icolás Faintree fue enterrado, con los debidos honores, bajo una lápida del transepto de la iglesia de la abadía, lo cual constituyó un privilegio excepcional. Era uno solo, después de haber enterrado a tantos, y su singularidad resultó motivo de celebración, aparte el hecho de que dentro había más sitio que fuera, y el esfuerzo requerido era muy inferior. El abad Heriberto estaba cada vez más decepcionado y deprimido por los acontecimientos del mundo, y agradecía la presencia de aquel solitario invitado que no era un símbolo de la guerra fratricida sino una víctima de la maldad y la crueldad personal. Contra todas las probabilidades y a su debido tiempo, Nicolás podría llegar a santo. Era joven, había sido misteriosamente asesinado, era limpio de corazón y de vida, e inocente de cualquier pecado, es decir, poseía todos los requisitos de los mártires.
Aline Siward asistió al funeral acompañada, intencionadamente o no, por Hugo Berengario. Aquel joven inquietaba a Cadfael cada vez más. Cierto que no había cometido ningún acto hostil y no mostraba demasiado interés en buscar a su prometida, en caso de que efectivamente la buscara. Pero la desenvoltura y arrogancia de su porte, la curva levemente sardónica de sus labios y la cándida claridad de sus ojos cuando se cruzaban con los de Cadfael, le provocaban a éste una extraña desazón. Estaré más tranquilo, pensó Cadfael, cuando saque a la moza sana y salva de aquí; entretanto, procuraré apartarla de los lugares donde pueda tropezarse con Berengario.
Los principales huertos de la abadía no se encontraban dentro de sus murallas sino al otro lado del camino, en una franja de tierra a lo largo del río, llamada el Gaye. Al final de aquellas fértiles tierras se encontraba un campo de trigo, ligeramente más elevado. Estaba casi frente al castillo y a escasa distancia del campamento real, por cuyo motivo había sufrido algunos daños durante el asedio. Lo que quedaba de la cosecha de trigo llevaba casi una semana maduro para la siega, pero la dureza de los combates había impedido realizarla. Ahora que todo estaba tranquilo, los monjes tenían que apresurarse a salvar una cosecha que no se podía perder, y pretendían hacer el trabajo en un día. El segundo molino de la abadía se hallaba al final del campo y, a causa de los mismos peligros, se había abandonado justo cuando era más necesario; los daños sufridos lo mantendrían inutilizado hasta que pudieran efectuarse las debidas reparaciones.
—Tú ve con los segadores —le elijo Cadfael a Godith—. Me pican los pulgares y, aunque no creo mucho en estos presagios, prefiero que estés fuera del recinto del monasterio, aunque sólo sea por un día.
—¿Sin vos? —preguntó Godith, sorprendida.
—Debo quedarme aquí para vigilarlo todo. Si hubiera algún peligro, me reuniré contigo todo lo rápido que me permitan las piernas. No ocurrirá nada porque nadie tendrá tiempo para mirarte hasta que todo el trigo esté en los graneros. Procura situarte al lado de fray Atanasio que está más ciego que un topo y no distinguiría entre un venado y una cierva. ¡Cuidado con la hoz, no vayas a regresar con un pie de menos!
La joven se fue muy contenta con los segadores, alegrándose de poder hacer una excursión y cambiar un poco de ambiente. No tenía miedo, pensó Cadfael, porque contaba con un viejo insensato que se preocupaba por ella, de la misma manera que antes tenía a una vieja nodriza que la protegía como la gallina a sus polluelos. Tras verles salir por la caseta de vigilancia y cruzar el camino hacia el Gaye, regresó, suspirando de alivio, a sus propias tareas en los huertos del interior de la abadía. Llevaba un buen rato de rodillas, arrancando malas hierbas, cuando una fría y suave voz a su espalda, casi tan sigilosa como las pisadas que no oyó acercarse, le susurró:
—Conque aquí es donde pasáis vuestras horas más tranquilas. Un cambio muy agradable después de cosechar tantos muertos.
Fray Cadfael terminó de desyerbar la última esquina del cuadro de menta antes de volverse a mirar a Hugo Berengario.
—Un cambio muy agradable, en efecto. Esperemos que esa clase de cosecha ya se haya terminado en Shrewsbury.
—¿Cómo conseguisteis averiguar el nombre del desconocido? Nadie en la ciudad le conocía.
—Todas las preguntas tienen respuesta, si uno tiene la paciencia de esperar —sentenció fray Cadfael.
—¿Y todas las búsquedas encuentran? Ah, claro, no habéis dicho cuánto tiene que durar la paciencia —Berengario esbozó una sonrisa—. Si un hombre encuentra a los ochenta años lo que buscaba a los veinte, no creo que se alegre demasiado.
—Es muy posible que haya perdido la esperanza mucho antes, lo cual es en sí mismo una respuesta a cualquier necesidad —contestó secamente fray Cadfael—. ¿Buscáis algo en el herbario que os pueda ayudar a encontrar, o simplemente tenéis curiosidad por conocer mis sencillas tareas?
—No, yo no he venido a estudiar la sencillez —reconoció Berengario con una sonrisa más abierta que al principio; arrancó una ramita de menta, la estrujó entre los dedos, la acercó a su nariz y después la mordió con sus blancos dientes—. ¿Qué podría buscar aquí alguien como yo? Puede que haya provocado algunas enfermedades en el curso de mi vida, pero no he tenido habilidad para curarlas. Me dicen, fray Cadfael, que tuvisteis una existencia muy azarosa antes de ingresar en el claustro. ¿No os parece todo esto insoportablemente aburrido y sin ningún enemigo contra el que luchar, después de tantas batallas?
—Últimamente no me aburro en absoluto arrancando la lisimaquia que crece entre el tomillo —contestó Cadfael—. En cuanto a los enemigos, os diré que el demonio se introduce en todas partes, incluso en el claustro, la iglesia y el herbario.
Berengario echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada hasta que un mechón de cabello negro le danzó sobre la frente.
—¡Vendrá en vano si pretende perderos aquí donde estáis! ¡No creo que quiera romperse los cuernos contra un viejo cruzado! ¡He comprendido la alusión!
Aunque apenas volvía la cabeza y no parecía prestar la menor atención a lo que le rodeaba, los ojos negros del joven no se perdían el menor detalle y sus oídos estaban alerta pese a las risas y las bromas. Berengario ya había comprendido que el amable mozo de quien Aline le había hablado inocentemente no iba a aparecer por allí, y que a fray Cadfael no le importaría que metiera las narices en todos los rincones del huerto, husmeara todas las hierbas puestas a secar y examinara todas las pócimas de la cabaña puesto que nada conseguiría averiguar. El catre estaba sin su manta y tenía encima un mortero de gran tamaño y una jarra de vino burbujeante. No había ni rastro de Godith. El muchacho era uno de tantos y seguramente dormía en el mismo sitio que los demás.
—Bien, os dejo con las tareas de limpieza —dijo Berengario—, no quiero interrumpir vuestras meditaciones con mi cháchara. ¿O acaso queréis encomendarme alguna labor?
—¿El rey no os ha encomendado ninguna? —preguntó solícitamente Cadfael.
La velada alusión fue acogida con otra carcajada.
—Pues, todavía no, pero ya vendrá. No es posible que recele eternamente de mí. Me puso a prueba, pero parece que he adelantado muy poco —el joven arrancó otra ramita de menta, la restregó entre los dedos y la mordió con placer—. Fray Cadfael, os considero el hombre más hábil de aquí, tanto material como espiritualmente. Si necesitara vuestra ayuda, no me la negaríais sin la debida reflexión, ¿verdad?
Fray Cadfael se irguió con los músculos de la espalda doloridos, y le dirigió una larga mirada.
—Espero nunca haber hecho nada sin antes pensarlo debidamente —dijo en tono precavido—, aunque a veces el pensamiento tiene que correr para dar alcance a la acción.
—Me lo imaginaba —dijo Berengario con una dulce sonrisa en los labios—. Lo tendré en cuenta como si fuera una promesa —hizo una leve reverencia y regresó sin prisas al patio.
Los segadores regresaron a tiempo para vísperas, cansados, sudorosos y con el rostro enrojecido por el sol, tras haber segado y agavillado todo el trigo. Después de la cena, Godith abandonó el refectorio a toda prisa y se acercó a Cadfael, tirando disimuladamente de su manga.
—¡Fray Cadfael, debéis venir! ¡Es algo vital! —el monje notó el temblor de su mano y la vehemente intensidad de su susurro—. Hay tiempo antes de completas…, regresad al campo conmigo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cadfael en voz baja para evitar que le oyeran. Sabía que la joven no le hubiera molestado de no ser por algo importante—. ¿Qué te ha sucedido? ¿Qué asunto urgente has dejado allí?
—¡Un hombre herido! Estaba en el río, le perseguían aguas arriba, y bajó con la corriente. No me atreví a preguntarle nada, pero necesita ayuda. ¡Y está hambriento! Lleva allí un día y una noche…
—¿Cómo le encontraste? ¿Estabas sola? ¿Nadie más lo sabe?
—Nadie más —Godith apretó con más fuerza la manga de Cadfael y añadió en un tímido susurro—: Fue una jornada muy larga…, tuve necesidad de apartarme a los arbustos cerca del río. Nadie vio…
—¡Pues, claro, hija mía! ¡Lo comprendo! —gracias a Dios, pensó Cadfael, los mozos de su edad estaban ocupados y no repararon en sus remilgos, y fray Atanasio no se hubiera enterado ni del estallido de un trueno a su espalda—. ¿Estaba allí, entre los arbustos? ¿Y aún sigue allí?
—Sí. Le di mi pan y mi trozo de carne, y le dije que volvería cuando pudiera. La ropa ya se le había secado encima…, tenía sangre en la manga…, pero creo que se recuperará si vos le cuidáis. Podríamos ocultarle en el molino…, allí no va nadie todavía.
La joven, que había pensado en todo, no le acompañó hacia la caseta de vigilancia sino hacia la cabaña del huerto. Necesitarían medicinas, lienzos y comida.
—¿Qué edad tiene el herido? —preguntó fray Cadfael, hablando con más tranquilidad, ahora que nadie podía oírles.
—Es un muchacho algo mayor que yo. ¡Y le persiguen! Cree que soy un mozo, claro. Le di a beber agua de mi vasija y me llamó Ganimedes…
¡Vaya, vaya, pensó Cadfael, entrando en la cabaña, parece un joven muy culto e instruido!
—Bueno, pues, Ganimedes —dijo, entregándole a Godith una pieza de lino, una manta y un frasco de ungüento—, guarda eso mientras lleno esta pequeña redoma y recojo unas vituallas. Espera un poco, y en seguida nos vamos. Por el camino me contarás más cosas que hayas descubierto, así nadie nos oirá.
Por el camino, Godith, todavía ansiosa pero algo más tranquila, dijo efectivamente lo que no se hubiera atrevido a decir a la luz del día. Aún no había anochecido sino que les envolvía una suave penumbra, en la cual se distinguían el uno al otro, pero sin colores.
—Los arbustos son muy tupidos allí. Oí un movimiento y unos gemidos, y fui a ver. Parece un joven noble, el vasallo de algún señor. Sí, habló conmigo, pero… pero no me dijo nada. Fue como si hablara con un niño testarudo. Estaba muy débil, tenía sangre en el hombro y en el brazo, y bromeaba un poco… Pero me tuvo la suficiente confianza como para comprender que no le traicionaría —la muchacha atravesó con Cadfael los altos rastrojos en los que pronto pastarían las ovejas de la abadía, fertilizando el campo con sus deyecciones—. Le di lo que tenía y le dije que no se moviera, que le llevaría ayuda en cuanto oscureciera.
Las estrellas salieron antes de la puesta del sol, en medio de una deliciosa luz de agosto que, a pesar de que aún les duraría una hora porque tenían los ojos acostumbrados, serviría para protegerles de las miradas curiosas. Godith retiró la mano que mientras cruzaban los rastrojos había aferrado la de Cadfael, y se adelantó hacia los arbustos. A su izquierda, el río discurría con un susurro semejante a un sollozo entrecortado, y los remolinos de sus aguas brillaban con reflejos de plata.
—¡Sssss! Soy yo… ¡Ganimedes! ¡Vengo con un amigo común!
Una forma oscura se movió en la penumbra, levantando un pálido rostro ovalado y una maraña de pelo no menos pálido. El desconocido apoyó una mano sobre la hierba para incorporarse. No tenía ningún hueso roto, pensó Cadfael con satisfacción. La respiración afanosa revelaba rigidez y dolor, pero no gravedad mortal. Una voz joven susurró:
—¡Buen chico! Amigos es lo que necesito…
Cadfael se arrodilló a su lado y le prestó el hombro para que se apoyara.
—Primero, antes de que os movamos, ¿dónde tenéis el daño? Por vuestro aspecto, no parece que tengáis nada roto ni descoyuntado —dijo, palpando el cuerpo y las extremidades del joven.
—Unos cuantos cortes —musitó el muchacho, y jadeó cuando Cadfael le tocó una herida—. He perdido suficiente sangre como para delatar mi presencia, pero en el río… Estuve a punto de ahogarme… Ellos deben de suponer que ya estoy muerto… —añadió, suspirando de alivio ante el amoroso cuidado con que le atendían.
—La comida y el vino os devolverán la sangre a su debido tiempo. ¿Podéis levantaros para caminar?
—Sí —contestó el paciente, pero cuando lo intentó poco faltó para que les arrastrara al suelo.
No, será mejor hacer otra cosa. Agarraos fuerte a mí y colocaos a mi espalda. Ahora, rodeadme el cuello con los brazos…
El mozo era alto pero delgado. Cadfael se agachó, rodeó con sus musculosos brazos los muslos del joven y equilibró el peso sobre sus hombros. Las ropas del muchacho aún conservaban el húmedo aroma del agua del río.
—Peso demasiado —protestó débilmente el desconocido—. Hubiera podido andar…
—Haréis lo que os mande, y basta de discusiones. Godric, adelántate y cerciórate de que no hay nadie.
La distancia entre los arbustos y el molino era muy corta. La silueta oscura se recortaba contra el cielo y en la rueda se advertían aquí y allá huecos semejantes a los de una dentadura en mal estado. Godith abrió la puerta y entró primero. A través de las rendijas de las tablas del suelo, distinguió el brillo de las aguas del río que discurrían debajo. A pesar de la estación seca y calurosa, el Severn bajaba con gran rapidez, aunque con menos caudal.
—Habrá cantidad de sacos amontonados junto a la pared que da a tierra —dijo Cadfael, jadeando a su espalda—. Búscalos —había también una gruesa capa de paja de la cosecha anterior, cuyo polvillo les cosquilleaba la nariz. Godith se acercó a trompicones al rincón y extendió varios sacos para formar un cómodo colchón, y dobló otros dos como almohada—. Ahora toma a esta garza de largas patas por los sobacos y ayúdame a bajarla…, así. ¡Será una cama tan buena como la mía en el dormitorio! Cierra la puerta antes de que encendamos una vela para verle.
Cadfael llevaba consigo un trozo de vela. Un puñado de paja seca colocado sobre una muela sirvió de yesca para provocar chispas. Una vez encendida la vela, introdujo el otro extremo en una palmatoria donde la cera se derritió y volvió a solidificarse y la colocó sobre la paja.
—¡Ahora, vamos a ver! —dijo.
El joven se tendió agradecido sobre los sacos y suspiró profundamente, abandonándose confiado en las manos de sus salvadores. En su rostro cansado, unos vivos ojos de un color indefinido los miraron con interés. El desconocido tenía labios muy bien formados. Intentó sonreír, a pesar de su agotamiento. El cabello sucio y enmarañado, cuando estaba limpio debía de ser del color del trigo.
—Veo que os han herido en el hombro —dijo Cadfael, desabrochándole y quitándole la oscura chaqueta, una de cuyas mangas estaba manchada de sangre seca—. A ver la camisola… Necesitaréis ropa nueva antes de abandonar esa hospedería, amigo mío.
—Pues tendré dificultades para pagar la cuenta —contestó el joven, esbozando una sonrisa que se trocó en mueca cuando le despegaron dolorosamente la manga de la herida.
—Cobramos precios muy bajos. Podréis pagar la hospitalidad que os ofrecemos con un relato sincero. Godric, muchacho, necesito agua, y el agua del río es la mejor. Busca algo donde recogerla.
Godith encontró, bajo la rueda del molino, una gran jarra desportillada, la limpió cuidadosamente con los faldones de su túnica y fue por agua, mientras Cadfael desabrochaba el cinturón del mozo, le quitaba los zapatos y los calzones, y preparaba la manta que posteriormente cubriría su desnudez. El joven tenía en el muslo derecho una herida larga, pero poco profunda, causada probablemente por una espada, varias magulladuras azuladas en su piel blanca, un corte en el lado izquierdo del cuello y otro muy semejante en la muñeca derecha. Aquellos arañazos convertidos en finas líneas oscuras tenían uno o dos días más que las heridas.
—Se ve que últimamente habéis tenido una vida muy agitada —dijo Cadfael.
—Suerte he tenido de conservarla —musitó el joven, medio dormido en su cómodo colchón.
—¿Quién os perseguía?
—Los hombres del rey…, ¿quién si no?
—¿Y os siguen todavía?
—Claro. Pero en pocos días os podréis librar de mi carga…
—Eso no importa ahora. Volveos un poco hacia mí…, así. Vamos a vendar este muslo, la herida es limpia y ya está cicatrizando. Te escocerá un poco.
El joven contrajo los músculos y emitió un pequeño jadeo, pero no se quejó. Cuando Godith regresó con la jarra de agua, Cadfael ya había vendado la herida y cubierto al mozo con la manta. La jarra carecía de asa, y la muchacha la sujetó con ambas manos.
—Ahora veamos el hombro. Por aquí habéis perdido la sangre. ¡Esto lo hizo una flecha! —era un corte oblicuo a través de la parte externa del brazo derecho justo por debajo del hombro; llegaba hasta el hueso y estaba abierta. Cadfael empezó a retirar la sangre reseca y trató de juntar ambos lados de la herida con una compresa de lino empapada de ungüento a base de hierbas—. Esto necesitará un poco de ayuda para cicatrizar —dijo, vendando el brazo—. Tenéis que comer, pero no demasiado pues estáis exhausto y no podríais aprovecharlo. Aquí hay algo de carne, queso y pan. Guardaos un poco para mañana ya que podríais despertar con un hambre canina.
—Si queda agua —dijo el joven con voz suplicante—, me gustaría lavarme las manos y la cara. ¡Me siento sucio!
Godith se arrodilló a su lado, humedeció un trozo de lino en la jarra y ella misma se encargó de limpiarle y apartarle de la frente los mechones de cabello enmarañado, desenredándole los nudos con dedos solícitos. Tras sorprenderse, el muchacho permaneció tendido y aceptó aquellos cuidados mientras sus ojos ya limpios observaban aquel rostro tan cercano al suyo y se abrían cada vez más con expresión de respetuoso asombro. Durante todo el proceso, ella apenas abrió la boca.
El joven estaba demasiado agotado para comer, y en seguida se quedó medio adormilado. Pasó unos minutos atisbando a sus salvadores a través de los párpados entornados y después dijo, tartamudeando a causa del sueño:
—Os debo mi nombre, después de todo lo que habéis hecho por mí…
—Mañana —le acalló Cadfael con firmeza—. Os estáis muriendo de sueño, y creo que aquí podréis dormir tranquilo. Ahora bebed esto…, evita que las heridas se enconen y calma el corazón —era un fuerte cordial preparado por él mismo—. Y aquí tenéis un pequeño frasco con vino para que os haga compañía si despertáis. Por la mañana vendré a veros temprano.
—¡Vendremos! —puntualizó Godith en voz baja.
—¡Otra cosa! —Cadfael acababa de recordar algo en el último momento—. No lleváis armas… y, sin embargo, creo que teníais una espada.
—La arrojé al río —explicó el joven con voz soñolienta—. Pesaba demasiado para mantenerme a flote… y ellos disparaban flechas sin parar. Estaba en el río cuando me hirieron…, tuve el acierto de bucear bajo el agua y debieron de suponer que me había ahogado… ¡Sólo Dios sabe que me salvé por un pelo!
—Bueno, pues, hasta mañana. Tenemos que buscaros un arma. Ahora, ¡buenas noches!
El muchacho se quedó dormido antes de que apagaran la vela y cerraran la puerta. Cruzaron en silencio los rastrojos bajo el arco azul oscuro del cielo que palidecía en sus extremos hasta adquirir un tono verde mar.
—Fray Cadfael —preguntó Godith bruscamente—, ¿quién era Ganimedes?
—Un joven hermoso, el copero de Júpiter. Éste le quería mucho.
—Ah —dijo la muchacha, dudando entre si alegrarse o entristecerse, dado que el cumplido estaba claramente dirigido a un varón.
—Pero algunos dicen que es otro de los nombres de Hebe —añadió Cadfael.
—Ah. ¿Y quién era Hebe?
—También le servía las copas a Júpiter y éste le tenía un gran aprecio… pero era una hermosa muchacha.
—¡Ah! —exclamó Godith, suspirando profundamente. Mientras cruzaban el camino hacia la abadía, añadió muy seria—: Vos sabéis quién es, ¿verdad?
—¿Júpiter? El más divino de todos los dioses paganos…
—¡Él! —la muchacha tomó el brazo de Cadfael y lo sacudió con fuerza—. Nombre sajón, cabello sajón y perseguido por los hombres del rey… Es Toroldo Blund, el compañero de Nicolás para salvar el tesoro de FitzAlan y entregárselo a la emperatriz. Está claro que no tuvo nada que ver con la muerte del pobre Nicolás. ¡No creo que haya cometido la menor fechoría en toda su vida!
—Eso no lo diría yo tan fácilmente de ningún hombre, y tanto menos de mí mismo —dijo Cadfael—. Pero te aseguro, hija mía, que él no cometió el asesinato. ¡Puedes dormir tranquila!
Fray Cadfael, el fiel hortelano y boticario, acostumbraba a levantarse mucho antes de lo necesario para el rezo de prima, y dedicar una hora al trabajo antes de reunirse con sus hermanos. Nadie se sorprendió cuando aquella mañana se vistió y salió temprano. Nadie se enteró tampoco de que fue a despertar a su ayudante, tal como le había prometido. Ambos salieron con medicamentos y comida, y con una túnica y unos calzones que fray Cadfael sustrajo del montón de prendas que recibía el limosnero para las obras de caridad. La víspera, Godith se llevó la camisola manchada de sangre del joven, la lavó antes de acostarse y, al levantarse, remendó el desgarrón provocado por la flecha, dado que era de excelente tejido de lino y hubiera sido una lástima tirarla. En aquella calurosa noche de agosto, extendida sobre los arbustos del huerto, la camisola se había secado muy bien.
El convaleciente estaba sentado en la cama de sacos, comiendo pan con mucho apetito. Debía de confiar totalmente en ellos porque no hizo el menor gesto de protegerse cuando se abrió la puerta. Se había echado sobre los hombros la chaqueta manchada de sangre, pero, por lo demás, estaba completamente desnudo bajo la manta y tenía al descubierto el pecho y las caderas. En su cuerpo y sus ojos aún se veían algunas magulladuras azuladas, pero, tras una larga noche de descanso, estaba mucho mejor.
—Ahora —dijo Cadfael, satisfecho—, ya podéis hablar todo lo que queráis, amigo mío, mientras yo os curo las heridas. La pierna puede esperar hasta que tengamos más tiempo, pero esta herida del hombro es más peligrosa. Godric, pasa al otro lado mientras yo le quito la venda; podría estar pegada. Sujeta el brazo y yo retiraré el vendaje —después añadió, como el que no quiere la cosa—: Ahora, mi señor… Me llaman fray Cadfael, soy gales como Dewi Sant y he corrido mucho mundo, tal como ya habréis adivinado. Y este mozo es Godric, tal como ya habéis oído, y es quien me trajo hasta vos. Confiad en los dos, o en ninguno.
—Confío en los dos —dijo el muchacho. Tenía más color en la cara, debido tal vez al rosado reflejo de la aurora, y sus ojos eran color avellana, más verdosos que castaños—. Os debo mucho más de lo que la confianza puede pagar. Decidme qué otra cosa puedo hacer, y la haré. Me llamo Toroldo Blund, soy de una aldea de Oswestry, partidario de FitzAlan de la cabeza a los pies —la venda estaba pegada y, al notar que se estremecía, Godith sujetó el pliegue hasta que consiguió desprenderla mediante delicados toques—. Si eso supone algún riesgo para vosotros —añadió Toroldo, tratando de vencer el dolor—, creo que ya estoy en condiciones de irme, y me iré. Por nada del mundo quisiera poneros en peligro por mi culpa.
—Os iréis cuando nosotros lo permitamos —dijo Godith, arrancando de un tirón el último pliegue de la venda para vengarse, aunque con mucho comedimiento y sin mover de sitio la compresa impregnada de ungüento—. Y eso no será hoy.
—Calla, deja que hable, el tiempo apremia —dijo Cadfael—. Proseguid, muchacho. Nosotros no vendemos los hombres de Matilde a Esteban, ni los de Esteban a Matilde. ¿Cómo vinisteis a parar aquí?
Toroldo respiró hondo y contestó:
—Vine a este castillo con Nicolás Faintree, que también era un hombre de FitzAlan, desde el castillo más próximo de mi padre. Nos incorporamos a la guarnición una semana antes de que cayera. La víspera del asalto, se celebró un consejo en el que no participamos porque éramos peces chicos; se decidió sacar el tesoro de FitzAlan al día siguiente y enviarlo a la emperatriz, sin saber que el día siguiente sería el último. Nos encomendaron la tarea a Nicolás y a mí porque en Shrewsbury no éramos conocidos y podríamos pasar con más facilidad que otros a los que se identificaría a primera vista. Los bienes, que, gracias a Dios, no abultaban demasiado porque no había mucha plata sino más bien monedas y, sobre todo, joyas, estaban ocultos en algún lugar que sólo conocía nuestro señor y el hombre que los custodiaba. Teníamos que dirigirnos allí cuando nos lo ordenaran, sacarlos de su escondrijo y por la noche trasladarlos a Gales. FitzAlan tenía un pacto con Owain de Gwynedd; éste no pertenece a ningún bando porque es galés, pero la guerra le es muy provechosa. Él y FitzAlan son amigos, el asalto comenzó antes del amanecer, y en seguida comprendimos que no resistiríamos. Entonces nos ordenaron emprender nuestra misión…, teníamos que acudir a una tienda de la ciudad…
El mozo vaciló, temiendo dar excesivos detalles.
—Lo sé —dijo Cadfael, retirando de la herida del hombro las supuraciones de la noche y aplicando otro apósito impregnado de ungüento—. Era Edric Flesher, él mismo me reveló la parte que le correspondió en todo eso. Os acompañaron a su granero de Frankwell y permanecisteis allí escondidos con el tesoro hasta la caída de la noche. ¡Proseguid!
El joven contempló con indiferencia sus heridas y añadió:
—En cuanto oscureció nos pusimos en camino. La distancia desde el claro del bosque hasta los árboles es muy corta. Hay una cabaña de pastor al borde del camino que discurre entre el bosque y los campos. Estábamos allí cuando el caballo de Nicolás empezó a cojear. Desmonté para ver qué ocurría, pues la bestia caminaba muy mal. Había pisado un abrojo y se le había clavado hasta el hueso.
—¿Abrojos? —preguntó fray Cadfael, sorprendido—. ¿En un camino del bosque, lejos del campo de batalla?
Aquellas discretas crueldades marciales destinadas a clavarse en los cascos de las monturas, siempre con una púa hacia arriba, no servían para nada en un angosto camino del bosque.
—Abrojos —repitió Toroldo sin vacilar—. No hablo sólo por la herida; la púa se había clavado y se la arranqué. La pobre bestia estaba herida. Cargada como iba, no llegaría muy lejos. Conozco una granja cerca de allí y decidí cambiar el caballo de Nicolás por una montura nueva. No era un buen negocio, ya lo sé, pero ¿qué podíamos hacer? No descargamos el caballo, pero Nicolás desmontó para liberar a la pobre criatura de su peso, y dijo que esperaría en la cabaña. Yo me fui, conseguí un nuevo caballo en la granja… Está a la derecha, hacia el oeste, el hombre se llama Ulf y somos parientes lejanos por parte de madre. Luego regresé con la mitad de la carga de Nicolás en la nueva montura.
»Me acerqué a la cabaña —añadió el joven, estremeciéndose al recordarlo—, y pensé que Nicolás me saldría al encuentro, dispuesto a reanudar el camino cuanto antes, pero no le vi. No sé por qué razón me inquieté. No soplaba la menor brisa y, a pesar de mi cautela, hubiera podido oírme cualquier persona que estuviera cerca. Nicolás no apareció ni me llamó. Decidí no seguir adelante. Regresé y até juntos a los dos caballos para ir más de prisa. Con un nudo que pudiera deshacerse de un tirón. Después volví a la cabaña.
—¿Ya había anochecido del todo? —preguntó Cadfael mientras le vendaba el brazo.
—Del todo, pero mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Dentro estaba oscuro como la pez. Vi la puerta entreabierta. Entré aguzando el oído, pero no se oía ni un solo murmullo. En el centro de la cabaña tropecé con él. ¡Con Nicolás! De no haber sido así, puede que ahora no estuviera aquí para contarlo —dijo Toroldo, mirando de pronto a su Ganimedes, que debía de tener algunos años menos que él y que con tan solícito cuidado le atendía—. Esto no es muy agradable de escuchar —añadió mientras sus ojos apelaban elocuentemente a Cadfael por encima del hombro de Godith.
—Podéis seguir tranquilamente —dijo Cadfael—. Está metido en todo este asunto más de lo que vos pensáis, y sería capaz de matarnos si le excluyéramos. Nada de lo que ha ocurrido en Shrewsbury es agradable de escuchar, pero tal vez pueda salvarse algo. Contadnos vuestra participación y nosotros os contaremos la nuestra.
Godith, toda ojos, oídos y serviciales manos, optó prudentemente por no decir nada.
—Estaba muerto —dijo Toroldo sin más rodeos—. Le caí encima, boca contra boca, y no percibí el menor aliento. Me incliné hacia delante y le sostuve en mis brazos, tan inerte como un montón de trapos. Luego oí el crujido del forraje seco a mi espalda y me volví asustado porque no soplaba la menor brisa.
—¡No me extraña! —le interrumpió Cadfael, aplicando un nuevo apósito impregnado de ungüento de hierbas sobre la húmeda herida—. Teníais motivos más que sobrados. No os inquietéis por vuestro amigo, sin duda ya está con Dios. Ayer le enterramos en la abadía. Tiene un sepulcro de príncipe. Creo que debisteis de escapar por un pelo cuando el asesino se abalanzó sobre vos desde detrás de la puerta.
—Yo también lo creo —convino el muchacho, conteniendo la respiración mientras Cadfael le curaba la dolorosa herida—. Allí debía de estar. La hierba seca me alertó cuando intentó atacarme. No sé por qué, pero todo el mundo levanta el brazo derecho para parar los golpes contra su cabeza, y eso hice yo. La cuerda me rodeó la muñeca y la garganta. No me porté con demasiada inteligencia ni quise ser un héroe; agité los brazos y le arrebaté la cuerda de las manos. Él me cayó encima en la oscuridad. Sé que tal vez no me creeréis —añadió a la defensiva.
—Hay ciertas cosas que confirman vuestro relato. No dudéis tanto de vuestros amigos. Empezasteis a luchar cuerpo a cuerpo, lo cual, por lo menos, era mejor que lo anterior. ¿Cómo escapasteis de él? —inquirió Cadfael.
—Más por suerte que por valentía —reconoció Toroldo tristemente—. Rodamos sobre el heno, intentando agarrarnos mutuamente la garganta. No veíamos nada y nos movíamos a tientas sin espacio ni tiempo para apartarnos. La situación no debió de prolongarse más de diez minutos. Creo que me golpeé la cabeza contra una tabla de un viejo pesebre medio roto que había entre el heno. La recogí, lo golpeé con fuerza y cayó. Dudo de que le hiciera mucho daño, pero, por lo menos, perdió el conocimiento lo suficiente como para escapar de allí, desatar los caballos y alejarme hacia el oeste como alma que lleva el diablo. Tenía una misión que cumplir en la que nadie podría ayudarme. De lo contrario, tal vez me hubiera quedado para aclarar la muerte de Nicolás. Aunque tal vez no —reconoció Toroldo con insólita honradez—. Dudo que en aquellos momentos pensara en la misión que me había encomendado FitzAlan, pero ahora sí pienso en ella. Huí simplemente para salvar el pellejo. Temía que otros acudieran en ayuda de mi asaltante y me tendieran una emboscada. Lo único que yo quería era escapar de allí cuanto antes.
—No hace falta que os disculpéis —dijo Cadfael, asegurando el vendaje—. No hay que avergonzarse del sentido común. Pero, amigo mío, habéis tardado dos días enteros, según vuestro propio relato, en regresar al lugar de donde partisteis. Deduzco de ello que el rey debe de tener muchos aliados en los caminos entre nuestra región y el País de Gales.
—¡Abundan más que las abejas de un enjambre! Me alejé por el camino situado más al norte y allí me tropecé con un grupo que impedía el paso a toda cosa que se moviera. ¿Qué posibilidades tenía yo, con dos caballos y una carga muy valiosa? Me adentré en el bosque, pero el día ya estaba despuntando y no pude hacer más que esperar el nuevo anochecer y probar por el camino del sur. La decisión no fue muy afortunada pues las compañías de soldados recorrían toda la campiña. Pensé que podría escapar siguiendo la curva del río, pero con eso perdí otra noche. Permanecí oculto entre la maleza de una colina todo el jueves e intenté reanudar la marcha por la noche; fue entonces cuando me atraparon. Eran cuatro o cinco hombres y no tuve más remedio que huir hacia el río. Me acorralaron y no logré escapar de la trampa. Tomé las alforjas de los caballos, solté las bestias y las ahuyenté, confiando en desviar la atención de mis perseguidores hacia ellas, pero uno de los hombres estaba allí cerca, comprendió mis intenciones y se lanzó tras de mí. Él fue quien me hirió en el muslo. Sus gritos atrajeron a los demás. Sólo podía hacer una cosa: bajar hacia el río sin soltar las alforjas. Nado muy bien, pero el peso me impedía mover los brazos. Entonces me dejé arrastrar por la corriente y ellos empezaron a dispararme flechas. Sus ojos ya estaban acostumbrados a la oscuridad y el agua despide destellos de luz cuando algo se mueve en ella. Cuando me hirieron en el hombro, me sumergí y así permanecí hasta que tuve resuello. El Severn baja muy rápido, incluso en verano. Ellos corrieron un rato por la orilla y dispararon algunas flechas más hasta que, al final, debieron de suponer que me había ahogado. Cuando me pareció prudente, me acerqué a la orilla para respirar un poco, pero sin salir del agua. Sabía que el puente estaría vigilado y no me atreví a salir. Para entonces, ya había transcurrido un buen rato. Recuerdo que me arrastré entre los arbustos y que procuré no moverme cuando aparecieron vuestros segadores. Poco después, Godric me descubrió. Y ésa es toda la verdad —dijo el joven, mirando a Cadfael sin pestañear.
—No toda —le corrigió Cadfael amablemente—. Godric no vio las alforjas —añadió, sonriendo mientras el joven rostro permanecía inmóvil, con los labios firmemente apretados—. No, no temáis, no os haremos preguntas. Sois el único custodio del tesoro de FitzAlan, y lo que hayáis hecho con él y cómo conseguisteis hacerlo en la situación en que estabais, es cosa vuestra y sólo Dios lo sabe. Por mi parte os diré que no parecéis un correo incapaz de cumplir su misión. Para vuestra tranquilidad, sabed que en la ciudad corren rumores de que FitzAlan y Adeney rompieron el cerco y escaparon. Ahora debemos dejaros aquí hasta la tarde. Nosotros también tenemos deberes que cumplir. Uno de nosotros, o tal vez los dos, vendremos a ver cómo estáis. Aquí tenéis comida y bebida y unas prendas de vestir que espero os vayan bien. No os mováis pues aún no estáis en condiciones de hacerlo, por muy partidario que seáis de FitzAlan.
Godith dejó la camisola lavada y remendada sobre las demás prendas. Estaba a punto de salir tras Cadfael cuando la mirada de asombro de Toroldo la obligó a detenerse, dominada por una mezcla de inquietud y alegría. El joven contempló admirado la camisola limpia y las finas puntadas del remiendo. Un suave silbido se escapó de sus labios.
—¡Santa Madre de Dios! ¿Quién ha hecho eso? ¿Acaso tenéis una costurera dentro de los muros de la abadía? ¿O habéis rezado para que se produjera un milagro?
—¿Eso? Es obra de Godric —contestó Cadfael sin demasiada inocencia, saliendo fuera mientras ella se quedaba dentro, ruborizada hasta las orejas.
—En la abadía aprendemos algo más que a segar trigo y preparar cordiales —dijo la joven con arrogancia, huyendo a toda prisa en pos de Cadfael.
Durante el camino de regreso, Godith repasó mentalmente la historia de Toroldo y pensó en lo fácil que hubiera sido que el muchacho muriera antes de que ella le encontrara; no sólo la primera vez a causa de la cuerda del asesino ni la segunda a manos de las compañías del rey Esteban, sino también la tercera en el río o la cuarta entre los matorrales debido a sus heridas. Pensó que la gracia divina cuidaba de él y se había servido de ella como instrumento. Pero aún le quedaban ciertas inquietudes.
—Fray Cadfael, ¿le creéis?
—Le creo. Sobre lo que no pudo decir la verdad, tampoco hubiera mentido. ¿Por qué? ¿En qué estás pensando?
—En que, antes de verle, dije que el compañero de Nicolás era el que más probabilidades tenía de haberle matado. ¡Qué fácil hubiera sido! Pero ayer vos dijisteis que él no lo hizo. ¿Estáis completamente seguro? ¿Cómo lo sabéis?
—¡No es tan sencillo, mi querida muchacha! En la muñeca y el cuello tenía las marcas de la cuerda del estrangulador. ¿Acaso no comprendiste lo que eran aquellas finas cicatrices? Él hubiera tenido que desaparecer de este mundo junto con su compañero. No, no debes temer nada a este respecto. Lo que contó, es verdad. Pero puede haber cosas que no contó y que nosotros tenemos que descubrir en nombre de Nicolás Faintree. Godith, esta tarde, cuando hayas terminado tu labor con los brebajes y los licores, puedes abandonar el huerto e ir a hacerle compañía, si quieres. Yo me reuniré con vosotros en cuanto pueda. Tengo que echar un vistazo a ciertas cosas en Frankwell.