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¿Por qué hay un gusano en mi gran manzana?

Lo primero que veo al bajar del tren es a Wendy moviendo frenéticamente los brazos.

—Hola, guapa —sonrío, dándole un par de besos—. Estás guapísima.

Es verdad. Lleva un moño francés y un traje de rayas con unos mocasines divinos de ante negro. Y está delgadísima. ¿Por qué está tan delgada?

—¿Le has robado la ropa a Ally McBeal?

—Como no salgo, me gasto todo el dinero en ropa cara —ríe Wendy—. ¿Solo has traído una bolsa de viaje?

—Solo voy a quedarme cinco días. ¿Cuántas bolsas quieres que traiga?

Quizá más de cinco días. La editorial cierra por vacaciones, así que no tengo que volver hasta el tres de enero. Si Jeremy y yo arreglamos lo nuestro, quizá podría convencerlo para que se quedase hasta Nochevieja…

—Bueno, son las tres y tengo que volver a trabajar. Me llevo tu bolsa, así puedes ir a dar una vuelta. Nos encontraremos en mi oficina a las nueve. ¿Quieres que salgamos esta noche? ¿O mañana? Mañana es Nochebuena. ¿Quieres que hagamos algo especial?

—Lo que tú quieras.

Me pregunto dónde está Jeremy. ¿Cómo voy a encontrarlo? ¿Por qué no lo he llamado antes de venir?

Soy una imbécil. Vengo a Nueva York y ni siquiera sé si Jeremy estará aquí. ¿Debería llamarlo? No, entonces sabría que he venido solo para verlo. Tengo que encontrarme con él como sea. No puede ser tan difícil. Los personajes de Friends se encuentran continuamente.

No pienso llamarlo. Para nada. Esta tarde me iré de compras. Me encanta Nueva York. Debería venirme a vivir aquí. Pero antes tendría que perder un par de kilos. Las tías de Nueva York son delgadísimas. Además, siempre está el miedo de que te roben, te maten y te dejen tirada en Central Park.

Y hablando de perder peso, ¿por qué Wendy está tan delgada? ¿No come? A lo mejor está a régimen. Cosmopolitan habla de una nueva dieta: nada de fruta, nada de pan, nada de hidratos. Yo debería hacer lo mismo. Esta noche no ceno. Bueno, cenaré una ensalada. Sin pan.

Tengo las manos frías. ¿Y mis guantes? Los he perdido. La próxima vez que me ponga guantes los coseré a la manga de la chaqueta.

Cuando llego a la oficina de Wendy me duelen los pies. Estoy muerta de hambre y tengo frío hasta en la médula espinal. Me he puesto las botas altas y un vestidito negro que me queda divino. Vamos a cenar al restaurante japonés, donde pido salmón a la plancha (muy pocas calorías). Después vamos a tomar una copa a Chelsea, donde nos encontramos con algunos amigos de Wendy… pero de Jeremy nada.

—Ya te dije que no íbamos a encontrarnos con él.

Una hora después vamos de camino a casa. Lo bueno de estar en Nueva York es que puedo ponerme mañana el mismo vestido.

Entramos en el apartamento sin hacer ruido porque su abuela está durmiendo. Normalmente en Navidad suele irse a Florida, pero no este año.

Duermo con Wendy porque el sofá del salón está cubierto por un plástico.

—Y no tires de la manta que te conozco —me dice Wendy.

—Yo no tiro de la manta. Se me ha olvidado traer el pijama. ¿Me prestas uno?

Mi amiga me tira una camiseta y un pijama de algodón.

—Sí tiras de la manta. Te envuelves en ella como si fueras un rollito de primavera… ay, mira, acaba de entrarme hambre.

Vuelve a la habitación un minuto después con dos donuts de pasas. Vale, empiezo el régimen mañana.

—¿Cuántas veces he dormido en tu casa, en Danbury? —le pregunto.

—Solías dormir una vez por semana. ¿Por qué dormías en mi casa más que yo en la tuya?

—Tú tenías hermanos y se comía mejor.

—Ah, es verdad —suspira Wendy—. Ojalá siguiéramos viviendo en la misma ciudad.

—Quizá lo haremos algún día.

—A lo mejor dejo mi trabajo y me voy a Boston.

—¿No te gusta lo que haces?

—Sí, bueno… pero trabajo más de doce horas diarias. Así no se puede vivir.

—¿Y el dinero que estás ganando? Serás rica antes de cumplir los treinta.

—¿Estás loca? No pienso seguir haciendo esto seis años más. Perdería tanto peso que me volvería invisible.

—Pues lo mío es peor… Estoy harta de insertar comas. Además, pagan fatal.

—Quizá deje mi trabajo. Me tomaré un tiempo libre para decidir qué quiero hacer con mi vida.

—Pero tú siempre has querido dedicarte a los negocios —digo yo, sorprendida.

—¿Ah, sí? Quizá debería haberme hecho médico. Al menos, así sentiría que aporto algo a la sociedad.

—Pues estudia medicina.

—Es posible que lo haga.

—¿Sabes cuál es tu problema, Wendy? No sabes cómo divertirte. Yo me iría a dar la vuelta al mundo. Francia, España, Italia… sin darle explicaciones a nadie.

—Esa eres tú, Jackie, no yo. Tú eres la que hizo las maletas y se mudó a Boston. Aunque quizá un día lo haga yo también.

Nos quedamos en silencio un momento.

—¿Tú crees que debo llamarlo?

—¿Ahora?

—No, ahora no. Mañana.

—¿Para qué quieres mi opinión? Sabes que vas a llamarlo —suspira Wendy.

—Es que lo echo de menos.

—Ya. Pues llámalo.

—No debería.

—Pues no lo llames.

Pensaré en ello mañana. Ahora mismo estoy demasiado cansada.

—¿Podemos dormir un rato?

—Sí. Buenas noches.

Cuando suena el despertador (a las seis de la mañana), me alegro mucho de no tener que levantarme. Me despierto de nuevo a las once. O, más bien, me despierta la abuela de Wendy.

—¡Arriba, arriba! Venga, dame un beso.

—Hola, Bubbe Hannah —murmuro, medio dormida.

—¿Tienes hambre? He hecho la comida.

—No tenías por qué.

—¿Qué dices? He hecho sopa y pollo al horno. Y un flan.

Adiós a la dieta.

En pijama, me siento frente a una mesa en la que hay cinco platos. Lo que me faltaba. Volveré a Boston como un globo.

—Mi Wendy no come nada —me dice la abuela, compungida—. ¿Quieres pan?

—No, gracias.

—¿No quieres pan?

—Es que estoy a dieta.

—¿Por qué? Si estás delgadísima. Ahora todas estáis delgadísimas. Venga, come un poco de pan.

¿Demasiado delgada? Adoro a esta mujer.

—Bueno, ¿qué tal en Boston?

—Me gusta.

—¿Qué es lo que te gusta?

—Mi trabajo.

—Ah, eso está bien. ¿Y tu novio? Wendy me ha dicho que tienes novio. Yo quiero que Wendy se eche novio, pero está todo el día trabajando.

—Vamos, Bubbe, Wendy es muy joven. Tiene tiempo de encontrar novio y casarse.

—Trabaja todo el día, llega tarde a casa… Bueno, ¿y tú cuándo te casas?

—Pues… aún no lo he decidido. Pronto, supongo.

¿Cómo voy a contarle mi vida a la pobre?

—Deja los platos en la mesa cuando termines. Cómete el pollo, hija.

Después de comer, tomo el metro hasta la calle 34 para ir de compras a Macy’s. Mientras estoy viendo mi reflejo en el escaparate, me pregunto por qué he dejado que Bubbe piense que tengo novio. ¿Y si nunca conozco a nadie? ¿Y si no me caso?

Todas las novelas que publica Cupido tienen como final una boda. Pero ¿y si mi alma gemela vive en otro país? ¿Y si está a mi lado, pero no lo veo? ¿Y si acaba de pasar y ni siquiera he visto su reflejo en el escaparate? Es normal que la gente se case antes de los treinta. Nos entra la desesperación. Y es más normal que haya tantos divorcios.

Tengo las manos heladas. Necesito un chaquetón forrado o algo así.

¿Debo llamar a Jeremy? No, no pienso llamarlo.

Podría llamar y colgar, para ver si está en casa. A lo mejor se ha marchado de Nueva York y estoy perdiendo el tiempo.

Saco el móvil y marco su número sin pensármelo dos veces.

¿Por qué lo hago? Está sonando. ¿Y si contestan sus padres?

—¿Dígame?

Es su voz. Está en Nueva York. Estoy hablando con él.

—Hola, soy yo.

—¡Hola! ¿Cómo estás, Jackie?

—Bien. ¿Y tú? ¿Qué tal va todo?

—Bastante bien. Echaba de menos esto.

—Sí, ya.

¿Qué es esto? ¿A qué se refiere?

—¿Qué tal Boston?

—Bien —miento yo. Odio mi trabajo, no tengo amigas excepto Natalie y Sam y te echo de menos—. ¿Cómo están tus padres?

—Bien, en Hawai.

—¿No has ido con ellos?

—Acabo de volver. Estoy intentando acostumbrarme a esto.

Pausa. No puedo esconderle dónde estoy.

—Estoy en Nueva York.

—¿Dónde?

—En la puerta de Macy’s.

—Ven a casa —dice Jeremy, sin dudar. ¿Quiero ir? Claro que quiero ir.

—Muy bien.

Afortunadamente, en la mochila llevo las botas, una falda monísima y un jersey. Por si acaso.

Salgo del taxi frente al edificio donde viven los padres de Jeremy. Subo en el ascensor… ¿qué estoy haciendo, qué estoy haciendo?

El portero lo ha avisado y está esperando en la puerta, de brazos cruzados.

La primera vez que se ve a un ex después de algún tiempo, una espera que esté más feo, bueno no más feo, pero quizá no tan atractivo. Para probar que no le va muy bien sin ti.

Jeremy lleva vaqueros, una camiseta azul marino que resalta el color de sus ojos y una sombra de barba increíblemente sexy.

Y está moreno. Yo esperaba que estuviese menos atractivo, pero…

—Hola.

—Hola.

¿Por qué lleva esa colonia? ¿Esa que me gusta tanto?

Voy a darle un beso en la mejilla y él me abraza. Antes de que me dé cuenta, está besándome en los labios, en el cuello y luego en los labios otra vez. Estamos en el pasillo y yo estoy tocando sus brazos, su torso. Y él me toca el pelo, la espalda, la falda…

Y así seguimos.

—¿Quieres ver las fotografías? —me pregunta, apartando el edredón.

—Sí, claro —digo yo, medio dormida—. Pero solo si no tenemos que levantarnos de la cama.

—Muy bien, las veremos aquí —sonríe Jeremy, abriendo un cajón.

Pero solo son dos rollos. ¿Dos rollos? Muy pocos rollos me parece a mí.

Veo fotografías de Jeremy con varios tailandeses y tailandesas que parecen inofensivos.

—Éste es el grupo con el que viajé durante un mes —dice entonces.

En la primera foto hay un tipo que se llama François y cuatro chicas. Hay dos rubias, una pelirroja y una morena bajita. ¿Cómo voy a saber cuál es la sueca? Me enseña varias fotografías más. ¿Qué quiere, matarme?

Estupendo. Las tías en biquini. ¿Con cuál de ellas se ha acostado? Quizá con todas. Pero eso me gustaría más. Si se ha acostado con todas, no puede estar enamorado de ninguna.

No hay ninguna fotografía de Jeremy con una rubia, recortados ambos contra una puesta de sol. Quizá las ha escondido. Quizá las ha puesto en un álbum.

—Voy a darme una ducha, ¿vienes?

—No, gracias.

Quiero mirar las fotos a solas.

Espero hasta que oigo el grifo y vuelvo a mirarlas. Pero sigo sin saber nada.

Y no entiendo en qué situación estamos ahora. ¿Somos novios otra vez? ¿Puedo olvidar lo que ha pasado? ¿Puedo confiar en él de nuevo? Antes, cuando sacó la cajita de condones, vi que estaba abierta. ¿Se ha traído una caja de condones de Tailandia? Evidentemente, se ha tirado a alguien porque yo tomaba la píldora.

No estaría bien investigar más. No estaría bien abrir el cajón… Estaría fatal.

Sigo oyendo el ruido de la ducha, así que abro el cajón. A ver, en la cajita dice que debería haber doce condones. Y solo quedan cuatro. ¿Cuatro? ¿Cuatro? ¿Dónde están los otros? O, mejor dicho, ¿dónde han estado?

Dejo de oír el grifo y guardo la caja frenéticamente. Tengo el corazón acelerado. Cuando Jeremy entra de nuevo, lleva una toalla azul marino alrededor de la cintura. Está tan guapo…

—¿Dónde quieres ir a cenar? —pregunto, tumbándolo de nuevo en la cama.

Decido otorgarle el beneficio de la duda. Quizá la caja es un regalo de un amigo. Quizá no ha usado ningún condón.

—La verdad es que… tengo que ir a una cena de Nochebuena.

—Ah. ¿No puedes escaparte?

—Desgraciadamente, no. No me dijiste que estabas en Nueva York. Si me hubieras avisado…

—¿Vas con otra? —pregunto yo entonces, pálida.

—Yo…

Acabo de acostarme con él y se lleva a otra a la cena. Va con otra.

—¿Quién es?

—Jackie, es mejor que lo dejemos.

—¿Estás saliendo con Crystal Werner?

Pausa. Jeremy no dice nada.

—Estás saliendo con Crystal Werner —afirmo. Me suicido. ¿Siempre le ha gustado Crystal? ¿Le gustaba cuando salía conmigo?—. Pues muy bien, espero que os vaya estupendamente.

Jeremy se ríe. No me lo puedo creer. Está riéndose. Yo estoy contemplando el suicidio y él se ríe.

—No es nada importante, nos llevamos bien nada más. Me voy a Boston en una semana.

¿Qué? No entiendo nada. ¿Alguna vez ha ido en serio conmigo? Quizá tenía otros rollos y les decía que yo no era nada importante porque se iba a Tailandia.

Si yo le importase un poco no se acostaría con nadie más, no se iría a Tailandia. Tengo que salir de este apartamento inmediatamente. Si me quedo un minuto más podría explotar, literalmente. Lo odio. Lo odio a muerte. Espero que se muera. Espero que tenga una muerte lenta. Como por ejemplo, que se lo coma un tiburón. Mientras está consciente. O que se queme, pero que no pierda el conocimiento a causa del humo.

Me visto a toda prisa y después me vuelvo para mirarlo.

—Feliz Navidad… con Crystal.

Salgo del apartamento y doy un portazo. No voy a llorar. No se lo merece. No voy a llorar y no voy a llorar.

Tengo que hablar con Wendy.

—Hola.

—¿Qué pasa?

—Nada —contesto, con voz temblorosa. No voy a llorar. No pienso ponerme a llorar en medio de la calle.

—¿Qué ha pasado?

—Jeremy está saliendo con Crystal Werner.

—Es un gilipollas y lo sabías —dice Wendy.

—Sí, ya.

Wendy me dice que me quede donde estoy. Viene a buscarme en taxi.

Mientras espero, decido llamar a Sam.

—¡Jackie! ¿Qué tal en Nueva York?

—Horrible. Odio Nueva York. ¿Cuándo vuelves a casa?

—Pasado mañana, el veintiséis. ¿Qué pasa con Jeremy?

No me apetece hablar de eso otra vez.

—Yo también vuelvo a Boston pasado mañana.

—¿No deberías volver el veintiocho?

—Vuelvo antes de lo previsto. No quiero hablar de ello. ¿Qué tal en Florida?

—¡He conocido a un socorrista guapísimo!

Veinte minutos más tarde un taxi se detiene delante de mí y, sollozando, me abrazo a Wendy.

Pedimos comida china para cenar y alquilamos Titanic, Love Story y Cuando Harry encontró a Sally. Tengo ganas de llorar.

—Ha llamado Jim —dice Bubbe.

—¿Jim?

—¿Quién es Jim? —pregunta Wendy.

—No era para ti, era para Jackie. A ti no te llama ningún chico.

—¿Quieres decir Tim?

—Sí, Tim. Es verdad, Tim. Soy vieja y se me olvidan las cosas.

—No eres vieja, Bubbe. Eres cronológicamente avanzada —ríe Wendy.

—¿Qué ha dicho?

—Que lo llames.

Pues no pienso.

—Tengo un regalo para ti. Ya sé que no celebras la Navidad, así que es un regalo de Hanukkah —le digo a Wendy al día siguiente.

—No tenías que comprarme nada. Además, es la primera vez que me compras un regalo por Hanukkah.

—Eso da igual.

Es un libro de viajes: Guía para viajar por Europa. Para que se anime.

—Qué bien. Ay, mira Italia. Algún día pienso ir.

—Yo también. Y no pienso volver nunca a Nueva York.

Odio Nueva York. Incluso puede que haga camisetas con ese logo.

—Yo también tengo un regalo para ti —dice Wendy.

—¿Ah, sí?

¡Yupi! ¡Un regalo! Wendy me da una caja envuelta en papel verde con un lazo rosa. Lleva una tarjeta que dice:

Feliz Navidad para mi mejor amiga. Eres fuerte, inteligente y guapísima. El que no se dé cuenta de eso inmediatamente no merece estar contigo.

Yo tengo que contener un sollozo. Abro el regalo. Son dos pares de guantes de lana gris.

—¡Son preciosos! Pero ¿por qué dos pares? —Debes guardar uno inmediatamente en un cajón. Para cuando pierdas el primero.

Qué lista es mi Wendy. ¿Cómo podría pedir una amiga mejor? Alguien que siempre tiene un plan B. En lugar de alguien para quien yo soy un plan B.