre otros muchos se podría confundir, pero un árbol junto al único vado que hay en el camino no se puede confundir.

—¿Dejar las cargas? —preguntó Toroldo—. ¿Por qué? ¿Acaso no vamos directamente a la granja donde se encuentran los caballos? Vos mismo dijisteis que de noche no nos seguirían.

—Y no nos seguirán —cuando sabes adonde irá la presa y confías en la noche, puedes aguardarla allí pensó Cadfael—. No, no perdamos el tiempo, confiad en mí y haced lo que os digo.

Cadfael dejó sus alforjas en el suelo y miró a su alrededor en la oscuridad. Junto a unos arbustos cerca del vado había un viejo y nudoso árbol con una mitad ya muerta y una gruesa rama baja hundida entre los arbustos. Cadfael colgó de ella sus alforjas y, sin una palabra, Toroldo hizo lo propio con las suyas, retrocediendo después para cerciorarse de que sólo quienes las hubieran escondido allí podrían encontrarlas más tarde. El follaje las cubría por completo.

—¡Buen chico! —exclamó Cadfael satisfecho—. Ahora, a partir de aquí, nos desviaremos un poco hacia el este, y el camino en el que nos encontramos se unirá con el camino más directo que utilicé la otra vez. Tenemos que acercarnos a la granja desde la dirección correspondiente. Una persona curiosa podría pensar que hemos estado un cuarto de legua más cerca de Gales.

Libres de la carga, los jóvenes le siguieron tomados inocentemente de la mano como niños. Ahora que estaban cerca de la huida, no tenían nada que decir. Simplemente creían que todo iría bien.

El camino se cruzó con el otro más recto a escasa distancia del pequeño claro en el que se levantaba la empalizada de la granja. El cielo parecía allí todavía más pálido. Una luz débil se filtraba desde el interior de la casa. A su alrededor, la noche les envolvía con su plácido silencio.

Fray Anselmo abrió la puerta con tanta presteza que a Cadfael no le cupo duda de que algún agraviado viajero de Shrewsbury les había comunicado la noticia de los saqueos, advirtiéndoles de la posible llegada de alguien que pretendiera escapar de peores desgracias. Inmediatamente les franqueó la entrada y miró con curiosidad a los jóvenes que acompañaban a Cadfael mientras cerraba la puerta.

—¡Lo sabía! Me escocían los pulgares. Pensé que sería esta noche. Me han dicho que todo anda muy revuelto por allí.

—Bastante —reconoció Cadfael con un suspiro—. Ojalá pudieran escapar todos nuestros amigos. Y, sobre todo, estos dos. Hijos míos, estos buenos hermanos han custodiado lo que les encomendasteis y lo tienen aquí, a vuestra disposición. Anselmo, ésta es la hija de Adeney y éste es el vasallo de FitzAlan. ¿Dónde está Luis?

—Ensillando los caballos —contestó fray Anselmo—, en cuanto vio quién venía. Hemos pasado el día pensando que os tendríais que dar prisa. Tengo comida preparada. Aquí está la bolsa. Es malo cabalgar en ayunas. Dentro hay un frasco de vino.

—¡Muy bien! —dijo Cadfael, vaciando su propia bolsa—. Aquí están las medicinas. Godith conoce sus aplicaciones.

Godith y Toroldo les escucharon, maravillados.

—Voy a ayudar al hermano a ensillar los caballos —dijo Toroldo, casi sin poder hablar a causa de la emoción. Soltó la mano de Godith y se dirigió a los establos situados al otro lado del pequeño y descuidado patio.

Aquellos enredados matorrales pronto volverían a ser bosques y las edificaciones de madera, muy modestas de por sí, se mezclarían con la lujuriosa maleza de muchos veranos sucesivos. En cuestión de tres o cuatro años, el bosque Largo lo devoraría todo sin dejar el menor rastro.

—Fray Anselmo —dijo Godith, mirando al gigantón desde los pies a la cabeza—, os agradezco de todo corazón lo que habéis hecho por nosotros dos… aunque, en realidad, creo que lo hicisteis por fray Cadfael. Ha sido mi maestro durante ocho días, y lo comprendo. Esto y mucho más haría yo por él, siempre que pudiera. Os prometo que ni Toroldo ni yo lo olvidaremos jamás, y nunca menospreciaremos lo que hicisteis.

—Dios os bendiga, hija mía —contestó fray Anselmo, mirándola con afecto—, habláis como un libro sagrado. ¿Qué debe hacer un hombre honrado cuando una joven está amenazada sino librarla de sus dificultades? Junto con el mozo que la acompaña.

Fray Luis salió de los establos con el ruano que montaba Berengario la noche en que los dos caballos fueron conducidos allí. Le seguía Toroldo con el negro. Estaban preciosos, perfectamente cuidados, alimentados y bien descansados.

—Y el equipaje —dijo fray Anselmo significativamente—. Eso lo tenemos muy bien guardado. Si por mí hubiera sido, lo hubiera repartido en dos para equilibrarlo mejor sobre la bestia, pero pensé que no tenía derecho a abrirlo y lo dejé como estaba. Yo lo colocaría sobre la grupa con el jinete que pese menos, pero haced lo que creáis conveniente.

Los hermanos legos fueron en busca del fardo envuelto en sacos que fray Cadfael les confiara unas noches antes. Al parecer, no les habían explicado ciertas cosas, de la misma manera que Godith y Toroldo habían aceptado otras sin comprenderlas. Anselmo salió de la casa con el fardo sobre sus anchas espaldas y lo dejó en el suelo, al lado de los caballos ensillados.

—Llevo unas correas para atarlo a la silla.

Los hermanos legos habían pensado en ello con mucho detenimiento, y decidieron acoplar unas anillas a las cuerdas de las ataduras. Mientras estaban pasando las correas por las anillas, una espada cortó las cuerdas que sujetaban la aldaba de la entrada, y una voz clara y autoritaria les ordenó con aspereza:

—¡Deteneos donde estáis! ¡Que nadie se mueva! Volveos todos hacia acá, despacio y con las manos bien visibles. ¡En bien de la dama!

Todos obedecieron como si estuvieran soñando. La puerta de la empalizada estaba abierta de par en par y en la entrada se encontraba de pie Hugo Berengario, espada en mano. Por encima de cada uno de sus hombros, asomaba un arco largo tensado, con un penetrante ojo y una experta mano detrás. Ambos arcos apuntaban hacia Godith. La luz era escasa, pero suficiente. Los que ya estaban acostumbrados a ella hubieran podido disparar con precisión.

—¡Admirable! —exclamó Berengario, satisfecho—. Me habéis entendido muy bien. Ahora quedaos donde estáis, y que nadie se mueva mientras el tercer hombre que me acompaña cierra la puerta.