esde Frankwell, el suburbio que se extendía al otro lado de las murallas y el río, el camino subía hacia el oeste, dejando atrás los huertos que bordeaban el pueblo. Al principio era sólo un sendero que ascendía por la colina a orillas del Severn, pero después se bifurcaba en dos, el más sureño de los cuales se dividía posteriormente en tres senderos que apuntaban hacia el País de Gales, Cadfael tomó el camino que siguieron Toroldo y Nicolás la noche en que cayó el castillo, es decir, el de más al norte.
Pensó en visitar a Edric Flesher en la ciudad para comunicarle que, por lo menos, uno de los jóvenes correos había sobrevivido y conservado el tesoro, pero después decidió no hacerlo. Toroldo aún no estaba a salvo y, hasta que no estuviera muy lejos, cuantas menos personas conocieran su paradero, tantas menos probabilidades habría de que alguna palabra se escapara involuntariamente y sus enemigos la oyeran. Más tarde habría tiempo para compartir y comentar ampliamente la venturosa noticia con Edric y Petronila.
El camino se adentró en el bosque del que había hablado Toroldo y se convirtió en una vereda herbosa y estrecha entre los árboles, pero cerca del lindero desde donde se veían los campos de labranza. Un poco más allá estaba la pequeña choza de madera. Desde allí hubiera sido muy fácil trasladar un cadáver a lomos de un caballo hasta el foso del castillo. El río, como en todas partes, formaba intrincados meandros y se hubiera necesitado cruzarlo para alcanzar el foso donde habían sido arrojados los muertos, pero en un lugar frente al castillo una isla central permitía vadear la corriente incluso en una estación tan seca como aquélla. La distancia era muy corta y la noche fue muy larga. Algo más a la derecha se encontraba la granja de Ulf en la que Toroldo cambió los caballos. Cadfael se encaminó hacia allá y en seguida encontró la alquería.
Ulf estaba espigando tras la siega del trigo y, al principio, no parecía muy dispuesto a hablar con un monje desconocido. Sin embargo, la mención de Toroldo y la clara afirmación de que el monje gozaba de su confianza, le soltaron la lengua.
—Sí, vino con un caballo cojo y a cambio le ofrecí el mejor de los míos. De todos modos salí ganando porque el animal que me dejó procedía de los establos de FitzAlan. Sigue cojeando, pero ya está mejor. ¿Queréis verlo? He escondido las preciosas guarniciones porque si alguien las viera podría pensar que lo he robado o cosa peor.
Incluso sin los bellos arneses, el soberbio caballo ruano hubiera resultado demasiado hermoso para pertenecer a un granjero. El animal cojeaba de una pata delantera. Ulf le mostró la fea herida a Cadfael.
—Toroldo dijo que lo hirió un abrojo —comentó Cadfael—. Extraño lugar para semejante cosa.
—Sí, fue un abrojo. Lo tengo aquí junto con otros varios que al día siguiente encontré entre la hierba. Mis animales pasan por allí y no quería que alguno se me quedara cojo. Alguien los distribuyó por la parte más estrecha del camino. Seguramente para obligarles a detenerse junto a la cabaña. ¿Para qué si no?
—Alguien que sabía de antemano lo que iban a hacer y el camino que tomarían, y que tuvo mucho tiempo para preparar la trampa y tenderles una emboscada.
—El rey debió de enterarse —dijo Ulf—, y envió en secreto a algunos de sus hombres para apoderarse del tesoro. Necesita dinero…, tanto como los del otro bando.
Aun así, pensó Cadfael mientras se dirigía a la cabaña del bosque, por lo que veo, esto no fue obra de una partida enviada por el rey sino de un solo hombre y en su propio provecho. De haber sido un emisario del rey, hubiera llevado consigo a otros hombres. En caso de que todo hubiera sucedido de acuerdo con los planes, las arcas del rey Esteban no se hubieran beneficiado de aquella acción.
Resumiendo, estaba demostrado que aquella noche hubo un tercer hombre allí. Toroldo parecía cada vez más inocente. Los abrojos eran reales y fueron distribuidos por el camino para derrengar a algún caballo. La estratagema dio mejor resultado que el previsto porque obligó a los dos jóvenes a separarse, dejando mano libre al asesino para liquidar primero a uno y aguardar al acecho al otro.
Cadfael no entró en seguida en la cabaña; los alrededores también le interesaban. Fuera de la cabaña, Toroldo receló y ató los caballos, listos para la huida. Y allí también, probablemente oculto, el tercer hombre debía de tener un caballo a punto. Quizá fuera posible descubrir las huellas. Desde aquella noche no había llovido y no era probable que muchos hombres hubieran atravesado aquel bosque. Todos los habitantes de Shrewsbury permanecían encerrados en sus casas a menos que tuvieran alguna necesidad urgente, y las compañías del rey Esteban preferían los campos porque allí les era más fácil lanzarse al galope.
Tardó un rato, pero encontró lo que buscaba. Al caballo solitario lo habían dejado suelto pastando y, a juzgar por las señales, debía de ser una criatura preciosa pues las huellas de herradura que se veían en una zona de terreno más blando (un hueco en el barro reseco, donde solía concentrarse el agua de lluvia) eran muy grandes y estaban muy bien dibujadas. El lugar donde los dos caballos estaban atados juntos se encontraba al oeste de la cabaña, oculto entre los árboles. En una rama baja se observaba una marca que correspondía al punto en que se arrancó la cuerda de un tirón, y podían distinguirse dos pares de huellas allí donde desaparecía la hierba para dar paso a la tierra desnuda.
Cadfael entró en la cabaña. Era de día y, a través de la puerta abierta, penetraba mucha luz. El asesino que esperó allí a su víctima, debió de dejar alguna huella.
Los restos de forraje de invierno, segado en los soleados linderos del bosque, debieron de estar amontonados allí dentro junto a la pared del fondo, pero ahora un tormentoso mar de hierba cubría todo el suelo, como si una tempestad hubiera provocado un terrible estrago. El decrépito pesebre del que Toroldo había arrancado una tabla suelta, estaba inclinado como un borracho. La hierba seca aparecía mezclada con pequeñas hierbas ya muertas, pero todavía fragantes, entre las que abundaba el espinoso cadillo. Eso le recordó a Cadfael no sólo la minúscula ramita hundida en la garganta de Nicolás Faintree por la cuerda que lo mató, sino también la peligrosa herida del hombro de Toroldo. Necesitaba cadillo para curársela y buscaría en los bordes de los campos de cultivo, donde debía de haber mucho. La imparcial justicia de Dios que había llamado la atención sobre el asesinato de uno de los jóvenes mediante una ramita de la cosecha del año anterior podría, por la misma razón, curar las heridas del otro joven mediante la cosecha de aquel año.
En la cabaña sólo quedaba el caos creado por la lucha cuerpo a cuerpo que tuvo lugar en su interior. Sin embargo, en las ásperas tablas de madera detrás de la puerta, había unos cuantos hilos de paño de lana azul oscuro, aunque más bien eran pelusa que hilos. Alguien debió de permanecer oculto allí, con la puerta pegada a su cuerpo. También había un trébol seco con un pequeño coágulo de sangre. Pero Cadfael buscó en vano el arma del estrangulador entre el crujiente forraje. O bien el asesino la había recuperado y se la había llevado, o bien estaba oculta en algún rincón. Cadfael retrocedió a gatas desde el pesebre hasta la puerta. Ya estaba a punto de desistir de su intento y levantarse cuando la mano en la que apoyaba el peso de su cuerpo rozó algo duro y afilado. Se apartó súbitamente. Algo estaba hundido en la tierra bajo las capas de heno, cual otro abrojo clavado allí para escarmiento de monjes curiosos y entrometidos. Cadfael se sentó sobre los talones y apartó con cuidado las hierbas resecas hasta que descubrió el objeto oculto y lo arrancó sin la menor dificultad, llenándose la palma de la mano con su gélida dureza. Lo sostuvo contra la luz que penetraba por la puerta y el objeto brilló con destellos amarillos como un sol en miniatura.
Fray Cadfael se levantó y salió de la cabaña para observar mejor su hallazgo. Era una piedra preciosa toscamente tallada, del tamaño de una manzana silvestre, un topacio amarillo todavía sujeto y medio rodeado por una garra de águila de plata sobredorada. La garra estaba entera, pero con la canilla rota por debajo de la piedra preciosa que sujetaba. Era el extremo de alguna joya de plata, tal vez un broche…, no, era demasiado grande para eso. ¿Quizá la punta de la empuñadura de una daga? En tal caso, sería una daga muy aristocrática, no un cuchillo cualquiera. Debajo estaría el mango redondeado y en la cruceta tal vez unos cuantos topacios más pequeños, a juego con el grande. Roto en su mano, el objeto semejaba una lastimosa bola de oro facetada.
Un hombre se había agitado y revuelto allí en medio de su agonía, otros dos habían librado un combate mortal; cualquiera de los tres, con el movimiento y el peso de un cuerpo convulso, podía haber clavado aquella pieza en el suelo de tierra, separando sin percatarse la piedra principal en su punto más frágil.
Fray Cadfael se la guardó cuidadosamente en la bolsa que llevaba colgada del cinto y fue en busca del cadillo. Lo encontró en gran cantidad, entre las tupidas hierbas del lindero del bosque iluminadas por el sol. Se llenó la bolsa y regresó a casa con docenas de ganchudas semillas pegadas a los faldones de su hábito.
Godith salió sigilosamente en cuanto los monjes se dispersaron para cumplir sus tareas vespertinas. Dando un rodeo, se dirigió al molino del Gaye. Llevaba consigo unas cuantas ciruelas maduras del huerto, media barra de pan y una botella de vino que elaboraba Cadfael. El convaleciente tenía mucho apetito y ella se alegró de verle comer y beber como si, por haberle encontrado herido y necesitado de ayuda, tuviera sobre él algún derecho de propiedad.
El mozo estaba sentado sobre su cama de sacos, completamente vestido, con la espalda apoyada contra las tablas de la pared y las piernas estiradas y cruzadas a la altura de los tobillos. La chaqueta y los calzones le sentaban bastante bien, aunque las mangas le quedaban un poco cortas. Estaba sorprendentemente animado aunque un poco pálido, y se movía con cierta dificultad a causa del dolor de las heridas. A Godith no le gustó que se hubiera esforzado en ponerse la chaqueta, y así se lo dijo.
—Debéis mantener el hombro inmóvil, no tenéis que forzarlo para introducir el brazo en la manga. Si no lo dejáis en reposo, no se curará.
—Ya estoy muy bien —replicó el joven—. Si quiero marcharme pronto, tendré que soportar las molestias. Estoy seguro de que cicatrizará sin dificultad —estaba preocupado no por sus males sino por otras cuestiones—. Godric, no tuve tiempo de hacer preguntas esta mañana, pero… fray Cadfael dijo que Nicolás estaba enterrado en la abadía. ¿Es cierto eso? —el joven no dudaba de la palabra del monje, más bien se asombraba de que ello hubiera sido posible—. ¿Cómo le encontraron?
—Fue mérito del propio fray Cadfael —contestó Godith, sentándose a su lado para contarle la historia—. Había un cuerpo más de los que tenía que haber, y fray Cadfael dijo que no descansaría hasta descubrir de quién se trataba. Desde entonces, no ha dejado descansar a nadie. El rey sabe que se cometió un asesinato y ordenó que se hiciera justicia. Si alguien puede conseguirlo, ése será fray Cadfael.
—O sea que al hombre que estaba en la cabaña apenas le hice daño, sólo le dejé sin sentido unos minutos. Luego se recuperó y tuvo la suficiente astucia como para librarse antes del amanecer del hombre al que había asesinado.
—Pero no lo suficiente como para engañar a fray Cadfael. Siempre se tiene que averiguar quién es cada cual. Ahora, por lo menos, Nicolás ha recibido los ritos de la iglesia con el nombre que le corresponde y ha sido enterrado como un noble.
—Me alegro de que no le dejaran pudrir sin honores o de que no le enterraran anónimamente entre los demás. Algunos eran compañeros nuestros y no se merecían semejante muerte —dijo Toroldo—. De haber permanecido en el castillo, hubiéramos corrido la misma suerte. Si me atrapan puede que todavía la corra.
¡Y, sin embargo, el rey Esteban aprueba la persecución del asesino que cometió ese acto por él! ¡Qué mundo tan loco!
Godith estaba de acuerdo, aunque, en cierto modo, comprendía la diferencia. El rey aceptaba la responsabilidad de los noventa y cuatro cuya muerte había decretado, pero rehusaba la del nonagesimoquinto, muerto a traición sin su consentimiento.
—Despreció ese asesinato y no quiso convertirse en cómplice. A vos nadie os capturará —dijo la muchacha, sacándose las ciruelas de la pechera de la chaqueta y esparciéndolas sobre la manta—. Esto es más dulce que el pan. ¡Probadlas!
Ambos se sentaron a comer como buenos amigos, arrojando los huesos al río a través de un resquicio en las tablas del suelo.
—Aún me queda una tarea que cumplir —dijo Toroldo con la cara muy seria—. Ahora tendré que hacerla yo solo. Sólo el cielo sabe, Godric, qué hubiera sido de mí sin vuestra ayuda. Me pondré muy triste cuando me vaya pues no creo que volvamos a vernos. Jamás olvidaré lo que hicisteis por mí. Pero tengo que partir en cuanto esté en condiciones. Cuando me vaya, estaréis más tranquilos.
—¿Hay alguien que esté tranquilo en algún lugar? —replicó Godith, hincando el diente en una purpúrea ciruela madura—. No hay ningún sitio seguro.
—El peligro tiene distintos grados. Yo tengo cosas que hacer, y ya estoy restablecido —añadió Toroldo.
La joven le dirigió una larga mirada. Hasta entonces, no se había enfrentado con la idea de su partida. Acababa de descubrirle y, a no ser que hubiera interpretado erróneamente sus palabras, él estaba a punto de escapársele de las manos y desaparecer para siempre de su vida. Menos mal que tenía por aliado a fray Cadfael. Contando con la autoridad de su maestro, dijo severamente:
—Si pensáis iros sin estar plenamente curado, ya os lo podéis quitar de la cabeza. ¡Permaneceréis aquí hasta que os den permiso para marcharos, y eso no será hoy ni mañana, tenedlo por seguro!
Sorprendido por su vehemencia, Toroldo echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Pareces mi madre, la vez que tuve una mala caída en un torneo. A pesar de lo mucho que te aprecio, tal como la apreciaba a ella, tengo que irme. Ya estoy fuerte y plenamente restablecido, Godric, y he recibido órdenes que están por encima de las tuyas. Debo irme. En mi lugar, tú ya te habrías ido, con lo terco que eres.
—No es cierto —contestó la joven, furiosa—, yo tengo más sentido común. ¿Qué haréis sin un arma y sin un caballo? Recordad que soltasteis los caballos para desconcertar a vuestros perseguidores, ¡vos mismo nos lo dijisteis! ¿Creéis que podríais llegar muy lejos? ¿Pensáis que FitzAlan agradecerá vuestra imprudencia? Ni siquiera podríais llegar al río. Tendríais que regresar sobre los hombros de fray Cadfael, como la primera vez.
—¿Lo crees así, Godric, mi pequeño amigo? —preguntó Toroldo, mirando maliciosamente a su amigo. Había olvidado momentáneamente sus cuitas ante el atrevimiento de aquel mocoso que le pronosticaba la humillación y el fracaso—. ¿Tan débil te parezco?
—Tanto como un gato famélico —contestó Godith, arrojando violentamente un hueso de ciruela entre las tablas del suelo—. ¡Un niño de diez años os podría tumbar de espaldas!
—Conque sí, ¿eh? —Toroldo se volvió de lado y la tomó por el talle con el brazo sano—. ¡Ahora verás, mi señor Godric, si estoy restablecido o no! —riéndose de placer, el muchacho sintió que sus músculos se estiraban y exultaban en su súbito afán de jugar con un mozuelo que necesitaba una buena zurra que le bajara un poco los humos. El arrogante mozo emitió un grito entrecortado cuanto Toroldo le tumbó de espaldas—. ¡Me bastará con una sola mano para darte tu merecido, desvergonzado rapaz! —exclamó Toroldo, y para demostrarlo apoyó la palma de su mano izquierda sobre la pechera de aquella chaqueta excesivamente holgada.
De pronto, Toroldo retiró la mano, sorprendido e ilustrado a la vez, mientras Godith le escupía una retahíla de insultos y le soltaba un salutífero sopapo en la oreja.
Sumidos en un siniestro silencio, ambos se sentaron entre los sacos arrugados, separados por una distancia de unos cinco palmos. El silencio y la quietud se prolongaron un buen rato. Pasó un minuto largo antes de que ambos ladearan cautelosamente la cabeza y se miraran de soslayo. El perfil de la joven, que estaba pasando del enojo a la culpable simpatía, era delicado y extremadamente femenino. Debí de estar muy débil y enfermo, pensó Toroldo, de lo contrario me hubiera dado cuenta en seguida. La voz áspera y ronca era simplemente un encanto un poco ambiguo, un engaño natural. El muchacho se rascó con expresión pensativa la oreja enrojecida y, al final, preguntó con sumo cuidado:
—¿Por qué no me lo dijisteis? No quería ofenderos, pero ¿cómo podía saberlo?
—No teníais por qué saberlo —contestó Godith, todavía un poco alterada— si hubierais tenido el sentido común de hacer lo que os mandaban, o de tratar a vuestros amigos con gentileza.
—¡Pero vos me pinchasteis! —protestó Toroldo—. Son los juegos a los que yo me entregaba con mi hermano menor, y vos los pedíais a gritos con vuestro comportamiento. ¿Lo sabe fray Cadfael? —preguntó de pronto el joven.
—¡Pues, claro que lo sabe! Él, por lo menos, sabe distinguir entre un venado y una corza.
Se produjo un silencio un poco más prolongado, lleno de resentimiento, curiosidad y recelo, mientras ambos se analizaban mutuamente a través de los párpados entornados, ella mirando furtivamente la manga que le cubría la herida y temiendo descubrir una reveladora mancha de sangre, y él admirando de nuevo las delicadas curvas de su rostro, el mohín de sus labios y el frunce de su ofendido ceño.
Dos hilillos de voz preguntaron al unísono:
—¿Os he lastimado?
En aquel instante, los jóvenes se echaron a reír ante lo absurdo de la situación. La fingida desavenencia desapareció por completo y se abrazaron sin poder contener la risa. No hubo nada que enturbiara la relación como no fuera el exagerado comedimiento con el cual se tocaron el uno al otro.
—No hubierais tenido que usar el brazo de esa forma —dijo Godith cuando se separaron y volvieron a sentarse—. La herida hubiera podido abrirse de nuevo. El corte es muy profundo.
—No, no hay peligro de que eso suceda. Pero vos… Por nada del mundo hubiera querido ofenderos. ¿Quién sois? —preguntó el joven con toda naturalidad, consciente de que tenía derecho a saberlo—. ¿Y cómo os visteis envuelta en semejante enredo?
—Los míos se fueron demasiado tarde y no pudieron enviarme lejos de Shrewsbury antes de la caída de la ciudad —contestó la muchacha—. Convertirme en siervo de una abadía fue un lance desesperado, pero estaba segura de que nadie se daría cuenta. Y así fue, con la excepción de fray Cadfael. A vos os conseguí engañar, ¿verdad? Soy una fugitiva de vuestro bando, Toroldo, ambos pertenecemos a la misma facción. Soy Godith Adeney.
—¿De veras? —el joven la miró con una expresión de radiante felicidad—. ¿Sois la hija de Fulke Adeney? ¡Loado sea Dios! ¡Estábamos muy preocupados por vos! Sobre todo, Nicolás, que os conocía… Nunca tuve ocasión de veros hasta ahora, pero… —inclinando la rubia cabeza, Toroldo besó la delicada mano no demasiado limpia que acababa de tomar la última ciruela—. ¡Mi señora Godith, estoy a vuestro servicio para lo que gustéis mandar! ¡Qué maravilla! De haberlo sabido, os hubiera contado algo más que la mitad de la historia.
—Contádmela ahora —dijo Godith, partiendo generosamente la ciruela y arrojando el hueso al río Severn. Con la mitad más madura, selló por un momento la boca del joven—. Y después os contaré lo que sé y así tendremos una historia completa.
A la vuelta, fray Cadfael no se encaminó directamente al molino sino que antes pasó por la cabaña para comprobar que todo estuviera en orden, machacar el cadillo en un mortero y preparar un suave ungüento de color verde. Después decidió reunirse con sus jóvenes pupilos, cuidando de rodear el molino por el otro lado y de vigilar que no hubiera nadie por los alrededores. El tiempo apremiaba y, en cuestión de una hora, él y Godith tendrían que regresar para el rezo de vísperas.
Los jóvenes reconocieron sus pisadas. Cuando entró, ambos se encontraban sentados el uno al lado del otro con las espaldas apoyadas en la pared, mirando hacia la puerta con sonrisas expectantes. En sus rostros se advertía una curiosa serenidad, como si habitaran en un mundo inmune a los contactos y cuitas comunes, pero generosamente abierto para él. Con sólo mirarles, Cadfael comprendió que ya no había ningún secreto entre ambos; se veía tan a las claras que eran hombre y mujer, que ni siquiera hubo necesidad de preguntar nada. ¡Sin embargo, ambos estaban deseando decírselo!
—Fray Cadfael… —empezó Godith con contenida emoción.
—Lo primero es lo primero —la cortó Cadfael—. Ayúdale a quitarse la chaqueta y la camisa y desenrolla la venda hasta que se pegue…, porque se os pegará, amigo mío, aún no estáis fuera de peligro. Después, espera y yo se la quitaré.
No quería turbarles ni reprenderles. La muchacha se levantó inmediatamente y con cuidado le quitó la chaqueta a Toroldo. A continuación, le desabrochó la camisa, se la apartó cuidadosamente de los hombros y empezó a desenrollar la venda de lino. El joven se inclinó hacia uno y otro lado para facilitarle la labor, sin quitarle ni un momento los ojos de encima, de la misma manera que ella tampoco se los quitaba a él como no fuera para atenderle en sus necesidades.
¡Vaya, vaya!, pensó filosóficamente Cadfael. Me parece que Hugo Berengario buscará en vano a su prometida…, si es que efectivamente la busca.
—Bueno, muchacho —dijo en voz alta—, sois un honor tanto para mí como para vos, la herida está cicatrizando muy bien. Este corte con el que alguien intentó cercenaros el brazo lo conservaréis toda la vida, pero, dentro de un mes, ya podréis sostener un arco. Sin embargo, la cicatriz la tendréis toda la vida. Ahora, valor porque esto escuece un poco, pero es el mejor ungüento para las heridas. Los músculos desgarrados duelen mucho cuando se juntan, pero se juntan muy bien.
—No duele nada —dijo Toroldo como en un sueño—. Fray Cadfael…
—Callaos hasta que os hayamos vendado. Después, ambos podréis hablar todo lo que queráis.
Tan pronto como Cadfael y la muchacha hubieron ayudado a Toroldo a ponerse la camisa y echarse la chaqueta sobre los hombros, los jóvenes empezaron a hablar por los codos, tomando cada uno el hilo del otro como en una ceremonia previamente establecida, al igual que sucede en los pasos de una danza. Incluso sus voces se parecían, como si ambos quisieran igualar los tonos sin darse cuenta. Aún no sabían que estaban enamorados. Creían, en su candor, estar unidos tan sólo por el bando al que pertenecían, lo cual no era sino la parte menos significativa de todo lo sucedido en ausencia de fray Cadfael.
—Le he contado a Toroldo toda mi historia —dijo Godith— y él me ha contado lo único que no nos dijo antes. Ahora os lo quiere contar a vos.
Toroldo tomó gustosamente el hilo.
—Tengo el tesoro de FitzAlan bien escondido en lugar seguro —dijo sin andarse con rodeos—. Lo tenía repartido en dos alforjas unidas entre sí, y conseguí mantenerlo a flote en el río, aunque tuve que desprenderme de la espada, la vaina y todo lo demás para aligerar peso. Me detuve bajo el primer ojo del puente de piedra. Vos lo conocéis tan bien como yo. Hace algún tiempo, había un molino de barca amarrado debajo, y la cadena de amarre sigue allí, sujeta a una anilla clavada en una roca. Uno puede agarrarse a ella para recuperar el resuello, y eso hice yo. Después, tiré de la cadena hacia arriba, aseguré con ella las alforjas y las dejé caer al fondo. Me dejé arrastrar por la corriente y llegué desfalleciente hasta aquí, donde Godith me encontró —el muchacho no tuvo el menor reparo en llamar a la joven por su nombre—. Espero y creo que el oro todavía estará en el Severn hasta que yo lo recoja y lo entregue a quien corresponda. Gracias a Dios que está vivo y podrá disfrutar de él —de pronto, Toroldo experimentó una punzada de inquietud—. No lo habrá encontrado nadie, ¿verdad? No, pues en tal caso lo sabríamos.
—¡Por supuesto que lo sabríamos, no os quepa la menor duda! No, nadie ha pescado ese pez. ¿Quién buscaría allí? Sin embargo, sacarlo del escondrijo sin que nadie lo vea no será nada fácil. Los tres tendremos que devanarnos los sesos —dijo Cadfael—, a ver qué se nos ocurre. Ahora os diré lo que hice mientras vosotros sellabais vuestra alianza. Lo encontré todo tal como vos dijisteis —añadió, procurando abreviar al máximo su relato—. Las huellas de vuestros caballos y las de vuestro enemigo. Sólo uno. Debió de tratarse de un simple ladrón, no de un fiel servidor deseoso de llenar las arcas reales. Para ello, sembró el camino de abrojos; vuestro pariente recogió varios al día siguiente para que su ganado no se lastimara. Dentro de la cabaña quedan las señales de vuestra lucha. Y, clavado en el suelo de tierra, encontré esto —Cadfael se sacó de la bolsa del cinto una piedra amarilla toscamente tallada y sujeta por una garra rota, de plata sobredorada.
Toroldo la tomó y la examinó cuidadosamente, sin reconocerla.
—¿Pensáis que pertenece a la empuñadura de una espada?
—¿No a la de la vuestra?
—¿De la mía? —Toroldo soltó una carcajada—. ¿Cómo podría un pobre vasallo como yo poseer un arma tan hermosa como debió de ser ésta? No, la mía era una sencilla espada que perteneció a mi abuelo, con una daga a juego en una gruesa vaina de cuero. Si hubiera sido tan ligera como ésta, hubiera intentado conservarla. No, esto no es mío.
—¿Tampoco de Faintree?
Toroldo sacudió enérgicamente la cabeza.
—Si hubiera tenido una espada así, yo lo hubiera sabido. Nicolás y yo éramos vasallos y amigos desde hacía más de tres años —de pronto, el joven clavó los ojos en el rostro de Cadfael—. Ahora recuerdo un pequeño detalle que tal vez tenga importancia. Cuando conseguí librarme y dejé al otro inconsciente, pisé algo que había bajo el heno, una cosa dura que me hizo dar un traspiés. Puede que fuera esto. ¿Sería acaso de aquel hombre? ¡Sí, claro que sí! Se le rompió mientras rodábamos por el suelo.
—Sin duda, y es lo único que tenemos para identificarlo —dijo Cadfael, tomando de nuevo la piedra para guardársela en la bolsa—. Nadie se desprendería de una pieza tan hermosa por el simple hecho de que hubiera perdido una piedra. El propietario todavía la conserva y en cuanto se atreva se la hará arreglar. Si encontramos la daga, habremos encontrado al asesino.
—¡Quisiera irme y quisiera quedarme! —exclamó Toroldo con vehemencia—. Me gustaría vengar a Nicolás, mi mejor amigo. Sin embargo, debo obedecer las órdenes y trasladar los bienes de FitzAlan a Francia. Además —añadió, mirando fijamente a Cadfael—, tengo que llevarme a la hija de Fulke Adeney y entregarla sana y salva a su padre. Si tenéis a bien confiármela.
—Y ayudarnos —añadió Godith, esperanzada.
—Confiárosla…, es posible que lo haga —contestó Cadfael—. E intentaré ayudaros en todo lo que pueda. ¡Será muy fácil! Lo único que tengo que hacer, ¡que conste que ella ha tenido la confianza de pedírmelo!, es sacarme dos buenos caballos de la manga, donde incluso los pobres jamelgos tienen un valor inestimable, recuperar el tesoro de su escondrijo y llevaros fuera de la ciudad para que podáis emprender el camino hacia el País de Gales. ¡Una fruslería! Cosas más difíciles hacen diariamente los santos…
De pronto, Cadfael contrajo los músculos y extendió una mano para indicarles a los jóvenes que guardaran silencio. Aguzando el oído, captó por segunda vez el suave crujido de un pie moviéndose cautelosamente sobre los rastrojos cerca de la puerta abierta.
—¿Qué es eso? —preguntó Godith en un alarmado susurro.
—¡Nada! —contestó Cadfael en voz baja—. Los oídos me han gastado una broma —levantando la voz, añadió—: Bueno, tú y yo tenemos que regresar para el rezo de vísperas. ¡Vamos! No estaría bien que llegáramos con retraso.
Toroldo aceptó las órdenes y les dejó marchar sin decir nada. Si alguien les hubiera escuchado… Pero él no oyó nada e incluso le pareció que Cadfael no estaba seguro. ¿Por qué alarmar a Godith? Fray Cadfael era su mejor protector y, una vez dentro de los muros de la abadía, la muchacha estaría otra vez a salvo. En cuanto a él, pensó Toroldo, ¡hubiera estado más tranquilo teniendo una espada a mano!
Fray Cadfael introdujo la mano en su ancho cinto, sacó un largo puñal protegido por una vieja y gastada vaina de cuero y lo depositó en silencio en las manos de Toroldo. El joven lo tomó y lo contempló con asombro y reverencia al ver que su deseo obtenía respuesta. Estaba contemplando todavía su empuñadura cuando ellos se retiraron y cerraron la puerta a su espalda.
Salieron al fresco y azafranado aire del ocaso, y Cadfael tomó nota de aquella mirada. Él también debió de contemplar la empuñadura con el mismo arrobamiento. Cuando, años atrás, participó en la cruzada, hizo el juramento sobre aquella empuñadura, y el puñal le acompañó a Jerusalén y durante diez años recorrió con él los mares de Oriente. Incluso cuando dejó su espada junto con las demás cosas de este mundo y abandonó el orgullo de las posesiones, quiso conservar el puñal. Mejor cederlo, al final, a alguien que lo necesitaba y no lo deshonraría.
Miró a su alrededor mientras doblaban la esquina del molino y cruzaban el canal. Su oído, tan fino como el de las criaturas salvajes, no percibió el menor murmullo hasta los últimos momentos de la conversación. Tampoco podía asegurar que lo que oyó fuera una pisada humana. Hubiera podido ser un animalillo que atravesara corriendo los rastrojos. Aun así, tenía que tomar medidas previendo lo que pudiera ocurrir si alguien les hubiera espiado. En el peor de los casos, sólo hubiera escuchado las últimas frases, aunque, por desgracia, éstas eran suficientemente reveladoras. ¿Mencionaron el tesoro? Sí, él mismo dijo que sólo tendría que buscar los caballos, recuperar el tesoro y ayudarles a escapar al País de Gales. ¿Hubo alguna referencia al lugar donde estaba oculto el tesoro? No, eso fue mucho antes. Pero el que escuchaba, si efectivamente hubo alguien, debió averiguar que un fugitivo del bando de FitzAlan se escondía allí y, peor todavía, que la hija de Adeney se ocultaba en la abadía.
La situación era muy peligrosa. Convendría que se fueran en cuanto el joven estuviera en condiciones de cabalgar. Sin embargo, si después de aquella tarde y aquella noche nadie les traicionaba, sospecharía que sus temores eran infundados. Allí no había más que un solitario mozo, pescando en la orilla del río.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Godith, siguiéndole humildemente—. Algo os preocupa, lo sé.
—Nada por lo que tengas tú que inquietarte —contestó Cadfael—. Me he equivocado. Todo está como debe estar.
Justo en aquel momento, Cadfael advirtió por el rabillo del ojo un súbito movimiento en la orilla del río, más allá de los arbustos entre los cuales la muchacha había descubierto a Toroldo. Una figura ágil y esbelta apareció detrás de los arbustos, acercándose en ángulo oblicuo hacia ellos. Hugo Berengario, caminando con indiferencia como si el encuentro fuera casual, esbozó una amable sonrisa, mirando a Cadfael con simpatía y a su ayudante con benevolencia.
—¡Qué atardecer tan hermoso, hermano! ¿Vais a vísperas? Yo también. ¿Podemos ir juntos?
—No faltaría más —contestó Cadfael. Dándole a Godith una palmada en el hombro, le entregó la bolsa en la que guardaba las hierbas y los ungüentos y le dijo—. Adelántate, Godric, y guarda todo eso. Después, baja a vísperas con los demás muchachos. Así daré un poco de descanso a las piernas y tú tendrás tiempo de agitar la loción que estoy preparando. ¡Anda, hijo mío, date prisa!
Godith tomó la bolsa y echó a correr, procurando hacerlo como un vigoroso mozo mientras rozaba con la mano los altos rastrojos y silbaba de placer, alegrándose de poder alejarse de la vista de Berengario. Sus ojos y sus pensamientos estaban enteramente concentrados en Toroldo.
—Tenéis un muchacho muy servicial —comentó Hugo Berengario como quien no quiere la cosa.
—Es buen chico —convino Cadfael mientras cruzaban el descolorido campo de rastrojos—. Se quedará un año con nosotros, pero dudo que tome el hábito. De todos modos, habrá aprendido las letras y la aritmética y sabrá mucho de hierbas y medicinas. Eso le ayudará a abrirse paso en la vida. ¿Hoy no tenéis nada que hacer, mi señor?
—No es que no tenga que hacer —contestó plácidamente Hugo Berengario— sino que más bien necesito vuestras habilidades y conocimientos. Os busqué primero en el huerto interior y, al no encontraros, pensé que estaríais ocupado en los huertos principales. Como no os vi por ninguna parte, decidí disfrutar del sol de la tarde en la orilla del río. Sabía que asistiríais al rezo de vísperas, pero ignoraba que la abadía tuviera campos de labor al otro lado. ¿Ya habéis segado todo el trigo?
—Todo el que teníamos. Las ovejas empezarán a pastar muy pronto en los rastrojos. ¿Qué deseabais de mí, mi señor? Si en algo puedo serviros, con mucho gusto lo haré.
—Ayer por la mañana, os pregunté, fray Cadfael, si tomaríais en consideración cualquier petición que os hiciera, y me contestasteis que siempre tomabais en consideración todo lo que hacíais. Y lo creo. Pensaba en algo que entonces era una mera amenaza y ahora es una realidad. Tengo razones para pensar que el rey Esteban se dispone a levantar el campamento y necesita provisiones y cabalgaduras. El asedio de Shrewsbury le ha salido muy caro, y ahora tiene más bocas que alimentar y más hombres a los que proporcionar monturas. La gente no sabe lo que yo sé, de lo contrario, muchos tratarían de eludir la orden —reconoció Berengario con una maliciosa sonrisa—, pero el rey está a punto de decretar el registro de todas las casas de la ciudad y de exigir el diezmo de todo el forraje y los víveres para su ejército. Aparte todos los caballos, repito, todos, que todavía no estén en el ejército o al servicio de la guarnición, sin importarle quiénes sean sus propietarios. Los establos de la abadía no se librarán de la orden.
Aquello no le gustó ni un pelo a Cadfael. Venía demasiado a cuento y era una astuta alusión a su necesidad de disponer de un par de caballos, lo cual le indujo a pensar que Hugo Berengario, que tan bien informado estaba de lo que iba a ocurrir en la ciudad, tal vez sabría también lo que sucedía en otros lugares. Nada de lo que aquel joven decía o hacía era exactamente lo que parecía, y el juego que se llevaba entre manos era exclusivamente suyo. Cuanto más lacónica fuera la respuesta, mejor. Ambos podrían jugar a su propio juego y obtener un beneficio. Primero, convendría dejarle decir lo que quisiera; después, ya lo estudiaría desde todos los ángulos y lo sometería a todas las pruebas pertinentes.
—Será una mala noticia para el prior —comentó Cadfael.
—Y para mí también —dijo Berengario tristemente— porque tengo cuatro caballos en los establos de la abadía, y, aunque podría reclamarlos para mí y para mis hombres cuando el rey me encomiende una misión, no sería oportuno que lo hiciera. Me lo podría conceder o me lo podría negar. Y, si he de seros sincero, no tengo la menor intención de que requisen mis dos mejores caballos para destinarlos al ejército del rey. Quiero sacarlos de aquí y esconderlos en lugar seguro, donde puedan escapar de los saqueos de los hombres de Prestcote hasta que terminen todos los trastornos.
—¿Sólo dos? —preguntó Cadfael con inocencia—. ¿Por qué no todos?
—Vamos, por Dios, sé que sois muy astuto. ¿Cómo iba a estar aquí sin ningún caballo? Si no encontraran ninguno de los míos, los buscarían todos y entonces no tendría ninguna posibilidad de ganarme el favor del rey. Si se llevan dos jamelgos, no me harán más preguntas. Puedo permitirme el lujo de perder dos caballos. Fray Cadfael, basta con permanecer unos cuantos días en este lugar para que uno se dé cuenta de que sois un hombre capaz de afrontar cualquier empresa, por difícil y arriesgada que parezca —Berengario se expresaba en tono amable y cordial y no parecía hablar con doble intención—. El abad recurre a vos cuando se enfrenta con una prueba superior a sus fuerzas. Yo recurro a vos para que me echéis una mano. Vos conocéis toda esta campiña. ¿Hay algún lugar seguro donde pueda ocultar por unos cuantos días a mis caballos, hasta que terminen las confiscaciones?
Aquella petición tan inesperada fue para Cadfael como un maná llovido del cielo. El monje no dudó ni un instante en aprovecharse de ella para sus propios fines. Aunque de los caballos no hubieran dependido unas vidas humanas, Cadfael sabía que Berengario quería aprovecharse de él sin el menor escrúpulo. Por esa razón, no debería tener el menor reparo en pagarle con la misma moneda. Sospechaba incluso que en aquel momento sabía lo que él pensaba, y no le preocupaba que adivinara sus propósitos. Cada uno de nosotros, pensó, ejerce cierto dominio sobre el otro y conoce los métodos, aunque no los motivos. Será una lucha en buena lid. Y, sin embargo, aquel joven aparentemente afable podía ser el asesino de Nicolás Faintree. Sería un combate muy distinto, en el que no se pediría ni ofrecería ningún cuartel. Entretanto, convendría sacar el mejor provecho de aquellas circunstancias presuntamente accidentales.
—Sí —contestó Cadfael—, conozco un lugar.
Berengario ni siquiera preguntó dónde y tampoco quiso saber si estaría lo suficientemente apartado como para ser seguro.
—Mostradme el camino esta noche —dijo, mirándole con una sonrisa—. Esta noche o nunca, la orden se dará a conocer mañana. Si podemos regresar a pie antes de que amanezca, acompañadme. ¡Me fío de vos más que de nadie!
Cadfael reflexionó y no tuvo que pensar demasiado la respuesta.
—En tal caso, será mejor que saquéis los caballos después de vísperas y os dirijáis a San Gil. Yo me reuniré con vos después de completas; para entonces, ya habrá oscurecido. No es oportuno que me vean cabalgando con vos. En cambio, vos podéis ejercitar vuestros caballos por la noche siempre que os apetezca.
—¡Muy bien! —dijo Berengario, satisfecho—. ¿Dónde está el lugar? ¿Tenemos que cruzar el río?
—No, y ni siquiera el arroyo. Es una vieja granja que tiene la abadía en el bosque Largo, más allá de Pulley. Desde que todo empezó a ponerse tan revuelto, retiramos de allí las ovejas y el ganado, pero aún tenemos a dos hermanos legos en la casa. Allí nadie buscará unos caballos porque todo el mundo sabe que está abandonado. Y los hermanos legos creerán lo que yo les diga.
—¿Y San Gil está en nuestro camino?
Era una capilla de la abadía, situada junto al extremo oriental de la puerta fortificada.
—Sí. Nos dirigiremos al sur, hacia Sutton, y después giraremos hacia el oeste y nos adentraremos en el bosque. Tendremos que recorrer una legua para regresar por el atajo. Sin los caballos, podremos ahorrarnos una cuarta de legua.
—Creo que mis piernas resistirán esa distancia —dijo humildemente Berengario—. Después de completas, en la capilla de San Gil.
Sin más palabras o preguntas, el joven se alejó, apurando el paso porque Aline Siward acababa de salir de su casa para dirigirse a la iglesia. Con unas cuantas zancadas, Berengario se situó a su lado. La joven levantó el rostro y le dedicó una sonrisa confiada. A pesar de su inocencia, la muchacha no carecía de orgullo ni de astucia, y se abrió como una flor al ver a un joven tan tortuoso como una serpiente, del que se decían tantas cosas buenas y malas.
¿Eso, se preguntó Cadfael mientras les observaba caminar delante de él en animada conversación, significará algo a su favor? ¿O sería tal vez una simple prueba de la confianza infantil de la muchacha? Muchas veces, las jóvenes incautas se dejaban engañar por villanos de malas entrañas e incluso por asesinos; y muchos villanos de malas entrañas y asesinos se habían dejado seducir por jóvenes de conducta intachable, contradiciendo así su propia naturaleza.
Cadfael se consoló y animó al ver a Godith en la iglesia. La moza, que no tenía un pelo de tonta, estaba dando codazos y hablando en susurros con los novicios, pero en seguida le dirigió una rápida e inquisitiva mirada azul a la que él contestó con una tranquilizadora sonrisa. Aunque su confianza no estuviera muy bien fundada, él conseguiría darle un sentido. Por mucho que admirara a Aline, Godith se había ganado su corazón. Le recordaba a Ariadna, la griega del barco, con la falda levantada por encima de la rodilla y su corto cabello ensortijado, apoyada en el largo remo y llamándole desde el agua…
¡En fin! Toroldo aún no había alcanzado la edad que él tenía entonces. Aquello era para los jóvenes. Entretanto, ¡aquella noche, después de completas, en la capilla de San Gil!