III

sí lo haré —dijo Godith—, si de ese modo os puedo ser más útil. Sí, acudiré a la lección de la mañana y a la de la noche, cenaré sin hablar ni mirar a nadie y después me encerraré aquí, entre las pócimas. Sí, atrancaré la puerta en caso necesario, y esperaré hasta que oiga vuestra voz antes de volver a abrirla. Haré lo que me mandéis, pero desearía poder acompañaros. Son los hombres de mi padre y los míos, y quisiera prestarles un último servicio.

—Aunque pudieras acompañarme sin peligro —contestó Cadfael con firmeza—, cosa que desgraciadamente no es cierta, no te lo permitiría. La maldad que el hombre es capaz de cometer contra el hombre podría arrojar una sombra entre tu conciencia y la certeza de la justicia y misericordia que Dios puede concederle en el más allá. Hace falta media vida para alcanzar el lugar desde el que la eternidad es siempre visible y la cruda injusticia del momento se encoge hasta perderse de vista. Ya llegarás a él en el momento oportuno. No, te quedarás aquí y procurarás mantenerte bien alejada de Hugo Berengario.

Cadfael pensó incluso en la posibilidad de pedirle al joven que se incorporara a su grupo de piadosos ayudantes para evitar, de este modo, que durante el día pudiera tropezarse con Godith en algún lugar del monasterio. Ya fuera para adquirir méritos para sus almas, por secreta simpatía con la causa de los muertos o por algún angustioso deseo de buscar a parientes o amigos, tres de los viajeros que se alojaban en la hospedería habían ofrecido su ayuda voluntariamente. A la vista de tal ejemplo, tal vez hubiera sido posible conseguir que otros, incluso Berengario, se sintieran obligados a participar. Pero, al parecer, el joven ya se había alejado a caballo, en su esperanzado afán de servir al rey. Un recién llegado que busca favores no puede permitirse el lujo de que su rostro sea olvidado. La noche anterior también había salido a caballo nada más terminar vísperas, según dijeron los hermanos legos de los establos. Sus tres servidores estaban allí y pasaban el día sin hacer nada después de almorzar, dar de comer y ejercitar los caballos, pero no veían ninguna razón para participar en una actividad desagradable y que posiblemente disgustaría al rey. Cadfael no se lo reprochaba. El grupo que cruzó el puente y recorrió las calles de la ciudad para subir al castillo estaba integrado por veinte hombres, contando a los monjes, los hermanos legos y los tres bondadosos viajeros.

Al rey Esteban debió de alegrarle que le ofrecieran voluntariamente aquel servicio que, de otro modo, hubiera tenido que imponer mediante una orden. Alguien tenía que enterrar a los muertos, so pena de que la nueva guarnición sufriera las consecuencias, y de que, en una fortaleza cerrada de una ciudad amurallada, las enfermedades pudieran enconarse y multiplicarse espantosamente. Al mismo tiempo, cabía la posibilidad de que el rey jamás le perdonara al abad Heriberto aquel implícito reproche y aquel recordatorio de sus deberes cristianos. Aun así, el anciano hizo valer la autoridad necesaria, y el grupo atravesó las puertas sin ningún contratiempo. Cadfael fue recibido por el propio Prestcote.

—Vuestra señoría ya habrá sido informada sobre nosotros —dijo inmediatamente Cadfael—. Hemos venido para hacernos cargo de los cuerpos, y pido un espacio limpio y adecuado donde podamos depositarlos hasta que mañana los enterremos. Si pudiéramos sacar agua del pozo, no necesitaríamos nada más. Los lienzos ya los traemos nosotros.

—La sala interior está vacía —contestó Prestcote con indiferencia—. Allí hay sitio, y también unas tablas que podéis utilizar si os hacen falta.

—El rey también ha dado su venia para que los desventurados que vivieron en esta ciudad y tuvieron familia o vecinos aquí, puedan ser reclamados y enterrados en privado. ¿Tendréis la bondad de mandar que lo anuncien en la ciudad cuando todo esté a punto? ¿Y otorgar a los familiares libre entrada y salida?

—Si algunos tienen la audacia de venir —contestó Prestcote con arrogancia—, pueden llevarse a su pariente, y bienvenidos sean. Cuanto antes se retire esta carroña, tanto más me alegraré.

—¡Muy bien! ¿Qué habéis hecho con ellos?

Antes del amanecer, los muros y las torres habían sido despojados de su repentina cosecha de amargos frutos. Los flamencos debieron pasar la mitad de la noche trabajando para eliminar aquellas pruebas, cosa que sin duda no se les ocurrió a ellos sino más bien a Prestcote. Éste había aprobado la matanza, pero no quería complacerse en ella. Era un soldado de costumbres estrictas y ordenadas y quería tener una guarnición limpia.

—Cortamos las sogas cuando ya estaban muertos y los arrojamos por encima del parapeto al foso que hay bajo el muro. Id hacia la barbacana y, entre las torres y el camino, los encontraréis.

Cadfael examinó la pequeña sala que le habían ofrecido. Estaba limpia y recogida, y habría sitio para todos. Cruzó con su grupo la puerta de la muralla de la ciudad y bajó al profundo foso que había al pie de las torres. Altas hierbas y achaparrados arbustos ocultaban parcialmente lo que, visto más de cerca, parecía un campo de batalla. Los muertos yacían amontonados junto al muro como juguetes rotos. Cadfael y sus ayudantes se levantaron las túnicas y los faldones de los hábitos y empezaron a trabajar silenciosamente en parejas, desenredando la enmarañada madeja de cuerpos, retirando primero los más accesibles y separando a los convertidos en una masa informe a causa de la caída. El sol se elevó en el cielo y el calor se reflejó sobre ellos desde la piedra de los muros. Los tres piadosos viajeros se despojaron de sus camisas. El aire resultaba sofocante en el profundo foso, y todos sudaban y jadeaban, pero seguían trabajando sin desmayo.

—Con mucho cuidado —les advirtió Cadfael—, todavía podría haber alguno vivo. Tenían prisa y quizá dejaron caer a alguno demasiado pronto. Con el almohadón de cuerpos que había aquí abajo, alguno pudo sobrevivir a la caída.

Pero los flamencos, a pesar de sus prisas, habían hecho un trabajo concienzudo. Nadie se había salvado de la matanza.

Empezaron muy temprano, pero cuando terminaron de depositar los cuerpos en la sala ya era cerca del mediodía. Los lavaron y compusieron de la mejor manera posible, estirando las extremidades rotas, cerrando los párpados, peinando incluso los cabellos desgreñados y juntando las mandíbulas abiertas para que el rostro del muerto no horrorizara a los desdichados progenitores o a la esposa que lo hubiera amado en vida. Antes de presentarse ante Prestcote para recordarle que hiciera la prometida proclama, Cadfael revisó las hileras de cadáveres para comprobar que estuvieran lo más presentables posible. Mientras efectuaba el recorrido, aprovechó para contarlos. Al terminar, frunció el ceño, reflexionó un instante y decidió repetir la cuenta. Luego inició un examen minucioso de todos los que no se había encargado personalmente, retirando los lienzos de lino que cubrían los peores estragos. Cuando se levantó tras haber examinado al último, se fue con la cara muy seria en busca de Prestcote sin decirle ni una palabra a nadie.

—¿Cuántos me dijisteis que habían sido ajusticiados por orden del rey? —preguntó Cadfael.

—Noventa y cuatro —contestó Prestcote, perplejo e impaciente.

—O bien no los contasteis —dijo Cadfael— o bien os equivocasteis en la cuenta. Allí hay noventa y cinco.

—Noventa y cuatro o noventa y cinco —replicó Prestcote exasperado—, ¿qué más da? Todos son traidores y condenados, ¿tendré que mesarme el cabello porque el número no cuadra?

—Vos tal vez no —dijo Cadfael sin inmutarse—, pero Dios exigirá cuentas. Teníais orden de ajusticiar a noventa y cuatro, incluido Arnulfo de Hesdin. Justificada o no, ésa era la orden, vos habíais recibido la sanción y todo estaba convenido en estos términos. La rendición de cuentas vendrá más tarde y en otro tribunal. Pero el nonagésimo quinto no figuraba en la cuenta, ningún rey había decretado su desaparición de este mundo, ningún castellano había recibido órdenes de ejecutarle, jamás fue acusado de rebelión, traición o cualquier otro delito, y el hombre que lo destruyó es culpable de asesinato.

—¡Santas llagas de Cristo! —estalló Prestcote con violencia—. ¡En el calor del combate un soldado se equivoca en la cuenta y vos queréis convertir el error en un caso coram rege! Lo omitieron en la cuenta, pero fue hecho prisionero y ahorcado como los demás, tal como merecía. Se rebeló como los demás, lo ahorcaron como a los demás, y sanseacabó. Pero ¿qué queréis que haga, hombre de Dios?

—Sería conveniente —contestó Cadfael— que vinierais a echarle un vistazo, para empezar. Porque no es como los demás. No lo colgaron como a los demás, no tenía las manos atadas como los otros… No se puede comparar en modo alguno con ellos, aunque alguien debió de dar por sentado que pensaríamos lo que vos, y no llevaríamos la cuenta. Os digo, mi señor Prestcote, que hay un hombre asesinado entre los ajusticiados, una hoja escondida en vuestro bosque. Y, si lamentáis que mis ojos lo hayan descubierto, ¿creéis que Dios no lo había visto mucho antes? Y, suponiendo que pudierais hacerme callar, ¿creéis que Dios callaría?

Prestcote dejó de caminar arriba y abajo y miró fijamente a Cadfael.

—Tenéis razón —dijo con voz alterada—. ¿Cómo es posible que haya un hombre ejecutado de otra manera? ¿Estáis seguro de lo que decís?

—Totalmente. Venid a verlo. Está allí porque algún felón quiso hacerlo pasar entre los demás, sin despertar sospechas ni curiosidad.

—En tal caso, debía saber que los otros estarían allí.

—Al anochecer, eso lo sabía casi toda la ciudad y toda la guarnición. El acto se cometió por la noche. ¡Venid a verlo!

Prestcote le acompañó, consternado y preocupado, tal como hubiera hecho un culpable. ¿Y quién mejor situado que él para conocer todo lo que necesitaba saber un culpable con el fin de protegerse? Aun así Prestcote se arrodilló con Cadfael junto al cuerpo. Era distinto de los demás y se encontraba hacia el fondo de la sala, entre los altos muros, envuelto por el olor de la muerte que ya empezaba a extender sobre ellos su insidioso sudario.

Se trataba de un joven. No llevaba armadura, pero los demás también habían sido despojados de las suyas pues las cotas de malla se consideraban muy valiosas. Sin embargo, su atuendo sugería que no llevaba cota de malla ni ninguna prenda de cuero. El joven iba vestido con prendas de tejido ligero y de color oscuro, pero calzaba botas, como alguien que hubiera emprendido un viaje en una jornada estival, queriendo cabalgar con comodidad y a la vez tener suficiente abrigo durante la noche, tras haberse quitado la camisola para estar más fresco durante el día. Aparentaba unos veinticinco años de edad, no más, era pelirrojo y tenía un rostro redondo y hermoso, siempre y cuando el observador pasara por alto la congestión de la estrangulación, parcialmente suavizada por los expertos dedos de Cadfael. Había logrado disimular el abultamiento de los ojos, pero no el de los párpados.

—Murió estrangulado —dijo Prestcote, y suspiró de alivio.

—Cierto, pero no por una soga. Y no con las manos atadas como los demás. ¡Mirad! —Cadfael apartó los pliegues del capuchón que cubrían la joven garganta y mostró la línea cruel y áspera que parecía separar la cabeza del cuerpo—. ¿Veis la delgadez de la cuerda que le arrebató la vida? Ningún hombre colgó jamás de semejante dogal. Le rodea el cuello y es tan fina como un sedal. Quizá era un sedal. ¿Veis los bordes de este pliegue de piel, descolorido y reluciente? La cuerda que lo mató estaba encerada para que entrara más profundamente y con más suavidad. ¿Y veis este hueco aquí detrás? —preguntó, levantando delicadamente con su brazo la cabeza sin vida para mostrar, junto a la columna vertebral, un profundo hueco con sangre ennegrecida en su interior—. Es la huella del garfio de una clavija de madera que se retuerce cuando la cuerda rodea la garganta de la víctima. Los estranguladores usan estas cuerdas enceradas con estos garfios en los extremos… para matar a traición en los caminos. Si mano y muñeca tienen fuerza suficiente, es la manera más fácil de quitar de este mundo a los enemigos. ¿Y veis, mi señor, cómo el cuello está lacerado y ensangrentado en la línea de contacto con la cuerda? Ahora, observad las manos… Fijaos en las uñas, orladas de sangre. El mozo agarró la cuerda que lo estaba matando. ¿Habéis ahorcado alguna vez a alguien que no tuviera las manos atadas?

—¡No! —contestó Prestcote, tan fascinado por los detalles que la respuesta se le escapó involuntariamente. Hubiera sido de todo punto inútil intentar retirarla. Mientras miraba a fray Cadfael, situado al otro lado del anónimo cuerpo, su rostro se endureció de pronto en una mueca de hostilidad—. Dando a conocer una historia tan extraña no ganaremos nada —dijo muy despacio—. Conformaos con enterrar a vuestros muertos. ¡Y dejemos el resto tal como está!

—No habéis considerado —replicó Cadfael en voz baja— que, hasta ahora, nadie puede identificar a este joven. Tanto podría ser un enviado del rey como un enemigo. Mejor tratarle con cuidado y estar en paz con Dios y con los hombres. Además —añadió en un tono todavía más monásticamente inocente—, si intentarais ocultar la verdad podríais despertar dudas sobre vuestra honradez. Yo que vos, informaría fielmente de lo ocurrido y mandaría inmediatamente la proclama a los ciudadanos. Nosotros ya estamos preparados. Entonces, si alguien reclama a este joven, tendréis el alma a salvo. Y, si no, habréis hecho todo lo posible para enderezar un entuerto. Y aquí terminará vuestro deber.

Prestcote le miró con recelo un instante y después se puso bruscamente en pie.

—Haré la proclama —dijo, retirándose majestuosamente de la sala.

La noticia se dio a conocer en toda la ciudad, e incluso se comunicó oficialmente a la abadía para que pudiera anunciarse en la hospedería. Hugo Berengario, que regresaba por el este procedente del campamento del rey, tras haber vadeado el río, aprovechando una pequeña isla en mitad de la corriente, oyó la proclama al llegar a la caseta de vigilancia de la abadía. Entre quienes la escuchaban con inquietud, vio la esbelta figura de Aline Siward, que había salido de su casa para oír la noticia. La joven iba por primera vez con la cabeza descubierta. Su cabello era tan dorado como Berengario imaginaba, y unos bucles ensortijados le enmarcaban el rostro ovalado. Las largas pestañas que protegían sus ojos eran varios tonos más oscuras, de un reluciente color bronce. La muchacha escuchó con atención, mordiéndose el labio y retorciendo nerviosamente sus manos delicadas. Estaba inquieta y asustada, y parecía muy joven.

Berengario desmontó a pocos pasos de ella, como si hubiera elegido aquel lugar para oír mejor lo que estaba diciendo el prior Roberto.

—… y Su Alteza el rey da licencia a cualquiera que lo desee para que acuda a reclamar a sus parientes, si hubiera alguno entre los ajusticiados, y los entierre en sus sepulturas por su propia cuenta. Además, puesto que hay uno cuya identidad se desconoce, desea que todos cuantos le vean comuniquen su nombre, si lo saben. Todo eso podrá hacerse sin temor a castigos o represalias.

No todos estaban dispuestos a aceptar la sinceridad de aquellas palabras, pero la joven sí la aceptó. Estaba preocupada, no por las consecuencias que ella pudiera sufrir sino más bien por la desesperada convicción de que debía hacer aquel doloroso peregrinaje, por mucho que la angustiaran los horrores que tendría que ver. Berengario recordó que ella tenía un hermano que había desafiado a su padre y se había unido a los partidarios de la emperatriz. Aunque ella había oído rumores de que estaba en Francia, no tenía posibilidad de averiguar si eran ciertos. Ahora hubiera querido no verse obligada, dondequiera que hubiera guarniciones adeptas a la emperatriz destruidas por la guerra, a cerciorarse de que su hermano no figuraba entre las víctimas. Su rostro ingenuo y elocuente dejaba traslucir todos sus pensamientos.

—Señora —dijo respetuosamente Berengario—, si os puedo servir en algo, os ruego que me lo mandéis —la joven le miró sonriendo. Le había visto en la iglesia y sabía que era un huésped de la abadía como ella. La tensión había convertido Shrewsbury en una ciudad en la que todos se comportaban como leales vecinos o potenciales informadores, actitud esta última de la que ella hubiera sido incapaz. Pese a todo, Berengario consideró oportuno presentarse—. Recordaréis que comparecí ante el rey para ofrecerle mi lealtad cuando vos lo hicisteis. Soy Hugo Berengario, de Maesbury. Tendría sumo gusto en serviros. Me ha parecido que estabais algo perpleja y afligida por lo que acabamos de oír. Si hay algo que yo pueda hacer por vos, lo haré de buen grado.

—Ya os recuerdo —contestó Aline— y agradezco vuestro amable ofrecimiento, pero se trata de algo que sólo yo puedo y debo hacer. Nadie más conocería el rostro de mi hermano. A decir verdad, tenía un poco de miedo… pero sé que habrá mujeres de la ciudad que acudirán allí para buscar a sus hijos. Si ellas pueden hacerlo, yo también podré.

—Pero vos no tenéis ninguna razón —dijo Berengario— para suponer que vuestro hermano se encuentra entre esos desventurados.

—Ninguna, excepto que no sé dónde está y me consta que abrazó la causa de la emperatriz. Sería mejor asegurarse, ¿no os parece? Y no perderse ninguna posibilidad. Mientras no le encuentre muerto, puedo esperar volverle a ver vivo.

—¿Le queríais mucho? —preguntó Berengario.

La joven vaciló antes de responder.

—No, jamás le conocí como una hermana debe conocer a un hermano. Gil andaba siempre con sus amigos, tenía su vida y me llevaba cinco años. Cuando yo tenía once o doce años, se fue de casa y sólo regresaba para discutir con mi padre. Pero es el único hermano que tengo, yo no le he desheredado. He escuchado que hay un cadáver de más, a quien nadie conoce.

—No será Gil —dijo Berengario con firmeza.

—Pero ¿y si lo fuera? En ese caso, necesitaría tener un nombre y una hermana que hiciera lo que corresponde en estos casos —de pronto, Aline tomó una determinación—. Debo ir.

—Yo creo que no. Pero, en caso de que os empeñéis, no deberíais ir sola.

Berengario pensó con tristeza que la joven respondería que iría con su doncella, pero, en su lugar, Aline dijo:

—¡No llevaré a Constanza a semejante lugar! Ella no tiene a ningún pariente allí, ¿por qué hacerla sufrir como yo?

—Siendo así, os acompañaré, si me lo permitís.

Berengario se preguntó si la joven estaría simulando, aunque le pareció que no. Su rostro apenado se iluminó de repente mientras le miraba con ingenuo asombro, esperanza y gratitud. Sin embargo, la muchacha seguía dudando.

—Es muy amable de vuestra parte, pero no puedo permitirlo. ¿Por qué debería someteros a semejante suplicio sólo porque yo tenga un deber que cumplir?

—¡Por favor! —dijo Berengario con indulgencia, tan seguro de sí mismo como de ella—. No tendré un momento de paz si rechazáis mi ofrecimiento y vais sola. Sin embargo, si me decís que mi insistencia aumenta vuestra congoja, guardaré silencio y os obedeceré. Pero sólo en este caso.

—No… —los labios de Aline se estremecieron—, sería mentira. ¡No soy muy valiente! Os estaré muy agradecida.

Berengario ya tenía lo que quería y había sacado el máximo provecho de la situación. ¿Para qué ir a caballo si un paseo a pie por la ciudad duraría más tiempo y le daría mejores oportunidades de conocer a la muchacha? Hugo Berengario envió su caballo a los establos y se fue con Aline, cruzando el puente de Shrewsbury.

Fray Cadfael montaba guardia en un rincón de la sala junto al joven asesinado al lado de una arcada cerca de la cual deberían pasar todos los que acudieran en busca de algún hijo o pariente. De este modo, esperaba poder interrogarles con más facilidad. Sin embargo, de momento no había obtenido más que silenciosos gestos con la cabeza y miradas entre compasivas y aliviadas. Nadie conocía al muchacho. ¿Qué interés podía esperarse por parte de aquellos pobres seres que acudían en busca de alguna cara conocida y apenas se fijaban en las demás?

Prestcote cumplió su palabra y no hubo represalias contra ellos ni ningún tipo de impedimento o pregunta. Quería librar cuanto antes el castillo de aquel horrendo recordatorio. La guardia, bajo el mando de Adam de Courcelle, tenía órdenes de no molestar a nadie e incluso de prestar ayuda para acelerar la retirada de los incómodos invitados antes del anochecer.

Cadfael había conseguido que todos los miembros de la guardia examinaran al desconocido, pero ninguno de ellos pudo identificarlo. Courcelle contempló largo rato el cadáver sacudiendo la cabeza.

—Jamás le he visto. ¿Qué pudo haber hecho este joven señor para que alguien lo odiara al punto de asesinarle?

—Puede haber asesinatos sin odio —explicó Cadfael—. Los salteadores de caminos y los bandidos del bosque toman a sus víctimas tal como vienen, sin ningún sentimiento de simpatía o de odio.

—Pero ¿qué beneficio podía deparar este joven que le hiciera acreedor de la muerte?

—Amigo mío —dijo Cadfael—, en este mundo hay personas capaces de matar por las pocas monedas que haya podido reunir un pordiosero durante el día. Cuando algunos ven que los reyes son capaces de ahorcar de golpe a más de noventa hombres por el solo delito de pertenecer a otro bando, ¿es de extrañar que los malvados lo tomen como una justificación? ¿O, por lo menos, como una licencia? —el rostro de Courcelle se ruborizó violentamente y en sus ojos brilló un momentáneo destello de cólera, aunque se abstuvo de replicar—. Sé que vos habíais recibido órdenes y no teníais más remedio que obedecerlas. En mis tiempos fui soldado y estuve sometido a la misma disciplina, e hice cosas que ahora quisiera no haber hecho. Ésa es una de las razones por las cuales finalmente acepté someterme a otra disciplina.

—Dudo que yo tome alguna vez esta determinación —dijo Courcelle con aspereza.

—Yo también lo hubiera dudado entonces. Pero aquí estoy, y por nada del mundo cambiaría mi vocación por la vuestra. ¡Todos hacemos lo mejor que podemos con nuestras vidas!

Y también lo peor con las vidas de los demás, si tenemos poder para ello, pensó Cadfael en silencio, contemplando las largas hileras de formas inmóviles tendidas en el suelo de la sala.

Para entonces ya había algunos huecos en las hileras. Aproximadamente una docena de cuerpos habían sido reclamados por padres o esposas. Muy pronto aparecerían unos carritos de mano empujados pendiente arriba hasta la puerta, y los hermanos y vecinos se llevarían en brazos los fláccidos cuerpos. Muchos ciudadanos seguían cruzando tímidamente la arcada, mujeres con las cabezas cubiertas con pañuelos y los rostros medio ocultos, ancianos resignados, buscando a sus hijos. No era raro que Courcelle, que jamás hubo de montar una guardia como aquélla, pareciera casi tan afligido como los deudos de los difuntos.

El joven estaba mirando al suelo con el ceño fruncido cuando Aline apareció en la arcada, dando el brazo a Hugo Berengario. Tenía el rostro pálido y contraído en una mueca de angustia, mantenía los ojos muy abiertos y los labios apretados, y sus dedos se clavaban en la manga de su acompañante como los de los náufragos en las ramas que flotan sobre las aguas, pero mantenía la cabeza alta y avanzaba con paso firme. Berengario acompasó sus pasos a los de la joven y no hizo el menor esfuerzo por apartar los ojos del terrible espectáculo de la sala, limitándose a mirar de soslayo de vez en cuando el pálido semblante de la muchacha. Hubiera sido un grave error, pensó Cadfael, adoptar una actitud de ardorosa protección; por muy joven e ingenua que fuera, la chica pertenecía a una linajuda y orgullosa familia a la que no podía tratarse con ligereza cuando su noble sangre se encendía. Si hubiera acudido allí como aquellos pobres y desdichados deudos, no le hubiera dado las gracias a cualquier hombre que intentara librarla de aquel enojoso deber. Pese a ello, debía agradecer sin duda la considerada y discreta presencia de Berengario.

Courcelle levantó los ojos casi como si hubiera percibido la brisa de inquietud que los envolvía, y vio a los dos jóvenes iluminados por el cruel sol de la tarde que penetraba en la estancia sin ocultar ningún detalle. Su cabeza hizo un brusco movimiento y el cabello se le encendió como una hoguera.

—¡Dios bendito! —exclamó en voz baja, acercándose a ellos a toda prisa para impedirles el paso—. ¡Aline!… Señora, ¿cómo vos aquí? Éste no es lugar para vos. Me sorprende —añadió, mirando enfurecido a Berengario— que la hayáis traído aquí para contemplar una escena tan desoladora.

—Él no me ha traído —se apresuró a decir Aline—. Yo insistí en venir. Al no poder impedírmelo, ha tenido la bondad de acompañarme.

—En tal caso, mi estimada señora, habéis sido una insensata, imponiéndoos este castigo —dijo Courcelle con fiereza—. ¿Por qué? ¿Acaso tenéis algún asunto pendiente aquí? Estoy seguro de que aquí no hay nadie que os pertenezca.

—Rezo para que no os equivoquéis —contestó la joven. Sus grandes ojos, destacando en el pálido rostro, contemplaron con temerosa fascinación las hileras de cuerpos envueltos en sudarios. El horror y repugnancia iniciales se trocaron poco a poco en un emocionado sentimiento de compasión humana—. ¡Pero debo saberlo! ¡Como todas estas gentes! Sólo hay un medio de asegurarme, y no es peor para mí que para ellas. Vos sabéis que tengo un hermano…, estabais presente cuando se lo dije al rey…

—Pero él no puede estar aquí. Vos dijisteis que huyó a Normandía.

—Dije que corrían rumores… pero ¿cómo puedo estar segura? Puede haber llegado a Francia, puede haberse unido a alguna compañía bajo las órdenes de la emperatriz en algún lugar cercano, no lo sé. Debo comprobar por mí misma si eligió Shrewsbury o no.

—Pero los de la guarnición de aquí eran muy conocidos. No es probable que vuestro hermano figurara entre ellos.

—La proclama del alguacil —terció Berengario en voz baja— señalaba que aquí había un hombre desconocido. Al parecer, uno más de la cuenta.

—Debéis permitirme que lo vea por mí misma —dijo Aline con firmeza—, de lo contrario, ¿cómo podría vivir tranquila?

Courcelle no tenía ningún derecho a impedirle el paso, por mucho que lo lamentara. Por suerte, el cuerpo del desconocido estaba allí cerca y seguramente le confirmaría que no se trataba de su hermano.

—Está aquí —dijo, indicándole a la joven el rincón donde se encontraba fray Cadfael.

La muchacha miró y esbozó una radiante y sincera sonrisa involuntaria que, sin embargo, se borró de inmediato.

—Creo que os conozco. Os he visto en la abadía. Sois fray Cadfael, el herbolario.

—Ése es mi nombre —dijo Cadfael—, aunque no comprendo cómo lo habéis averiguado.

—Le pregunté al portero quién erais —confesó Aline, ruborizándose—. Os vi en el rezo de vísperas y completas, y… perdonadme, hermano, si he sido entrometida, pero os vi con un aspecto… como de alguien que hubiera vivido aventuras antes de encerrarse en el claustro. Me dijo que participasteis en la cruzada… ¡con Godofredo de Bouillon en el asedio de Jerusalén! Qué empresa tan extraordinaria… ¡Oh! —la joven apartó los ojos, avergonzándose un poco de su ardor y, en aquel momento, vio el rostro del muchacho, tendido a sus pies. Lo miró una y otra vez en sobrecogido silencio. El rostro no resultaba repulsivo porque la congestión se había suavizado. Más bien parecía hermoso—. Les habéis prestado a todos un servicio muy cristiano. ¿Éste es el desconocido? ¿El que sobraba en la cuenta?

—Así es —contestó Cadfael. Después, se inclinó para apartar el lienzo y mostrarle a la joven el sencillo pero costoso atuendo y la ausencia de cualquier implemento guerrero—. Aparte el puñal que lleva todo hombre cuando viaja, el muchacho no iba armado.

La joven levantó bruscamente la cabeza. Por encima de su hombro, Berengario contempló con el ceño fruncido el rostro redondo que en vida debió ser alegre y despreocupado.

—¿Me estáis diciendo —preguntó Aline— que no participó en los combates de aquí? ¿Que no fue capturado con la guarnición?

—Eso parece. ¿Vos no le conocéis?

—No —contestó la muchacha, bajando los ojos con pura e impersonal compasión—. Ojalá pudiera deciros su nombre, pero jamás le vi antes de ahora.

—¿Señor Berengario?

—No. Me es totalmente desconocido.

Berengario seguía sin apartar los ojos del cadáver. Ambos eran aproximadamente de la misma edad. Todo hombre que entierra a su hermano gemelo ve su propio entierro.

Courcelle apoyó solícitamente una mano sobre el brazo de la joven y le dijo en un tono persuasivo:

—Vamos, ya habéis cumplido con vuestro deber; ahora podéis marcharos de este triste lugar que no está hecho para vos. Ya veis que los temores eran infundados, vuestro hermano no está aquí.

—No —contestó Aline—, ése no es él, pero podría estar aquí. ¿Cómo puedo estar segura si no les veo a todos? —preguntó, zafándose hábilmente del apremiante contacto—. Ya que estoy aquí, no será peor para mí que para los demás. Fray Cadfael —añadió la joven—, ésa es ahora vuestra misión. Sabéis que necesito serenar mi espíritu. ¿Queréis acompañarme?

—De mil amores —contestó Cadfael sin más palabras, sabiendo que éstas no iban a disuadirla de su propósito.

Los dos jóvenes les siguieron el uno al lado del otro porque ninguno quería dar la precedencia a su compañero. Aline contempló los distintos rostros, apenada pero serena.

—Tenía veinticuatro años…, no se parecía mucho a mí, su cabello era más oscuro… ¡Todos los demás son mucho mayores que él!

Llevaban recorrido más de la mitad del doloroso camino cuando, de pronto, la muchacha asió el brazo de Cadfael y se quedó inmóvil donde estaba. No gritó, sólo tuvo aliento para un leve gemido que únicamente pudo oír Cadfael porque estaba muy cerca.

—¡Gil! —repitió Aline un poco más fuerte mientras desaparecía el poco color que le quedaba en las mejillas y el rostro se le ponía casi translúcido. Contemplando aquel semblante en otros tiempos altanero, obstinado y hermoso, la joven cayó de rodillas y se inclinó para observar más detenidamente el cadáver. Después lanzó un breve grito, se arrojó sobre el cuerpo y lo recogió en sus brazos. La mata de sus cabellos se derramó como un manto de oro sobre ambos.

Fray Cadfael, lo suficientemente experto como para dejarla en paz hasta que para su dolor necesitara consuelo en vez de discreta reserva, hubiera esperado en silencio, pero Adam Courcelle le apartó rápidamente a un lado, se arrodilló junto a la muchacha y la sostuvo por los brazos para que se apoyara contra su hombro. El impacto del descubrimiento lo había conmovido tan profundamente como a ella. Estaba tan afligido y consternado que, cuando habló, lo hizo entre balbuceos.

—¡Señora!… Aline… Dios mío, ¿de veras es vuestro hermano? Si lo hubiera sabido… lo habría salvado para vos… al precio que fuera, lo hubiera librado… ¡Que Dios me perdone!

A través de la cortina de su cabello dorado, la joven levantó un rostro sin lágrimas y le miró con asombro y compunción al verle tan apenado.

—Callad, por Dios. ¿Qué culpa tenéis vos? Vos no podíais saberlo. Hicisteis lo que os ordenaron. ¿Cómo hubierais podido salvar a uno, dejando morir a los demás?

—Entonces, ¿ése es de veras vuestro hermano?

—Sí —contestó Aline, contemplando al joven muerto con rostro casi inexpresivo—. Éste es Gil.

Ahora ya sabía lo peor y sólo le quedaba por cumplir el deber que le correspondería, a falta de padre o hermanos. Se quedó inmóvil en brazos de Courcelle, contemplando el rostro del muerto. Al verlo, Cadfael se alegró de haber conseguido devolver un poco de forma a unas facciones otrora hermosas pero, en la muerte, hundidas en un terror total. Por lo menos, la joven no vio aquella desintegración casi inhumana.

Lanzando un breve y profundo suspiro, Aline hizo ademán de levantarse. Hugo Berengario, que hasta entonces había hecho gala de un admirable comedimiento, le ofreció la mano desde el otro lado y la ayudó a ponerse de pie. Aline se mostraba tal vez más dueña de sí misma que en ningún otro momento de su vida, ya que nunca había tenido que enfrentarse con semejante prueba. Podría hacer, y haría, cualquier cosa que tuviera que hacer.

—Fray Cadfael, os agradezco todo lo que habéis hecho, no sólo por Gil y por mí, sino también por todos los demás. Ahora, si me lo permitís, me encargaré del entierro de mi hermano, tal como me corresponde.

—¿Adónde queréis que lo lleven? —preguntó Courcelle, profundamente emocionado—. Mis hombres lo trasladarán y estarán a vuestras órdenes en todo lo que necesitéis. Quisiera poder serviros yo mismo, pero no puedo abandonar mi guardia.

—Sois muy amable —contestó ella, un poco más serena—. La familia de mi madre tiene un sepulcro en la iglesia de San Alkmundo, aquí, en la ciudad. El padre Elías me conoce. Os agradeceré vuestra ayuda para trasladar a mi hermano hasta allí, pero no quiero que vuestros hombres se aparten por más tiempo de su deber. De lo demás, ya me encargaré.

Aline había recuperado el aplomo. Tenía cosas que hacer y asuntos que resolver. Debería actuar con rapidez porque hacía calor y los preparativos del entierro no podían demorarse.

—Mi señor Berengario —dijo con autoridad—, habéis sido muy amable y os agradezco todo lo que habéis hecho por mí, pero ahora debo quedarme para disponer la ceremonia del entierro. No es necesario que os amargue el resto de la jornada. Podéis dejarme tranquilamente aquí.

—Vine con vos —contestó Hugo Berengario— y no me iré sin vos.

Era la mejor manera de dirigirse a ella, sin discusiones y sin mostrarle simpatía abiertamente. Aline aceptó su opinión y empezó a tomar decisiones. Dos guardias se acercaron con unas estrechas parihuelas, donde colocaron el cuerpo de Gil Siward mientras su hermana le enderezaba la cabeza exangüe.

En el último momento, Courcelle, mirando apenado al muerto, dijo bruscamente:

—¡Esperad! Acabo de recordarlo…, creo que aquí hay algo que debió pertenecerle.

Cruzó rápidamente la arcada y se dirigió a las torres de vigilancia. Al poco regresó con una capa negra colgada del brazo.

—Esto estaba entre las prendas que dejaron en el cuarto de la guardia. Creo que es suyo… El broche del cuello tiene el mismo diseño que la hebilla de su cinturón.

Era cierto, se trataba de un dragón de la eternidad mordiéndose la cola, labrado en bronce.

—Lo he recordado justo ahora. No puede ser casualidad. Dejadme, por lo menos, que se la devuelva.

Courcelle extendió la capa delicadamente sobre las parihuelas y cubrió el rostro del muerto. Cuando levantó la mirada, vio que Aline le miraba por primera vez con lágrimas en los ojos.

—Ha sido un gesto muy amable —dijo la joven, tendiéndole la mano—. Nunca lo olvidaré.

Cadfael regresó a su puesto junto al cadáver desconocido y reanudó su tarea de interrogar a la gente, pero no obtuvo ninguna respuesta útil. Por la noche, todos los cuerpos que quedaran debían ser trasladados en carros a la abadía; el calor del verano no permitía más demoras. Al amanecer, el abad Heriberto consagraría una nueva parcela de tierra dentro del recinto de la abadía y en ella se cavaría una fosa común. Pero aquel desconocido que jamás había sido condenado ni acusado de ningún delito, no debía ser enterrado entre los ajusticiados. No podría haber descanso hasta que se le pudiera enterrar con su nombre y con los debidos honores.

En casa del padre Elías, sacerdote de la iglesia de San Alkmundo, Gil Siward fue reverentemente desnudado por su hermana, lavado y envuelto en un sudario, con la ayuda del buen religioso. Hugo Berengario esperó para acompañarlos, pero no entró en la estancia donde ambos trabajaban. Aline no necesitaba la presencia de nadie más, ella sola se bastaba y sobraba para cumplir la tarea. Si alguien la hubiera privado de alguna parte de la misma, se hubiera sentido molesta, y no agradecida. Cuando terminó de preparar a su hermano para su lugar de descanso frente al altar de la iglesia, la joven se sintió súbitamente agotada y se alegró de contar con la casi silenciosa presencia de Berengario y con el brazo que éste le ofreció para acompañarla de nuevo a su casa junto al molino.

A la mañana siguiente, Gil Siward fue enterrado con la debida ceremonia en la sepultura de su abuelo materno, en la iglesia de San Alkmundo, mientras los monjes de la abadía de San Pedro y San Pablo enterraban con los ritos de rigor a los sesenta y seis soldados de la guarnición derrotada que todavía estaban a su cargo.