l camino a través de Sutton hasta el bosque Largo, denso y primitivo en toda su extensión menos en los brezales, fue como una repentina visita a ciertos aspectos de su pasado, las incursiones nocturnas y las desesperadas emboscadas antaño tan frecuentes como aburridas, pero ahora ya desprovistas de cualquier emoción. El caballo era altivo y fogoso como pocos. Cadfael llevaba casi veinte años sin montar una criatura tan hermosa, y el halago y la tentación le hicieron recordar que era mortal y falible como todo el mundo. Hasta el joven que cabalgaba a su lado, aceptando sus instrucciones sin vacilar, le recordaba el lejano ayer en el que sus exaltados y audaces compañeros le hacían placenteros todos los esfuerzos y las privaciones.
Una vez lejos del camino y entre las sombras del bosque, Hugo Berengario pareció despreocuparse del mundo, sin temer la menor traición por parte de su acompañante. Incluso conversó con él para pasar el rato, y le hizo preguntas sobre su pasado antes de entrar en el claustro y sobre los países que conoció tan bien como conocía aquel bosque.
—¿O sea que vivisteis tantos años en el mundo y visteis tantas cosas sin pensar jamás en casaros? Y eso que, según dicen, la mitad del mundo está formada por mujeres.
La suave voz parecía indiferente y hasta un poco burlona, pero hacía preguntas sinceras y exigía respuestas.
—Una vez pensé en casarme —contestó Cadfael con toda sinceridad—, antes de marchar a la cruzada. Era una mujer muy bella pero, a decir verdad, en Oriente me olvidé de ella y en Occidente ella se olvidó de mí. Estuve demasiado tiempo lejos, ella se cansó de esperar y se casó con otro, cosa que no le reprocho.
—¿Volvisteis a verla? —preguntó Hugo.
—No, jamás. Ahora puede que tenga nietos: confío en que sean buenos con ella. Riquilda era una buena mujer.
—Pero en Oriente también hay hombres y mujeres, y vos erais un joven cruzado. Me sorprende —dijo Berengario en tono pensativo.
—¡Pues, sorprendeos todo lo que queráis! Vos también me sorprendéis a mí —dijo Cadfael en voz baja—. ¿Conocéis muchas criaturas humanas que no sean extrañas las unas para las otras?
Un leve resplandor brilló entre los árboles. Los hermanos legos permanecían levantados hasta muy tarde con una vela de sebo encendida, jugando a los dados, según sospechaba Cadfael. ¿Por qué no? Allí debían de aburrirse mucho. Sin duda, aquellos buenos hermanos acogerían con agrado su presencia.
Pronto quedó demostrado que estaban alerta al menor rumor de una visita inesperada, ya que ambos aparecieron inmediatamente en la puerta. Fray Anselmo, alto y musculoso como un roble que tuviera cincuenta y cinco años como él, blandía en la mano una vara larga. Fray Luis, de origen francés pero nacido en Inglaterra, era bajo, nervudo y extremadamente ágil. En medio de aquella soledad, llevaba constantemente un puñal y sabía cómo usarlo. Con rostro sereno y mirada vigilante, ambos se adelantaron, dispuestos a enfrentarse con lo que fuera. Pero, al ver a fray Cadfael, sus labios se abrieron en una sonrisa cordial.
—Pero ¿cómo sois vos, viejo amigo? Nos alegra ver un rostro conocido, pero no os esperábamos a estas horas. ¿Os quedaréis a pasar la noche con nosotros? ¿Adónde os dirigís?
Ambos miraron a Berengario con comedido interés, pero éste dejó que las explicaciones las diera Cadfael dado que allí los decretos de la abadía tenían más poder que los del rey.
—Nos dirigimos aquí —contestó Cadfael, desmontando—. Mi señor pide que ofrezcáis cobijo a estas bestias en los establos y las escondáis de la vista de la gente —no había necesidad de ocultar la razón a aquellos dos legos que hubieran compartido perfectamente los motivos del propietario de semejantes animales—. Están requisando todos los caballos para el ejército y ésa no es vida para estas bestias. Las guardaremos para mejor uso.
Fray Anselmo observó con interés el caballo de Berengario y pasó una cariñosa mano por su cuello arqueado.
—¡Hace mucho tiempo que no tengo en nuestros establos un animal tan hermoso! Mucho tiempo que no tenía ningún caballo, exceptuando la mula del prior Roberto cuando viene por aquí, cosa que últimamente hace muy de tarde en tarde. A decir verdad, esperamos que pronto nos llamen; este lugar está demasiado aislado y no merece la pena conservarlo. Sí, muchacho mío, os daremos cobijo a ti y también a tu compañero. Con tanto más placer, mi señor, si me permitís montarlo de vez en cuando para hacer un poco de ejercicio.
—Creo que podría soportar vuestro peso sin la menor dificultad —reconoció Berengario—. No los entreguéis a nadie más que a mí o a fray Cadfael.
—Por supuesto. Aquí nadie les verá.
Los hermanos legos condujeron los caballos a los establos, alegrándose de poder disfrutar de una pausa en su tediosa existencia y de aprovechar la generosidad de Berengario a cambio de sus servicios.
—Los hubiéramos aceptado por el puro placer de tenerlos aquí —dijo sinceramente fray Luis—. En otros tiempos, fui mozo de cuadra del conde Roberto de Gloucester, y me gusta un buen caballo de pelaje lustroso y paso orgulloso que haga honor a mis cuidados.
Cadfael y Hugo Berengario regresaron a la abadía a pie.
—Una hora de paseo, poco más —dijo Cadfael—, si tomamos el atajo. El camino estaba demasiado cubierto de maleza para los caballos, pero lo conozco muy bien y nos dejará a dos pasos de la puerta fortificada. Tenemos que cruzar el arroyo más arriba del molino y entrar en la abadía por el huerto sin que nadie nos vea, siempre y cuando estéis dispuesto a vadear la corriente.
—Me parece —dijo Berengario con absoluta serenidad— que os estáis burlando de mí. ¿Pretendéis que me pierda en el bosque o que me ahogue en el canal del molino?
—Dudo mucho que pudiera conseguir nada de eso. No, sólo será un agradable paseo, ya lo veréis. Espero que merezca la pena.
Curiosamente, a pesar de que cada uno sabía que el otro lo estaba utilizando para sus propios fines, el paseo nocturno fue muy agradable tanto para el veterano monje sin ambiciones personales como para el joven de ambiciones tan audaces como ilimitadas. Berengario debió de preguntarse por qué razón Cadfael se habría mostrado tan dispuesto a ayudarle y, por su parte, Cadfael debió de devanarse los sesos tratando de adivinar por qué Berengario le invitó a conspirar con él de aquella forma, pero daba igual porque, de ese modo, la contienda resultaba más interesante. La cuestión de cuál de ellos ganaría y sacaría el máximo provecho de aquel forcejeo estaba bastante equilibrada.
Ambos tenían aproximadamente la misma estatura, aunque Cadfael era más fornido y corpulento mientras que Berengario era más delgado, flexible y ligero de pie. El muchacho seguía atentamente las pisadas de Cadfael sin que la oscuridad, sólo levemente suavizada por el cielo estrellado a través de las ramas, pareciera molestarle lo más mínimo. De ahí que hablara por los codos con entera libertad.
—El rey quiere volver a Gloucester mejor preparado, por eso necesita hombres y caballos. Estoy seguro de que, dentro de unos días, iniciará la partida.
—¿Y vos iréis con él?
Puesto que le había dado por hablar, ¿por qué no animarle? Todo lo que dijera estaría calculado, naturalmente, pero más tarde o más temprano podía cometer un error.
—Eso depende del rey. ¡No lo vais a creer, fray Cadfael, pero ese hombre desconfía de mí! Yo preferiría que me diera un mando aquí, en mi propia tierra. He procurado visitarle con cierta asiduidad…, ver constantemente el mismo rostro podría ejercer el efecto contrario y no verlo nunca sería fatal. Menuda cuestión de criterio.
—Me parece —dijo Cadfael— que cualquier hombre podría tener una considerable confianza en vuestro criterio. Ya estamos llegando al arroyo, ¿lo oís?
Había unas piedras por las que se podía cruzar la corriente sin mojarse, aunque allí el agua era poco profunda y el lecho más angosto. Berengario, tras haber analizado un momento la distancia y el terreno, cruzó la corriente con un salto perfectamente equilibrado que sirvió para corroborar la afirmación de Cadfael.
—¿De veras lo creéis? —preguntó el joven, tomando de nuevo el hilo de la conversación mientras reanudaba la marcha con el monje—. ¿Tenéis en alto aprecio mi criterio? ¿Sólo con respecto a los riesgos y las ventajas? ¿O tal vez con respecto a los hombres? ¿O a las mujeres?
—No pongo en duda vuestro criterio con respecto a los hombres —contestó Cadfael secamente—, puesto que habéis confiado en mí. Si tuviera algún recelo, me guardaría mucho de decir tal cosa.
—¿Y con respecto a las mujeres?
Ambos caminaban ahora con más soltura porque estaban cruzando campos abiertos.
—Creo que éstas harían bien en guardarse de vos. ¿Qué otra cosa se chismorrea en la corte del rey, aparte de la próxima campaña? ¿No se ha comentado nada más sobre FitzAlan y Adeney?
—Ni se ha comentado ni se comentará —contestó rápidamente Berengario—. Tuvieron suerte y no lo lamento. No se sabe dónde están, pero seguramente se encuentran de camino hacia Francia.
No había razón para dudar de él; cualquiera que fuera su objetivo, lo perseguía a través de la verdad y no de la mentira. Por consiguiente, Godith podía estar tranquila, ya que la distancia entre su padre y la venganza de Esteban era cada vez más larga. Por si fuera poco, dos magníficos caballos se encontraban adecuadamente situados en una ruta de huida para Godith y Toroldo, al cuidado de dos fieles hermanos que los cederían si Cadfael lo ordenaba. El primer paso ya estaba dado. Ahora tendría que recuperar las alforjas del río para que los jóvenes pudieran llevarlas consigo. La tarea no sería nada fácil, pero tampoco imposible.
—Ahora ya veo dónde estamos —dijo Berengario unos veinte minutos más tarde. Habían cruzado la extensión de terreno rodeada por los meandros del arroyo y se hallaban de nuevo en la orilla. Al otro lado se encontraban los desnudos campos de guisantes, de un color blanquecino bajo el cielo estrellado y, más allá, los huertos y la gran hilera de los edificios del monasterio—. Veo que sabéis orientaros muy bien en el campo, incluso en la oscuridad. Enseñadme el camino. Me fío de vos hasta para atravesar un vado sin hoyos.
A Cadfael le bastó con levantarse los faldones del hábito puesto que no podía mojarse otra cosa que las sandalias. Se adentró en el agua justo enfrente de la baja techumbre de la cabaña de Godith, que apenas se distinguía por encima de los árboles, los arbustos y el muro del herbario. Berengario le siguió con las botas y los calzones puestos. El agua le llegaba a las rodillas, pero le daba igual. Cadfael notó que avanzaba con mucho cuidado, casi sin provocar ondas a su alrededor. Tenía todas las cualidades intuitivas de las criaturas salvajes, tan alerta de noche como de día. Al llegar a la otra orilla, el joven rodeó instintivamente el borde de los bajos rastrojos de guisantes para evitar hacer ruido entre las raíces secas que pronto serían devoradas por las ovejas.
—Un conspirador nato —dijo Cadfael, pensando en voz alta.
El hecho de que pudiera hacerlo así fue una prueba inequívoca de un sólido, aunque hostil, vínculo entre ambos.
De pronto, Berengario le miró con una extraña sonrisa en los labios.
—Nos conocemos muy bien el uno al otro —dijo. Ambos se habían acostumbrado a hablar en susurros perfectamente audibles—. Acabo de recordar un rumor que olvidé comentaros. Hace unos días, durante la noche persiguieron a un hombre en el río, un vasallo de FitzAlan, según dijeron. Al parecer, un arquero le alcanzó en el hombro izquierdo y puede que le atravesara el corazón. Sea como fuere, el caso es que se hundió bajo las aguas y quizás encuentren su cuerpo allá por Atcham. Al día siguiente, descubrieron un soberbio caballo sin jinete que probablemente era suyo.
—¿De veras? —dijo Cadfael, levemente sorprendido—. Aquí podéis hablar sin temor. De noche no hay nadie en mi huerto botánico, y ya están acostumbrados a que me levante a extrañas horas para vigilar mis pócimas.
—¿De eso, no se encarga el mozo? —preguntó inocentemente Hugo Berengario.
—Si un muchacho escapara del dormitorio durante la noche, pronto tendría ocasión de lamentarlo. Aquí cuidamos a los niños mucho mejor de lo que vos parecéis suponer, mi señor —dijo Cadfael.
—Me alegra saberlo. Bien está que los curtidos soldados transformados en monjes se enfrenten con los rigores nocturnos, pero a los jóvenes hay que protegerlos —la voz de Berengario era dulce y suave como la miel—. Os estaba hablando de ese curioso hecho de los caballos… No os lo vais a creer, pero, un par de días más tarde, encontraron otro caballo pastando en los brezales del norte de la ciudad, todavía con la silla. Dicen que, cuando se inició el asalto al castillo, tal vez enviaron a un solo guardia para recoger a la hija de Adeney del lugar donde estaba escondida y escoltarla fuera del cerco que rodeaba Shrewsbury. Creen que el intento falló cuando su escolta bajó hacia el río para salvarla —añadió el joven en voz baja—. Todavía no la han encontrado y piensan que se esconde por aquí. Y la buscarán, fray Cadfael…, ahora la buscarán más que nunca.
Ya habían llegado a los huertos interiores. Berengario dijo «¡Buenas noches!» casi en un susurro, y se alejó como una sombra hacia la hospedería.
Antes de conciliar el sueño, fray Cadfael permaneció despierto el tiempo suficiente como para pensar un poco. Cuanto más pensaba, tanto más se convencía de que alguien se había acercado sigilosamente al molino para escuchar las últimas frases que se pronunciaron dentro, y que aquel alguien era sin duda Hugo Berengario. Había demostrado saber moverse en silencio y adaptar instintivamente sus movimientos a las circunstancias. Había suscitado el inicio de una expedición compartida en la que cada cual estaba ligado a la discreción del otro, tras haber hecho toda una serie de crípticas confidencias, destinadas a suscitar la sospecha y la alarma y provocar, a ser posible, una imprudente acción precipitada…, pero Cadfael no pensaba darle esta última satisfacción. No creía que hubiera escuchado muchas cosas, aunque, a través de sus últimas palabras, Berengario debió de comprender que pretendía conseguir dos caballos, recuperar el tesoro oculto y ayudar a Toroldo a escapar con «ella». En caso de que hubiera estado allí un poco antes, debió de oír también el nombre de la joven, sobre la que ya debía de sospechar algo. ¿Qué juego se traía entre manos con sus dos mejores caballos, con los fugitivos a los que podía delatar en cualquier momento y a los que, sin embargo, aún no había delatado, y con el propio fray Cadfael? Tal vez perseguía un trofeo mucho mayor que la simple captura de un joven y el aprovechamiento en su propio beneficio de una muchacha a la que no guardaba el menor rencor. Un hombre como Berengario era muy capaz de correr riesgos y jugarse el todo por el todo. Toroldo, Godith y el tesoro, todo de una vez. ¿Para él solo, tal como intentara antes sin éxito? ¿O tal vez para ganarse el favor del rey? Era un joven de infinitas posibilidades.
Cadfael pensó mucho en él antes de quedarse dormido, y una cosa, por lo menos, quedó clara. Si Berengario sabía que Cadfael se proponía recuperar el tesoro, no le perdería de vista ni un solo momento dado que necesitaba conocer el lugar. Una prometedora luz empezó a brillar débilmente, poco antes de que llegara el sueño. A Cadfael le pareció que apenas había transcurrido un instante cuando la campana le despertó junto con los demás monjes para el rezo de prima.
—Hoy —le dijo Cadfael a Godith en el huerto después del desayuno—, haz lo de siempre. Ve a misa antes del capítulo y luego acude a clase. Después de la comida deberías trabajar un poco en el huerto y vigilar las medicinas; más tarde podrías ir al viejo molino hasta vísperas, pero con mucha discreción. ¿Podrías curarle la herida a Toroldo sin mí? Hoy posiblemente no me acerque por allí.
—Pues, claro —contestó la joven muy contenta—. Lo he visto hacer, y ahora conozco las hierbas. Pero… ¿y si hoy volviera quien nos espió ayer?
Cadfael le había comentado brevemente los pormenores de la expedición nocturna y las posibles consecuencias la habían reconfortado y consolado a un tiempo.
—No lo hará —contestó Cadfael sin la menor vacilación—. Si todo va bien, dondequiera que yo vaya, él también irá. Por eso quiero alejarte de mi lado. Lejos de mí respirarás más tranquila. Además, quiero que tú y Toroldo esta noche hagáis una cosa a última hora, si todo sale como espero. Cuando nos reunamos para vísperas, te diré que sí o que no. Si digo que sí, será suficiente, y esto es lo que deberéis hacer…
Godith le escuchó en atento silencio y asintió enérgicamente.
—Sí, vi el barco junto a la pared del molino. Sí, sé dónde están los arbustos junto al huerto, hacia el final del puente… Sí, ¡pues, claro que podemos hacerlo Toroldo y yo!
—Espera lo suficiente para estar segura —le advirtió Cadfael—. Y ahora, corre a la misa y las clases, procura comportarte como los demás mozos y no temas. Si hubiera algún motivo de temor, espero enterarme en seguida y reunirme inmediatamente con vosotros.
Una parte de las deducciones de Cadfael resultaron acertadas. Aquel domingo, el monje se mostró muy activo dentro del recinto de la abadía. Asistió a todas las funciones religiosas, corrió de un lado para otro, desde la caseta de vigilancia a la hospedería y desde ésta a los aposentos del abad, la enfermería y los huertos: dondequiera que fuera, siempre a la vista, discreto pero presente, Hugo Berengario le siguió. Jamás había visitado tan asiduamente la iglesia, incluso cuando Aline no figuraba entre los fieles. Ahora veremos, pensó Cadfael con cierta malicia, si podré apartarle del objeto de su deseo para que deje campo libre al segundo pretendiente cuando ella aparezca. Porque sin duda Aline asistiría a misa después del capítulo, y su última incursión a la caseta de vigilancia le había mostrado a Adam Courcelle, devotamente vestido para una misión de paz, acercándose a la puerta de la casita donde ella se alojaba con su doncella.
Era inaudito que fray Cadfael no asistiera a la celebración de la misa, pero, por una vez, éste se inventó una diligencia como excusa. Sus habilidades con las medicinas eran famosas en la ciudad, y la gente a menudo le pedía ayuda y consejo. El abad Heriberto se mostraba indulgente con tales peticiones y permitía de buen grado que su herbolario las atendiera. En los alrededores de San Gil, cerca de la puerta fortificada del monasterio, había un niño a quien solía atender de vez en cuando a causa de una infección en la piel y, aunque ya estaba mucho mejor y no necesitaba que el monje le visitara aquel día, nadie tenía autoridad para contradecir a Cadfael cuando éste consideraba necesario ir a algún sitio.
Junto a la caseta de vigilancia, Cadfael se tropezó con Aline Siward y Adam Courcelle, ella ligeramente arrebolada y sin duda satisfecha de aquella compañía, aunque tal vez un poco turbada; y el oficial del rey solícitamente atento y también arrebolado, pero de puro placer. Si Aline esperaba la habitual presencia de Berengario a aquella hora del día, por una vez se llevó una sorpresa, aunque nadie hubiera podido decir si estaba contenta o decepcionada. A Berengario no se le veía por ninguna parte.
Prueba positiva, pensó Cadfael satisfecho, encaminándose serenamente y sin prisas a su visita. Berengario era la discreción personificada y consiguió no ser visto hasta que Cadfael, de vuelta a casa, le encontró paseando alegremente con uno de sus restantes caballos para que el animal hiciera ejercicio. Saludó efusivamente a Cadfael, como si ningún encuentro hubiera podido ser más inesperado y placentero para él.
—Fray Cadfael, ¿cómo vos por aquí un domingo por la mañana?
Cadfael le informó minuciosamente de sus andanzas y le comunicó que los resultados eran satisfactorios.
—El alcance de vuestras habilidades y conocimientos es admirable —dijo Berengario, parpadeando—. Confío en que pudierais disfrutar en un sueño reparador después de vuestra larga jornada de ayer.
—Mi mente estuvo muy ocupada durante un buen rato —replicó Cadfael—, pero después pude dormir muy bien. Veo que aún os queda un caballo para montar.
—Sí, es verdad. Cometí una equivocación. Hubiera tenido que comprender que, aunque la orden se dictara en domingo, su cumplimiento no tendría lugar hasta que terminara el descanso dominical. Mañana vos mismo lo veréis —el joven sin duda decía la verdad y estaba seguro de la información—. La caza será muy exhaustiva —añadió, haciéndole comprender a Cadfael que no se refería únicamente a caballos y víveres—. El rey Esteban está un poco preocupado por sus relaciones con la Iglesia y los obispos. Hubiera tenido que comprender que en domingo se abstendría de hacer nada. Tanto mejor, así podremos gozar de un día más de tranquilidad. Esta noche podremos quedarnos en casa a la vista de todo el mundo, como conviene a los inocentes, ¿verdad, Cadfael? —añadió Berengario con una sonrisa, inclinándose para darle al monje una palmada en el hombro.
Espoleó al caballo y se alejó al trote hacia San Gil.
Sin embargo, cuando Cadfael salió del refectorio después de comer, Berengario apareció en la puerta de la hospedería con aire distraído pero sin perderse el menor detalle de lo que ocurría a su alrededor. Cadfael le atrajo inocentemente hacia el claustro, donde se sentó al sol y dormitó hasta tener la certeza de que Godith ya estaría lejos y libre de cualquier vigilancia. Una vez despierto, permaneció allí todavía un ratito para estar más seguro y analizar las repercusiones.
No cabía duda de que sus movimientos eran vigilados de cerca por Berengario en persona. El joven no quiso delegar la tarea en uno de sus servidores o en otros ojos a sueldo sino que él mismo cumplía ese deber, probablemente con mucho gusto. Si estaba dispuesto a cederle Aline a Courcelle aunque sólo fuera durante una hora, eso significaba que lo que estaba haciendo revestía para él la máxima importancia. He sido elegido, pensó Cadfael, como el medio para alcanzar el fin que se propone y que no es otro que el tesoro de FitzAlan. La vigilancia será implacable. ¡Muy bien, pues! Como no puedo eludirla, será mejor que la aproveche.
Por consiguiente, no canses demasiado al testigo ni le avises demasiado pronto de las actividades previstas. Ya que él te ha obligado a hacer tantas conjeturas, oblígale a hacer otro tanto.
Cadfael se encaminó al herbario y pasó la tarde vigilando pócimas y preparando otras nuevas hasta la hora de vísperas. No se molestó en preguntarse dónde estaría Berengario. Confiaba en que para un hombre tan veleidoso y activo como él la vigilancia fuera tediosa en extremo.
Tanto si Courcelle se quedó (la oportunidad parecía un regalo del cielo y no se podía desaprovechar) como si regresó para asistir a las celebraciones de la tarde, el caso fue que apareció con Aline recatadamente tomada de su brazo. Al ver salir a fray Cadfael de los huertos, se detuvo y le saludó cordialmente.
—Es un placer encontraros en mejores circunstancias que la última vez que nos vimos, hermano. Espero que no tengáis que cumplir otros deberes semejantes. Por lo menos, Aline y vos conferisteis un poco de donosura a lo que, de otro modo, hubiera sido un asunto totalmente desdichado. Ojalá hubiera podido ablandar la mente de Su Alteza con respecto a esta casa. El rey todavía guarda cierto rencor al abad porque no se dio demasiada prisa en aceptar su paz.
—Un error que muchos también cometieron —comentó filosóficamente Cadfael—. Pero que sin duda podremos reparar.
—Así lo espero. Pero, de momento, Su Alteza no tiene intención de conceder a la abadía ningún privilegio por encima de los restantes pobladores. Si me viera obligado a cumplir dentro de los muros de la abadía unas órdenes que, si de mí dependiera, se quedarían en la puerta, confío en que comprendáis que lo hago a regañadientes y porque no tengo más remedio.
Pide perdón por anticipado, pensó Cadfael, por la invasión de mañana. O sea que es cierto, tal como ya imaginaba. Le han encomendado esta desagradable tarea y quiere puntualizar por adelantado que no le gusta y quisiera evitarla, si pudiera. Puede que exagere un poco en sus afirmaciones para no disgustar a la dama.
—En caso de que algo ocurriera —dijo benévolamente Cadfael—, estoy seguro de que los monjes del monasterio comprenderán que os limitáis a cumplir con vuestro deber, tal como hace el soldado que obedece órdenes. No temáis que nadie os odie por eso.
—Eso le he repetido yo a Adam varias veces —terció Aline, ruborizándose intensamente por haber utilizado su nombre de pila. Quizás era la primera vez que lo hacía—. Pero no hay forma de convencerle. No, Adam, es verdad…, os echáis la culpa de cosas en las que no tuvisteis ninguna responsabilidad, como si vos mismo hubierais matado a Gil con vuestras propias manos, lo cual es falso. ¿Cómo podría yo culpar siquiera a los flamencos? Ellos también cumplían órdenes. En estos tiempos tan revueltos, lo único que se puede hacer es elegir un camino según la propia conciencia y arrostrar las consecuencias, cualesquiera que sean.
—En cualquier tiempo, bueno o malo —sentenció Cadfael—, eso es lo mejor que puede hacer un hombre. Y, puesto que se me ofrece esta ocasión, señora, quiero rendiros cuentas del destino de la limosna que me encomendasteis. Fue distribuida entre tres pobres almas necesitadas. A falta de sus nombres, que no pregunté, rezad alguna oración por esos tres desdichados que sin duda rezarán por vos.
Sin duda así lo haría, pensó Cadfael mientras la observaba entrar en la iglesia del brazo de Courcelle. En aquella etapa tan crítica de su vida, privada de su hermano y dueña de un patrimonio que había decidido entregar a la causa del rey, Cadfael juzgó que la joven debía de vacilar entre el claustro y el mundo, y, aunque él eligió el claustro en su edad madura, deseaba con todas sus fuerzas que ella eligiera un mundo a ser posible más placentero que el que ahora la rodeaba, donde pudiera ver cumplidos sus deseos.
Cuando se dirigía a su puesto entre los monjes, Cadfael se cruzó con Godith, que se dirigía a su acostumbrado rincón. Al ver que los ojos de la joven lo miraban inquisitivamente, dijo en voz baja:
—¡Sí! Haz lo que te he dicho.
Durante el resto de la noche, Cadfael tendría que conducir a Berengario hacia unos pastos muy alejados del lugar donde Godith actuaría. Lo que él hiciera tendría que ser claramente visible; lo que hiciera la joven tendría que ser invisible y pasar inadvertido. Y eso no podría conseguirse cumpliendo la habitual rutina de todas las noches. Como la cena era siempre muy breve, cuando ellos salieran Berengario estaría sin duda en las inmediaciones del refectorio. Las colaciones en la sala capitular, las lecturas de vidas de santos, eran algunas de las obligaciones a las que Cadfael solía faltar de vez en cuando. Tal como hizo ahora, encaminándose, seguido por su discreto vigilante, primero a la enfermería, donde visitó brevemente a fray Reginaldo, que era muy viejo, tenía las articulaciones deformadas por el reuma y agradecía la compañía, y después al otro extremo del huerto del abad, situado a mucha distancia del herbario y a una distancia todavía mayor de la caseta de vigilancia. Para entonces, Godith ya habría terminado su clase con los novicios y podría aparecer en cualquier lugar entre la cabaña, el herbario y las puertas. Convenía por tanto que Berengario no se apartara de Cadfael aunque éste no hiciera más que cortar las flores secas de los rosales y las clavelinas del abad. De vez en cuando Cadfael comprobaba que la vigilancia continuaba y estaba casi seguro de que ésta proseguiría con paciencia ejemplar. Durante el día, fue algo casi casual porque apenas se esperaba ninguna acción, si bien Cadfael era un adversario muy marrullero, capaz de actuar precisamente cuando menos se esperara. Sin embargo, las cosas empezarían a ocurrir de noche.
Después de completas y cuando hacía buen tiempo, siempre había una breve pausa de ocio en el claustro y los vergeles antes de que los monjes se retiraran a descansar. Para entonces, ya había oscurecido casi por completo y Godith ya estaría con Toroldo donde tenía que estar. Pero Cadfael decidió quedarse todavía un ratito e irse al dormitorio con los demás. Tanto si salía de allí por la escalera que se utilizaba de noche para ir a la iglesia como si lo hacía por la escalinata exterior, alguien que montara guardia desde el otro lado del patio donde estaba la hospedería, podría verle sin la menor dificultad.
Eligió la escalera nocturna y la puerta norte de la iglesia, y rodeó el extremo este de la capilla de Nuestra Señora y la sala capitular para cruzar el patio y dirigirse a los huertos. No tuvo necesidad de prestar atención ni de mirar a su alrededor. Sabía que su sombra estaría allí, moviéndose en silencio desde lejos, pero sin perderle de vista. La noche estaba razonablemente oscura, pero los ojos se acostumbran en seguida y él conocía cuan hábilmente Berengario se movía en la oscuridad. Éste esperaría probablemente que el peregrino nocturno cruzara el vado tal como ambos hicieran la víspera. Alguien que se dirigiera a una misión secreta no pasaría por delante del portero de la caseta de entrada, por muy autorizado que estuviera a hacerlo.
Tras vadear el arroyo, Cadfael se detuvo un instante para cerciorarse de que Berengario le seguía. Los cambios en el ritmo del agua fueron muy ligeros, pero él los percibió y se alegró. Ahora seguiría el curso del arroyo corriente abajo hasta llegar casi a su confluencia con el río. Allí había una pequeña pasarela desde la que se alcanzaba sin dificultad el puente de piedra de Shrewsbury Tras cruzar el camino y bajar por la ladera que conducía a los vergeles principales de la abadía, Cadfael se encontró a la sombra del primer ojo del puente, contemplando los débiles resplandores de luz de los remolinos de agua en el lugar donde antaño estuvo amarrada una barca molino. En aquel rincón, bajo el embarcadero de piedra, los arbustos crecían muy apiñados porque no merecía la pena desbrozar la ladera. Unos sauces llorones rozaban el agua con sus hojas, y la maleza que crecía bajo sus ramas hubiera podido ocultar a media docena de testigos.
La barca estaba allí, a flote y amarrada a una de las ramas inclinadas, aunque, por ser de juncos y pellejo, era muy liviana y hubiera podido llevarse fácilmente a tierra. Esta vez, había buenas razones para no arrastrarla a la orilla y volcarla sobre el césped, tal como normalmente se hubiera hecho. Cadfael esperaba que en su interior hubiera un buen fardo, sólidamente envuelto en uno o dos sacos del molino. No convenía que le vieran portando un bulto. Confiaba en que antes le hubieran visto claramente con las manos vacías.
Bajó a la barca y soltó la cuerda de amarre. El fardo estaba allí dentro y debía de pesar lo suyo, pensó Cadfael cuando lo tocó con disimulo. Un poco más arriba, entre los matorrales de la ladera, el monje captó el leve movimiento de una sombra mientras él se adentraba en la corriente con la ayuda del largo remo y pasaba bajo el primer ojo del puente.
Todo resultó extremadamente fácil. Por muy buena vista que tuviera, Hugo Berengario no podría distinguir lo que ocurría bajo el puente, detalle por detalle. Por muy fino que fuera su oído, sólo podría oír el rumor de una cadena rozando la piedra, con un considerable peso en su extremo, un goteo de agua escurriéndose de algún objeto recién izado, y después el chirriante sonido de la cadena al volver a bajar, tal como efectivamente ocurrió; sólo que las manos de Cadfael amortiguaron y aminoraron la velocidad del descenso para disimular el hecho de que el peso seguía todavía atado en el mismo sitio, y de que sólo el fardo oculto en el bote había sido sumergido brevemente en el Severn para que luego se escuchara el goteo del agua sobre el embarcadero de piedra. La siguiente fase podría ser más peligrosa porque Cadfael no estaba muy seguro de haber interpretado correctamente las intenciones de Berengario. Fray Cadfael se jugaba la vida y las de otras personas al acierto de sus deducciones.
Sin embargo, hasta aquel momento, todo había salido a pedir de boca. Remó en su liviana embarcación para acercarse a la orilla y vio que una sombra se movía rápidamente y se retiraba ladera arriba para agacharse probablemente junto al sendero, con intención de seguirle dondequiera que fuera. Aunque él hubiera apostado cualquier cosa a que su sombra ya habría adivinado el camino que tomaría, Cadfael amarró a toda prisa el bote. La prisa era una parte muy significativa de su disfraz aquella noche, lo mismo que el sigilo. Cuando subió cautelosamente al camino y su figura se recortó claramente contra el cielo nocturno, deteniéndose un instante como si quisiera cerciorarse de que podría cruzar sin que nadie le viera, a su observador no le debió de pasar inadvertido que ahora su silueta estaba visiblemente jorobada por un grueso fardo que llevaba colgado a la espalda.
El monje cruzó rápidamente y regresó por el mismo camino de la ida, siguiendo el arroyo aguas arriba, tras atravesar el vado, para adentrarse en los campos y los bosques que cruzara con Berengario justo la noche anterior. Por suerte, el fardo no pesaba tanto como aparentaba, si bien Toroldo o Godith habían considerado oportuno darle una apariencia adecuada. Más que suficiente, pensó Cadfael, para que un anciano monje lo lleve a cuestas a lo largo de casi una legua. Sus noches resultaban cada vez más cortas. Una vez aquellos jóvenes estuvieran relativamente a salvo, se pasaría durmiendo maitines, laudes e incluso prima, y después haría la debida penitencia.
Ahora, todo sería cuestión de adivinar. ¿Daría Berengario por sentado el lugar adonde él se dirigía y se retiraría demasiado pronto con cierto aire de sospecha, echándolo todo a rodar? ¡No! En lo tocante a Cadfael, el joven no daría nada por sentado hasta comprobar con sus propios ojos dónde había ocultado el fardo y verificar sin el menor asomo de duda que regresaba a sus deberes sin él.
Cadfael se imaginaba claramente cuál sería la escena en el peor de los casos. Si Berengario hubiera matado a Nicolás en su afán de apoderarse del tesoro, su objetivo sería ahora no sólo lograr lo que antes no consiguiera sino también una cosa que solamente se le había revelado después de su fallido intento. Permitiendo que fray Cadfael le guardara a buen recaudo tanto los caballos como el tesoro, se había asegurado su objetivo principal; pero, además, en caso de que Cadfael condujera en secreto a los fugitivos al mismo lugar, tal como a todas luces pretendía hacer, Berengario podría eliminar al único testigo de su asesinato y tomar a su antigua prometida como rehén para forzar el regreso de su padre. ¡Qué gran regalo para el rey Esteban! Su puesto de privilegio estaría asegurado, y su crimen quedaría enterrado para siempre.
Eso, naturalmente, en el peor de los casos. Pero las posibilidades eran muy amplias. Berengario podía ser inocente de la muerte de Faintree, pero tener mucho empeño en adueñarse del tesoro de FitzAlan, tras haber descubierto su paradero. En tales circunstancias, un veterano monje no sería obstáculo para sus planes de enriquecimiento personal o de obtención del favor real, si así lo prefería. En cualquier caso, puede que Cadfael no sobreviviera mucho tiempo tras depositar la infernal carga que soportaban sus doloridos hombros en la granja donde se encontraban estabulados, los caballos.
¡Bien, pensó Cadfael, más alborozado que oprimido, ya veremos!
Una vez en el bosque, más allá del recodo del arroyo, se detuvo, soltó gruñendo la carga que llevaba sobre la espalda, y se sentó en ella como si quisiera descansar. Pero en realidad lo hizo para escuchar los débiles rumores de otro hombre que también se había detenido, aunque no para descansar. Los rumores eran mínimos, pero los percibió y se alegró. El joven estaba allí, incansable, sereno, un aventurero nato. Vio un rostro oscuro y taciturno, a punto de soltar una carcajada. Entonces estuvo razonablemente seguro de cómo terminaría la noche. Con un poco de suerte (¡mejor con la ayuda de Dios!, rectificó), regresaría a tiempo para maitines.
No había ninguna luz visible en la granja cuando él llegó, pero bastó el leve susurro de sus pisadas para que apareciera fray Luis con una pequeña linterna en una mano y el puñal en la otra, tan despierto como al mediodía, pero mucho más peligroso.
—Dios os bendiga, hermano —le dijo Cadfael, soltando con un suspiro de alivio la carga que llevaba sobre su espalda. ¡Ya le diría cuatro cosas al joven Toroldo la próxima vez que hablara con él! Alguien o algo que no fueran sus propios hombros podría cargar con aquello en la siguiente ocasión—. Dejadme entrar y cerrad la puerta.
—¡De mil amores! —contestó fray Luis, cumpliendo la orden.
Al salir, menos de un cuarto de hora más tarde, fray Cadfael prestó atención, pero no oyó el menor rumor de alguien que le siguiera o le acompañara, y tanto menos de una posible amenaza. Hugo Berengario le habría visto entrar en la granja desde su escondrijo. Tal vez esperó a que saliera sin la carga y luego se alejó en la noche, donde con tanta soltura sabía moverse, regresando alegre y satisfecho a la abadía. Cadfael abandonó toda precaución e hizo lo mismo. Ahora ya sabía qué terreno pisaba. Cuando empezó a tocar la campana para maitines, Cadfael ya estaba preparado para salir del dormitorio con los demás y bajar por la escalera nocturna con el fin de alabar debidamente a Dios en la iglesia.