Natalie nos ha dicho que sus amigas se han hecho el piercing en la calle Willington y allá vamos.
—Deberíamos enterarnos del nombre del sitio —digo yo, mirando el escaparate de una tienda viejísima.
—Si esperamos, no lo haremos nunca —opina Sam—. No hay tiempo para investigaciones.
—No quiero que hagamos una investigación seria. Solo saber cómo se llama el sitio.
—Vamos a probar aquí —dice Sam. Entramos tras ella en un estudio de tatuajes que se llama Spider. El ruidito de la máquina me recuerda a una cámara de tortura.
Sam le pregunta a un tipo si allí hacen piercings en el ombligo.
—No hablo… idioma —contesta el tío.
—Me parece que hay muchas posibilidades de que nos hagan un agujero en el sitio equivocado —digo yo en voz baja.
Salimos del estudio y buscamos otro que se anuncia como: «Piercings exóticos».
El experto, lo llamo así por llamarlo de alguna manera, lleva como mil tatuajes y mil anillos por todo el cuerpo. Pero nos convence de que un piercing en el ombligo vale cincuenta dólares.
Como yo soy una chica muy responsable, cuestiono la higiene del asunto.
—Usamos guantes y una aguja nueva para cada trabajo.
Bien, guantes y agujas nuevas… ¿Agujas? ¿Qué agujas? Cuando te ponen los pendientes en la farmacia usan una pistolita que no duele nada.
—¿Les importa firmar estos papeles? Es por si acaso hay sangrado excesivo, cicatrices permanentes, mareos…
¿Cicatrices permanentes?
Sin saber cómo, soy la elegida para empezar y me sientan en un sillón negro de cuero. Qué suerte tengo. Sin entrar en detalles, le digo a Samantha que solo duele un poco.
Es su turno.
Gritos desde el sillón de cuero.
He mentido.
La reacción… escena I.
Natalie: ¿Te lo has hecho de verdad?
Yo: Sí. No creo que pueda volver a abrocharme la cremallera del pantalón.
Natalie: Pues a lo mejor yo también me hago uno.
Yo: Deberías. No me ha dolido nada, aunque ahora me escuece un poco.
Natalie: No sé, es un poco hortera, ¿no? Además, todo el mundo lo lleva.
Yo: (entre dientes) Gracias, Natalie. Supongo que soy una conformista con mal gusto.
La reacción… escena II.
Iris: ¡Qué guay! Yo quiero uno. ¿Lo tienes rojo? Pero la rojez se quita, ¿no? Mi amiga Mandy se hizo uno, pero no se lo dijo a su madre y ahora cada vez que se ducha tiene que ponerse el bañador y no sabe qué va a hacer en verano. Le pregunté a mamá si podía hacerme uno y me dijo que no. Pero pienso hacérmelo en cuanto cumpla los dieciocho. Me queda un año, cinco meses y tres días para hacerme un agujero en el ombligo. No se te habrá infectado, ¿verdad?
La reacción… escena III.
Janie (mi madre): ¿Y no podrías haberte hecho mechas en el pelo o algo así?
La reacción… escena IV.
Mi padre: ¿Qué tal hija, algo nuevo en tu vida?
Yo: No, nada.
La reacción… escena V.
Wendy: (en el speaker mientras yo me pinto las uñas) Me pregunto por qué nuestra generación decide automutilarse.
Yo: No es solo nuestra generación. El piercing es una costumbre que lleva siglos practicándose.
Wendy: Pero ¿por qué la cultura contemporánea obliga a hacerse agujeros en las orejas, la nariz, la tripa y otras partes que no menciono?
Yo: Quizá es la tendencia de los políticamente correctos de abrazar el relativismo cultural.
Wendy: Para producir un efecto estético.
Yo: (soplando las uñas del pie derecho) O un efecto espiritual.
Wendy: O sexual.
Yo: (fingiendo indignación) No me he hecho un piercing en el clítoris.
Wendy: Quizá no queda nada por atacar más que nuestra propia carne.
Sam: (o sea, Samantha, que entra en mi habitación sin llamar y se levanta la camiseta) ¿A que queda bien? ¿Podemos hacernos una foto?
Wendy: Desde luego, nuestros hijos tendrán algo de lo que reírse.
La reacción… escena VI.
Estamos cenando en el Asian Crill, uno de esos sitios donde una simple ensalada puede costar treinta dólares.
Andrew: No puedo creer que te hayas hecho un piercing.
Yo: (de brazos cruzados) ¿Por qué? No sabía que los adornos corporales pudieran cambiar el carácter de la gente. (Las siguientes palabras no las digo) Oh, no. ¿Los hombres me encontrarán repulsiva?
Andrew: Yo pensaba que lo de los piercings en el ombligo era para chicas tipo Alanis Morissette.
Yo: Por favoooor. Hay incluso una que se presenta a Miss América con un piercing.
Andrew: ¿Puedo verlo?
Yo: ¿Quieres que me levante la camiseta?
Andrew: (con los ojos como platos de postre) ¡Sí!
Yo: (levantando la camiseta) ¿Contento?
Andrew: ¿Por qué está tan rojo?
Yo: Acaban de meterme un montón de agujas en la tripa. ¿Qué esperabas?
Andrew: (con los ojos como fuentes) Pues es… no sé… es sexy.
Yo: (lo siguiente no lo digo) Bien.
Fin.
El lunes después del trabajo, Sam y yo vamos a la compra. Corriendo. Durante las últimas treinta y seis horas no he podido andar con normalidad, ni abrocharme el botón de los vaqueros, y cada vez que algo me roza la tripa pierdo momentáneamente el conocimiento.
Ponemos en el carro zumo de naranja, lechuga, macarrones, leche. Y después Sam mete salami, queso, una caja de antihistamínicos y seis cervezas.
—¿Y esto?
—Para los chicos que vayan a visitarnos.
—¿De dónde lo has sacado, de Cosmopolitan, de Glamour?
—De City Girls.
—¿Y qué más dicen?
—Que deberíamos comprarnos un perro. Los chicos se paran en la calle para charlar con una chica que lleva perro.
—Pero si eres alérgica a los perros…
—Podemos pedírselo prestado a alguien. Para eso he comprado los antihistamínicos.
¿Quién es esta mujer y qué le ha hecho a mi compañera de piso?
Sam tiene un montón de sugerencias más, a todas las cuales yo pongo veto:
Yo sugiero ir a una librería. Imagino que como soy licenciada en filología, trabajo como editora y me gusta la lectura, no estaría mal conocer a alguien a quien le gusten los libros.
—No lo entiendo. ¿Quieres conocer a un tío que lea novelas de amor? —pregunta Sam.
—No, eso sería muy raro. Quiero encontrar a un tío que lea algo… no sé, Hemingway, por ejemplo. Tampoco pido mucho.
Llegamos a Barnes y Noble a las seis y decidimos no salir de allí hasta que cada una le haya dado su teléfono a un potencial marido. Pensaba subir a la sección de narrativa, pero decido al final ir a informática. Vale, soy débil.
La, la, la. La sección de informática consiste en tres paredes llenas de estanterías, así que empiezo por la izquierda.
—¿Necesita ayuda? —me pregunta una amable dependienta.
—No, gracias. Solo estoy echando un vistazo.
Veo entonces a un chico guapísimo mirándome por encima de un libro. ¿Qué le digo? Ah, puedo pedirle consejo. Eso despierta el héroe que hay en ellos.
—Perdona…
—¿Sí?
¿Qué le digo?
—¿Conoces algún buen libro… de informática?
Él me mira como si tuviera dos cabezas.
—Deberías preguntarle a alguien que trabaje aquí.
Maldita sea. Hora de retirarse.
Seis cafés y cuatro horas más tarde, estoy hasta las orejas de cafeína y aburrida de la muerte.
He visto tres hombres a cuyas esposas/novias/ligues no les ha hecho ni pizca de gracia que yo me acercase a su territorio, dos hombres con niños (no creo estar en edad de convertirme en madrastra) y un petardo que no dejaba de mirarme y gracias al cual he decidido retirarme de mi puesto. La dependienta de Barnes y Noble cree que estoy tarada y me pregunta cada diez minutos si necesito ayuda.
—La ayuda ya no me vale de nada —suspiro.
Entonces conozco a Josh. Está leyendo un manual de informática. Es alto, guapo y tiene una bonita sonrisa, pero estoy agotada y quiero irme a casa. Así que le doy la mano y le digo mi nombre. Estoy harta de esperar y tengo prisa. Me dice su nombre y, cuando empieza a contarme que tiene un perro, le digo «llámame». Le doy mi número en un papelito que llevo guardado (al efecto) en el bolso y voy a buscar a Sam. Misión cumplida.
Sam está charlando con uno que se parece a Jerry Seinfeld. Le hago señas. No me hace ni caso. Hora de tomarse otro café.
—¿Cómo estoy?
Sam lleva un vestido negro con escote atado al cuello y su versión de las botas negras de putón, o sea, zapatos de tacón ideales. Va a salir con Philip, el tío al que conoció en la librería. Por lo visto, tiene su propia empresa y lee a Grisham. Muy bien. La Tapadera no es exactamente Por quién doblan las campanas, pero al menos es ficción. Sabe leer. Y ha llamado. Han pasado cinco días y de Josh no sé nada. Eso me pasa por tonta, por intentar salir otra vez con un tío cuyo nombre empieza por J. Y por no ir a la sección de narrativa. Informática, por favor… De un tío que lee libros de informática no te puedes fiar en la vida.
Siete días. ¿Por qué no fui a la sección de viajes? Incluso a la de cocina. Natalie conoció una vez a un psicólogo en la sección de bricolaje. Pero, con mi suerte, yo habría conocido a un psicópata.
Y llevo mi frustración a las clases de Tae Kwon Do.
—¡Abre las piernas! ¡Más!
Créeme, lo he estado intentando.
Después de la clase, Lorenzo se ofrece para ayudarme con la postura. Me pone esos pedazos de manos en los hombros y yo le dejo. Necesito corregir la postura para conseguir un cinturón amarillo. Los cinturones amarillos hacen más delgada que los blancos.
—¿Cuándo voy a conseguir el cinturón amarillo?
—Solo has hecho una clase, Jackie.
—Ah, sí, claro. ¿Cuántas clases tengo que hacer?
—Al menos, veinte —contesta Lorenzo.
¡Veinte! Veinte clases con este pedazo de hombre. Creo que estoy enamorada.
—¿Sabes a quién te pareces? —me pregunta. Está tan cerca de mí que me cuesta trabajo respirar.
—¿A quién?
¿Una actriz? ¿Tu primera novia?
—A Chelsea Clinton.
Aléjate de mí, Lorenzo. Apestas a sudor.
—No veo dónde está el problema —dice Sam mientras se pone sombra blanca en el párpado. Está arreglándose para su segunda cita con Philip.
Una segunda cita. Es increíble.
—Chelsea Clinton es horrenda.
—Yo no creo que sea fea.
—Eso da igual. El asunto es que todo el mundo la ve fea. ¿Cómo puede alguien pensar que es un cumplido decirme que me parezco a ella?
—A lo mejor Lorenzo la encuentra atractiva.
—Una opinión subjetiva irrelevante.
Pero da igual discutir porque Sam no está prestando atención. Esta noche Philip va a llevarla a una degustación de vinos. ¡Degustación de vinos! Qué ridiculez. Evidentemente, solo quiere emborracharla y acostarse con ella.
Vale. Estoy celosa. Celosa que te mueres.
—¿Qué tal los ojos? —pregunta, parpadeando.
—Bien.
¿Qué voy a hacer esta noche? Es sábado y Sam ha quedado, Natalie ha quedado y Andrew ha quedado con la rubia.
Me siento en el sofá y, desesperada, llamo a mi hermana Iris.
—De verdad, Jackie. No vas a creerte lo que ha pasado.
—¿Qué ha pasado?
—De verdad, Jackie. El chico del que mi mejor amiga lleva seis años enamorada me ha tirado los tejos. Y a mí me gusta. ¿Qué hago?
Angustia adolescente. Suspiro. Los buenos tiempos.
—¿A Mandy le gusta ese chico?
—No, a Támara.
—Pensé que Mandy era tu mejor amiga.
—Mandy era mi mejor amiga, pero ahora es mi segunda mejor amiga. ¿Qué hago?
—¿Qué quieres hacer?
—Anoche estuvimos en una fiesta y cada vez que Kyle se acercaba a hablar conmigo Támara me mataba con la mirada. Pero es absurdo porque en este último año le han gustado diez tíos.
Después de quince minutos de explicación tengo un dolor de cabeza que me muero.
—Iris, me voy a dormir.
—¡Pero si son las diez! Y es sábado.
¿Y qué? Déjame en paz.
—Estoy cansada.
—¿No vas a salir?
—Iba a salir, pero decidí quedarme en casa… —bip, otra llamada— espera un momento, me llaman por la otra línea. ¿Dígame?
—Jackie, eres mi salvavidas literario y tienes sesenta segundos para contestar a esta pregunta… —es Bev, mi madrastra. No sé de qué está hablando.
—¿Qué?
—Estoy jugando al Millonario con tu padre y unos amigos y necesito saber la respuesta a una pregunta. Te uso como comodín.
Yo tengo otra pregunta. ¿Mis padres lo están pasando mejor que yo un sábado por la noche? No quiero ni saber la respuesta.
—Espera un momento… ¿Iris?
—¿Es que no me has oído? Voy a una fiesta y Támara y Kyle estarán allí. ¿Qué hago?
—¿No podemos hablar mañana?
—¡Pero la fiesta es esta noche!
—Tengo que colgar.
—¿Por qué?
—Bev me necesita en la otra línea.
—Vale. ¿Quieres más a tu otra familia? Pues nada —dice mi hermana antes de colgar.
—Bev, a ver… —digo yo, suspirando.
—¿A quién le dedicó T. S. Eliot The Wasteland? ¿A Andrew Marvell, Ezra Pound, Jennifer Eliot o William Carlos Williams?
A ver, calma, yo tengo que saber esto. Sé que no era a Marvell. The Wasteland fue escrito a principios del siglo XX. No sé…
—Marvell.
—¿Estás segura?
No. No. ¿Por qué he dicho eso?
—No, quería decir Ezra Pound.
Debería haber terminado el master. ¿Por qué no he terminado el master?
—Muy bien, Ezra Pound. ¿Estás segura?
—No, podría ser William Carlos Williams. No estoy segura. Pero también podría ser Pound.
—¿Qué tanto por ciento de posibilidades tiene?
—Cincuenta por ciento, creo.
—Vale.
Bev cuelga después, tan tranquila. Dejándome en un mar de dudas. ¿Y ahora cómo voy a dormir? Ahora tengo que ponerme a buscar… encuentro una copia de The Wasteland en una caja… está dedicado a Ezra Pound.
Gracias a Dios. Y gracias a T. S. Eliot.
Mi teléfono suena exactamente a la 1:07 a.m.
—¿Dígame?
—Ah, menos mal que no te he despertado —es Iris.
—Me has despertado, guapa.
—Perdona, pero esto es una emergencia.
—¿Por qué?
—Porque Kyle se fue de la fiesta y Michael me dio su teléfono.
—¿El suyo?
—No, el de Kyle.
—¿Quién es Michael?