line se llevó la túnica y los calzones de su hermano, junto con la capa que lo había cubierto, tras sacudir las prendas y doblarlas ella misma con amoroso cuidado. No quería que la camisola la usara otra persona, por lo que decidió quemarla. En cambio, aquellas sólidas prendas de buen tejido no se podían desechar, habiendo tantas personas medio desnudas y muriéndose de frío. La joven tomó el pulcro fardo y entró por la puerta junto a la caseta de vigilancia de la abadía. En el patio no había nadie, y se dirigió hacia los estanques y el huerto en busca de fray Cadfael. No le encontró. Cavar una tumba lo suficientemente grande como para sesenta y seis cuerpos llevaba más tiempo que abrir un sepulcro de piedra para sólo un cuerpo. Los monjes trabajaron sin desmayo hasta pasadas las dos de la tarde.
Sin embargo, aunque Cadfael no estaba allí, sí estaba su ayudante, ocupado bajo el sol en cortar cabezuelas de plantas y hojas y tallos de ajedrea en flor para posteriormente ponerlos a secar. Todo el extremo de la cabaña, bajo el alero, estaba festoneado de hierbas puestas a secar. El diligente mozo trabajaba descalzo, estaba todo cubierto de tierra y un tiznón verdoso le manchaba una mejilla. Al oír las pisadas que se acercaban, se volvió a mirar y salió a toda prisa de entre sus plantas, envuelto en una oleada de fragancias que le rodeaba como un halo y se escapaba de los pliegues de su tosca túnica como el milagroso olor de santidad a veces atribuido a algún santo. El rápido gesto de una mano sobre su cabello enmarañado sólo sirvió para manchar la otra mejilla y la mitad de su frente.
—Busco a fray Cadfael —dijo Aline casi en tono de disculpa—. Tú debes de ser el mozo Godric, que trabaja con él.
—Sí, mi señora —dijo Godith con aspereza—. Fray Cadfael está ocupado pues todavía no han terminado.
La joven hubiera querido asistir al entierro, pero Cadfael no se lo permitió. Cuanto menos la vieran a la luz del día, mejor.
—¡Oh! —exclamó Aline, turbada—. Claro, hubiera tenido que suponerlo. ¿Os puedo dejar un mensaje para él? Es que… traigo la ropa de mi hermano. Él ya no la necesita; está en buen estado y alguien puede aprovecharla. ¿Queréis pedirle a fray Cadfael que disponga de ella como crea más conveniente?
Godith se limpió las manos en los faldones de su túnica antes de tomar el fardo. De pronto, miró a Aline, tan sobresaltada y conmovida que por un momento se olvidó de alterar el timbre de su voz.
—Ya no la necesita… ¿Teníais a un hermano allí, en el castillo? ¡Oh, cuánto lo siento! ¡Sí, lo siento muchísimo!
Aline se miró las manos y las sintió vacías, tras haber cumplido aquel último deber.
—Sí. Uno de tantos —contestó—. Tomó una decisión. Me enseñaron a creer que era equivocada, pero, por lo menos, la respetó hasta el final. Aunque mi padre se enfadó con él, nunca hubiera tenido motivo para avergonzarse.
—¡Cuánto lo siento! —Godith estrechó el fardo contra su pecho sin saber qué decir—. Transmitiré vuestro mensaje a fray Cadfael en cuanto vuelva. Hasta que él os las pueda dar en persona, os doy las gracias por vuestra caridad.
—Entregadle también esta bolsa. Quiero que se celebren misas por todos. Una misa especialmente por el que no hubiera tenido que estar aquí… ése a quien nadie conoce.
Godith la miró, perpleja y asombrada.
—Pero ¿es que hay alguien así? ¿Uno que no era como los demás? ¡No lo sabía!
La joven había estado sólo un momento con Cadfael cuando regresó cansado, y éste no tuvo tiempo de contarle nada. Sólo sabía que los restantes soldados habían sido conducidos a la abadía para su entierro; aquella misteriosa mención de alguien ajeno a la tragedia común constituía una novedad para ella.
—Eso dijo él. Había noventa y cinco y sólo tenía que haber noventa y cuatro. Y parece que uno de ellos no era soldado. Fray Cadfael pedía a todos los que entraban que lo miraran y dijeran si lo conocían, pero creo que hasta el momento nadie le ha reconocido.
—¿Y dónde está ahora? —preguntó Godith, sorprendida.
—No lo sé. Supongo que lo habrán traído aquí, a la abadía. No creo que fray Cadfael permita que lo entierren junto con los demás sin que se sepa su nombre ni qué hacía. Vos le conoceréis mejor que yo. ¿Lleváis mucho tiempo trabajando con él?
—No, muy poco —contestó Godith—, pero ya empiezo a conocerle.
Estaba poniéndose un poco nerviosa, al verse tan inocentemente observada por aquellos ojos claros del color de los lirios. Una mujer podía ser más peligrosa que un hombre para su secreto, pensó, volviéndose a mirar los cuadros de hierbas en que trabajaba.
—Sí —dijo Aline, comprendiendo la indirecta—, no debo apartaros de vuestro trabajo.
Godith la vio alejarse y casi lamentó no poder prolongar el encuentro con una muchacha en aquel refugio exclusivamente masculino. Dejó el fardo de ropa sobre su cama en la cabaña y reanudó su trabajo, esperando con cierta inquietud el regreso de Cadfael. Cuando éste volvió, parecía muy fatigado, y aún tenía que cumplir otros encargos.
—Me envían al campamento del rey. Al parecer, su alguacil consideró oportuno darle cuenta del extraño suceso que descubrimos, y quiere escuchar mi versión. Pero si aún no he tenido tiempo de contártelo… —dijo Cadfael, pasándose una mano encallecida por sus mejillas cansadas.
—Pues, ya sé algo —replicó Godith—. Aline Siward vino a veros. Trajo eso para que lo entreguéis como limosna donde mejor os parezca. Era de su hermano.
Me contó lo ocurrido. Este dinero es para misas…, sobre todo, quiere que se diga una misa por el desconocido que encontraron. Ahora, decidme, ¿qué significa todo este misterio?
Cadfael agradeció aquella oportunidad de sentarse a conversar un rato. La joven le escuchó con atención y, cuando terminó, de pronto le preguntó:
—¿Y dónde está ahora ese hombre al que nadie conoce?
—En la iglesia, en un catafalco delante del altar. Quiero que todos los que asistan a los oficios religiosos pasen por delante de él, en la esperanza de que alguien le conozca y nos diga su nombre. No podremos tenerle así más allá de mañana, hace demasiado calor —contestó fray Cadfael—. Pero, si tenemos que enterrarle sin saber quién es, quiero que se haga en un lugar donde podamos desenterrarle fácilmente, conservar su ropa y hacer un dibujo de su rostro, hasta que descubramos la identidad del pobre muchacho.
—¿Y creéis de veras que fue asesinado? —preguntó Godith con sobrecogido asombro—. ¿Y que fue arrojado entre las víctimas del rey para ocultar el crimen?
—¡Ya te lo he dicho, hija mía! Le atacaron por detrás. Con una cuerda de estrangulador preparada para tal fin. El acto se cometió la misma noche en que murieron los soldados de la guarnición, arrojados posteriormente al foso. ¿Qué mejor oportunidad se le podía ofrecer a un asesino? Entre tantos, ¿quién iba a contar, separar y exigir respuestas? Llevaba muerto más o menos el mismo tiempo que los demás. Parecía una solución perfecta.
—Pero no lo fue —exclamó Godith, encendiéndose de vengativo celo—. Porque vos intervinisteis. ¿Quién hubiera sido tan minucioso habiendo noventa y cinco muertos? ¿Quién hubiera defendido en solitario los derechos de un hombre que no fue condenado sino asesinado fuera de la ley? Oh, fray Cadfael, en esta cuestión me habéis convertido en una persona tan inflexible como vos. Yo estoy aquí, y no he visto a ese hombre. ¡Que el rey aguarde un poco! ¡Dejadme ir a verlo! O acompañadme, si es necesario, pero permitidme que lo vea.
Cadfael reflexionó un instante y después se levantó con cierto esfuerzo. Ya no era tan joven como antes, y había tenido un día y una noche muy duros.
—Vamos, pues, que se haga como tú quieras. ¿Quién soy yo para excluirte de algo en lo que a otros incluyo? Ahora creo que todo estará bastante tranquilo, pero no te separes de mí. También debo encargarme de sacarte de aquí sana y salva cuanto antes.
—¿Tan ansioso estáis de libraros de mí? —replicó la moza, ofendida—. ¡Justo ahora que estoy aprendiendo a distinguir la salvia de la mejorana! ¿Qué haríais sin mí?
—Pues, enseñar a algún novicio que pueda permanecer a mi lado algo más que unas cuantas semanas. Por cierto, hablando de hierbas —dijo Cadfael, y de la pechera del hábito se sacó una pequeña bolsa de cuero de la que extrajo una ramita, de unos quince centímetros, de una hierba seca formada por un fino tallo punteado a intervalos por pares de hojas con bolitas color pardo en sus nudos—, ¿sabes lo que es esto?
La joven observó la hierba con curiosidad. En pocos días había aprendido muchas cosas.
—No. Aquí no lo cultivamos. Podría saber lo que es si lo viera fresco.
—Es bardana…, también llamada cadillo. Una extraña hierba trepadora que tiene espinas como ganchos para sujetarse, incluso en estas pequeñas semillas que ves aquí. ¿Ves que está rota en mitad de este pequeño tallo?
La joven examinó la ramita con interés. Allí había algo más. El tallo pardo y reseco tenía una clara fractura en su centro.
—¿Qué es esto? ¿Dónde lo encontrasteis?
—Prendido en el pliegue de la garganta de ese pobre muchacho —contestó Cadfael en voz baja para que la joven lo comprendiera sin sobresaltarse—, roto por la cuerda que lo estranguló. Y es de la cosecha del año pasado. Esta temporada crece por todas partes y envía sus semillas por doquier; esto debía ser de forraje o de cama para animales, cortado y puesto a secar el otoño pasado. No rechaces nunca esta hierba, es un remedio insuperable para curar heridas que no cicatrizan. Todas las hierbas silvestres tienen su aplicación adecuada, sólo el mal uso las convierte en perjudiciales —Cadfael volvió a guardarse la ramita seca en la bolsa de su hábito y apoyó el brazo sobre los hombros de la joven—. Vámonos, pues, a ver a ese joven tú y yo juntos.
Era la media tarde, hora de trabajo para los monjes y de recreo para los jóvenes y los novicios, una vez finalizadas sus limitadas tareas. Bajaron a la iglesia sin tropezarse más que con unos mozos que jugaban, y entraron en el recinto frío y oscuro.
El misterioso joven del foso del castillo yacía austeramente envuelto en un sudario sobre un catafalco en el coro del templo, con la cabeza y el rostro descubiertos. La escasa luz lo iluminaba de lleno. Bastaron pocos minutos para que los visitantes se acostumbraran a la suave luz de aquella tarde estival y lo vieran todo con claridad. Godith se acercó y le contempló en silencio. Puesto que en la iglesia no había nadie más, ambos podían hablar sin temor. Cadfael ya estaba seguro de la respuesta cuando en voz baja le preguntó a la muchacha:
—¿Le conoces?
—Sí —susurró ella.
—¡Ven!
Salieron al exterior con el mismo sigilo con el que habían entrado.
Bajo la luz del sol, Cadfael la oyó respirar afanosamente. La muchacha no hizo ningún comentario hasta que ambos estuvieron en el herbario a salvo de oídos indiscretos, sentados a la sombra de la cabaña en medio de la embriagadora fragancia estival de las flores.
—Y bien, pues, ¿quién es ese joven que nos perturba tanto a ti como a mí?
—Su nombre —contestó Godith en voz baja— es Nicolás Faintree. Le conozco y le he visto esporádicamente desde que tenía doce años. Era un vasallo de FitzAlan, de uno de sus castillos del norte, y en los últimos años sirvió como correo de su señor. No creo que fuera muy conocido en Shrewsbury. Si fue asaltado y asesinado aquí, debía de estar cumpliendo alguna misión por cuenta de su señor. Sin embargo, la tarea de FitzAlan en esta región ya estaba casi concluida —la joven se sostuvo la cabeza entre las manos, tratando de pensar—. Algunos habitantes de Shrewsbury os hubieran podido indicar su nombre, ¿sabéis?, si es que tenían motivos para buscar a algún pariente. Conozco a ciertas personas que podrían deciros qué hacía aquí aquel día y aquella noche. Pero ¿tenéis la certeza de que eso no les acarreará ningún perjuicio?
—Por mi parte, no, lo prometo —contestó Cadfael.
—Tengo a mi nodriza, la que me acompañó aquí, alegando que yo era su sobrino. Petronila estuvo al servicio de mi familia toda la vida hasta que, siendo ya muy vieja y no pudiendo tener hijos, se casó con un buen amigo de la casa de FitzAlan y de la nuestra, Edric Flesher, el primer representante del gremio de carniceros de la ciudad. Ambos estaban al corriente de todos los planes, cuando FitzAlan se declaró partidario de la emperatriz Matilde. Si acudís a ellos de mi parte —añadió Godith—, os dirán todo lo que saben. Conoceréis la tienda por el rótulo con una cabeza de jabalí, en la calle de los carniceros.
Cadfael se frotó la nariz con gesto pensativo.
—Si tomo prestada la mula del abad, iré más rápido y descansaré las piernas. No tendré que hacer esperar al rey sino que me detendré en la tienda en el camino de vuelta. Dame alguna señal para que comprendan que confías en mí y que ellos pueden hacer otro tanto sin ningún temor.
—Petronila sabe leer y conoce mi escritura. Escribiré unas líneas si me prestáis un trozo de pergamino, me bastará una esquina —la muchacha estaba tan ansiosa de desentrañar el misterio como él—. Nicolás era un mozo muy alegre, sé que jamás hizo el menor daño a nadie y que nunca perdía los estribos. Se reía mucho… Si le decís al rey que pertenecía al otro bando, perderá todo interés en aclarar el misterio, ¿no os parece? Os dirá que era el destino que le correspondía y os despedirá sin contemplaciones.
—Le diré al rey —señaló Cadfael— que tenemos a un hombre evidentemente asesinado, que conocemos el medio utilizado y la hora en que se cometió el acto, pero que ignoramos el lugar y el motivo. Le diré también que conocemos su nombre…, un nombre muy modesto que no significará nada para Esteban. Puesto que, en este momento, no hay nada más que decir, no podré añadir más. Aunque el rey se encoja de hombros y me diga que deje las cosas tal como están, no lo haré. Con mis medios o con los que Dios me otorgue, o con ambas cosas a la vez, no descansaré hasta que se haga justicia a Nicolás Faintree.
Montando en la mula del abad, fray Cadfael se dirigió al campamento del rey, llevando consigo las prendas de excelente tejido que Aline le había confiado. El monje acostumbraba a cumplir de inmediato las tareas que se le encomendaban, en lugar de aplazarlas para el día siguiente. En aquella parte de la ciudad había muchos mendigos. Los calzones se los regaló a un anciano con los ojos cubiertos por una gruesa membrana blanca, que permanecía sentado junto a la puerta de la ciudad con la mano extendida y un bastón a su lado. Su aspecto era extremadamente lastimoso y llevaba unos raídos calzones llenos de remiendos. La excelente túnica fue a parar a las manos de una frágil criatura de no más de veinte años que pedía limosna junto a la cruz de piedra, un pobre retrasado enfermo de perlesía, a quien una menuda anciana llevaba de la mano y cuidaba con amoroso celo. Sus gritos de gratitud acompañaron a Cadfael hasta la misma puerta del castillo. Cuando llegó al puesto de guardia del campamento real, vio el carrito de madera de Osbern el cojo junto al tronco de un árbol. Se fijó en sus inútiles piernas marchitas y sus manos encallecidas de tanto tirar con la sola fuerza de sus músculos aquel peso muerto. Los zuecos de madera se encontraban a su lado, sobre la hierba. Al ver acercarse al monje a lomos de una soberbia mula, Osbern introdujo las manos en ellos y empezó a moverse para interceptar el camino de Cadfael. Era curioso observar con cuánta rapidez se desplazaba en las distancias cortas, con breves intervalos de descanso. Pese a ello, una criatura totalmente paralizada y con medio cuerpo inerte, debía de pasar mucho frío en las noches templadas, y un frío espantoso en invierno.
—Buen hermano —dijo Osbern con voz suplicante—, ¡dale una limosna a este pobre tullido y Dios te lo recompensará!
—Así lo haré, amigo —contestó Cadfael—, y será algo más que una monedita. Reza una oración por la gentil dama que te la envía por mi mano —sin bajar de la mula, desdobló la prenda que todavía llevaba colgada del brazo y arrojó sobre aquellas manos sorprendidas y deformes la capa de Gil Siward.
Hicisteis bien en informarme del hallazgo —dijo el rey—. No me extraña que mi castellano no lo descubriera, con lo ocupado que estaba. ¿Decís que ese hombre fue atacado por detrás con una cuerda de estrangular? Parece obra de un salteador de caminos. ¡No consentiré que para ocultar el delito se haya arrojado esa víctima entre mis enemigos ajusticiados! ¿Cómo se atrevió a convertirnos a mí y a mis soldados en cómplices suyos? Lo considero una afrenta a la corona. Sólo por ello ese felón debería ser apresado y juzgado. ¿Decís que el joven se llamaba Faintree?
—Nicolás Faintree. Me lo dijo alguien que le vio en la iglesia donde lo tenemos depositado. Procede de una familia del norte del país, pero eso es todo lo que sé de él.
—Es posible —señaló el rey esperanzado— que se hubiera trasladado a Shrewsbury para unirse a nosotros. Varios jóvenes del norte del país han abrazado nuestra causa.
—Es posible —convino Cadfael con la cara muy seria.
Porque todo es posible y los hombres cambian fácilmente de chaqueta.
—O que le haya asaltado algún bandido del bosque para robarle… ¡Son cosas que ocurren! Ojalá pudiera decir que nuestros caminos son seguros, pero, en esta anarquía que nos rodea, Dios sabe que no puedo afirmar tal cosa. Bueno, pues, podéis proseguir vuestras averiguaciones sobre esta cuestión, si así lo deseáis. En caso de que se descubra al asesino pedidle a mi alguacil que haga justicia. Él conoce mi voluntad. No me agrada que me utilicen como escudo para ocultar un delito tan despreciable.
Eso era lo más importante para él, por lo que tal vez no cambiara de parecer, pensó Cadfael, aunque supiera que Faintree era vasallo y correo de FitzAlan y aunque se demostrara, cosa que ciertamente no se había hecho, que cuando halló la muerte cumplía una misión por cuenta de FitzAlan. A juzgar por lo que estaba ocurriendo, en un cercano futuro habría muchos asesinatos en el reino de Esteban, y no era probable que el rey perdiera el sueño por ellos. Sin embargo, el monarca consideraba un insulto que alguien matara a traición escudándose en él, y estaba dispuesto a vengarse. En el rey Esteban se alternaban constantemente la energía y el letargo, la generosidad y la mezquindad, la astucia y la ingenuidad. Pero, en lo más hondo de aquel ser alto, apuesto y cándido, se albergaba una punta de hidalguía.
—Acepto y agradezco el apoyo de Vuestra Alteza —dijo sinceramente fray Cadfael—, y me esforzaré al máximo para que se haga justicia. Un hombre no puede rehuir el deber que Dios ha puesto en sus manos. De este joven sólo conozco el nombre y su aspecto, sé que parece sincero e inocente y que no fue condenado por ningún crimen, que nadie le acusó de causar ningún daño y que murió injustamente. Creo que eso desagrada tanto a Vuestra Alteza como a mí. Si puedo enderezar este entuerto, así lo haré.
Al llegar a la puerta que ostentaba el rótulo de la cabeza de jabalí en la calle de los carniceros, Cadfael fue acogido con la deferencia que cualquier ciudadano le hubiera mostrado a un monje de la abadía. Petronila, oronda y canosa, le hizo pasar y le hubiera ofrecido todas las pequeñas atenciones que suelen levantar un muro ante las personas de las que se recela, si él no le hubiera entregado de inmediato el gastado trozo de pergamino en el que Godith había expresado con cierta cautela y dificultad su confianza en el mensajero, firmando debajo con su nombre. Petronila se ruborizó de placer y miró con lágrimas de felicidad a aquel amable y vigoroso monje bronceado por el sol.
—Entonces, ¿la corderita de mi niña está bien? ¡Sé que vos cuidáis muy bien de ella! Me lo dice aquí, conozco su letra, aprendí a escribir con ella. La tuve conmigo casi desde que nació, mi preciosa. Por desgracia, fue hija única. Hubiera necesitado hermanos y hermanas. Por eso quería hacerlo todo con ella, incluso escribir las cartas, para estar a su lado siempre que me necesitara. Sentaos, hermano, sentaos y habladme de ella. Contadme si está bien y decidme si necesita algo que pueda enviarle a través de vuestra persona. Hermano, ¿cómo podremos sacarla de allí sana y salva? ¿Podrá quedarse con vos aunque pasen varias semanas?
Cuando logró interrumpir aquel torrente de palabras, Cadfael le contó cómo estaba su niña y le dijo que seguiría cuidando de ella mientras fuera necesario. No se había dado cuenta hasta entonces de lo bien que la moza sabía conquistar los corazones de los demás, sin proponérselo tan siquiera. Cuando Edric Flesher regresó de darse una vuelta por la ciudad para ver cómo estaba la situación, Cadfael ya había conseguido ganarse el favor de Petronila y convertirse en un amigo de confianza.
Edric acomodó su impresionante cuerpo en una silla y dijo con cauteloso alivio:
—Mañana abriré la tienda. ¡Hemos tenido suerte! Creo que se arrepiente de la venganza que tomó en represalia por los que no logró apresar. Ha ordenado que no se cometan actos de pillaje y, por una vez, cuidará de que se cumpla su voluntad. Si sus aspiraciones fueran justas y tuviera un poco más de temple, creo que sería partidario suyo. Parecer un héroe sin serlo debe de ser muy duro para un hombre —el carnicero dobló sus largas piernas bajo la silla, miró a su mujer y después, con más detenimiento, a Cadfael—. Petronila me dice que tenéis la confianza de la moza, y eso me basta. Decidme lo que necesitáis. Si lo tenemos, vuestro es.
—En cuanto a la joven —se apresuró a responder Cadfael—, la tendré a salvo en la abadía hasta que haga falta y, a la primera ocasión, me encargaré de que la conduzcan adonde desee. En lo que yo necesito, podéis ayudarme. En la iglesia de la abadía tenemos, y allí lo enterraremos mañana, a un muchacho al que vosotros tal vez conozcáis, asesinado la misma noche en que se rindió el castillo, la noche en que los prisioneros fueron ahorcados y arrojados al foso. Pero él murió en otro lugar y fue arrojado junto con los demás para que lo enterraran sin que hubiera sospechas. Os puedo decir cómo murió y cuándo. Pero no puedo deciros dónde, por qué o quién lo hizo. Sin embargo, Godith me ha dicho que se llama Nicolás Faintree y que era un vasallo de FitzAlan.
Lo dijo todo apresuradamente, sin que sus interlocutores le interrumpieran ni una sola vez. Estaba claro que éstos sabían ciertas cosas y muy claro también que ignoraban la muerte del joven. La noticia había sido para ellos como un golpe mortal.
—Más os puedo decir —añadió Cadfael—. Pienso averiguar la verdad y me encargaré de que se haga justicia. Y, otra cosa, cuento con la autorización del rey para hacer averiguaciones. Este asesinato le gusta tan poco como a mí.
Tras un prolongado silencio, Edric preguntó:
—¿Sólo hubo un asesinado de esa manera? ¿No hubo un segundo?
—¿Hubiera debido haberlo? ¿Con uno no basta?
—Eran dos —contestó Edric con cierta aspereza—. Dos que emprendieron el viaje juntos para cumplir la misma misión. ¿Cómo se descubrió su muerte? Al parecer, sois el único que está al corriente.
Fray Cadfael se reclinó en su asiento y les contó sin prisas toda la historia. Si se perdía las vísperas, alabado fuera Dios. Valoraba y respetaba sus deberes, pero, cuando se producía algún conflicto, sabía hacia dónde tenía que ir. Godith no se movería de su seguro refugio sin él, hasta que llegara la hora de la lección nocturna.
—Ahora será mejor que me lo contéis todo —añadió—. Tengo que proteger a Godith y vengar a Faintree, y pienso hacer ambas cosas lo mejor que pueda.
Los esposos intercambiaron una mirada y se comprendieron el uno al otro en silencio. Fue el hombre quien decidió hablar primero.
—Una semana antes de que la ciudad y el castillo cayeran, cuando la familia de FitzAlan ya se había ido y nosotros habíamos decidido ocultar a la moza en vuestra abadía, FitzAlan tomó disposiciones para el caso de que muriera. No escapó hasta que los enemigos irrumpieron en la fortaleza, ¿lo sabíais? Consiguió huir por los pelos, cruzó a nado el río acompañado de Adeney, y alcanzó la libertad, ¡gracias a Dios! Pero la víspera del final, adoptó unas disposiciones válidas tanto si vivía como si moría. Todo su tesoro nos lo encomendó a nosotros aquí; quería que fuera entregado a la emperatriz en caso de que él muriera. Aquel día, trasladamos el tesoro a Frankwell, donde tengo un huerto, para que no hubiera necesidad de cruzar ningún puente en caso de que tuviéramos que trasladarlo a toda prisa a otro lugar. Y establecimos una especie de santo y seña. En caso de que alguien de los suyos se presentara con cierta señal (era una nadería, un dibujo que sólo conocíamos nosotros), deberíamos indicarle dónde estaba el tesoro, proporcionarle monturas y todo lo que hiciera falta, y ayudarle a recoger los objetos de valor y a reemprender el camino de noche.
—¿Se hizo así?
—La mañana de la caída del castillo. Ocurrió tan temprano y con tanta violencia que nos sorprendió a todos. Vinieron dos. Les enviamos a cruzar el puente y a esperar la llegada de la noche. ¿Qué hubieran podido hacer de día?
—Seguid. ¿A qué hora de la mañana se presentaron ambos hombres, qué dijeron, qué ordenes habían recibido? ¿Cuántas personas conocían el plan? ¿Cuántas conocían el camino que seguirían? ¿Cuándo les visteis vivos por última vez?
—Llegaron al amanecer. Para entonces, ya se oía el fragor del asalto. Tenían un trozo de pergamino con la señal convenida, la cabeza de un santo dibujada con tinta. Dijeron que la víspera habían celebrado un consejo, y FitzAlan les ordenó que vinieran al día siguiente tanto si él vivía como si moría, y que le llevaran el tesoro a la emperatriz para que lo utilizara en la defensa de sus derechos.
—Eso quiere decir que todos los que participaron en el consejo sabían que ambos se pondrían en camino a la noche siguiente, en cuanto oscureciera. ¿Conocían también el camino? ¿Sabían dónde estaba oculto el tesoro?
—No, nadie lo sabía, salvo que el escondrijo estaba en Frankwell. Sólo lo sabíamos FitzAlan y yo. Los dos vasallos tenían que ir conmigo.
—En tal caso, quien albergaba malos propósitos con respeto al tesoro, no pudo ir allí por su cuenta, aunque supiera la hora; sólo hubiera podido asaltar a los hombres por el camino. Si todos los colaboradores de FitzAlan sabían que el tesoro se trasladaría a Gales desde Frankwell, el camino no ofrecía ninguna duda. Durante un buen trecho, hay un solo camino debido a los meandros del río en ambas orillas.
—¿Creéis que alguien que lo sabía quiso apoderarse del oro por medio del asesinato? —preguntó Edric—. ¿Uno de los hombres de FitzAlan? ¡No puedo creerlo! Estoy seguro de que todos, o la mayoría, se quedaron hasta el final y murieron en el castillo. Dos hombres que cabalgan de noche pueden ser asaltados casualmente por los bandidos que viven en el bosque…
—¿Tan cerca de las murallas de la ciudad? No olvidéis que quienquiera que matara a ese mozo lo hizo muy cerca del castillo de Shrewsbury para poder arrojarlo al foso mucho antes de que terminara la noche.
Sabía muy bien que los demás cuerpos estarían allí. Bien, pues, llegaron, mostraron la contraseña y os revelaron el plan que habían elaborado la víspera, con independencia de lo que ocurriera. Pero lo que ocurrió, se produjo mucho más temprano y con más violencia de lo que se esperaba. Entonces, ¿qué? ¿Vos les acompañasteis a Frankwell?
—Sí. Allí tengo un huerto y un establo, donde ambos permanecieron con sus caballos hasta que amaneció. Los objetos de valor se ocultaron en dos pares de alforjas dentro de un pozo seco que hay en mis tierras. Cargar a un caballo con este peso y su jinete hubiera sido demasiado. Les dejé allí escondidos y me fui hacia las nueve de la mañana.
—¿Y a qué hora emprendieron el camino?
—Cuando oscureció por completo. ¿Y me decís que Faintree fue asesinado poco después de emprender la marcha?
—Sin la menor duda. Si lo hubieran asesinado más tarde, se hubieran deshecho de su cuerpo de otra manera. Eso estaba preparado y era muy hábil, pero no lo bastante. Vos conocíais bien a Faintree… por lo menos, eso me dijo Godith. ¿Quién era el otro? ¿Le conocíais también?
—¡No! —contestó Edric, acongojado—. Me pareció que Nicolás le conocía muy bien, como si fueran amigos y se tuvieran mucha confianza, aunque Nicolás era un mozo muy abierto y cordial con todo el mundo. Jamás había visto a aquel joven. Procedía de otro castillo norteño de FitzAlan. Dijo llamarse Toroldo Blund.
Los esposos le habían contado a Cadfael todo lo que sabían y algo más de lo que le dijeron con palabras. El ceño fruncido de Edric fue de lo más elocuente. El joven a quien conocían y en quien confiaban había muerto; y el otro, a quien no conocían, había desaparecido con el tesoro de FitzAlan, sus monedas, su plata y sus joyas, todo destinado a las arcas de la emperatriz. La tentación era más que suficiente para cualquier hombre. El asesino sabía todo lo que tenía que saber para apoderarse de aquel tesoro; ¿y quién hubiera podido saberlo mejor que el segundo correo? Otro se hubiera apoderado del tesoro durante el camino. Toroldo Blund ni siquiera tuvo que hacer tal cosa. Ambos jóvenes permanecieron ocultos aquel día en el establo de Edric. Cabía la posibilidad de que Nicolás Faintree hubiera salido de allí sobre la grupa de un caballo para desandar el breve trecho hasta el foso del castillo, antes de que un solo jinete con dos caballos emprendiera el camino hacia el oeste en dirección a Gales.
—Aquel día sucedió otra cosa —terció Petronila mientras Cadfael se levantaba para marcharse—. A eso de las dos, cuando los hombres del rey ya se habían apoderado de los dos puentes y habían bajado el puente levadizo, vino él, Hugo Berengario, el prometido en matrimonio con mi niña desde hace muchos años, simulando estar muy preocupado por ella y preguntándonos dónde podía encontrarla. ¿Iba yo a decírselo? ¿Por quién me tomáis? Le contesté que antes de que cayera la ciudad se la habían llevado lejos de aquí y que no sabíamos nada más, aunque suponíamos que ya estaba a salvo, fuera de los confines de las tierras de Esteban. En seguida comprendimos que venía con el permiso del rey, ya que, de lo contrario, no le hubieran dejado pasar así como así. Antes de venir en busca de mi Godith, debió de acudir al campamento, y os digo que no la busca por amor. Ella vale una gran recompensa como anzuelo para su padre, ya que no para el propio FitzAlan. No dejéis que se acerque a mi corderita; tengo entendido que él vive ahora en la abadía.
—¿Estuvo aquí aquella tarde? —preguntó Cadfael, preocupado—. Sí, sí, me encargaré de que no la vea, ya sé el peligro que corre. Pero, cuando él vino aquí, no le mencionasteis la misión de Faintree, ¿verdad? ¿No comentasteis nada que le hiciera levantar las orejas? ¡Es muy rápido y muy taimado! No, no…, os pido perdón, sé que no se os escapó ni una sola palabra. Bien, gracias por vuestra ayuda. Os comunicaré si descubro alguna cosa.
Ya estaba junto a la puerta cuando Petronila le dijo pesarosa:
—¡Tan buen chico que parecía Toroldo Blund! ¿Quién puede adivinar lo que se oculta tras un rostro aparentemente honrado?
—¡Toroldo Blund! —exclamó Godith, pronunciando lentamente el nombre, sílaba por sílaba—. Es un nombre sajón. Hay muchos allá en los castillos del norte, todos pertenecientes a familias muy nobles. Pero no le conozco. Seguramente nunca le vi. ¿Y decís que Nicolás parecía muy amigo suyo? Nicolás era confiado, pero no tonto. Si eran aproximadamente de la misma edad, él debía conocerle bien. Y, sin embargo…
—Sí —dijo Cadfael—. ¡Ya te entiendo! ¡Y, sin embargo! Hija mía, estoy demasiado cansado para seguir pensando. Me voy a completas y después me acostaré en seguida, tal como debes hacer tú. Y mañana…
—Mañana —repitió la joven, levantándose para tocar su mano— enterraremos a Nicolás. ¡Nosotros! En cierto modo era mi amigo y debo asistir.
—Asistirás, hija mía —dijo Cadfael mientras la tomaba del brazo y celebraba con gratitud, tristeza y esperanza, el término de aquel día.