I

ray Cadfael estaba trabajando en el pequeño huerto de la cocina, junto a los estanques de peces del abad, cuando le llevaron por primera vez al muchacho. Era un caluroso mediodía de agosto y, de haber contado con los ayudantes necesarios, a aquella hora todos hubieran estado roncando a la sombra en lugar de sudar bajo el sol. Sin embargo, uno de sus auxiliares habituales, aún sin terminar el noviciado, había decidido abandonar su vocación monástica y reunirse con su hermano mayor, que combatía en el bando del rey Esteban en la guerra civil por el trono de Inglaterra; el otro se había asustado ante la proximidad del ejército real, pues su familia pertenecía a la facción de la emperatriz Matilde, y su mansión del condado de Chester le pareció un lugar mucho más seguro que la abadía de Shrewsbury bajo asedio. Por ello ahora Cadfael tenía que encargarse de todo, aunque en sus tiempos había trabajado bajo soles mucho más ardientes que aquél, y estaba firmemente dispuesto a que sus dominios no se llenaran de maleza, tanto si el mundo exterior se sumía en el caos como si no.

En aquellos primeros días de verano del año 1138, la lucha fratricida, hasta entonces más bien desigual, ya había cumplido dos años, pero nunca se había acercado tanto a Shrewsbury. Ahora su amenaza se cernía sobre el castillo y la ciudad como la sombra de la muerte. Pese a ello, la mente de fray Cadfael estaba enteramente entregada a la vida y el crecimiento, no a la destrucción y la guerra. Jamás hubiera podido imaginar que otra forma de muerte, furtiva o ilegal incluso en tiempos tan revueltos como aquéllos, rompería muy pronto la calma de la existencia que había elegido.

En circunstancias normales, en el mes de agosto no solía haber mucho trabajo en el huerto, aunque para un hombre solo era más que suficiente. La única ayuda que le ofrecieron fue fray Atanasio, sordo y medio lelo, y de quien no podía esperarse que supiera distinguir entre una hierba útil y una mala hierba, por lo que Cadfael rechazó el ofrecimiento enérgicamente. Mejor arreglárselas solo. Tenía que preparar un lecho para trasplantar repollos tardíos y sembrar las semillas de la variedad que crece en invierno, así como recoger guisantes y eliminar los rastrojos de la primera cosecha para dedicarlos a forraje y cama de los animales. Por si fuera poco, en un cobertizo de madera del herbario, que era su mayor orgullo, tenía una docena de preparaciones en vasijas de cristal y morteros colocados en estantes, las cuales exigían atención por lo menos una vez al día, aparte los vinos de hierbas que burbujeaban sin cesar en aquella fase del proceso. Era el momento culminante de la cosecha de hierbas, y todas las medicinas para el invierno exigían sus cuidados.

No obstante, Cadfael no era un hombre dispuesto a permitir que una parte de su reino se le escapara de las manos, por muy encarnizadas que fueran las luchas entre los regios primos Esteban y Matilde por el trono de Inglaterra más allá de los muros de la abadía. Cuando levantaba la cabeza e interrumpía la tarea de abonar el lecho de los repollos, podía ver las columnas de humo, cerniéndose sobre los tejados de la abadía, la ciudad y el castillo situado a lo lejos, y aspirar el acre residuo de las hogueras de la víspera. Aquella sombra y aquel olor cubrían Shrewsbury como un sudario desde hacía casi un mes. El rey Esteban efectuaba violentas incursiones desde su campamento más allá de la barbacana del castillo, que era el único camino a pie enjuto para entrar en la ciudad, a no ser que pudiera apoderarse de los puentes. En el interior de la fortaleza, Guillermo FitzAlan apenas podía resistir el asedio y contemplaba con inquietud la mengua de sus provisiones, dejándole los truenos del reto a su incorregible tío Arnulfo de Hesdin que nunca había aprendido a templar el valor con la discreción. Los habitantes de la ciudad mantenían las cabezas gachas, atrancaban las puertas, cerraban sus talleres y, si podían, se dirigían al oeste, hacia el País de Gales, junto a sus antiguos y cordiales enemigos, menos temibles que Esteban. Los galeses se alegraban de que los ingleses temieran a los ingleses (si Matilde y Esteban podían considerarse ingleses) y dejaran al País de Gales en paz, por lo que no se negaban a tender la mano a los fugitivos con tal de que la guerra siguiera por sus fueros.

Cadfael enderezó la espalda y se secó el sudor de la tonsura, bronceada por el sol hasta adquirir el color de las avellanas maduras. Vio que el limosnero fray Oswaldo se acercaba presuroso por el camino con los faldones ondeando al viento. Empujaba por el hombro a un mozo de unos dieciséis años, vestido con una áspera túnica de estameña y unos calzones cortos de verano que dejaban al descubierto las piernas, pero decentemente calzado con sandalias. El muchacho tenía todo el aspecto de haberse aseado y arreglado para una ocasión especial, y caminaba mirando humildemente al suelo. Otra familia que procura alejar a sus hijos para no tener que ceder a las presiones de uno u otro bando, pensó Cadfael sin el menor sentimiento de reproche.

—Fray Cadfael, creo que necesitáis ayuda y este joven dice que no le asusta el trabajo duro. Una buena mujer de la ciudad lo trajo al portero, y pidió que lo admitieran e instruyeran como siervo lego. Dice que es su sobrino de Hencot y que sus padres han muerto. Tiene una dote de un año. El prior Roberto ha dado licencia para que se quede y hay sitio en el dormitorio de los jóvenes. Asistirá a las clases con los novicios pero no hará los votos a menos que lo desee. ¿Qué os parece, queréis quedaros con él?

Cadfael observó al muchacho con interés y lo aceptó sin la menor vacilación, alegrándose de poder contar con alguien joven, sano y dispuesto a trabajar. El mozo era delgado, pero vigoroso, tenía los pies firmes y parecía muy ágil. Cuando levantó los ojos bajo una maraña de bucles castaños, el monje vio unos astutos e inteligentes ojos azul oscuro, orlados de largas pestañas, su porte era humilde y decoroso, pero no parecía intimidado.

—Gustosamente te aceptaré —dijo Cadfael—, siempre y cuando estés dispuesto a trabajar al aire libre conmigo. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Godric, señor —contestó el mozo con la voz ronca, observando a Cadfael con el mismo interés con que éste le observara a él.

—Muy bien, pues, Godric, tú y yo nos llevaremos muy bien. Primero, si quieres, recorrerás conmigo los huertos para que veas lo que tenemos entre manos y te acostumbres a vivir entre estos muros. Me imagino que te parecerá un poco extraño, pero es mucho más seguro que la ciudad; seguramente por eso tu buena tía te trajo aquí.

Los brillantes ojos azules se iluminaron de repente, pero en seguida volvieron a empañarse.

—Procura asistir al rezo de vísperas con fray Cadfael —le dijo el limosnero—. Fray Pablo, el maestro de novicios, te enseñará tu cama y te indicará las obligaciones que deberás cumplir después de la cena. Presta atención a lo que te diga fray Cadfael y obedécele como es debido.

—Sí, señor —le contestó, virtuosamente, el mozo.

Por debajo del acento humilde, una burbuja de risa parecía a punto de estallar. Cuando fray Oswaldo se alejó a toda prisa, los ojos azules le miraron hasta que se perdió de vista y después se fijaron en Cadfael. En aquel modesto rostro ovalado, la boca ancha y bien dibujada parecía hecha a propósito para la risa aunque en aquellos momentos mostraba una expresión de sombría gravedad. Los tiempos eran difíciles incluso para las personas de carácter jovial.

—Ven a ver la clase de tareas que tendrás que cumplir —dijo alegremente Cadfael, dejando la pala para acompañar a su nuevo pupilo en un recorrido por el huerto.

Le mostró las hortalizas, las hierbas que llenaban el aire del mediodía con su embriagadora fragancia, los estanques de los peces, y las plantaciones de guisantes que llegaban casi hasta el arroyo. El primer campo estaba seco y amarillo bajo el sol, con toda la cosecha ya recolectada, y hasta los guisantes más tardíos parecían inclinarse a causa del peso, con las vainas a punto de reventar.

—Ésos tenemos que recogerlos entre hoy y mañana. Con este calor, se estropean en un día. Estos otros ya secos se tienen que desbrozar. Ya puedes empezar. No los arranques, toma la hoz y córtalos a ras del suelo; las raíces son buenas para la tierra —Cadfael hablaba en tono despreocupado para eliminar los residuos de añoranza y extrañeza que pudiera sentir el muchacho ante aquel cambio tan brusco—. ¿Cuántos años tienes, Godric?

—Diecisiete —contestó la ronca voz a su lado. Era más bien bajito para tener diecisiete años, pensó Cadfael. Más tarde lo pondría a cavar; esa tierra era muy pesada de cultivar—. Puedo trabajar duro —añadió el mozo como si hubiera adivinado el pensamiento y estuviera ofendido—. No sé mucho, pero haré lo que me mandéis.

—Muy bien, pues, ya puedes empezar con los guisantes. Amontona lo seco aquí, lo usaremos para las camas de las bestias en los establos. Y las raíces volverán a la tierra.

—Como la humanidad —dijo, rápido, Godric.

—Sí, como la humanidad —demasiados volvían a la tierra prematuramente en aquella guerra fratricida. Cadfael observó que el muchacho volvía casi involuntariamente la cabeza y miraba más allá del recinto y los tejados de la abadía, hacia donde las torres almenadas del castillo se elevaban al cielo, envueltas en un sudario de humo—. ¿Tienes algún pariente allí, hijo mío? —le preguntó con dulzura.

—¡No! —se apresuró a contestar el joven—. Pero no puedo evitar pensar en ellos. En la ciudad dicen que eso no puede durar mucho…, que podría caer mañana. ¡Pero ellos simplemente han cumplido con su deber! Antes de morir, el rey Enrique obligó a sus barones a reconocer a la emperatriz Matilde como su heredera, y ellos juraron lealtad. Era su única hija viva y tenía que ser reina. Y, sin embargo, cuando su primo el conde Esteban se apoderó del trono y se hizo coronar rey, muchos lo aceptaron dócilmente y olvidaron su juramento. Eso no es justo. Y permanecer fielmente al lado de la emperatriz no puede ser malo. ¿Cómo pueden justificar su cambio de bando? ¿Cómo pueden justificar la pretensión del conde Esteban?

—Justificar no es la palabra más idónea, pero algunos señores, muchos más de los que sostienen el punto de vista contrario, prefieren tener por amo a un hombre antes que a una mujer. Puestos a elegir a un hombre, Esteban era el más cercano al trono. Es tan nieto del rey Guillermo como Matilde.

—Pero no es hijo del último rey. Y, en cualquier caso, a través de su madre, que era mujer como Matilde. ¿Dónde está la diferencia? —la voz juvenil había olvidado su prudente tono moderado y ahora hablaba con claridad y vehemencia—. La diferencia está en que el conde vino a toda prisa y se apoderó de lo que quería mientras Matilde se encontraba en Normandía sin sospechar nada. Y, ahora que la mitad de los barones ha recordado su juramento y se muestra favorable a ella, ya es tarde. ¿Qué saldrá de todo ello sino derramamiento de sangre y muertes? Ha empezado aquí, en Shrewsbury pero esto no es más que el principio.

—Hijo mío —dijo Cadfael con gran delicadeza—, ¿no exageras un poco en la confianza que me manifiestas?

El mozo, que había tomado la hoz y estaba blandiéndola en su mano a modo de prueba, se volvió a mirarle con sus grandes ojos azules súbitamente indefensos.

—Pues, sí —contestó.

—Y bien puedes hacerlo. Pero procura mantener la boca cerrada con los demás. Aquí estamos en el campo de batalla tanto como en la ciudad. Nuestras puertas nunca se cierran a nadie. Aquí se mezclan toda clase de hombres y, en tiempos difíciles, algunos pueden intentar comprar favores contando historias. Otros pueden incluso ganarse la vida recogiendo tales historias. Tus pensamientos están a salvo en tu cabeza, mejor que te los guardes ahí.

El mozo retrocedió e inclinó la cabeza, sintiéndose tal vez reprendido. ¡Pero tal vez no!

—Te devolveré confianza por confianza —dijo Cadfael—. A mi juicio, hay poco que elegir entre ambos monarcas, pero mucho a favor del hombre leal que cumple su palabra. Y ahora, déjame ver cómo trabajas. Cuando termine de plantar los repollos, vendré a echarte una mano.

Cadfael observó que el muchacho ponía manos a la obra con gran entusiasmo. La áspera túnica le venía excesivamente holgada, probablemente porque la había heredado de algún pariente fornido. Amigo mío, pensó Cadfael, con el calor que hace no podrás mantener ese ritmo mucho tiempo, ¡después, ya veremos!

Cuando se reunió de nuevo con su ayudante en el campo seco de agostados tallos de guisantes, el mozo estaba acalorado y sudoroso y jadeaba a cada golpe de hoz, pero no había aminorado sus esfuerzos. Cadfael tomó un montón de rastrojos y lo dejó en el borde del campo al tiempo que le decía, con la cara muy seria:

—Esto no es un castigo, muchacho. Desnúdate de cintura para arriba y ponte cómodo.

Después, él mismo se despojó de la parte superior de su hábito, que ya lo tenía subido hasta las rodillas, y dejó al descubierto sus poderosos hombros morenos, con los faldones colgando del cinto.

El efecto fue complejo, pero no del todo concluyente. El joven interrumpió momentáneamente su tarea y dijo:

—¡Ya estoy bien como estoy!

Pronunció las palabras con admirable compostura, pero varios tonos por encima del áspero nivel adolescente y viril de sus anteriores frases. Al mismo tiempo reanudó su tarea, mientras una clara oleada de intenso rubor le subía desde la clavícula hasta el cuello delicado y la curva de sus mejillas. ¿Significaba aquello necesariamente lo que parecía significar? Tal vez había mentido sobre su edad y la voz acababa de cambiarle. Quizá no llevaba camisa bajo la túnica corta y temía revelar sus carencias ante un desconocido. En fin, quedaban todavía otras pruebas. Mejor cerciorarse cuanto antes. En caso de que fuera cierto lo que Cadfael sospechaba, la cuestión exigiría una cuidadosa reflexión.

—¡Otra vez la garza que nos roba los peces! —gritó súbitamente Cadfael, señalando hacia el arroyo Meole donde la confiada ave vadeaba la corriente tras haber cerrado sus inmensas alas—. ¡Arrójale una piedra para asustarla, muchacho, tú que estás más cerca que yo!

La garza era una inocente desconocida, pero, si Cadfael no estaba en un error, era improbable que el mozo le causara el menor daño.

Godric miró hacia el riachuelo, tomó una piedra de gran tamaño y la levantó; echó el brazo hacia atrás y hacia adelante, impulsándolo por abajo con el cuerpo, y arrojó la piedra hacia los bajíos del otro lado del arroyo. Las salpicaduras indujeron a la garza a levantar el vuelo, aunque a bastante distancia de donde él se encontraba.

—¡Bien, bien! —dijo Cadfael en voz baja, y se dispuso a reflexionar sobre el asunto.

En su campamento de asedio, instalado sobre la explanada que se extendía frente a la barbacana del castillo, entre unos amplios recodos del río Severn, el rey Esteban, nervioso y enfurecido, celebraba la presencia de los pocos salopianos leales (¡leales a él, naturalmente!) que habían acudido a ponerse a sus órdenes, y rumiaba su venganza contra los muchos desleales que no se habían presentado.

Era un hombre alto y ruidoso, de apariencia agradable y cabello muy rubio, totalmente desconcertado por la colisión entre su bondad natural y el intenso dolor de su orgullo herido. Decían que no era muy listo, pero, cuando murió su tío Enrique sin más heredera que una hija que estaba en Francia, casada con un hombre de la casa de Anjou, y a pesar de que los vasallos de su tío se habían inclinado servilmente aceptando a su prima como reina, Esteban, por una vez en su vida, actuó con admirable rapidez y precisión. Sorprendió a sus súbditos potenciales, convenciéndoles de que lo aceptaran antes de que tuvieran tiempo de considerar sus propios intereses y tanto menos de recordar sus renuentes juramentos de lealtad. ¿Por qué aquel golpe tan afortunado se había trocado de pronto en amargura? Jamás llegaría a comprenderlo. ¿Por qué la mitad de sus más influyentes súbditos, aparentemente tranquilos durante algún tiempo, se habían rebelado ahora contra él? ¿Escrúpulos de conciencia? ¿Antipatía hacia el rey que les había sido impuesto? ¿Supersticioso temor a la influencia del rey Enrique cerca de Dios?

Obligado a tomar posiciones en serio y a recurrir a las armas, Esteban abrió el camino que le pareció más lógico, golpeando con fuerza donde debía y manteniendo gozosamente la puerta abierta para que los arrepentidos regresaran. ¿Y cuál fue el resultado? Tuvo compasión y los demás se aprovecharon y le despreciaron por ello. Les invitó a someterse sin castigo mientras avanzaba hacia el norte contra las plazas rebeldes, y los barones locales se apartaron de él con desprecio. Bien, pues, el ataque del próximo amanecer decidiría el destino de la guarnición de Shrewsbury y serviría de ejemplo de una vez por todas. Si aquellas gentes de las regiones centrales del país no respondían pacífica y lealmente a su invitación, tendrían que huir como ratas para salvar el pellejo. En cuanto a Arnulfo de Hesdin… Le obligaría a lamentar amarga, aunque brevemente, los insultos y desafíos que le había lanzado desde las torres de Shrewsbury.

El rey estaba despachando a última hora de la tarde, en su tienda plantada en mitad de un prado, con su principal ayudante y primer alguacil de Salop, Gilberto Prestcote, y con el capitán de sus mercenarios flamencos, Guillermo Ten Heyt. Era aproximadamente la hora en que fray Cadfael y el mozo Godric estaban lavándose las manos y aseando la ropa para acudir al rezo de vísperas. El hecho de que los nobles locales no hubieran puesto a su disposición sus ejércitos en apoyo de su causa había obligado a Esteban a confiar en los flamencos, los cuales eran intensamente odiados tanto por su calidad de forasteros como por su carácter despiadado, capaces no sólo de embriagarse sino también de incendiar una aldea, o de ambas cosas a la vez llegado el caso. Ten Heyt era alto y bien proporcionado, tenía el cabello pelirrojo y unos poblados mostachos, y, aunque contaba apenas treinta años, ya podía considerarse un soldado veterano. Prestcote era un reposado y lacónico caballero de cincuenta y tantos años, experto y formidable en la batalla, prudente en los consejos y poco inclinado a las soluciones extremas, si bien, en aquel caso, hasta él exigía severidad.

—Vuestra Alteza ya ha probado con la generosidad, y ésta ha sido aprovechada vilmente en contra de vuestros intereses. Ha llegado el momento de sembrar el terror.

—Primero —dijo Esteban—, hay que tomar el castillo y la ciudad.

—Eso Vuestra Alteza ya puede darlo por hecho. Mañana Shrewsbury estará en vuestras manos. Después, si sobreviven al ataque, Vuestra Alteza podrá hacer lo que desee con FitzAlan, Adeney y Hesdin; los plebeyos de la guarnición no valen gran cosa, pero también convendría sentar precedente con ellos.

El rey se hubiera conformado con vengarse de los tres cabecillas de la rebelión. Guillermo FitzAlan le debía a Esteban su puesto de alguacil de Salop y, sin embargo, defendía el castillo en nombre de su rival. Fulke Adeney, el más destacado vasallo de FitzAlan, había participado en la traición y apoyaba con todas sus fuerzas a su señor. Y Hesdin se había condenado repetidamente a través de los insultos surgidos de su arrogante boca. Los demás eran simples peones, útiles, pero sin la menor importancia.

—Se dice en la ciudad, y yo mismo lo he oído —añadió Prestcote—, que FitzAlan ha mandado salir a su mujer y a sus hijos antes de que cerremos el camino del norte. Pero Adeney también tiene una hija y dicen que aún se encuentra dentro de los muros del castillo. Han sacado muy pronto a las mujeres del castillo —Prestcote era también un hombre del condado y conocía, por lo menos de nombre y de fama, a los barones de la comarca—. La hija de Adeney está prometida en matrimonio desde niña al hijo de Roberto Berengario de Maesbury en Oswestry. Tenían tierras colindantes en aquella región. Os lo digo porque ése es el hombre que os pide audiencia ahora, Hugo Berengario de Maesbury. Utilizadle como gustéis, Alteza, pero, hasta hoy, yo diría que ha sido el hombre de confianza de FitzAlan, vuestro enemigo. Recibidle y juzgadle vos mismo. Si ha cambiado de parecer, santo y bueno, porque tiene muchos hombres bajo su mando, pero yo que vos no le aceptaría demasiado fácilmente.

El oficial de la guardia acababa de entrar en el pabellón y aguardaba a que le invitaran a hablar; Adam Courcelle era uno de los principales lugartenientes de Prestcote, su mano derecha y un valeroso soldado a pesar de sus treinta años de edad.

—Vuestra Alteza tiene otra visita —anunció cuando el rey se volvió hacia él—. Una dama. ¿Queréis recibirla primero? Aún no tiene alojamiento aquí, y dada la hora… Afirma llamarse Aline Siward y dice que su padre, al que acaba de dar sepultura, fue siempre uno de vuestros hombres más leales.

—El tiempo apremia —dijo el rey—. Que pasen los dos, pero primero atenderemos a la dama.

Courcelle la condujo, tomada de la mano, ante la presencia del rey, haciéndola objeto de toda clase de deferencias y atenciones, cosas de las que la muchacha era justamente acreedora. Se trataba de una tímida y esbelta joven, cuya edad no debía superar los dieciocho años; la austeridad de su duelo, la toca blanca y el velo de los que se escapaban unos mechones de cabello dorado que enmarcaban sus mejillas, contribuían a conferirle una apariencia todavía más tierna y conmovedora. La muchacha poseía una tímida y orgullosa dignidad infantil. Sus ojos, del color de los lirios, se abrieron asombrados al ver la impresionante figura del rey, ante quien se inclinó en profunda reverencia.

—Señora —dijo Esteban, extendiendo la mano—, lamento vuestra pérdida, de la cual acabo de enterarme en este momento. Si mi protección os puede servir de algo, mandadme lo que queráis.

—Vuestra Alteza es muy amable —contestó la joven con voz asustada—. Ahora soy huérfana y la única persona de mi familia que os puede ofrecer la debida lealtad. Hago lo que mi padre hubiera deseado hacer. De no haber sido por su enfermedad y su muerte, él mismo hubiera venido, o yo hubiera venido más temprano. Hasta que Vuestra Alteza llegó a Shrewsbury no tuvimos la oportunidad de entregaros las llaves de los dos castillos que se encuentran en nuestro poder. ¡Ahora os las entrego!

Su doncella, una discreta joven que debía llevarle por lo menos diez años, la había seguido al interior de la tienda y aguardaba a cierta distancia. Desde allí se adelantó para entregarle las llaves a Aline y ésta las depositó ceremoniosamente en la mano del rey.

—Podemos reunir para Vuestra Alteza a cinco caballeros y a más de cuarenta soldados, que, en este momento, están destinados a las guarniciones de mi casa. Podrán ser muy útiles a Vuestra Alteza —Aline citó por su nombre a sus castellanos y sus propiedades. Fue como oír a un niño, recitando una lección aprendida de memoria, pero su dignidad y seriedad eran semejantes a las de un capitán en el campo de batalla—. Hay algo que debo deciros con toda claridad, para mi inmenso dolor. Tengo un hermano que hubiera tenido que cumplir este deber y este servicio —la voz de la joven se quebró levemente, pero en seguida se recuperó—. Cuando Vuestra Alteza asumió la corona, mi hermano Gil se pasó al bando de la emperatriz Matilde y, tras una amarga disputa con nuestro padre, se fue de casa para unirse a sus huestes. No sé dónde está ahora, aunque hemos oído rumores de que se encuentra en Francia. No podía dejar a Vuestra Alteza en la ignorancia de esta disensión que me aflige tanto como os debe de afligir a vos. Espero que no rechacéis mi ofrecimiento y que lo uséis libremente, tal como hubiera deseado mi padre y yo misma deseo.

La muchacha suspiró profundamente, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.

El rey parecía encantado con ella hasta el punto que, en determinado momento, la tomó de la mano y la besó en la mejilla. A juzgar por la expresión de su rostro, Courcelle le envidió aquella oportunidad.

—No permita Dios, hija mía —agregó el rey—, que yo añada ni un ápice a vuestros dolores o que me abstenga de aliviarlos en lo que pueda. Acepto de todo corazón vuestra lealtad, tan querida para mí como la de un conde o un barón, y os agradezco las molestias que os habéis tomado para ayudarme. Y ahora, decidme en qué puedo serviros porque en este campamento militar no hay alojamiento apropiado para vos y tengo entendido que aún no habéis resuelto esta cuestión. Pronto caerá la noche.

—Yo había pensado —dijo tímidamente la joven—, que podría alojarme en la hospedería de la abadía, si pudiéramos encontrar una embarcación que nos llevara a la otra orilla del río.

—Os ofreceremos una escolta que os acompañe en la travesía del río, con nuestra petición al abad de que ponga a vuestra disposición una de las casas pertenecientes a la abadía, donde podáis gozar de intimidad y protección hasta que otra escolta pueda conduciros a vuestra mansión —el rey miró a su alrededor, buscando a un mensajero adecuado, y no le pasó por alto el vehemente interés de Courcelle. El joven que tenía un lustroso cabello castaño y unos ojos del mismo color ardiente, contaba con el fervor de su rey—. Adam, ¿queréis acompañar a la señora de Siward y cuidar de que sea cómodamente alojada?

—De mil amores, Alteza —contestó Courcelle con entusiasmo, ofreciéndole una mano ardiente a la dama.

Hugo Berengario vio pasar a la joven, guiada por una fuerte mano morena, sus ojos mirando al suelo, su rostro dulce y la noble frente cansada y triste, tras haber cumplido fielmente su misión. Desde fuera de la tienda real, lo había oído todo. Ahora la muchacha parecía a punto de echarse a llorar, como una chiquilla desvalida tras superar una dura prueba, o como una niña novia, vestida para exhibir sus riquezas y su linaje y enviada después a su cuarto, una vez asegurada la transacción. El oficial del rey caminaba a su lado como un conquistador conquistado, y así era.

—Ven, el rey te espera —dijo la gutural voz de Guillermo Ten Heyt.

Él se volvió a mirarle y agachó la cabeza para atravesar el dosel de entrada de la tienda. La relativa oscuridad ocultaba en parte la presencia imponente y rubia del rey.

—Aquí estoy, mi señor —dijo, inclinándose profundamente ante él—. Hugo Berengario de Maesbury al servicio de Vuestra Alteza con todo cuanto me pertenece. Mis posesiones no son muchas, seis caballeros y unos cincuenta soldados, la mitad de ellos arqueros muy hábiles. Todos son vuestros.

—Vuestro nombre, Berengario, nos es conocido —contestó el rey secamente—. Vuestra situación, también. Que fuerais partidario de nuestra causa, no tanto. Me han dicho que, hasta hace poco, habíais estado asociado con FitzAlan y Adeney nuestros traidores. Llevo unas cuatro semanas en esta comarca sin haber tenido noticias vuestras.

—Alteza —dijo Berengario sin parecer molesto ante aquella fría acogida—, crecí de niño considerando a quienes vos tenéis comprensiblemente por traidores como compañeros y amigos míos, y debo decir que su amistad nunca me falló. Vuestra Alteza es lo bastante ecuánime como para reconocer que, para alguien como yo, que hasta ahora no ha jurado lealtad a nadie, la elección de un camino en este momento puede exigir una considerable reflexión, tratándose de algo definitivo.

»Que las pretensiones de la hija del rey Enrique son razonables, está fuera de toda duda y yo no puedo llamar traidor a un hombre por haber elegido esa causa, aunque sí puedo reprocharle el haber roto el juramento que os hiciera. En cuanto a mí, vine a mis tierras hace apenas unos meses y, hasta ahora, a nadie le he jurado lealtad. He preferido decidir con calma a quién quiero servir. Aquí estoy. Los que acuden a vos sin pensarlo puede que más tarde se alejen con la misma ligereza.

—¿Y vos no lo haréis? —preguntó el rey con escepticismo, analizando con crítico interés a aquel joven tan locuaz y atrevido. Era delgado, no superaba la estatura media y no parecía muy fuerte, aunque sus movimientos eran seguros y equilibrados. Tal vez compensaba con su rapidez y agilidad lo que le faltaba de peso y vigor. Debía de tener unos veintidós o veintitrés años, era moreno y poseía facciones delicadas y pobladas cejas oscuras. Por su rostro no cabía adivinar lo que había detrás de aquellos ojos profundamente hundidos en las órbitas. Sus palabras podían ser sinceras o calculadas. Parecía lo suficientemente astuto como para haber sopesado el carácter de su soberano y haber llegado a la conclusión de que la audacia no sería mal recibida.

—No lo haré —contestó el muchacho con firmeza—. Pero no tenéis por qué fiaros de mi palabra. Podéis ponerme a prueba. Estoy a la disposición de Vuestra Alteza.

—¿No habéis traído vuestras fuerzas?

—He venido sólo con tres hombres. Hubiera sido una locura dejar desguarnecido o poco guarnecido un buen castillo, y un flaco servicio a Vuestra Alteza pediros que alimentarais otros cincuenta hombres sin que antes se hubiera autorizado este incremento. Basta con que Vuestra Alteza me diga dónde quiere que le sirva, y así se hará.

—No tan rápido —dijo Esteban—. Otros también pueden necesitar tiempo y reflexión antes de unirse a vos, joven. Hace algún tiempo fuisteis muy amigo y gozasteis de la confianza de FitzAlan.

—Lo fui. Y sigo sin tener nada contra él, aparte el hecho de que él haya elegido un camino y yo el otro.

—Tengo entendido que estáis comprometido en matrimonio con la hija de Fulke Adeney.

—No sé qué responder a eso. ¡Lo estoy!, o ¡lo estaba! Los tiempos han alterado muchos planes previamente acordados, tanto en mi caso como en el de otros muchos. En estos momentos, ignoro dónde está la joven y si el pacto sigue en pie.

—Dicen que ya no hay mujeres en el castillo —señaló el rey, observándole detenidamente—. Es muy posible que a esta hora, la familia de FitzAlan ya esté muy lejos, tal vez incluso fuera del país. En cambio, dicen que la hija de Adeney permanece oculta en la ciudad. No me disgustaría —añadió, subrayando suavemente sus palabras— tener en salvaguardia a una dama tan valiosa en caso de que mis planes también sufrieran alguna alteración. Vos que pertenecíais al bando de su padre conoceréis sin duda los lugares donde posiblemente se aloja. Cuando el camino esté expedito, vos, mejor que nadie, podréis encontrarla.

El muchacho le miró con rostro inescrutable. Sus astutos ojos oscuros dieron a entender que lo había comprendido todo, pero nada más, ni anuencia ni resistencia, como tampoco el menor reconocimiento de que le encomendaban una tarea de la que podía depender la aceptación y el favor. Con semblante inexpresivo y tono inocente, el joven contestó:

—Ése es mi propósito, Alteza. Vine de Maesbury pensando también en ello.

—Bien —dijo Esteban, cautamente satisfecho—, podéis aguardar hasta la caída de la ciudad. No tenemos ninguna tarea inmediata que encomendaros aquí. Si tuviera ocasión de llamaros, ¿dónde os podría encontrar?

—Si hay sitio, en la hospedería de la abadía.

El muchacho Godric asistió al rezo de vísperas entre los pupilos y los novicios, en la parte de atrás de la iglesia, donde estaban los moradores menos importantes de la abadía y cerca de los lugareños que vivían fuera de los muros monásticos, pero en esta orilla del río, por lo que todavía tenían acceso a aquel refugio sagrado. Cuando volvió la cabeza para mirarle, fray Cadfael pensó que parecía muy pequeño y desvalido, y que su rostro, audaz y descarado en el herbario, había asumido una expresión extremadamente solemne en la iglesia. Ya estaba a punto de caer la noche, la primera que él pasaría en el monasterio. En fin, sus asuntos se resolverían mucho mejor de lo que esperaba y, si las cosas iban bien, no tendría que inquietarse por las pruebas que le esperaban, tanto menos aquella noche. Fray Pablo, el maestro de novicios, tenía otros jóvenes a su cuidado y se alegraba de que uno de ellos hubiera sido encomendado a otra persona.

Cadfael llamó a su protegido después de la cena, en cuyo transcurso observó complacido que Godric comió con buen apetito. El mozo tenía sin lugar a dudas temple suficiente para luchar contra los temores y escrúpulos que lo dominaban, y un sentido común que le impulsaba a fortalecer la carne para poder enfrentarse mejor con las luchas del espíritu. Lo más tranquilizador fue verle mirar con alivio y gratitud a Cadfael cuando éste apoyó la mano sobre su hombro en el momento de abandonar el refectorio.

—Ven conmigo, estamos libres hasta completas y en el huerto se está fresco. No hace falta permanecer aquí dentro, a menos que lo desees.

El mozo Godric no lo deseaba y se alegró de poder salir a la noche estival. Bajaron despacio hasta los estanques de los peces y el herbario. El muchacho se puso a brincar y silbar de contento hasta que, de pronto, se detuvo bruscamente.

—Dijo el limosnero que el maestro de novicios hablaría conmigo después de la cena. ¿Es correcto que me haya ido con vos de esta manera?

—Todo está aprobado y permitido, hijo mío, no tengas miedo. He hablado con fray Pablo, tenemos su palabra. Estás a mi cargo y soy responsable de ti.

Ambos entraron en el huerto cerrado e inmediatamente se vieron envueltos por las fragancias del romero, el tomillo, el hinojo, el eneldo, la salvia, la lavanda y todo un mundo de secretas dulzuras. El calor del sol perduraba todavía en el fresco anochecer, mezclado con los embriagadores perfumes. Sobre sus cabezas, los vencejos evolucionaban en el aire, llenándolo con sus extasiados chillidos.

Habían llegado al cobertizo de madera, cuyas tablas untadas con aceite aún irradiaban calor. Cadfael abrió la puerta.

—Éste es tu cuarto de dormir, Godric.

En un extremo de la estancia había un lecho bajo, esmeradamente arreglado. El mozo lo miró y su mano se estremeció en la de Cadfael.

—Estoy elaborando todas estas medicinas y hay varias que necesitan atención constante, algunas de ellas desde muy temprano ya que, de lo contrario, se estropearían. Te enseñaré todo lo que tienes que hacer, no es una tarea muy difícil. Aquí tienes tu cama y una reja que puedes abrir para que entre el aire —el mozo había dejado de temblar, y sus grandes ojos azul oscuro miraban implacablemente a Cadfael. Parecía estar a punto de sonreír, pero en su semblante se advertía una leve sombra de orgullo herido. Cadfael se volvió hacia la puerta y señaló la gruesa tranca que la cerraba por dentro e impedía que pudiera abrirse desde fuera—. Puedes excluirnos al mundo y a mí hasta que estés preparado para reunirte con nosotros.

El mozo Godric, que tenía muy poco de niño, miraba ahora con expresión acusadora, medio ofendido, medio radiante y totalmente aliviado.

—¿Cómo lo adivinasteis? —preguntó, adelantando una beligerante barbilla.

—¿Cómo te las hubieras arreglado en el dormitorio? —replicó suavemente Cadfael.

—Me las hubiera arreglado. Los mozos no son muy listos, hubiera podido engañarles. Bajo estos muros —dijo, tomando unos pliegues de su amplia túnica— todos los cuerpos parecen iguales, y los hombres son ciegos y estúpidos —de pronto, el joven se echó a reír ante la sagacidad de Cadfael, y se convirtió en una mujer sorprendentemente hermosa—. ¡Vos, no! ¿Cómo lo adivinasteis? Me disfracé con tanto esmero que creí poder superar todas las pruebas. ¿En qué me equivoqué?

—Lo hiciste muy bien —contestó Cadfael en tono tranquilizador—. Pero, hija mía, pasé cuarenta años recorriendo el mundo de uno a otro extremo antes de tomar la cogulla y venir a este dulce y verde final. ¿En qué te equivocaste? No te lo tomes a mal sino como un sabio consejo de un aliado, si yo te respondo. Cuando discutiste y te acaloraste sin darte cuenta, levantaste la voz sin quebrarla ni un solo momento para disimular el cambio. Eso se puede aprender, ya te lo enseñaré cuando tengamos tiempo. Después, cuando te animé a que te pusieras cómoda y te desnudaras de cintura para arriba… Ah, nunca te ruborices, hija mía, ¡entonces ya no me cupo ninguna duda!… Por supuesto que me desconcertaste. Y, finalmente, cuando te pedí que arrojaras una piedra al arroyo, lo hiciste como las niñas, balanceando el brazo, no por arriba sino por abajo. ¿Cuándo viste a un mozo haciendo un lanzamiento semejante? No permitas que nadie te tienda esta trampa, hasta que domines el arte. Es algo que te delataría en seguida.

Cadfael guardó paciente silencio al ver que la joven se había sentado en la cama, cubriéndose el rostro con las manos, primero para llorar, después para reír y, al final, para hacer ambas cosas a la vez. No quiso decirle nada porque la vio tan perpleja como un hombre que se debatiera entre ventajas e inconvenientes, sin saber qué determinación adoptar. Ahora ya le parecía más probable que tuviera diecisiete años. Era una mujer en ciernes, y por cierto muy hermosa.

Una vez tranquila, la joven se secó los ojos con el dorso de la mano y esbozó una sonrisa tan radiante como la luz del sol a través de un arco iris.

—¿Lo dijisteis de veras? —preguntó—. ¿Eso de que sois el responsable de mi persona? ¡Os dije que confiaba en vos hasta el extremo!

—Hija querida —replicó Cadfael en tono paternal—, ¿qué otra cosa podría hacer ahora sino servirte lo mejor que pueda y ayudarte a salir de aquí para que consigas regresar a donde desees?

—Ni siquiera sabéis quién soy —dijo la moza, asombrada—. ¿Quién es el que confía demasiado ahora?

—¿A mí qué más me da, hija mía, conocer tu nombre? Una moza abandonada aquí para que capee el temporal y pueda reunirse de nuevo con los suyos…, ¿no te parece suficiente? Lo que quieras decir, ya me lo dirás, no necesito más.

—Me parece que deseo decíroslo todo —dijo humildemente la muchacha, mirándole con unos ojos tan grandes y puros como el cielo—. Mi padre, o está en este momento en el castillo de Shrewsbury con la vida pendiente de un hilo, o bien fuera de él, tratando de salvar el pellejo con Guillermo FitzAlan, en un intento de alcanzar las tierras de la emperatriz en Normandía. Corre peligro de que, de un momento a otro, lancen una jauría en su persecución. Soy una carga para cualquiera que me demuestre amistad y puedo convertirme en una codiciada rehén en cuanto me echen en falta en el castillo. Hasta para vos, fray Cadfael, podría ser peligrosa. Soy la hija del principal amigo y aliado de FitzAlan. Mi nombre es Godith Adeney.

El cojo Osbern, que nació con ambas piernas marchitas y se desplazaba con increíble rapidez con las manos metidas en unos zuecos de madera, arrastrando a su espalda las rodillas encogidas sobre un carrito de ruedas, era el más humilde seguidor del campamento real. Normalmente, solía sentarse junto a las puertas del castillo en la ciudad, pero había abandonado a tiempo aquellos lugares ahora tan peligrosos, prefiriendo trasladar su esperanzada lealtad hasta el mismo límite del campamento de asedio, lo más cerca posible de la guardia principal donde los grandes entraban y salían a su antojo. El rey era manifiestamente generoso, excepto con sus enemigos, y las ganancias eran buenas. A veces, los principales capitanes estaban demasiado ocupados como para perder el tiempo o dar limosna a un pordiosero, pero algunos de los que llegaban con retraso a suplicar el favor real, tras haber calibrado de qué lado parecía inclinarse la fortuna, solían entregar limosnas al pobre para congraciarse con Dios, y los arqueros comunes e incluso los flamencos, cuando estaban alegres y disponían de tiempo libre, le arrojaban a Osbern algunas monedas o bien los restos de sus raciones.

El mendigo tenía el carrito bien apoyado, al amparo de unos arbustos cerca del puesto de guardia para que les fuera más fácil arrojarle un mendrugo de pan o darle algo de beber mientras él disfrutaba del brillo de las hogueras del campamento por la noche. Cuando alguien sólo podía cubrirse con unos andrajos, hasta las noches estivales podían ser frías después de una calurosa jornada de agosto. Las hogueras estaban parcialmente apagadas para que sólo iluminaran lo suficiente como para ver quién llegaba con retraso.

Cerca de la medianoche Osbern se despertó de un agitado sueño y, aguzando el oído, percibió el susurro de las hojas de los arbustos que tenía a su espalda, a la izquierda, hacia la barbacana del castillo pero lejos del camino. Alguien se aproximaba desde la ciudad, pero no desde las puertas principales sino más bien dando un rodeo para que no le vieran desde la orilla del río. Osbern conocía la ciudad como la rugosa palma de su mano. O bien era alguien que regresaba de efectuar un reconocimiento (pero, en tal caso, ¿a qué venía tanto sigilo en la misma entrada del campamento?) o bien alguien que había abandonado subrepticiamente la ciudad o el castillo por el único camino que quedaba en la muralla de aquel lado, es decir, el portón que conducía al río.

Una figura en sombras, visible más como movimiento que como materia en una noche sin luna, emergió entre los arbustos y corrió agachada hacia el puesto de guardia. Al oír la voz del centinela se detuvo de inmediato y se quedó inmóvil. Osbern vio un cuerpo cimbreño, envuelto en una capa negra que sólo permitía distinguir el brillo de un pálido rostro. La voz que respondió al santo y seña era joven, estridente, asustada y apremiante.

—Suplico audiencia… No llevo armas. Condúceme hasta tu capitán. Tengo algo que decir… en beneficio del rey…

Le permitieron acercarse y le registraron para cerciorarse de que no llevaba armas. Osbern no oyó lo que le dijeron, pero comprendió que la anónima figura se había salido con la suya. Pasó al interior del campamento y allí se perdió de vista.

Osbern ya no pudo conciliar de nuevo el sueño porque, a aquellas horas de la noche, el frío se filtraba a través de los andrajos. ¡Una capa como ésa quisiera yo que me enviara el buen Dios!, pensó el mendigo temblando. Sin embargo, el propietario de aquella hermosa prenda también temblaba y su voz se quebraba de miedo, aunque también de ansiosa esperanza. Un curioso incidente, que de nada le serviría a un desventurado mendigo. Mejor dicho, de nada hasta que Osbern vio salir a la misma figura entre los oscuros caminos del campamento y detenerse una vez más a la entrada. Ahora caminaba con paso más firme y seguro y su porte era menos furtivo y temeroso. Llevaba algún salvoconducto suficiente para permitirle salir tal como había entrado, sin sufrir el menor daño. Osbern oyó algunas palabras:

—Tengo que regresar pues no conviene que recelen… ¡He recibido órdenes!

En agradecimiento por la merced recibida, el visitante tal vez estuviera dispuesto a dar algo. Osbern se adelantó con su carrito y tendió una mano suplicante.

—¡Por el amor de Dios, señor! ¡Si él ha sido benévolo con vos, sed vos benévolo con el pobre!

Vio el brillo de un rostro pálido y sereno, oyó unos profundos suspiros de alivio y esperanza. Un destello de luz brilló en la compleja forma de la pieza metálica que ajustaba la capa a la garganta. De entre los pliegues, emergió una mano que arrojó una moneda sobre la palma extendida.

—Reza una oración por mí mañana —dijo un leve susurro mientras el desconocido se alejaba tal como había venido, perdiéndose entre los árboles antes de que Osbern hubiera terminado de darle las gracias por la limosna.

Antes del amanecer Osbern despertó de nuevo de su agitado sueño y se retiró hacia los arbustos para que nadie le viera. De momento, sólo había la promesa de un claro amanecer, pero el campamento real ya estaba en movimiento, si bien con tanto sigilo que el pordiosero adivinó más que oyó la revista de los hombres, la ordenación de las filas y la comprobación de las armas. El aire matutino pareció vibrar con las pisadas de los soldados, aunque apenas se escuchaba el menor sonido. Desde una a otra curva del río Severn, al otro lado de la franja de tierra que permitía aproximarse a pie enjuto a la ciudad, se oyó un incesante y jubiloso murmullo de actividad cuando el ejército del rey Esteban salió en orden de batalla para el asalto final contra el castillo de Shrewsbury.