II

ucho antes del mediodía todo terminó con las puertas incendiadas y derribadas, los obstáculos eliminados uno a uno, los últimos arqueros perseguidos en las murallas y las torres y un humo denso y pegajoso cubriendo toda la fortaleza y la ciudad como un sudario. En las calles no se movía ninguna criatura humana, ni siquiera había perros. En cuanto se produjo el primer asalto, todos los hombres se arrojaron al suelo con sus mujeres, su familia y sus animales, tras las puertas cerradas y atrancadas, mientras escuchaban aterrados el fragor y los gritos de la batalla. Todo fue muy breve. La guarnición estaba agotada, falta de suministros y debilitada por las deserciones producidas mientras hubo alguna posibilidad de huir. Todos estaban seguros de que el siguiente ataque provocaría la caída de la ciudad. Los mercaderes de Shrewsbury esperaban con el corazón encogido los inevitables pillajes, y lanzaron un suspiro de alivio al enterarse de que el rey los había impedido, no porque quisiera privar a sus flamencos del botín sino porque no deseaba que se alejaran de su persona. Un rey era tan vulnerable como cualquier otro hombre y aquélla era una ciudad enemiga, todavía sin pacificar. Además, el asunto más urgente era la guarnición del castillo y, sobre todo, FitzAlan, Adeney y Arnulfo de Hesdin.

Esteban avanzó entre el humo y la sangre y entró en la sala del castillo, enviando a Courcelle, Ten Heyt y sus hombres con órdenes expresas de aislar a los cabecillas y conducirlos a su presencia. A Prestcote quiso tenerlo a su lado; las llaves estaban en manos del nuevo lugarteniente y ya se habían tomado medidas para abastecer a la guarnición real.

—Al final —dijo Prestcote en tono levemente crítico—, Vuestra Alteza ha pagado un precio muy bajo. En pérdidas, sin la menor duda. En dinero…, las demoras fueron muy costosas, pero el castillo está intacto. Tendrán que efectuarse algunas reparaciones en los muros…, construir nuevas puertas. Esta plaza no tenéis que perderla nunca más. Considero muy valioso el tiempo que nos costó ganarla.

—Ya veremos —contestó Esteban muy serio, pensando en los insultos que le había lanzado Arnulfo de Hesdin desde las torres. ¡Se hubiera dicho que cortejaba la muerte!

Entró Courcelle, que se había quitado el yelmo y exhibía todo el esplendor de su cabello castaño. Un joven muy prometedor, siempre alerta, inmensamente fuerte en el combate cuerpo a cuerpo y experto en el mando de tropas. Esteban le tenía en gran aprecio.

—Bien, Adam, ¿ya les tenemos? No creo que FitzAlan se haya escondido en los graneros como un criado cobarde, ¿verdad?

—¡No, Alteza, de ninguna manera! —contestó Courcelle tristemente—. Hemos recorrido la fortaleza desde los tejados a las mazmorras, y os aseguro que no hemos dejado nada por registrar. ¡Pero FitzAlan se ha escapado! Dadnos tiempo, y descubriremos el día, la hora, el camino que siguieron, los planes que ellos tenían…

—¿Ellos? —preguntó el rey, enfurecido al percatarse del plural.

—Adeney se fue con él. No cabe duda de que han huido. Lamento tener que dar a Vuestra Alteza esta noticia, pero la verdad es la verdad —contestó el joven, atreviéndose a proclamarla—. A Hesdin sí lo tenemos. Está herido, pero no de gravedad, unos simples arañazos. Lo tengo prisionero para más seguridad, aunque no creo que sea tan arrogante como cuando mandaba aquí dentro y vos estabais fuera.

—Traedlo ante mi presencia —ordenó el rey, muy disgustado por el hecho de que dos de sus principales enemigos se le hubieran escapado de las manos.

Arnulfo de Hesdin entró cojeando y arrastrando las cadenas que le aherrojaban los tobillos y las muñecas. Era un hombre corpulento de unos sesenta años, desfigurado por el polvo, el humo y la sangre. Dos flamencos le obligaron a arrodillarse ante el rey. Parecía asustado, pero en sus ojos brillaba todavía un cierto desafío.

—¿Cómo, estáis domado? —le preguntó el rey, exultante de gozo—. ¿Dónde está vuestra insolencia ahora? Hace apenas uno o dos días teníais muchas cosas que decir. ¿Os habéis quedado mudo? ¿O es que acaso ahora habláis otro idioma?

—Alteza —contestó Hesdin sin apenas disimular el odio que sentía—, sois el vencedor y estoy a vuestra merced y a vuestros pies. He luchado en buena lid y confío en recibir un trato honroso. Soy un noble de Inglaterra y Francia. Vos necesitáis dinero. Yo valgo el rescate de un conde y puedo pagarlo.

—Demasiado tarde para hablarme de buenas lides, vos que fuisteis tan arrogante y mal hablado cuando unas murallas se interponían entre nosotros. Juré entonces arrebataros la vida, y ahora os la arrebataré. El rescate de un conde no la podrá pagar. ¿Queréis que os diga mi precio? ¿Dónde está FitzAlan? ¿Dónde está Adeney? Decidme inmediatamente dónde puedo echar el guante a esos dos, y será mejor que recéis para que lo consiga, y entonces es posible, ¡sólo posible!, que os permita conservar vuestra miserable vida.

Hesdin levantó la cabeza y miró al rey a los ojos.

—Vuestro precio me parece demasiado alto —dijo—. Sólo una cosa os diré con respecto a mis compañeros: no huyeron de vos hasta que todo estuvo perdido. Tanto si vivo como si muero, eso es lo único que conseguiréis de mí. ¡Proseguid vuestra noble cacería!

—¡Ya veremos! —replicó el rey, enfurecido—. ¡Ya veremos si no logramos obtener algo más de vos! Mandad que se lo lleven, Adam, y entregadlo a Ten Heyt, a ver qué se puede hacer con él. Hesdin, tenéis tiempo hasta las dos de la tarde para decirnos todo lo que sabéis con respecto a su huida, de lo contrarío, os haré colgar de las almenas. ¡Lleváoslo!

Se lo llevaron a rastras, todavía de rodillas. Esteban permaneció sentado, mordiéndose los nudillos.

—¿Pensáis que es cierto lo que ha dicho, Prestcote? ¿Que huyeron sólo cuando el combate ya estaba perdido? En tal caso, es muy posible que todavía se encuentren en la ciudad. ¿Cómo podrían escapar? Por la puerta fortificada, atravesando nuestras filas, por supuesto que no. Las primeras compañías se dirigieron inmediatamente hacia los dos puentes. Deben de permanecer ocultos en la ciudad. ¡Buscadlos!

—No es posible que alcanzaran los puentes —dijo Prestcote—. Sólo hay otro camino para salir, y es el portón que conduce al río. Dudo que hubieran podido cruzar a nado el Severn sin ser vistos, y estoy seguro de que no disponían de una embarcación. Lo más probable es que estén ocultos en algún lugar de la ciudad.

—¡Registradlo todo! ¡Encontradlos! No habrá saqueo hasta que les tenga en mi poder. Buscad por todas partes, y encontradlos.

Mientras Ten Heyt y sus flamencos reunían a los prisioneros y colocaban la nueva guarnición bajo las órdenes de Prestcote, Courcelle y otros, junto con sus compañías, recorrieron la ciudad, confirmaron la seguridad de los dos puentes y empezaron a registrar todas las casas y los talleres situados dentro de las murallas. El rey, con la conquista ya asegurada, regresó al campamento con su guardia y esperó noticias sobre los dos fugitivos. Courcelle se presentó ante él, pasadas las dos de la tarde.

—Alteza —dijo sin preámbulos—, lamento no traer más que un fracaso. Hemos buscado por todas las calles de la ciudad, interrogado a todos los funcionarios y mercaderes y registrado todas las casas. La ciudad no es muy grande y, a no ser por un milagro, me parece imposible que hayan podido salir del interior de las murallas sin ser vistos. Sin embargo, no hemos encontrado a FitzAlan ni a Adeney, no hay la menor huella ni se sabe nada de ellos. Por si hubieran cruzado el río a nado y se encontraran más allá de la barbacana de la abadía, he enviado una patrulla rápida. Con todo, dudo de que ahora podamos averiguar algo sobre ellos. Hesdin sigue en sus trece. No le han sacado ni una sola palabra, pese a que Ten Heyt ha hecho todo lo posible. No conseguiremos nada de él. Conoce su condena. Las amenazas no servirán de nada.

—Recibirá lo que le prometimos —dijo Esteban, frunciendo el ceño—. ¿Y los demás? ¿Cuántos prisioneros hicimos en la guarnición?

—Aparte Hesdin, noventa y tres hombres armados —Courcelle estudió el bello rostro del monarca; por muy disgustado y enfurecido que estuviera, no era probable que el rencor anidara mucho tiempo en su corazón. Llevaban semanas diciéndole que no debía mostrarse compasivo—. Alteza, la clemencia ahora sería tomada por debilidad —añadió enérgicamente Courcelle.

—¡Ahorcadlos! —dijo Esteban, dando rápidamente la orden antes de que tuviera tiempo de arrepentirse.

—¿A todos?

—¡A todos! Inmediatamente. Expulsadlos de este mundo antes del amanecer.

Encomendaron la desagradable tarea a los flamencos. Para eso estaban los mercenarios. El trabajo les mantuvo ocupados todo el día, lejos de las casas de la ciudad, que, de otro modo, hubieran sido saqueadas. Aquel siniestro intervalo permitió a los gremios, los magistrados y los alguaciles reunir apresuradamente una delegación de lealtad al rey y conseguir de él, por lo menos, un escéptico y renuente gesto de gracia. Aunque el monarca no creyera en su repentina fidelidad, sí valoró la urgencia con que le fue ofrecida.

Prestcote desplegó su nueva guarnición y puso en orden el castillo mientras Ten Heyt y sus compañías despachaban a la antigua guarnición desde las almenas. El primero en morir fue Arnulfo de Hesdin. El segundo fue un joven señor feudal al mando de una pequeña tropa; tenía un miedo atroz y fue arrastrado a la muerte, protestando y gritando que le habían prometido respetar su vida. Los flamencos apenas entendían el inglés y las súplicas les hicieron mucha gracia hasta que el dogal interrumpió su diversión.

Adam Courcelle se alegró de no tener nada que ver con aquella matanza y prosiguió su búsqueda hasta los confines de la ciudad, cruzando los puentes para registrar los arrabales. Pero no encontró el menor rastro de Guillermo FitzAlan ni de Fulke Adeney.

Desde la primera alarma de la mañana hasta la continua carnicería nocturna, un murmullo de sobrecogido horror recorrió la abadía de San Pedro y San Pablo. Los rumores eran tan densos como los enjambres de abejas; nadie sabía lo que ocurría, pero todos estaban seguros de que era algo terrible. Los monjes siguieron con sus costumbres de siempre, los oficios, el capítulo, la misa y las horas de trabajo, en la creencia de que la vida sólo se podría preservar impidiendo que la guerra, las catástrofes o la muerte la desbarataran. A la misa celebrada después del capítulo asistió Aline Siward con su doncella Constanza, pálida, angustiada y heroicamente serena. Tal vez, como consecuencia de ello, asistió también Hugo Berengario, el cual vio pasar a la dama desde la casa que le habían cedido junto a la barbacana de la abadía, cerca del molino principal. Durante el oficio religioso, el joven prestó más atención al turbado y adolescente perfil cubierto por el velo blanco de luto, que a las palabras del celebrante.

La muchacha mantenía las manos devotamente entrelazadas y sus labios delicados se movían en silencio, rezando por los moribundos y los que estaban sufriendo mientras ella permanecía arrodillada allí. La protectora presencia de la doncella Constanza la vigilaba celosamente, pero no podía alejar de ella las calamidades de la guerra.

Berengario la siguió de lejos hasta que la vio entrar de nuevo en su casa. No intentó darle alcance y tampoco hablar con ella. Cuando la joven desapareció, despidió a sus servidores y recorrió el muro de la puerta fortificada hasta el final del puente. La parte levadiza estaba todavía levantada para aislar el monasterio de la ciudad, pero, a su derecha, donde se levantaba el castillo envuelto en humo al otro lado del río, el clamor y los gritos de la batalla ya casi se habían extinguido.

Aún tendría que esperar a fin de conseguir cumplir la promesa de buscar a su prometida. En caso de que los signos no le engañaran, el puente volvería a bajar y se abriría. Entretanto, él se iría tranquilamente a almorzar. No tenía ninguna prisa.

Los rumores corrieron por la hospedería como en todas partes. Los que tenían negocios honrados que atender en otros lugares corrieron a hacer el equipaje para marcharse cuanto antes. Todos estaban seguros de que el castillo había caído y que el precio sería muy alto. A partir de aquel momento, convendría respetar los decretos del rey Esteban, que era quien estaba allí y se había alzado con el triunfo, dado que la emperatriz Matilde, por muy legítimas que fueran sus aspiraciones, se encontraba muy lejos, en Normandía, y no era probable que pudiera ofrecerles demasiada protección. También corrían rumores de que FitzAlan y Adeney, en el último momento, habían escapado de la trampa. De lo cual muchos se alegraban, en silencio.

Cuando Berengario volvió a salir, el puente ya estaba bajado y abierto, y los centinelas del rey vigilaban la entrada. Éstos examinaron con todo detalle sus credenciales y, al comprobar que todo estaba en regla, le franquearon el paso respetuosamente. El rey Esteban debía de haber dado órdenes con respecto a él. Berengario cruzó el puente y llegó a la puerta fortificada de la muralla, vigilada pero abierta. La calle era empinada porque la ciudad se asentaba en una loma. Berengario la conocía muy bien y sabía a dónde tenía que ir. En lo alto de la colina se extendía la hilera de los tenderetes y las casas de los carniceros, silenciosa y desierta.

La tienda de Edric Flesher era la mejor de la hilera, pero estaba cerrada y en silencio como las demás. Sólo se asomó alguna que otra cabeza, pero muy furtivamente, y en seguida se ocultaban tras las puertas atrancadas. A juzgar por el aspecto de la calle, los pillajes aún no habían llegado hasta allí. Berengario se detuvo ante una puerta cerrada y, cuando oyó unos ligeros movimientos en su interior, levantó la voz:

—¡Abridme, soy Hugo Berengario! Edric… Petronila… ¡Dejadme entrar, vengo solo!

Ya se imaginaba que la puerta estaría cerrada como una tumba y que los moradores de la casa no abrirían la boca, cosa que él no les reprochaba. De pronto, se abrió la puerta y apareció Petronila, con los brazos extendidos y con una radiante sonrisa como si fuera su salvador. Se estaba haciendo vieja, pero todavía era hermosa, suculenta y amable, lo más bello que él había visto en aquella ciudad asediada. Llevaba el cabello gris pulcramente recogido bajo la cofia blanca y sus vivos e inteligentes ojos grises le miraron con afecto, dándole una cordial bienvenida.

—Mi señor Hugo…, ¡qué alegría ver aquí un rostro conocido y de confianza! —Berengario comprendió de inmediato que no confiaba plenamente en él—. ¡Pasad, y bienvenido seáis! Edric, es Hugo… ¡Hugo Berengario!

En seguida apareció el marido, corpulento, rubicundo y competente, el mejor maestro de su oficio en aquella ciudad, a cuyo concejo pertenecía.

Ambos esposos le franquearon la entrada y atrancaron la puerta, cosa que Berengario observó y aprobó. Sin más preámbulos, el joven dijo lo propio de un enamorado:

—¿Dónde está Godith? He venido en su busca, para ofrecerle lo que necesite. ¿Dónde se esconde?

Los esposos estaban muy ocupados asegurándose de que los postigos estuvieran bien cerrados y de que no se oyeran pisadas hostiles en la calle, por lo que no prestaron demasiada atención a lo que él decía. Además, tenían muchas preguntas que hacer, antes de responder a las del muchacho.

—¿Os persiguen? —preguntó Edric con cierta inquietud—. ¿Necesitáis un lugar donde ocultaros?

—¿Estabais en la guarnición? —inquirió Petronila, palpándole con expresión preocupada en busca de heridas. Como si hubiera sido su nodriza y no la de Godith, y como si le hubiera visto todos los días de su vida, en lugar de sólo dos o tres veces desde que se concertara el infantil compromiso de matrimonio. ¡Demasiada solicitud! ¡Y una brevísima pausa mientras ambos esposos consideraban qué decirle y qué no decirle!

—Ya han venido a registrar por aquí —explicó Edric—. Dudo que vuelvan, lo revolvieron todo de arriba abajo, buscando al alguacil y al señor Fulke. Sois bienvenido en esta casa si la necesitáis. ¿Os persiguen acaso?

Berengario comprendió que ya estaban informados de que nunca estuvo en el interior del castillo ni jamás se alió con FitzAlan. Aquella astuta y vieja criada y su marido gozaban de la plena confianza de Adeney y sabían muy bien quién era su aliado y quién no había querido comprometerse.

—No, no se trata de eso, no corro peligro y no necesito nada. He venido sólo en busca de Godith. Dicen que su padre decidió demasiado tarde enviarla con la familia de FitzAlan. ¿Dónde puedo encontrarla?

—¿Os ha enviado alguien en su busca? —preguntó Edric.

—No, no, no me envía nadie… Pero ¿en qué otro lugar hubiera podido dejarla su padre? ¿Quién podría ser más digno de confianza que su nodriza? ¡Como es natural, lo primero que he hecho es venir a veros! ¡No me digáis que no está aquí!

—Estuvo —contestó Petronila—. Hasta hace una semana. Pero ya se fue, Hugo, llegáis demasiado tarde. Su padre envió a dos caballeros que no quisieron revelarnos adonde la llevaban. De este modo, no sabiendo nada, nada podrían obligarnos a confesar. Creo que se la llevaron a tiempo muy lejos de la ciudad y que ahora debe de estar a salvo. ¡Dios lo quiera!

No cabía duda del fervor de aquella oración. La nodriza hubiera estado dispuesta a luchar y morir por su niña. ¡Y también a mentir por ella, en caso necesario!

—Pero, por el amor de Dios, amigos míos, ¿no podéis ayudarme a encontrarla? Soy su futuro esposo. Soy responsable de ella si su padre muriese, tal como bien puede haber ocurrido a estas horas…

Estas palabras permitieron que el joven averiguara algo. La fugaz mirada que ambos esposos intercambiaron antes de exclamar al unísono «¡No lo quiera Dios!», le hizo comprender que sabían muy bien que FitzAlan y Adeney no habían muerto ni habían sido hechos prisioneros. No tenían certeza de que estuviera a salvo, pero apostaban sus vidas y su lealtad por ello. Ahora ya sabía que él, un renegado, no conseguiría sacarles nada más. Por lo menos, de forma directa.

—Lamento no poder ofreceros mejor consuelo —dijo Edric Flesher en tono apesadumbrado—, pero así están las cosas. Tranquilizaos y pensad que ningún enemigo le ha puesto las manos encima. Por nuestra parte, pedimos a Dios que ninguno de ellos lo haga jamás.

Eso podría ser una velada alusión a mi persona, pensó Berengario.

—En tal caso, debo irme para intentar enterarme de algo en otra parte —dijo el joven con gesto abatido—. No quiero poneros en peligro. Abre la puerta, Petronila, y mira si la calle está vacía.

La mujer obedeció y dijo que estaba tan vacía como la palma de la mano de un pordiosero. Berengario estrechó la mano de Edric y besó a su mujer, que reaccionó a su gesto con un culpable rubor en las mejillas.

—Rezad por ella —les dijo. Eso, por lo menos, no se lo negarían.

Después salió por la puerta entreabierta y oyó que la cerraban a su espalda. Sin hacer demasiado ruido, para demostrar que caminaba con cautela, pero procurando que le oyeran, se alejó rápidamente hasta la esquina de la casa. Una vez allí, dio media vuelta y regresó de puntillas para acercar el oído a la ventana.

—¡Buscando a su prometida! —le oyó decir a Petronila—. ¡Y un buen precio que estaría dispuesto a pagar, siendo ella el señuelo para el regreso de su padre, ya que no para el de FitzAlan! Ahora ya se ha congraciado con Esteban, y mi niña es su mejor arma.

—Tal vez somos demasiado duros con él —dijo Edric, más benévolo—. ¿Quién podría afirmar que no desea sinceramente que la moza esté a salvo? Reconozco que hemos hecho bien en no decirle nada. Que la busque por su cuenta.

—¡Nunca podrá saber —añadió la esposa con orgullo— que oculté a mi corderita en el único sitio en el que ningún hombre en su sano juicio la buscaría! —la mujer se rio al pronunciar la palabra «hombre»—. Ya habrá tiempo de sacarla de allí más tarde, cuando estos trastornos estén olvidados. Ahora rezo para que su padre ya se encuentre a muchas leguas de aquí. Y para que esta noche aquellos dos chicos de Frankwell consigan escapar hacia el oeste con el tesoro del alguacil. ¡Que lleguen sanos y salvos a Normandía y sirvan lealmente a nuestra emperatriz, que Dios bendiga!

—¡Cállate, amor mío! —dijo Edric en tono de reproche—. Hasta detrás de las puertas cerradas…

Ambos esposos se retiraron hacia una estancia interior y cerraron la puerta. Hugo Berengario se alejó y bajó sin prisas el largo y curvado sendero de la colina hasta llegar a la puerta de la ciudad y el puente, silbando muy contento por el camino.

Había obtenido más información de la que esperaba. O sea que pretendían sacar a FitzAlan con su tesoro y dirigirse al oeste, hacia el País de Gales, aquella misma noche. En medio de la desesperada situación en que se encontraban, habían tenido el acierto de guardarlo fuera de las murallas de la ciudad, en algún lugar del arrabal de Frankwell. De este modo, no tendrían que atravesar ninguna puerta ni cruzar ningún puente. En cuanto a Godith, Berengario tenía ahora una vaga idea del lugar donde podría encontrarla. ¡Con la chica y el dinero, pensó, un hombre podría comprar el favor de personas mucho menos corruptibles que el rey Esteban!

Una hora antes de vísperas, Godith se encontraba en la dependencia del herbario, agitando, diluyendo y mezclando sustancias, tal como le habían enseñado a hacer. Su corazón estaba angustiado y su mente se debatía entre la esperanza y la desesperación. Tenía el rostro tiznado de tanto enjugarse las lágrimas con una mano manchada de tierra del huerto, y sus ojos estaban rodeados por unas profundas ojeras causadas por el dolor y la tensión. Unas lágrimas escaparon de sus esfuerzos por contenerlas mientras sus manos estaban ocupadas, y cayeron en un brebaje que no debía diluirse. Godith lanzó un juramento que había aprendido hacía tiempo en el lugar donde estaban las jaulas de los halcones, cuando los halconeros regañaron a un descarado e imprudente aprendiz a quien ella tenía en mucho aprecio.

—Pronuncia más bien una bendición —le aconsejó la amable voz de fray Cadfael a su espalda—. Seguramente será la mejor tisana para los ojos que jamás he preparado. No dudes de que Dios te estaba mirando —la muchacha volvió hacia él su tiznado y conmovedor rostro, y se consoló al oír sus palabras—. Me he llegado hasta la caseta de vigilancia, el molino y el puente. Las noticias son todavía muy malas, y en seguida rezaremos por las almas de los que abandonan este mundo. Sin embargo, ése no es el peor de los males porque al final, todos tenemos que abandonarlo.

»Pero hay una buena noticia. Por lo que he oído a este lado del Severn y también en el puente (entre los que montan guardia, hay un arquero que estuvo conmigo en Tierra Santa), tu padre y FitzAlan no están muertos ni tampoco heridos o prisioneros, y, a pesar de todos los registros que se han hecho en la ciudad, no han conseguido encontrarles. Está claro que ya están muy lejos, Godric, muchacho. Dudo que ahora Esteban pueda atraparlos, por mucho que los busque.

»Y ahora ya puedes dedicar tu atención a aquel vino que estás aguando y ejercitarte en tu fingida personalidad de varón hasta que podamos sacarte de aquí y conducirte junto a tu padre.

Por un instante, la joven derramó tantas lágrimas como agua contiene el deshielo primaveral, pero en seguida brilló con tanto fulgor como el sol de primavera. Tenía tantas cosas por las que afligirse y tantas por las que alegrarse, que no sabía qué hacer primero, por lo que decidió ensayar ambas a la vez, tal como sucede en abril. Sin embargo, su edad era abrileña y salió triunfante el sol de la esperanza.

—Fray Cadfael —dijo, un poco más tranquila—, me gustaría que mi padre os hubiera conocido. Y, sin embargo, es evidente que vos no pertenecéis a su mismo bando, ¿verdad?

—Hija querida —contestó Cadfael—, mi monarca no es ni Esteban ni Matilde, y, durante toda mi vida, sólo he luchado por un rey. No obstante, aprecio la lealtad y la fidelidad, y dudo que los defectos del objeto tengan importancia. Lo importante es lo que eres y lo que haces. Tu lealtad es tan sagrada como la mía. Ahora lávate la cara, báñate los ojos y échate a dormir media hora antes de vísperas… Pero, no, ¡eres demasiado joven para poseer este don!

La muchacha no poseía el don que se adquiere con la edad, pero sí el cansancio nacido del esfuerzo juvenil, por lo que en cuestión de segundos se quedó dormida en la cama, tranquilizada por el jarabe del alivio. Cadfael la despertó a tiempo para el rezo de vísperas. Ella le siguió discretamente, con sus apretados rizos peinados sobre la frente para disimular sus ojos todavía enrojecidos.

Impulsados por el miedo y el terror, todos los ocupantes de la hospedería, entre ellos Hugo Berengario, se dirigieron a la iglesia. El joven tal vez no lo hizo por miedo sino atraído por el delicado anzuelo de Aline Siward, la cual acababa de salir de su casa junto al molino, con los ojos entornados y el corazón afligido. Pese a ello, a Berengario no le pasó por alto nada de lo que sucedía a su alrededor. Al ver las dos figuras contrastadas procedentes del huerto, el joven se puso a pensar. Un monje corpulento de mediana edad, de rostro bronceado por el sol y andares de marinero, apoyaba una mano protectora sobre el hombro de un mozo vestido con una túnica holgada quizá heredada de algún pariente más fornido, que caminaba a grandes zancadas con sus piernas desnudas y miraba a hurtadillas a través de unos bucles castaños. Berengario sonrió, pero tan hacia adentro que la sonrisa apenas se adivinó en sus labios.

Godith procuró dominar su gesto y sus pasos y no dio la menor muestra de haberle reconocido. Una vez en la iglesia, se reunió con sus compañeros, e incluso intercambió con ellos algunas sonrisas y codazos. En caso de que él aún estuviera mirándola, quería sorprenderle, hacerle dudar y cambiar de parecer. Llevaba más de cinco años sin verla. Por mucho que lo sospechara, no podría estar seguro. La joven vio que Berengario miraba hacia otro lado. Sus ojos se pasaron casi todo el rato clavados en una dama desconocida, vestida de luto. Godith empezó a respirar más tranquila e incluso se permitió observar a su prometido casi con la misma atención con la que él miraba a Aline Siward. La última vez que le vio, era un muchacho desgarbado de dieciocho años, todo codos y rodillas, que todavía no dominaba por completo su cuerpo. Ahora mostraba un porte más bien frío, arrogante y despectivo. Reconoció que era bastante bien parecido, pero ya no le interesaba y no poseía ningún derecho sobre ella. Las circunstancias podían alterar las situaciones. Se alegró al ver que ya no volvía a mirarla.

Sin embargo, se lo contó a fray Cadfael tan pronto como se reunieron en el huerto después de la cena, una vez finalizada la lección nocturna con sus compañeros. Cadfael analizó el asunto con seriedad.

—¡Conque ése es el joven con quien tenías que casarte! Llegó aquí directamente del campamento del rey, y está claro que se ha unido a su bando. Según fray Dionisio, que recoge todos los rumores que circulan entre los huéspedes, aún no ha sido plenamente aceptado y tiene que demostrar lealtad antes de que le otorguen algún puesto de mando —Cadfael se rascó la chata nariz y reflexionó un momento—. ¿Te pareció que te reconocía? ¿O que te miraba con insistencia, como si le recordaras a un conocido?

—Al principio creo que miraba con insistencia, como si dudara un poco. Pero después ya no volvió a mirarme ni mostró el menor interés. No, creo que no me reconoció. En cinco años he cambiado mucho, y vestida de esta manera… Dentro de un año —añadió Godith, asombrada y casi alarmada ante aquella posibilidad— hubiéramos tenido que casarnos.

—¡Eso no me gusta nada! —dijo Cadfael, preocupado—. Procuraremos que no te vea. Si logra ganarse el favor del rey, se irá de aquí con él más o menos dentro de una semana. Hasta entonces, no te acerques a la hospedería ni a los establos, y tampoco a la caseta de vigilancia o cualquier otro lugar donde puedas encontrártelo. Procura evitar por todos los medios que te vea.

—¡Ya lo sé! —exclamó Godith con voz temerosa—. Si me encuentra, podría entregarme para hacer méritos ante el rey. ¡Lo sé! Aunque mi padre ya estuviera embarcado, regresaría y se entregaría para salvarme. Y entonces le matarían como han matado a todas esas pobres almas… —la muchacha no se atrevió a mirar hacia las torres del castillo, horrendamente adornadas. Algunos de los hombres todavía estaban moribundos, aunque ella lo ignoraba. La tarea se había prolongado hasta el anochecer—. Le evitaré como si fuera la peste —añadió con vehemencia—, y rezaré para que se marche pronto.

El abad Heriberto era un hombre viejo, cansado y amante de la paz. La decepción provocada por los malos tiempos que corrían, combinada con el vigor y la ambición del prior Roberto, le habían inducido a apartarse del mundo y a hundirse cada vez más en los consuelos del espíritu. Además, sabía que no gozaba del favor del rey, al igual que todos aquéllos que no habían corrido a rendirle pleitesía y manifestarle su inquebrantable apoyo. Sin embargo, enfrentado con un ineludible y horrendo deber, todavía tuvo el valor de estar a la altura de las circunstancias. Había noventa y cuatro muertos o moribundos a los que se estaba eliminando como si fueran bestias, pese a que todos poseían un alma inmortal y tenían derecho a un entierro digno, por muy graves que hubieran sido sus delitos y errores. Los benedictinos de la abadía eran los defensores naturales de tales derechos, y el abad Heriberto no estaba dispuesto a permitir que los felones del rey Esteban fueran arrojados anónimamente y al azar a una fosa común. Aun así, la tarea le horrorizaba, por lo que miró alrededor en busca de alguien más experimentado que él en las duras cuestiones de la guerra y los derramamientos de sangre. La persona más idónea era naturalmente fray Cadfael, quien había atravesado el mundo en la primera cruzada y después había pasado diez años como patrón de barco en aguas de Tierra Santa, donde los combates eran incesantes.

Después de completas, el abad Heriberto mandó llamar a Cadfael a sus aposentos privados.

—Hermano, esta misma noche pienso ir a pedirle al rey Esteban su licencia para dar cristiana sepultura a todos los prisioneros ajusticiados. Si el rey accede, mañana recogeremos sus pobres cuerpos y los prepararemos decentemente para el sepulcro. Es posible que algunos sean reclamados por sus familias; a los demás, los enterraremos como es debido y con los ritos que correspondan. Hermano, vos habéis sido soldado. ¿Querríais encargaros de esta misión en caso de que obtenga la venia del rey?

—No de buen grado, pero, a pesar de todo, lo haré con todo mi corazón, padre —contestó fray Cadfael.