17
¡Feliz año nuevo!

Me duele la cabeza.

¿Qué día es hoy? ¿Dónde estoy? En mi cama. Ah, bien. ¿Qué hora es? El reloj marca las tres. ¿Por qué veo perfectamente? Debo haberme dejado puestas las lentillas. ¿Por qué llevo puestas las lentillas? ¿Qué es ese olor? Oh, Dios mío, soy yo. ¿Por qué huelo mal?

Entonces empiezo a recordar. Andrew, Orgasmo, los arbustos… horror.

Oigo golpes. ¿Hay alguien en la puerta o me están golpeando la cabeza?

—¿Quién es? —grito desde el pasillo.

¿Qué le dije a Andrew? ¿Qué pasó? Recuerdo los arbustos… recuerdo que me acompañó a casa, me metió en la cama… Recuerdo que volví a levantarme para vomitar.

—¡Soy yo! ¡Abre la puerta! ¡Llevo una hora aquí!

—Espera —murmuro, mareada. Al menos, me quité el vestido anoche. ¿O no fui yo? Pero… ¿tengo las piernas negras? Ah, no, son las medias.

—¡Date prisa!

¿Es Iris?

Abro la puerta y me encuentro a mi hermana cruzada de brazos y con cara de malas pulgas.

—¡Ya era hora!

—¿Qué haces aquí?

—¿Cómo que qué hago aquí? ¿Es que no puedo visitar a mi hermana? ¿Por qué eres tan suspicaz?

Vamos a ver. Es el día de año nuevo y mi hermana dio una fiesta anoche en casa. Con Karl o Kyle o como se llame. Qué raro.

—Llevo una hora llamando. El taxista está esperando abajo y no parece muy contento.

—¿Has venido desde Virginia en taxi?

—No seas tonta. Venga, dame dinero.

—Espera, espera…

¿Dónde está mi bolso? Ah, aquí. ¿Por qué pesa tan poco? ¿Por qué no está dentro el monedero? Mierda, mierda, mierda.

Corro a mi habitación. Tampoco está allí. Ni en la cocina.

—¿El taxista aceptaría un cheque?

—Eso espero.

—¿Cuánto es?

—Treinta dólares más la propina.

Corro de nuevo a mi habitación para firmar un cheque y se lo doy a Iris, que baja en el ascensor.

Bienvenida, hermanita.

¿Dónde está mi monedero? Tengo que encontrar mi monedero. Busco en los cajones, nada. En el armario, nada. Entre las sábanas, nada.

—¿Puedes ayudarme? —oigo la voz de Iris, que arrastra una enorme bolsa de viaje por el pasillo—. El tío se había quedado con mi bolsa por si acaso. Qué desconfiado.

—¿Ha aceptado el cheque?

—No le ha hecho mucha gracia, pero…

—¿Por qué pesa tanto? A ver, Iris, ¿qué haces aquí? —le pregunto, con la cabeza a punto de estallar.

—¿Tú qué crees? Vengo a vivir contigo.

Un momento. ¿Qué ha dicho?

—No puedes vivir conmigo. Tengo una compañera de piso. ¿Janie sabe que estás aquí?

—Para empezar, ya no tienes compañera de piso. Sam y Marc se van a vivir juntos.

¿Qué? ¿Cómo sabe eso mi hermana? ¿Dónde estoy? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde anoche?

—¿Cómo lo sabes?

—He hablado con ella esta mañana.

—¿Te llamó Sam?

—No, llamé yo cinco veces y no contestaba nadie —dice Iris, haciendo el gesto de empinar el codo—. Mamá cree que eres alcohólica.

—No he oído el teléfono —murmuro yo, irritada.

—Seguramente estarías inconsciente. Tienes una pinta horrible.

—Gracias. A ver, ¿por qué quieres venirte a vivir conmigo?

—Porque mamá llamó hoy para desearme feliz año y me dijo que nos mudábamos a Arizona. Y yo no pienso irme a Arizona. ¿Te das cuenta del daño psicológico que están causándome? Llamé aquí esta mañana, histérica, y hablé con Sam. Así que le conté mi problema y ella me dijo que se iba a vivir con Marc… ¿por qué huele tan mal? ¿Has vomitado, Jackie?

—¡Sam! ¡Sam!

¿Dónde está Sam? No puede decirlo en serio, no puede irse a vivir con Marc. Tengo que llamar a alguien.

—No está aquí. Ha salido con Marc —me informa mi hermana, que lo sabe todo, por lo visto.

—No puedo creer que te lo haya contado a ti antes que a mí.

—Iba a contártelo, pero estabas dormida. ¿Puedo quedarme con su habitación? ¿Tenéis tele?

—No puedes vivir aquí, Iris.

—¡Pero tengo que vivir en alguna parte! ¡Nuestra madre está loca! Yo no quiero irme a Phoenix… En Phoenix hace demasiado calor.

—Pero…

—¡Me da igual! ¡He dicho que no me voy a Phoenix y no me voy a Phoenix! —me interrumpe Iris, medio llorando—. Odio a mamá. Solo se quiere a sí misma, nunca piensa en nadie más que en ella. Pediré el traslado de instituto.

—No puedes pedirlo a mitad de curso…

—Claro que puedo. Deberías lavarte los dientes, por cierto. ¿De verdad has vomitado?

Yo levanto los ojos al techo.

—Mira, Iris, tienes un trimestre para arreglar esto. No vais a mudaros a Phoenix mañana, ¿no?

—Se supone que nos vamos el mes que viene.

—Oh.

—¿Oh? ¿Intentan destrozar mi vida y solo sabes decir eso?

—Lo siento, Iris.

—¿Puedes adoptarme?

—No te dejarán vivir aquí.

Yo no te dejaré vivir aquí.

—¿No puedes adoptarme?

—No creo que yo pueda adoptar a una chica de dieciséis años. Además, tengo que encontrar a alguien que pueda pagar la mitad del alquiler.

—¡Yo no tengo dinero! ¿Esperas que pague el alquiler? Menuda hermana eres tú.

—Pero ¿no te das cuenta…?

Iris arrastra su bolsa hasta mi habitación y cierra de un portazo.

Qué buena forma de empezar el año.

Busco en el salón. El monedero no aparece. ¿Dónde lo habré dejado? ¿En Orgasmo? Seguramente olvidé guardarlo en el bolso después de pagar las copas. Busco el teléfono de Orgasmo, aunque me cuesta hasta respirar. A lo mejor estoy alucinando. A lo mejor la visita de Iris solo es una alucinación.

El teléfono suena, pero no contesta nadie. ¿Por qué no hay nadie en Orgasmo a las dos de la tarde? Seguramente los camareros están dejando mi VISA en las últimas.

—Orgasmo —contestan por fin.

—Hola, creo que anoche me dejé el monedero en el bar.

—Lo siento, no hemos encontrado ningún monedero.

—¿No? ¿Seguro?

—Seguro, lo siento.

—¿No podría comprobarlo, por favor? —le pregunto, medio histérica.

—Espere un momento.

Me deja esperando y vuelve cinco minutos después.

—No, no hay ningún monedero. ¿Recuerda dónde lo dejó?

—En la barra, supongo.

—Lo siento. Quizá se lo llevó alguien.

Vaya, gracias.

Llamo a Sam a casa de Marc.

—¿Dígame?

—Marc, ¿puedo hablar con Sam?

—Sí, un momento.

—Hola, Jackie. ¿Qué pasa?

—¿Qué pasa? Por favor, cuéntame qué demonios está pasando aquí.

—Iba a llamarte. Buenos días y feliz año.

—Feliz año para ti también —suspiro yo.

—Ya no estoy enfadada contigo. Todo va divinamente, nos vamos a vivir juntos —dice Sam entonces, tan tranquila.

—Eso me han dicho.

—Veo que has hablado con tu hermana. Siento no habértelo dicho yo, pero es que no quería despertarte. ¿Qué pasó anoche, te pusiste mala?

—¿Por qué le has dicho a mi hermana que puede vivir aquí?

—¿Qué?

—Está aquí.

—¿Y cómo ha llegado ahí? Me dijo que no tenía dinero.

—Buena pregunta… ¡Iris! ¿Cómo has llegado a Boston?

—He comprado un billete de avión con la tarjeta de crédito que me dio mamá por si acaso alguna vez me pasaba algo —contesta mi hermana, sin abrir la puerta de la habitación.

Estupendo. Genial.

—Yo no le dije que podía vivir en casa —dice Sam—. Solo le dije que había hecho las paces con Marc y me iba a vivir con él.

—¿Cuándo?

—Pues… no lo sé. En cuanto encuentre a alguien para que viva contigo. No quiero hacerte una putada.

—Si no quieres hacerme una putada, no te vayas. ¿No crees que has tomado la decisión de volver con Marc demasiado aprisa?

—Lo siento, Jackie. ¿No te alegras por mí? Estamos pensando irnos de vacaciones para celebrarlo. A las Bahamas.

—Felicidades —digo yo, sarcástica—. Vale, me alegro por ti —añado, antes de colgar.

Tengo que ducharme, estoy asquerosa. Entonces veo la lucecita del contestador. Iris, Iris, Wendy (llámame, es urgente), Iris, Iris. Mi padre. Iris.

Sigo buscando el monedero. ¿Debajo del sofá? No.

Es la segunda vez que pierdo el monedero. Bueno, la primera no lo perdí exactamente. Entraron en casa cuando estábamos en la universidad y se llevaron mi monedero. Dejaron el ordenador, la televisión, el vídeo. Solo se llevaron mi monedero y mi colección de discos de Madonna. Inexplicablemente, los ladrones dejaron atrás los grandes éxitos de Cindy Lauper.

Llamo a Wendy.

—¡Feliz año nuevo! He tomado una resolución.

—¿Cuál?

—Voy a dejar mi trabajo.

—¿Qué?

—Me voy a Europa.

—¿Cómo? ¿Durante cuánto tiempo?

—No lo sé. He comprado un billete de avión abierto, así que ya veremos.

¿Y si no vuelve nunca? ¿Y si se instala en París y tengo que aprender francés para comunicarme con ella?

—¿Ya has comprado el billete?

—Anoche.

—¿De verdad vas a marcharte?

—De verdad quiero hacerlo —contesta Wendy después de una pausa—. Lo único que hago es trabajar y dormir. Y hablar con mi abuela. Esto no es vida.

—¿Por qué no alquilas un apartamento? Eso es mejor que irte a diez mil kilómetros de aquí.

—Pero es que quiero hacer una locura… ¿quieres venir conmigo?

—¿A Europa? No puedo irme a Europa.

—¿Por qué no?

—Porque tengo un apartamento, un trabajo… y a mi hermana.

—¿Iris? ¿Ha ido de visita?

—Es una larga historia. ¿Dónde piensas ir primero?

—A Londres.

—¡Londres! No es justo, sabes que siempre he querido ir a Londres.

—Pues ven conmigo.

—No puedo. ¿Cuándo te vas?

—A principios de febrero.

—¿En un mes? ¡No puedo irme tan pronto! ¡Y tú tampoco! ¿Y si tengo alguna emergencia? ¿Cómo voy a encontrarte si estás de excursión por Europa?

—¡Ven conmigo!

—Sí, ya. No puedo ir, tengo mi trabajo…

—Yo también.

—Y he perdido el monedero.

—¿Otra vez?

—¿Cómo que otra vez? La última vez me lo robaron, no lo perdí.

Wendy siempre ha dicho que me inventé lo del robo porque me había dejado el monedero en la biblioteca.

—¿Dónde lo has perdido?

—Si lo supiera no estaría perdido, ¿no crees?

—Falso. Podrías saber dónde lo viste por última vez.

—En un bar, anoche.

—Será mejor que canceles tus tarjetas de crédito inmediatamente.

—Qué coñazo.

—Tienes que hacerlo ahora mismo.

Pero ¿y si lo encuentro?

Llaman al portero automático.

—Espera un momento, están llamando a la puerta.

Espero que no sea Janie. Quizá sea Andrew. Creo recordar que pensaba venir a verme hoy.

—¿Quién es?

—Jeremy.

Ay, Dios mío. ¿Qué está haciendo Jeremy en Boston? ¿Y por qué tiene que venir a verme precisamente hoy? No quiero verlo.

—Sube —digo, pulsando el botón.

¿Tengo tiempo de ducharme antes de que suba? No, imposible.

Me sorprende que haya recordado dónde vivo. La última vez que vio mi apartamento fue cuando vinimos a Boston, antes de abandonarme.

Cuando suena el timbre me he lavado los dientes y la cara y me he puesto unos vaqueros. Además de echarme un litro de colonia y colocarme una gorra para tapar las greñas.

Ay, Dios mío, Jeremy está aquí. ¿Por qué está aquí?

Abro la puerta. Está delante de mí, con vaqueros, chaqueta de cuero y las botas negras que compramos juntos la primavera pasada. ¿Por qué siempre huele tan bien?

—Hola.

—Hola —digo yo, sin mirarlo a los ojos. Tengo que seguir enfadada con él. Se acuesta con Crystal Wemer. Ha usado al menos siete condones con Crystal Werner—. ¿Has venido para…?

—¿Podemos hablar?

—¿Hablar? No creo que tengamos nada de qué hablar.

—Por favor, déjame pasar.

—No.

—Por favor. Te echo de menos.

Ah. Las cuatro palabras que cualquier mujer quiere oír. Ésas o «te quiero». O «¿quieres casarte conmigo?».

Me echa de menos.

—¿Por favor?

—Muy bien. Podemos hablar. Pero Iris está aquí.

—¿Ha venido a pasar las vacaciones?

—No exactamente.

—¿Quieres que vayamos a mi casa?

Ah, ¿así que ya tiene apartamento?

—No me apetece ir a tu casa.

—¿Por qué tienes un retrato de gente desnuda en la pared?

Se refiere a la litografía de Gaugin.

—Es un regalo.

—Es muy raro.

—Si no te gusta no lo mires.

¿Para eso ha venido, para criticar mi casa?

—Lo siento —dice Jeremy, tocando mi brazo—. Estoy intentando convencerte y lo que consigo es cabrearte. ¿Quieres venir a dar un paseo conmigo?

—Pero si hace frío…

—Yo te daré calor. ¿Vienes?

—Muy bien.

¿Qué me pasa?

Estamos sentados frente al estanque del jardín botánico. Jeremy se quita la chaqueta y me la pasa por encima de los hombros.

¿Es posible que haya cambiado?

Me pone la mano en la rodilla.

—Siento mucho lo de Crystal.

Sí, yo también.

—¿Has cortado con ella?

—Sí. Te lo prometo.

Quizá lo ha dejado Crystal. ¿Y si quiere estar conmigo porque yo vivo en Boston y ella no?

Miro sus manos. Me fijo en que las tiene cuidadas, como si se hubiera hecho la manicura.

Jeremy se inclina un poco y me besa. Yo le devuelvo el beso. Es un beso cálido, familiar. Creo que estamos juntos otra vez.

Jeremy insiste en enseñarme el apartamento que ha alquilado en la calle Charles. Hay cajas por todas partes.

—Está muy bien.

—Gracias. Lo encontró mi madre.

—¿Cuándo te mudaste?

—Hace dos días —contesta, pasando un dedo por mi cuello. Nos besamos. Y seguimos besándonos—. ¿Quieres estrenar el dormitorio?

¿Estoy preparada para volver con él?

—¿Te importa si antes me doy una ducha?

—Voy a buscar una toalla.

Saca del armario una toalla y me la pone sobre los hombros. Solíamos ducharnos juntos. Después, me ponía una toalla sobre los hombros y me secaba, riendo.

El cuarto de baño tiene focos halógenos. Raro en el apartamento de un tío. ¿Qué hay en el armarito? Veo una cajita blanca. ¿Una caja de condones? ¿Ya se ha acostado con alguien? Un momento. Vamos a darle una oportunidad. Podría haberla comprado en Boston, por si acaso. ¿Cuántos condones hay en la caja? Si falta alguno, me voy.

Ah. Solo son vitaminas.

Cierro el armarito y abro el grifo. Tardo un momento en conseguir el agua a la temperatura que me apetece y después busco el jabón. Es Dove. Seguro que se lo ha comprado su madre.

Mmmmm… lleva en Boston dos días. ¿Qué ha hecho en Nochevieja? ¿Si está tan loco por mí por qué no me llamó? ¿Lo vi en Orgasmo? No, no puede ser. ¿Me vio él a mí, sola, en la barra, borracha como una cuba? Quizá me vio salir con Andrew y solo quiere recuperarme. Quizá perderá el interés en cuanto sepa que no estoy con Andrew.

Me siento confusa. Bajo el agua, dándole vueltas a la cabeza… ¿Desde cuándo soy tan insegura? ¿Desde cuándo cuento los condones que hay en una caja?

No puedo respirar, aquí hay demasiado vapor. Cierro el grifo, salgo de la bañera y abro la ventana. ¿Mis relaciones sentimentales fracasan porque estoy loca por Jeremy? ¿Es Jeremy el hombre de mi vida? ¿O porque me da miedo querer a otra persona, confiar en otra persona, admitir que lo nuestro ha terminado?

¿Estoy enamorada? ¿O tengo miedo de no estar enamorada?

Quizá Jeremy y yo no estamos hechos el uno para el otro.

—¿Jeremy? ¡Ven un momentito!

—¡Voy! —Jeremy abre la puerta—. Uf, qué calor.

—¿Estás enamorado de mí?

Él me mira durante unos segundos, sin contestar.

—Yo, ¿cómo puedo contestar a eso? Llegué hace solo dos días.

—Nos conocemos desde hace años. Si no puedes contestar ahora, no podrás contestar nunca.

—¿Tú estás enamorada de mí?

Quizá da igual que no me diga que me quiere. Quizá siempre estaré controlando el número de condones. Quizá esto es lo que hay.

Y quizá he aprendido algo durante estos meses: si me quedo con Jeremy tendré que comprarme otro par de botas.

—Me voy a casa.

Jeremy me observa en silencio y después sale del baño. Me visto y decido tomar el metro. Él no intenta detenerme.

En cuanto llego a casa cancelo mis tarjetas de crédito. A veces lo único que queda por hacer es aceptar lo que tienes.