VIII

ntes del amanecer de aquel lunes de agosto, los oficiales del rey desplegaron pequeñas partidas cerrando todos los caminos de salida de Shrewsbury. Dentro de las murallas de la ciudad, otros grupos de hombres armados aguardaban dispuestos a recorrer metódicamente todas las calles y registrar todas las casas. Tenían órdenes de hacer algo más que requisar caballos y víveres, aunque eso se haría sobre la marcha, y muy exhaustivamente, por cierto.

—Todo indica que la moza tiene que estar escondida por aquí cerca —dijo Prestcote, presentando su informe al rey—. El caballo que encontramos pertenece a los establos de FitzAlan y el joven que perseguimos hasta el Severn tenía sin duda un compañero que todavía no hemos localizado. Estando sola, la muchacha no puede haber llegado muy lejos. Todos vuestros consejeros coinciden en que Vuestra Alteza no puede dejar pasar la ocasión de apresarla. Adeney regresaría sin duda para rescatarla, ya que es su única hija. Es posible que incluso pudiéramos forzar el regreso de FitzAlan, que no querrá enfrentar la ignominia de dejarla morir.

—¿Morir? —repitió el rey, erizándose con cólera siniestra—. ¿Acaso es probable que yo le quite la vida a la muchacha? ¿Quién ha hablado de su muerte?

—Vistas las cosas desde aquí —replicó secamente Prestcote—, parece absurdo, pero, para un padre que espera ansioso buenas noticias, todo es posible. Vos no le causaríais el menor daño a la joven, naturalmente. Tampoco sería necesario causar daño a su padre y ni siquiera a FitzAlan, si les echarais el guante a los dos. Pero Vuestra Alteza debe hacer todo lo posible por impedir que se pongan al servicio de la emperatriz. Ya no es cuestión de vengarse por lo de Shrewsbury sino de tomar una medida acertada para preservar vuestras fuerzas y debilitar las del enemigo.

—Eso es muy cierto —reconoció Esteban sin excesivo entusiasmo. Su cólera y su odio habían dejado sitio a su natural bondad, por no decir pereza—. Aunque no estoy muy seguro acerca de usar a la muchacha para esos fines.

Recordó que prácticamente le había ordenado al joven Berengario que localizara a su prometida a cambio del favor real. Y que el joven, a pesar de haberle presentado respetuosa y esporádicamente sus respetos, jamás había mostrado excesivo celo en la búsqueda. Tal vez, pensó el rey, porque supo leer mis pensamientos mejor que yo mismo.

—No sería necesario causarle daño, y Vuestra Alteza evitaría tener que enfrentarse con las fuerzas leales a su padre, y tal vez incluso a las de su señor. Si podéis arrebatarle todas esas fuerzas al enemigo, os ahorraréis muchas dificultades y muchos de vuestros hombres os deberán la vida. No podéis permitiros el lujo de dejar pasar esta oportunidad.

El consejo era muy sensato, y el rey lo sabía. Las armas están donde uno las encuentra, y Adeney podría impacientarse todo lo que quisiera en su dorado encierro, una vez lo hubieran capturado.

—¡Muy bien! —dijo Esteban—. Realizad una búsqueda exhaustiva.

Los preparativos fueron ciertamente muy minuciosos. Adam Courcelle descendió sobre la puerta principal de la abadía con una compañía de flamencos. Guillermo Ten Heyt estableció un puesto de guardia en San Gil para interrogar a todos los jinetes y registrar todos los carros que intentaran abandonar la ciudad; su lugarteniente colocó centinelas en todos los caminos y los posibles puntos de cruce del río. Courcelle tomó posesión, con gran cortesía no exenta de firmeza, de la caseta de vigilancia de la abadía y ordenó que cerraran las puertas a todos los que intentaran entrar o salir. Faltaban unos veinte minutos para prima y ya era de día. Apenas hubo ruido, pero el prior Roberto vio desde el dormitorio una insólita agitación en la caseta de vigilancia, a la cual daba la ventana de su celda, y bajó presuroso para ver qué ocurría.

Courcelle le hizo una reverencia que no engañó a nadie y pidió respetuosamente unos privilegios que ya estaba autorizado a tomarse, tal como todo el mundo sabía. Pese a ello, su amabilidad sirvió para aplacar en parte la indignación del prior.

—Mi señor, Su Alteza el rey Esteban, me ordena exigir libre entrada a todos los lugares de vuestra casa, un diezmo de vuestras provisiones para las necesidades de Su Alteza y todos los caballos que todavía no estén en poder de su ejército. También he recibido el encargo de registrar y hacer interrogatorios en todas partes, en busca de la doncella llamada Godith, hija del traidor Fulke Adeney la cual se cree que permanece todavía oculta en Shrewsbury.

El prior Roberto arqueó una fina ceja plateada y deslizó la mirada por una larga nariz aristocrática.

—No esperaréis encontrar a semejante persona dentro del recinto de nuestra abadía, supongo. Os aseguro que no hay nadie de tales características en la hospedería, que es el único lugar donde se la podría encontrar sin desdoro.

—Será una mera formalidad, os lo garantizo —dijo Courcelle—, pero cumplo órdenes y no puedo tratar más favorablemente una casa que otra.

Unos hermanos legos y un par de muchachos de mirada soñolienta y asustada contemplaban la escena desde cierta distancia. El maestro de novicios acudió para acompañarlos de nuevo a sus cuartos, pero, una vez allí, se quedó a escuchar con ellos.

—El abad debe ser informado de inmediato —dijo el prior Roberto con admirable aplomo, dirigiéndose hacia los aposentos del abad Heriberto.

A su espalda, los flamencos cerraron las puertas y montaron guardia antes de dirigir su atención a los establos y los graneros.

Fray Cadfael, que durante dos noches seguidas se había perdido las primeras horas de sueño, permaneció durmiendo durante el revuelo inicial de la invasión y sólo se despertó cuando la campana tocó llamando a prima, demasiado tarde para hacer otra cosa que no fuera vestirse a toda prisa y bajar a la iglesia con el resto de los hermanos. Únicamente cuando oyó los susurros que pasaban de uno a otro y vio las puertas cerradas, observó a los flamencos montando guardia y a los novicios con los ojos abiertos como platos. El rumor de cascos de caballos en los establos le indicó que, por una vez, los acontecimientos se le habían adelantado, arrebatándole la iniciativa de las manos. Entre los asustados y nerviosos novicios congregados en la iglesia no vio el menor rastro de Godith. Tan pronto como terminó el rezo de prima, Cadfael corrió a la cabaña del herbario. La puerta no tenía la aldaba corrida y estaba abierta, las hierbas secas, los morteros y las redomas se encontraban en perfecto orden, las mantas se habían retirado del banco que servía de cama, y un cestillo de lavanda recién cortada y uno o dos frascos de medicamentos aparecían inocentemente colocados junto a él. Godith no estaba en la cabaña ni en el huerto ni en los campos de guisantes a la orilla del arroyo, donde los tallos secos amontonados, tan pálidos como el lino, aguardaban ser trasladados a los graneros para mezclarse con el heno. Tampoco se veía la menor traza del gran fardo envuelto en sacos y ahora probablemente húmedo, que seguramente habría pasado la noche debajo del montón de tallos secos, ni tampoco de la pequeña embarcación cuidadosamente cubierta, que hubiera debido estar volcada encima de él. El bote, el tesoro de FitzAlan y Godith habían desaparecido como por ensalmo.

Godith despertó poco antes de prima, consciente de la enorme responsabilidad que ahora pesaba sobre ella, y salió sin excesivo temor para ver qué ocurría en la caseta de vigilancia. Aunque todo se hizo en silencio y con la mayor discreción, su mente se inquietó un poco ante el insólito sonido de aquellas voces, carentes de la decorosa serenidad propia de los monjes benedictinos. Estaba a punto de salir del huerto cerrado cuando vio a los flamencos desmontando y cerrando las puertas, y a Courcelle acercándose al prior. Se quedó helada al escuchar pronunciar su propio nombre con tanta frialdad. Si hicieran un registro exhaustivo, la encontrarían. Interrogada junto con los novicios, bajo todas aquellas miradas hostiles, no podría interpretar su papel. Y, si la encontraran a ella, tal vez ampliarían la búsqueda y localizarían también lo que tenía a su cargo. Además, tenía que proteger a fray Cadfael y a Toroldo. Éste había regresado fielmente al molino tras acompañarla a casa con el tesoro. La víspera, sintió deseos de quedarse con él, pero ahora se alegraba de que el Gaye le separara de aquella alarma matutina y de que el joven tuviera un tupido bosque a su espalda y unos rápidos sentidos que le permitirían captar en seguida las señales de alarma, induciéndole a escapar sin la menor dilación.

La víspera fue como un alegre y atrevido sueño de inenarrable dulzura, durante el cual contuvieron la respiración mientras Cadfael se alejaba del puente, seguido por su sombra, y soltaron la amarra de la pequeña embarcación, izaron las alforjas que chorreaban agua, las envolvieron en sacos secos para que se parecieran al fardo de Cadfael, tomaron con sus manos la cadena y la apartaron del embarcadero de piedra para que no se oyera el menor ruido. Después remaron corriente arriba hasta rodear los campos de guisantes. Esconded también la barca, les dijo Cadfael, porque la necesitaremos mañana por la noche si se nos presenta la ocasión. La aventura de la víspera fue un sueño, pero aquella mañana era el despertar, y en aquel momento ella necesitaba la barca.

No tenía la menor posibilidad de reunirse con fray Cadfael para recibir órdenes, tenía que sacar inmediatamente de allí lo que guardaba y no podía salir por las puertas. Nadie podía indicarle lo que tenía que hacer, y la responsabilidad era exclusivamente suya. Por suerte, no era probable que los flamencos saquearan los huertos antes de registrar los establos, los graneros y las despensas. Todavía le quedaba un poco de tiempo.

La muchacha regresó rápidamente a la cabaña. Dobló las mantas y las escondió debajo del banco detrás de una hilera de redomas y morteros, deshizo la cama convirtiéndola en un simple estante donde colocar frascos y dejó la puerta abierta de par en par para que penetrara la inocente luz del día. Después se dirigió hacia el montón de tallos secos, sacó la embarcación de su escondrijo junto con el fardo y, gracias a que la suave pendiente del campo estaba cubierta de tallos y a que la barca era muy ligera, consiguió empujarla sin dificultad hacia el arroyo. La dejó varada, regresó por el tesoro, lo arrastró hacia la orilla y lo izó a bordo.

Hasta la víspera, nunca había estado en una embarcación semejante, pero Toroldo le enseñó a utilizar el remo y la suave corriente del arroyo le facilitó la labor.

Ya sabía lo que tenía que hacer. No tendría ninguna posibilidad de escape en caso de que bajara corriente abajo hacia el Severn; habría hombres vigilando en el camino principal, el puente e incluso a lo largo de las orillas. Sin embargo, a escasa distancia de donde ella se encontraba, había, un poco a la derecha, un ancho canal que llegaba hasta el estanque del principal molino de la abadía, cuyo canal, tras pasar por el estanque de la abadía y los estanques de los peces, hacía girar la rueda y se vaciaba de nuevo en el estanque para regresar al riachuelo y acompañarlo hasta el río. Más allá del molino, se encontraban alineadas las tres casas para huéspedes con sus jardincitos que llegaban hasta la orilla, mientras que otras tres semejantes protegían el estanque de la vista desde el otro lado. La casa al lado del molino era la que ocupaba Aline Siward. Courcelle había dicho que buscaría a la fugitiva por todas partes, pero si en el recinto monacal había algún lugar que no recibiría de él más que una visita de cumplido, ése sería donde se alojaba Aline.

Qué importa que pertenezcamos a bandos contrarios, pensó Godith, remando torpe pero obstinadamente para rodear la curva y adentrarse en el ancho canal. No es posible que me arroje a los lobos con esa cara tan angelical que tiene. Pero ¿de veras pertenecemos a bandos contrarios? ¿No estaremos las dos en ambos bandos? Mi padre se juega la vida y las tierras por la emperatriz, pero no creo que a ella le importe lo más mínimo lo que le suceda a él o a los suyos, siempre y cuando consiga salirse con la suya. Estoy segura de que su hermano era para Aline mucho más importante de lo que jamás pueda ser el rey Esteban, y yo me preocupo más por mi padre y por Toroldo que por la emperatriz Matilde. Ojalá el hijo del viejo rey no se hubiera ahogado durante el horrible naufragio de aquel barco, ya que, en tal caso, ahora no habría discusiones sobre derechos hereditarios y tanto Esteban como Matilde se hubieran quedado en sus respectivos castillos y nos hubieran dejado a todos en paz.

El molino se levantaba a la derecha, pero su rueda no giraba y el agua del canal fluía libremente hacia el estanque para regresar al arroyo junto con las lentas contracorrientes de la otra orilla. En aquel punto la orilla tenía una altura de unos tres palmos para ofrecer la mayor cantidad de terreno posible a los pequeños huertos. Sin embargo, si primero conseguía izar el fardo hasta la orilla, Godith estaba segura de que después podría arrastrar la barca a tierra. Se agarró a la raíz de un sauce llorón que sobresalía del agua y amarró a ella la embarcación antes de intentar levantar el tesoro hasta la herbosa orilla. El fardo era muy pesado para ella, pero la joven lo tomó al través y lo sujetó con los brazos. A duras penas consiguió alcanzar el nivel de la orilla sin inclinar demasiado la embarcación. El fardo permaneció estable y, mientras lo sujetaba con ambos brazos, la joven sintió que las lágrimas asomaban por primera vez a sus ojos y le bajaban por las mejillas.

¿Por qué, se preguntó en un súbito acceso de rebeldía, me tomo tantas molestias por esta basura, si lo único que me importa es mi padre y Toroldo? ¡Y también fray Cadfael! Lo decepcionaría si dejara caer este peso al fondo del estanque después de lo mucho que se ha esforzado. Debo seguir adelante. Toroldo está empeñado en cumplir la tarea que le encomendaron. Eso vale más que el oro. ¡Este fardo no es lo más importante!

La muchacha se pasó una mano impaciente y mugrienta por las mejillas y los ojos, e intentó encaramarse a la orilla, lo cual no era nada fácil porque la embarcación tendía a desplazarse bajo sus pies a lo largo de la cuerda de amarre. Cuando, al final, consiguió subir a la orilla, soltando maldiciones en lugar de llorar, no pudo tirar de la barca hacia arriba y temió agujerearla con las raíces melladas. La tendría que dejar allí. Se tendió boca abajo, acortó el amarre e hizo un fuerte nudo. Después arrastró la detestada pesadilla hasta la casa y aporreó la puerta.

Abrió Constanza. Godith se percató de que apenas eran las ocho de la mañana. Aline tenía por costumbre asistir a misa de diez y tal vez aún no estaría levantada. Pero, al parecer, el revuelo que reinaba en la abadía había llegado hasta aquel apartado rincón porque Aline ya estaba levantada y vestida y salió inmediatamente a ver qué sucedía.

—¿Qué ocurre, Constanza? —al ver a Godith tan sucia, desgreñada y sin aliento, apoyada en un gran fardo que había dejado en el suelo, se acercó con inocente solicitud—. ¡Godric! ¿Qué te pasa? ¿Te ha enviado fray Cadfael? ¿Ocurre algo malo?

—¿Conocéis a este mozo, señora? —le preguntó Constanza, sorprendida.

—Le conozco, es el ayudante de fray Cadfael, hemos hablado algunas veces —Aline estudió a Godith de pies a cabeza, vio las huellas de las lágrimas y la agitación de su pecho, y apartó rápidamente a su doncella en cuanto distinguió los signos de la desesperación, aunque éstos no fueran muy patentes—. ¡Entra, por favor! Deja que te ayude a llevar tus cosas. ¡Cierra la puerta, Constanza!

Ya estaban a salvo en el interior de aquella casa de paredes de madera, a través de una de cuyas ventanas abiertas penetraba a raudales la luz del sol matutino.

Ambas jóvenes se miraron, Aline con un precioso vestido azul y el cabello dorado enmarcándole el rostro como una nube, y Godith con una arrugada chaqueta parda que le estaba demasiado grande y unos calzones que le sentaban muy mal, el corto cabello desgreñado y el rostro desencajado y sucio de tierra, hierbas y sudor.

—He venido para pediros refugio —dijo Godith con toda naturalidad—. Me buscan los soldados del rey. Valdré mucho para ellos, si me encuentran. No soy Godric sino Godith. Godith Adeney la hija de Fulke Adeney.

Aline contempló conmovida el bello rostro ovalado y las raídas prendas que cubrían las delicadas extremidades. Después miró de nuevo el desafiante rostro y se le iluminaron los ojos.

—Será mejor que os ocultéis en mi dormitorio —dijo, dando un vistazo a la ventana abierta—. Allí nadie os molestará… y podremos hablar libremente. Sí, traed vuestras pertenencias, os ayudaré a llevarlas.

El tesoro de FitzAlan fue trasladado por manos femeninas a la estancia interior donde ni siquiera Courcelle, y tanto menos otro hombre, se atrevería a entrar. Aline cerró suavemente la puerta mientras Godith se sentaba en un escabel junto a la cama, sintiendo por primera vez que todas sus inquietudes empezaban a desvanecerse. Después, apoyó la cabeza en la pared y miró a Aline.

—¿Os dais cuenta, señora, de que se me considera enemiga del rey? No quisiera poneros en peligro. Tal vez os sintáis en la obligación de entregarme.

—Sois muy honrada —dijo Aline— y tened la certeza de que no me pondréis en peligro. Ni siquiera estoy muy segura de que el rey me lo agradeciera, aunque sí estoy segura de que Dios no. Además, sé que nunca podría tener la conciencia tranquila. Podéis descansar tranquilamente aquí. Constanza y yo nos encargaremos de que nadie se acerque a vos.

Fray Cadfael se mostró muy tranquilo durante el rezo de prima, la primera misa conventual y la abreviada reunión del capítulo. Pero en realidad se estaba devanando los sesos y se mordía los nudillos, pensando en la inexplicable necedad que le había llevado a quedarse dormido mientras las fuerzas hostiles se cerraban a su alrededor. Las puertas estaban cerradas y no había modo de salir de allí. No podía pasar, y estaba seguro de que Godith tampoco habría pasado por allí. No había visto soldados en la otra orilla del río, aunque no cabía duda de que estaría vigilada. En caso de que Godith hubiera tomado la embarcación, ¿adónde habría ido? Corriente arriba, no, porque el arroyo resultaba visible durante un buen trecho y, más adelante, el lecho era demasiado pedregoso e irregular para surcarlo con aquella barca. Estaba esperando de un momento a otro el grito que anunciara su captura, pero cada minuto que transcurría sin que se escuchara semejante grito era un bálsamo de alivio para él. La joven no era tonta y, al parecer, había escapado, pero cualquiera sabía adonde, cargada con el tesoro que intentaban conservar y enviar a su destino.

En el capítulo, el abad Heriberto pronunció unas breves y desilusionadas palabras para explicar la invasión de la abadía, aconsejando a los monjes que obedecieran las órdenes de los soldados del rey con dignidad y fortaleza y que procuraran cumplir con sus obligaciones cotidianas con toda la fidelidad posible. Ser privados de los bienes de este mundo no debería ser más que una agradable disciplina para aquéllos que aspiraban a los bienes del más allá. Por lo que respectaba a su propia cosecha, fray Cadfael podía estar tranquilo dado que no era muy probable que el rey le exigiera el diezmo de sus hierbas y remedios, aunque tal vez agradeciera una o dos garrafas de vino. El abad les despidió, rogándoles encarecidamente que se dedicaran a sus respectivas tareas hasta la misa mayor de las diez.

Fray Cadfael regresó a los huertos y se entretuvo en pequeñas labores que le permitieran pensar en otra cosa. Godith tal vez había vadeado el arroyo en pleno día para esconderse en el bosque. Sin embargo, no era posible que se hubiera llevado el fardo del tesoro porque pesaba demasiado para ella. Seguramente se habría alejado con el tesoro y la embarcación para que no hubiera ninguna prueba de actividades irregulares. Cadfael estaba seguro de que no había llegado hasta la confluencia del río, pues en tal caso la hubieran capturado antes. Cada momento que transcurría sin que se recibieran malas noticias era un nuevo rayo de esperanza. Dondequiera que estuviera, la joven necesitaría ayuda.

Además, no podía olvidar a Toroldo, oculto más allá de los campos de labor en aquel molino abandonado. ¿Se habría percatado a tiempo del significado de aquellas señales y habría conseguido esconderse en el bosque? Cadfael lo deseaba con toda su alma. Entretanto, no podía hacer otra cosa que esperar. En caso de que cesara la persecución antes de que finalizara el día y al anochecer él pudiera encontrar a los dos jóvenes, procuraría por todos los medios que emprendieran viaje hacia el oeste aquella misma noche. Tal vez las circunstancias fueran favorables dado que el recinto de la abadía ya habría sido registrado concienzudamente, los soldados estarían cansados y deseosos de olvidar su vigilancia, la comunidad se hallaría totalmente entregada a la tarea de comparar notas para establecer lo que los soldados les habían arrebatado y los monjes estaría rezando fervientes oraciones de acción de gracias por el término de aquella prueba.

Cadfael se encaminó hacia el patio para asistir a misa. Los carros del ejército estaban siendo cargados de sacos de cereales procedentes del granero, y los flamencos entraban y salían constantemente de los establos. Los apurados huéspedes, que se quedarían a mitad de viaje sin caballos, suplicaban en vano que no se llevaran sus monturas, pero todo era inútil salvo en los casos en que alguien pudiera demostrar que ya estaba al servicio del rey. Sólo los pobres jamelgos corrieron mejor suerte. Los soldados también requisaron uno de los carros de la abadía con sus mulos correspondientes, y lo cargaron de trigo.

Cadfael observó que algo extraño ocurría en las puertas. Las grandes puertas destinadas a los carruajes estaban cerradas y vigiladas, pero alguien había tenido la serena osadía de llamar al portillo, pidiendo entrar. Puesto que podía tratarse de alguien de los suyos, un correo del puesto de guardia de San Gil o bien del campamento real, el portillo se abrió y, en el estrecho espacio, apareció la recatada figura de Aline Siward, con el devocionario en la mano y el cabello dorado modestamente cubierto por la toca y el velo blanco de luto.

—Tengo permiso —dijo la joven con dulzura— para entrar en la iglesia —al ver que los guardias no entendían el inglés, repitió amablemente la frase en francés.

Los soldados no querían franquearle la entrada y estaban dispuestos a cerrarle la puerta en las narices cuando uno de los oficiales observó la discusión y se acercó a toda prisa.

—Tengo permiso de mi señor Courcelle para asistir a misa —repitió pacientemente Aline—. Me llamo Aline Siward. Si lo dudáis, preguntádselo, y él mismo os lo dirá.

Al final, consiguió hacer valer su privilegio y, tras un rápido intercambio de palabras, se abrió el portillo de par en par y los soldados se apartaron para franquearle la entrada. La joven cruzó el gran patio como si allí no ocurriera nada y se encaminó hacia el claustro y la puerta sur de la iglesia. Pero aminoró la marcha al ver que fray Cadfael se abría paso entre los soldados y los viajeros que protestaban, para cruzarse en su camino junto al porche. Aline le saludó modestamente delante de todo el mundo, pero, en el momento en que ambos estaban más cerca, le susurró:

—Tranquilizaos, Godric está a salvo en mi casa.

—¡Gracias a Dios y también a vos! —contestó Cadfael, suspirando—. Cuando oscurezca, iré por ella —aunque Aline había utilizado el nombre masculino, el monje adivinó por su leve sonrisa que la referencia femenina no constituía ninguna sorpresa para ella—. ¿Y la embarcación? —preguntó en un susurro.

—Preparada al final de mi jardín.

La joven entró en la iglesia y Cadfael, con el corazón súbitamente aliviado, se fue decorosamente a ocupar su lugar en la procesión de monjes.

Sentado en la rama de un árbol en el lindero del bosque situado al este del castillo de Shrewsbury, comiéndose los restos de pan que llevaba y un par de manzanas verdes robadas de un árbol de la abadía, Toroldo miró hacia el oeste al otro lado del río y no sólo vio la gran roca de las murallas y torres del castillo sino también, un poco más a la derecha, apenas visibles por encima de las copas de los árboles, las tiendas del campamento real. A juzgar por la cantidad de gente que había en el monasterio y la ciudad, en aquellos momentos el campamento debía de estar casi vacío.

El cuerpo de Toroldo había soportado muy bien aquel repentino ajetreo, para su gran satisfacción y también, ¿por qué no decirlo?, para su sorpresa. Su mente, en cambio, se resentía bastante. Aunque no había caminado mucho ni hecho demasiado ejercicio, aparte encaramarse al frondoso árbol, estaba muy complacido por la respuesta de sus dañados músculos y la cicatrización de la herida del muslo, que apenas le dolía, y la del hombro, que no estaba roto ni le impedía el uso del brazo. Su mente, por el contrario, estaba inquieta y preocupada por Godith, el hermanito súbitamente transformado en una criatura medio hermana y medio otra cosa. Confiaba en fray Cadfael, por supuesto, pero no podía cargar todo el peso de la responsabilidad sobre unos hombros enclaustrados, por muy anchos y fuertes que fueran. Aunque estaba furioso y angustiado, Toroldo siguió comiendo las manzanas robadas. Tendría que estar bien alimentado para resistir el esfuerzo.

Una compañía de vigilancia recorría metódicamente la orilla del Severn. Él no se atrevía a moverse hasta tanto no se retiraran hacia la abadía y el puente. Aún no sabía qué rodeo tendría que dar por las afueras de la ciudad para eludir el cerco real.

Le despertaron unos inequívocos sonidos desde el puente, lo bastante fuertes como para interrumpir su sueño. Muchos, muchísimos hombres a pie y a caballo, anunciaban su presencia y su paso por un arco de piedra sobre el agua. Los ecos combinados fueron transportados por la corriente, desde la madera del molino y los canales de agua que lo alimentaban, hasta sus inquietos oídos. El sobresalto le indujo a vestirse instintivamente, y antes de asomarse a mirar recogió todo lo que hubiera podido delatar su presencia. Vio cómo las compañías se desplegaban en abanico al final del puente y ya no quiso ver nada más porque comprendió que la situación era muy peligrosa. Eliminó todas las huellas de su estancia en el molino, arrojando al agua lo que no pudo llevar consigo. Cruzó los límites de las tierras de la abadía y se alejó de la compañía que avanzaba a lo largo de la orilla del río, hasta alcanzar el lindero del bosque que se extendía al otro lado del castillo.

No sabía para quién o para qué se había decretado aquella batida, pero sabía muy bien quién podía quedar atrapado en ella, por lo que su único propósito en aquel momento era reunirse con Godith dondequiera que estuviera, interponerse entre ella y el peligro. Y, a ser posible, llevársela desde allí a Normandía, donde estaría a salvo.

A lo largo de la orilla, los hombres se separaron para batir el terreno a través de los arbustos donde Godith le había encontrado. Ya habían registrado el molino abandonado en el que, gracias a Dios, no habían hallado ninguna huella. Ahora que ya casi los había perdido de vista, Toroldo bajó del árbol para adentrarse más profundamente en el bosque. Desde el puente hasta San Gil, el camino real que conducía a Londres estaba flanqueado por tiendas y casas a las que no debía acercarse. ¿Sería mejor seguir hacia el este y cruzar el camino más allá de San Gil, o bien esperar y regresar por donde había venido, una vez cesara el tumulto? Lo malo era que no sabía cuándo iba a ocurrir tal cosa y la angustia que sentía por Godith era casi insoportable. Seguramente tendría que seguir hasta más allá de San Gil antes de atreverse a cruzar el camino; aunque allí el arroyo ya no sería un obstáculo, cuando se acercara al lugar situado enfrente en los huertos de la abadía, correría un grave peligro. Podría esperar en el escondrijo más cercano que encontrara, pasar a los campos de guisantes a la primera ocasión que se le presentara y, desde allí, si todo estaba tranquilo, dirigirse al herbario, que no conocía, y a la cabaña donde Godith había dormido las últimas siete noches. Sí, mejor seguir adelante y dar un rodeo. Si retrocediera, tendría que atravesar el puente, donde habría soldados hasta el atardecer y probablemente durante toda la noche.

A pesar de su impaciencia, el joven tuvo que actuar con mucha precaución. El repentino asalto había asustado e indignado a la población, y Toroldo tenía que procurar que no le vieran puesto que era un joven desconocido en un lugar donde todos los vecinos eran como de la familia y cualquier forastero suscitaba actitudes desafiantes nacidas del temor. Varias veces tuvo que esconderse hasta que pasara el peligro.

Quienes vivían cerca del camino y habían sufrido los primeros sobresaltos se escondían donde podían. Quienes cuidaban diariamente del ganado o cultivaban las tierras lejos del camino oyeron el tumulto y se acercaron para averiguar qué ocurría. Atrapado entre esas dos mareas, Toroldo pasó un día terrible, pero, al final, consiguió superar el inflexible y brutal puesto de guardia de Guillermo Ten Heyt que, para entonces, ya había requisado una considerable cantidad de bienes y una docena de magníficos caballos. Allí terminaban las últimas casas de la ciudad y empezaban los campos y las aldeas. Más allá del puesto de guardia, el tráfico era muy escaso. Toroldo cruzó el camino y se ocultó una vez más entre los arbustos que crecían por encima del arroyo. Desde allí, analizó el terreno.

En ese lugar el arroyo tenía dos brazos porque el canal del molino recibía sus aguas a través de una esclusa construida algo más arriba. Las dos cintas plateadas brillaban ahora bajo un sol que estaba empezando a declinar hacia el oeste. Ya casi debía ser la hora de vísperas. ¿Habría terminado el rey Esteban de registrar la abadía y saquear todo Shrewsbury?

Aquella parte del valle era angosta y empinada, por lo que nadie había construido en ella ningún edificio, prefiriendo dejar la hierba para las ovejas. Toroldo se deslizó hacia la bifurcación, superó fácilmente de un salto el canal del molino y se acercó al arroyo, saltando de piedra en piedra. Después echó a andar orilla abajo, pasando de un escondrijo a otro, hasta que, hacia la hora de vísperas, llegó a los suaves prados que se extendían al otro lado de los campos de guisantes de fray Cadfael. Allí el terreno era demasiado abierto y el joven tuvo que apartarse del arroyo y buscar entre los matorrales un escondrijo desde donde examinar el panorama. Distinguió los tejados de los edificios de la abadía por encima de los muros del huerto, y el tejado y el alto campanario de la iglesia, pero no vio nada de lo que ocurría en el recinto del monasterio. Todo parecía muy tranquilo, los pálidos campos de la ladera ya despojados de sus cosechas, el montón de rastrojos donde Godith ocultó la barca y el tesoro diecinueve horas antes, el muro rojizo del huerto más allá del tejado inclinado del granero. Tendría que esperar a que anocheciera, o bien correr el riesgo de cruzar el arroyo hasta el montón de paja del otro lado a la primera oportunidad que se le presentara. Por allí pasaba de vez en cuando alguna persona dedicada a sus quehaceres, un pastor dirigiendo su rebaño a los pastizales, una mujer que volvía a casa tras recoger setas en el bosque, dos niños con unas ocas. Hubiera podido cruzarse con ellos y saludarles sin que nadie le hiciera el menor caso, pero no hubiera podido cruzar el vado y entrar en los huertos de la abadía sin despertar sospechas. Eso hubiera llamado la atención. Además, desde el otro lado de los huertos, aún se oían rumores insólitos, gritos, órdenes y chirridos de carros y arneses. Por si fuera poco, un hombre a caballo recorría los prados algo más abajo como si vigilara la única salida no amurallada de la abadía. Parecía tomarse su misión con bastante calma. Un solo hombre, pero era más que suficiente. Le hubiera bastado con gritar o silbar para que inmediatamente se acercara una docena de flamencos.

Toroldo se agachó entre los arbustos y le vio acercarse. El caballo era grande y musculoso, pero no muy bonito, con manchas entre crema y gris oscuro. El jinete era un joven de cabello negro y tez aceitunada, con el rostro enjuto y un porte extremadamente arrogante. Fue precisamente su gesto altanero y el curioso color de su caballo lo que llamó la atención de Toroldo. Era la misma montura que había visto al amanecer, encabezando la compañía de soldados junto a la orilla del río; y aquel hombre fue el que primero desmontó para registrar el molino abandonado donde Toroldo se ocultaba. Después aparecieron unos seis hombres a pie para colaborar en la tarea de búsqueda, pero él se alejó al trote y los dejó rezagados. Toroldo estaba seguro de su identidad y tenía sobradas razones para extremar la cautela. Temía que, a pesar de todas sus precauciones, los soldados hubieran descubierto algún detalle que despertara sus sospechas. Eran el mismo caballo y el mismo hombre. Ahora el jinete cabalgaba corriente arriba con aparente negligencia, pero Toroldo no se fiaba. Aquel hombre lo veía todo, a pesar de su mirada displicente y lánguida.

Sin embargo, en aquellos momentos se encontraba de espaldas y no había nadie en los campos. Si se alejara un poco más, Toroldo intentaría cruzar el arroyo. Aunque se equivocara en el cálculo y se mojara, no podría ahogarse en tan poca agua, y la noche sería muy templada. Tenía que intentarlo y llegar hasta la cabaña de Godith para asegurarse de que nada le había ocurrido.

El oficial del rey siguió adelante hasta el límite del terreno llano sin volver la cabeza ni una sola vez. Ninguna criatura se movió. Toroldo se levantó, atravesó de carrerilla la franja de prado, cruzó el arroyo tanteando instintivamente con los pies, y emergió a los pálidos campos del otro lado. Después se escondió en el montón de rastrojos como un topo oculto en la tierra. En medio de la agitación de aquel día, no le sorprendió que la barca y el fardo hubieran desaparecido, y tampoco tuvo tiempo de pararse a pensar si aquello era un buen o un mal presagio. Extendió los tallos secos a su alrededor como si fueran una rígida sábana de color marfil entretejida de sol y calor, y se tendió temblando sin dejar de atisbar, a través de los rastrojos, el sereno paso de su enemigo al otro lado del arroyo.

De pronto, el hombre se detuvo con su caballo y miró corriente abajo, como si un escozor en los pulgares le hubiera advertido de algún peligro. Permaneció inmóvil unos minutos y después inició el camino de vuelta con tanta suavidad como el de ida.

Toroldo contuvo la respiración y le vio acercarse. No se daba prisa sino que cabalgaba con ociosa inocencia como si no tuviera nada mejor que hacer, aparte del repetido paseo arriba y abajo para pasar el rato. Sin embargo, al llegar a la altura de los campos de guisantes, se detuvo y miró hacia el otro lado del arroyo, clavando los ojos en el montón de tallos secos. A Toroldo le pareció ver una leve sonrisa en su rostro moreno e incluso un pequeño movimiento de la mano semejante a un saludo. ¡Debían ser figuraciones suyas! El jinete reanudó su paseo corriente abajo, contemplando el canal del molino y su confluencia con el río. No volvió la mirada hacia atrás ni una sola vez.

Toroldo permaneció tendido bajo la ingrávida manta de paja, hundió su cabeza cansada entre los brazos, y las caderas en la suave tierra. Se quedó dormido de puro agotamiento. Cuando despertó, ya estaba oscureciendo y todo seguía tranquilo. El joven prestó atención un buen rato y después se movió a rastras y subió furtivamente por la pálida ladera hasta los huertos de la abadía, avanzando en solitario entre la miríada de soleadas fragancias de las hierbas de Cadfael. Localizó la cabaña con la puerta hospitalariamente abierta de par en par y atisbo casi con temor el tibio silencio y la luz del interior.

—¡Loado sea Dios! —exclamó fray Cadfael, levantándose del banco para saludarle—. Pensé que vendríais y cada media hora más o menos he estado saliendo a mirar. Finalmente, os tengo aquí. Sentaos y desahogad vuestro corazón, ¡hemos salido bastante bien librados!

En tono apremiante, Toroldo hizo la única pregunta que le importaba:

—¿Dónde está Godith?